Gannon contesta a una pregunta

—Pase, ayudante —lo invitó Kate.

Vestida con la blusa blanca, una cinta de terciopelo al cuello y la falda negra y plisada, parecía aún más alta. Llevaba el pelo suelto en torno a la cara, lo que suavizaba sus angulosas facciones. No parecía contenta de verlo, pero tampoco disgustada.

—¿Aún no se ha marchado de la ciudad? —le preguntó.

—No —contestó él, sentándose a la mesa por indicación de ella.

El hule estaba frío y resbaladizo al tacto. Sintió que algo se distendía en él, allí, por primera vez desde que la partida había vuelto con Curley. Se había acostumbrado a que la gente guardara silencio a su paso y empezara a murmurar, aunque él empeñaba toda su energía y voluntad en no iniciar disputas, o algo peor. Pero ya no había murmullos a su espalda.

—Por lo menos aún no se ha visto frente a una banda de linchadores.

—No me preocupan tanto los linchamientos como las balas perdidas —declaró Gannon, intentando sonreír.

Kate se sentó frente a él, y, mirándolo fijamente, inquirió:

—¿Qué esperaba cuando lo salvó con su testimonio?

—Lo que dije era cierto.

Su voz cobró un tono que no había querido adoptar en aquel momento.

—Ah, ¿sí? —dijo Kate. Las comisuras de su boca se estrecharon con desdén, pensó él—. ¿No porque era amigo suyo?

—No.

—Eso no tiene nada que ver, ¿verdad? No, yo pensaba que su testimonio quizá fuera cierto, ayudante. En esta ciudad lo odian porque piensan que mintió, pero yo no tengo mejor concepto de usted por creer que dijo la verdad. Porque habría jurado igualmente lo contrario si hubiera sido al revés, amigo o no; sólo diría lo que es verdad en su fría cabeza. Pero no por odio, ni amor ni nada.

—Yo no tengo amigos —repuso él, con aspereza.

—No, ni los tendrá. Ni amigos ni nada. —Alargó el brazo y puso la mano tranquilamente sobre la de él, retirándola enseguida—. ¡Pero si está caliente! —exclamó Kate.

«Incluso aquí», pensó, y se sintió como si se hubiera quedado ciego. Había querido convencerse a sí mismo de que le traía sin cuidado lo que la gente pensara de él; pero le importaba, y no sabía cuánto tiempo más podría soportarlo.

—Usted tenía un hermano —prosiguió Kate, implacable—. ¿Es que no lo quería?

—Yo sabía lo que era.

—¡Por Dios santo! —exclamó Kate—. ¿Pero es que no hay nada… ni nadie a quien haya querido? ¿No haría un gesto por amor, aunque a su imperturbable juicio estuviera mal, o fuese injusto? —Su silla rechinó contra el suelo cuando la retiró hacia atrás al ponerse de pronto en pie; inclinó la cabeza y se quedó mirándolo con las manos abiertas frente al pecho—. ¿Qué es lo que ve usted aquí? —dijo con voz ronca—. ¿Sólo una zorra, de la que sabe que únicamente quiere ver muerto a Blaisedell, y que eso está mal? Pues sí, puede que esté mal, ¡pero me sale de aquí!

—¡Basta ya, Kate!

—¡Quiero saber lo que ve! ¿Tiene ojos sólo para ver exactamente lo que está ahí y nada más; nunca hay matices ni calor? Entonces, ¿a qué viene aquí?

Gannon no pudo contestarle, porque no lo sabía. Hoy, pensó, sólo quería un momento de calma. Sacudió la cabeza, calladamente.

—¿Sólo a charlar? —preguntó Kate, más tranquila—. Para desahogarse un poco. ¿Y me ha escogido para echarme encima el peso que arrastra usted?

Él asintió con la cabeza; quizás era eso.

—¿Me necesita? —inquirió Kate, como si insistiera en esa condición.

—Sí, supongo.

—¡Virgen santa! —exclamó Kate—. Es como para echarse a temblar, pensar que necesita usted algo aparte de su férrea conciencia.

Kate volvió a sentarse, y él oyó el monótono zumbido de las moscas contra la ventana, y se sorprendió aguzando el oído para escuchar el lejano chasquido del mazo de Eladio en la carpintería. Pero no lo oía desde allí.

—¿Tiene ahora miedo de Blaisedell?

Él negó con la cabeza.

—Aquí todos lo temen. O deberían temerlo.

—No, Kate.

