Diario de Henry Holmes Goodpasture

10 de abril de 1881

Es imposible observar los acontecimientos sin sentir nada. A todos nos afectan en cierta medida, interior o exteriormente. Los nervios están a flor de piel, las pasiones se desatan y vuelven a suscitarse partidismos que, aun en mi propio caso, van más allá de toda razón.

Debe constituir una experiencia convulsiva hacer frente a una turba enardecida, como Schroeder y Gannon hicieron anoche; no una, sino dos veces, y acabar pisoteados por hombres que no eran sino bestias furibundas. Escribo esto para tratar de entender a Carl Schroeder, y también en memoria suya. Veo ahora que su cargo ha servido para ennoblecerlo, como hizo con Canning, su antecesor. En vida no le reconocimos muchos méritos, y creo que fue porque se parecía demasiado a nosotros. Que Dios lo tenga en su gloria; se merece una pequeña y humilde porción de paraíso, que es todo lo que él habría deseado.

Era una persona ecuánime y afable. Quizá no fuese el hombre más idóneo para desempeñar el cargo en esta ciudad. Pero ¿quién habría sido enteramente adecuado salvo, quizás, el propio Blaisedell? Tengo la impresión de que la creciente autoridad de Schroeder (¿y acaso no era en parte también nuestra?) se debía en buena medida a la presencia y ejemplo de Blaisedell. Creo que la caída en desgracia de Blaisedell le produjo una desagradable conmoción. Dado que sacaba sus fuerzas del comisario, debe haber tenido bien presentes las crueles vicisitudes del error, las murmuraciones, o los simples y nauseabundos embustes de que son víctimas, como Blaisedell y él mismo, los servidores de una ley rudimentaria.

Pobre Schroeder, muerto no sólo en una indigna reyerta callejera, sino en uno de las innumerables altercados sobre Blaisedell y McQuown. Buck Slavin oyó la discusión, y vio el final; afirma que, en su opinión, tanta culpa tuvo Carl como Curley Burne. Asegura también que en la pelea había una rencilla más honda, pero pienso en mis propios sentimientos, y sé que no habría hecho falta mucho para suscitar en mí una rabia mortal.

Buck estuvo presente en el General Peach casi hasta la muerte de Schroeder, y afirma que el ayudante del sheriff se reprochaba amargamente haber caído en la artimaña llamada «giro del salteador». Es un truco consistente en entregar la pistola con la culata por delante para luego voltearla rápidamente con el índice en el gatillo, y disparar cuando se nivela el cañón. Es un proceder repugnante. Curley Burne ha tenido en esta ciudad más amigos, con mucho, que ningún otro de la cuadrilla de McQuown. Pero ahora sólo tiene enemigos jurados.

Gannon no ha acompañado a la partida que salió en persecución de Burne quizá, como sugiere Buck, porque Curley había sido buen amigo suyo o, como dice el médico, porque Carl expresó el deseo de que permaneciese a su lado hasta el último momento. A poco de morir Schroeder, los mineros prendieron fuego al Glass Slipper, y Gannon ha estado ocupado tratando de sofocarlo. La opinión mayoritaria es que se ha entretenido demasiado con el incendio, y que su verdadera obligación era ir con la partida. Cabe esperar que el cargo ennoblezca a Gannon lo mismo que a sus dos predecesores.

Supongo que a Carl Schroeder le habría gustado saber que su muerte ha hecho olvidar el fracaso de Blaisedell ante la cárcel, centrando el odio en un solo hombre. Deseo fervientemente que la patrulla atrape a Curley Burne y lo cuelgue del árbol más cercano.

Quemo aceite a medianoche, derramo sangre sobre esta página en forma de borrones y garabatos. ¿Cómo puedo conocer el corazón de los hombres sin conocer el mío? Le voy quitando capas, como a una cebolla, y sólo encuentro más capas, cada una de ellas más pequeña y mísera que la anterior. Cuánto disimulamos, cómo tratamos de ocultar nuestros motivos a nuestro más íntimo ser, tomando por virtud al más avieso, calificando de angelical al que en otro veríamos como diabólico, de probidad lo que en otro es avaricia, etcétera. Fijémonos. El Glass Slipper ha ardido hasta los cimientos, quedando reducido a un montón de escombros y cenizas. La farmacia de al lado se ha salvado de milagro. Los mineros le prendieron fuego; se han vengado de Morgan. Son el mismísimo demonio, poniendo así en peligro una ciudad como ésta, seca como la yesca. Pero ¿es eso todo? No, han puesto en peligro mi propiedad. Les perdono haberme faltado al respeto, insultándome y humillándome; pero si amenazan mi propiedad, nunca se lo perdonaré. Quitádmelo todo menos el dinero. Con dinero puedo volver a comprar lo que necesite, lo demás no tiene ningún valor.

Pobres diablos, supongo que tenían que destruir algo. La gente alcanza la cota más alta del valor y el ingenio cuando se desquita de frustraciones o desaires. Así ha sido siempre. Se consuelan algunos al ver que los hombres, llenos de buena voluntad, aúnan sus esfuerzos para luchar contra las catástrofes. La humanidad en su mejor aspecto, según dicen. Pero siempre contra algo, como ya he dicho. ¿Cuándo obrará la humanidad con todas sus fuerzas, su valor y su ingenio, y todo su corazón, a favor?

A Morgan sólo le quedan cenizas. ¿Volverá a construir, o lo aceptará como muestra del sentimiento general hacia él y se marchará de nuestro valle de Concordia y Felicidad? Y en ese caso, ¿qué será de Blaisedell, que ha llevado la banca en sus mesas de faraón? ¿Se marchará también, o volverá a aceptar el puesto de comisario? Estoy seguro de que en su próxima reunión el Comité de Ciudadanos le pedirá, o le rogará, que vuelva a desempeñar el cargo.

Blaisedell y Morgan: dicen que Blaisedell no quiso disparar contra los que asaltaron la cárcel porque no quería matar a nadie por culpa de Morgan, que había acabado injustamente con la vida de Brunk (¡si no con la de muchos otros!). Pero su prestigio habría sufrido mucho más si los mineros hubieran sacado a Morgan para colgarlo, y así me explico la intervención de la señorita Jessie en este asunto. Blaisedell le interesa mucho, y, habida cuenta de la sólida amistad del comisario y el jugador, ¿acaso no comprendió que debía salvar a Morgan a toda costa, por desagradable que le resultara el objeto de su rescate?

Se ha hablado mucho de que Blaisedell comenzó su carrera de las armas en una posición similar a la del ahora huido Murch, como principal pistolero en el salón de juego que Morgan regentaba en Fort James, y que a instancias suyas mató a diversos hombres que el jugador consideraba molestos, tanto por motivos amorosos como de negocios. Morgan le salvó la vida en cierta ocasión, se dice también, por lo que Blaisedell juró protegerlo para siempre y cumplir cualquier propósito que su amigo le encomendara. Morgan tiene cuernos, tridente y un rabo puntiagudo, y es dueño del alma de Blaisedell.

Morgan ha sustituido a McQuown como cabeza de turco, y ahora es lo que podríamos llamar un diablo expiatorio. McQuown lleva tanto tiempo recluido en San Pablo y alejado de nuestro campo visual, que ya no es más que un nombre, como Espirato, y hace falta alguien que esté más a mano. Por eso queman a las brujas, como carbón, para darnos calor.

11 de abril de 1881

La partida ha vuelto con Curley Burne, y el ayudante Gannon