—¿No sabe por qué ha vuelto a ocupar el cargo de comisario, desterrando a Burne de la ciudad?

—Él no lo desterró, Kate. Fue el Comité de Ciudadanos.

—¡Un momento! Ayudante, hay gente que mata por odio. Y otros por lo que consideran justo; hombres impasibles, como usted. Y luego está Blaisedell. ¿Sabe por qué ha matado a Burne?

—Porque el Comité de…

—Lo ha matado porque su reputación estaba en entredicho. ¿Sabe por qué volvió a aceptar el cargo de comisario?

Él no contestó.

—Porque sabía que el Comité de Ciudadanos iba a pedirle que expulsara a Burne de la ciudad. Porque veía que eso era lo que todo el mundo deseaba, y así volvería a ser el gran hombre de Warlock. Es como cuando un jugador dobla las apuestas porque está perdiendo. Para recuperarse. No porque odiara a Curley Burne, ni porque pensara que estuviese bien o mal hecho. Sino para mantener su reputación. ¿Y qué ocurre ahora con su severa conciencia, si Schroeder le dijo que Burne no lo había hecho a propósito?

—Blaisedell cree que miento. Como todo el mundo. Todos saben que he sido amigo de Curley y Abe, y piensan que miento porque…

—¿Sabe que el Comité de Ciudadanos ha estado a punto de pedirle que lo desterrara a usted junto con Burne? Me lo ha contado Buck Slavin. Y Blaisedell lo habría hecho. Y lo habría matado, también.

—No creo que lo hubiera hecho. En el caso de Brunk, no lo hizo.

—Lo habría expulsado de la ciudad y lo habría matado sólo por acabar la faena. Porque la gente lo odia a usted, y eso habría incrementado su prestigio.

—¡Basta ya! —exclamó él, en un súbito e insoportable acceso de ira—. No vuelva a hacer eso. Indisponer a alguien con malas artes para que se enfrente con Blaisedell.

Kate se quedó boquiabierta; luego apretó los labios, pero no, o esa impresión tuvo Gannon, con la furia que cabía esperar. Él advirtió que las aletas de su nariz palidecían y se aflojaban al ritmo de su respiración. Los negros ojos de Kate le devolvieron la mirada. Luego, al fin, ella sacudió la cabeza.

—No. No, yo no pretendo eso, ayudante. Ya no.

Guardó silencio un buen rato, y Gannon comprendió de pronto lo que debía hacer. Ir a Bright’s City a ver a Keller, al propio Peach, si pudiera. Ahora podía cabalgar hasta allí, porque los Reguladores se habían disuelto, y si se ausentaba unos días tal vez las cosas no anduvieran mal a su vuelta. Iría a ver a Keller, al propio general, si podía, para solicitar medios que permitieran evitar más tragedias, aun sabiendo que los escatimarían ridícula o cruelmente, como siempre habían hecho.

—¿Qué clase de hombre era Curley Burne? —quiso saber Kate.

—Bueno, me parece que caía bien a casi todo el mundo, aunque trabajara con McQuown. Era agradable hablar con él, simpático y amistoso, y no daba problemas. Aunque podía mostrar bastante dureza si hacía falta, y tenía el valor suficiente para comportarse de la forma que le pareciera conveniente. Ya le conté que se negó a participar en lo de Rattlesnake Canyon. —Se puso a hacer pequeños pliegues en el hule con las uñas; luego, prosiguió—: Daba mucha importancia a la familia, los amigos y esas cosas. Discutimos sobre eso a raíz de la muerte de Billy. Siempre fue el mejor amigo de Abe. —Alzó la vista hacia Kate—. Creo que le habría caído bien.

—¿Por qué lo hizo?

—¿Enfrentarse con Blaisedell? Ya oyó usted lo que dijo. Sólo por enseñar el pecho, para que viéramos que no estaba pálido de miedo. Afirmando que tenía tanto derecho como Blaisedell para andar por la calle.

No era suficiente, lo sabía. Suspiró y dijo:

—No sé, Kate. He pensado que quizá fuera por McQuown.

—Creo que me habría gustado —observó Kate. Luego frunció el ceño y preguntó—: ¿Por qué por McQuown?

—Bueno, dijo algo curioso cuando lo soltaron y comprendió que debía marcharse cuanto antes. Dijo que seguramente le había tocado a él despejar el ambiente. Pero esa suposición no lo obligaba a nada. No sé exactamente lo que quiso dar a entender con esas palabras, pero…

—Blaisedell —repuso Kate, con desprecio.

—No, creo que en cierto modo se refería a McQuown. Pero luego vino, a pesar de todo. No sé; probablemente sólo fuera lo que dijo, que quería demostrar que no era un cobarde.

—O simplemente que era un hombre —sugirió Kate con su tono más desdeñoso—. He visto a hombres luchando con las cartas, conscientes de que el juego les era desfavorable, perdiendo una baza tras otra, pidiendo prestado más dinero, y perderlo también. Sabiendo todo el tiempo que no podían ganar.

—No sé —dijo él. Intentó formular la inquietud que lo corroía cada vez más—. He tratado de considerarlo detenidamente. El motivo que impulsó a venir a Billy, y por qué vino Curley, cuando en un principio parecía que no iban a presentarse. Me temo… me temo que hay algo en Blaisedell que los…

Se interrumpió cuando Kate dio un grito, como si le hubiera ganado algo.

—¡Que los obligaba a volver! Sí, no podían hacer otra cosa; como moscas atrapadas en una tela de araña.

—Puede que sea algo así —convino él—. Bueno, sólo en parte, porque hay otras cosas. Por ejemplo, he pensado en Billy y en cómo le pegaba mi padre. Le daba muchos azotes, porque era muy indisciplinado. Y nunca disimulaba. —Se llevó la mano a la nariz, recordando aquellos tiempos—. Siempre proclamaba lo que hacía, como si se sintiera orgulloso de ello. Y daba la impresión de que le pegaban por cosas que no había hecho, por no abrir la boca para defenderse.

»Así que he llegado a la conclusión de que soportaba aquellos azotes para purgar, en su fuero interno, actos que sí había cometido. Me refiero a cosas por las que se sentía culpable. De manera que si le pegaban, el castigo le valía la pena durante algún tiempo. Me pregunto…, me pregunto si…

No llegó a expresarlo del todo.

—¿Si se dejó matar? —concluyó Kate.

—Así habría pagado por todo.

—¿Dejándose matar? —musitó Kate.

—Pues, sí. —Intentó sonreír, penosamente—. Es posible que usted nunca haya experimentado esa sensación, siendo como es una mujer religiosa. Si una persona no tiene creencias, hay cosas de las que no puede esperar perdón, porque nadie puede perdonarse a sí mismo. Me pregunto si, en parte, no fue eso lo que le pasó a Billy.

—¿Y se dejó matar por eso? —dijo Kate, y a él le gustó ver que había aspectos de los hombres que ella ignoraba, a pesar de jactarse de que los conocía tan bien.

—Por eso. Aunque creo que con Curley había algo más. McQuown y él estaban muy unidos, y me parece que pretendía demostrar a todo el mundo algo sobre Abe. O si no, que no podía admitir que se había equivocado con él y trataba de probarse a sí mismo que no era cierto. Es difícil ahondar en el corazón de la gente.

—Eso no le incumbe a usted, ayudante —dijo Kate, mirándolo con extraña preocupación.

Él asintió con la cabeza.

—Pero he estado pensando en todos los motivos que podría tener para desafiar a Blaisedell. Para ponerse a prueba a sí mismo, o contrarrestrar algo. O para decir que el contrincante es alguien y tú no eres nadie, y aunque te mate, tú te conviertes en alguien precisamente por eso; he conocido hombres que piensan así, al revés. O lo considera un desalmado, de manera que tú eres bueno y valiente si te enfrentas con él. O… o simplemente en lo que te convertirías si tuvieras la suerte de matarlo. Barajo todos los motivos y…

—Más vale que deje de pensar en eso —recomendó Kate.

—… y me parece bastante horroroso. Ojalá no fuera de ese modo, pero comprendo que es así para algunos, y resulta horroroso. Creo que Blaisedell no podría soportarlo si lo supiera.

Volvió a mirarla a los ojos y lamentó lo que percibió en ellos. Se puso rápidamente en pie.

—Vaya, no he dicho más que tonterías —observó—. Sólo me he desahogado con algunas bobadas. Gracias por haberme escuchado. Ahora tengo que coger el caballo y marcharme a…

Oyó ruido de pasos fuera, que subían los escalones. Llamaron a la puerta. Kate dio la vuelta a la mesa y abrió. Frente a ella, Gannon vio a Blaisedell en el porche, con el sombrero negro en la mano. El borde del fieltro le había apelmazado el pelo rubio, marcándole un círculo en torno a la frente.

—Hola, Kate —saludó Blaisedell con su voz grave—. Pensé que encontraría aquí el ayudante del sheriff. Quería hablar con él.

La mano de Kate se engarfió en el borde de la puerta. Se hizo a un lado; parecía desmadejada.

—¿Hablar? —dijo en un murmullo.

—Deseaba hacerle una pregunta —contestó Blaisedell.

Pasó frente a Kate, que sin soltar la puerta volvió despacio la cabeza al paso del comisario hasta encontrarse con la mirada de Gannon, y él sintió que el odio y el miedo de aquella mujer eran tan intensos que parecían desbordar la habitación.

—¿De qué se trata, comisario? —preguntó Gannon, al tiempo que apoyaba la mano en el respaldo de su silla.

—De lo que le dijo Schroeder —contestó Blaisedell con toda tranquilidad.

—¡Ya ha declarado bajo juramento lo que le dijo Schroeder! —gritó Kate.

—Se lo pregunto a él, Kate —repuso Blaisedell, sin mirarla.

—Dije la verdad, comisario —dijo Gannon.

—¡Mátalo ahora, por decirla!

—No me tienes en mucha estima, ¿verdad, Kate? —replicó Blaisedell. Seguía con los ojos fijos en Gannon, que tuvo la impresión de que lo estaba examinando a fondo—. Jessie ha pensado que podía haberse equivocado —prosiguió Blaisedell al cabo de un rato—. Así que decidí preguntárselo personalmente. —Asintió con la cabeza, como si estuviera satisfecho—. Imagino lo mal que debe de haberlo pasado, ayudante, mientras todo el mundo le volvía la espalda. Aunque ya entenderá que a Jessie le resultará casi imposible decir ahora que ha cambiado de opinión. Después de lo que ha sucedido.

—Naturalmente —repuso Gannon con frialdad. Se le ocurrió que la señorita Jessie no habría admitido de buena gana, ni siquiera ante Blaisedell, que había cambiado de opinión, o que había mentido—. No importa, comisario.

Blaisedell se volvió para marcharse.

—Comisario —añadió Gannon—. Carl no estaba muy seguro. Ya sabe que fue así como él mató al minero, cuando le agarró la escopeta. En eso pensaba al final. Pero dijo… que hay que perdonar si uno quiere ser perdonado, y que él iba derecho al juicio…

Se interrumpió, y Blaisedell volvió a asentir con la cabeza. Se volvió a mirar a Kate, que apartó la cabeza.

—He matado a otro hombre, por ser demasiado rápido en desenfundar, Kate —dijo—. He jurado no volver a hacerlo.

Luego salió al sol y bajó los escalones, poniéndose de nuevo el sombrero. Caminaba con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, como si observara algo en lo alto. Apoyada en puerta, Kate lo vio alejarse.

Cuando cerró de golpe, las paredes de cartón alquitranado se estremecieron con el portazo. Se volvió rápidamente hacia Gannon, y había una especie de asombro en su rostro.

—Creía que no había sentido nada en la vida —observó, con voz ahogada—. Pero tiene compasión de él.

—Supongo que sí, Kate —repuso Gannon, agachándose a recoger el sombrero del suelo.

—¡De él! —repitió Kate, como si no pudiera creerlo. Emitió un sonido a mitad de camino entre la risa y el llanto—. ¡Compasión de él! Ha sufrido mucho por decir la verdad. Podría haberse retractado, pero entonces habría dicho una mentira, y eso no está bien.

No lo dijo con ira, tal como él habría esperado, sino como si estuviera tratando de entenderlo.

Gannon aguzó el oído para escuchar el golpeteo del mazo de Eladio, armando el ataúd de Curley Burne. Lo oyó en su imaginación, y también las palas que escarbaban la tierra en el pedregoso terreno de Boot Hill, y el susurro del viento que soplaba entre los matorrales y los túmulos de piedra y las lápidas. Los lentos pasos de Blaisedell, al alejarse, tuvieron en sus oídos el mismo eco solitario y fatal.

—¿Qué ha querido decir con eso de desenfundar demasiado rápido? —preguntó Kate, en un murmullo entrecortado.

Pero él ignoraba por qué Blaisedell había dicho eso, y era como si Kate no estuviese hablando con él, como si ya no fuera consciente de su presencia. Tampoco pareció darse cuenta de que se despedía de ella, diciéndole que se iba a Bright’s City. Se dirigió despacio de vuelta a la cárcel, dando un rodeo por Peach Street, para evitar cruzarse con mucha gente por el camino.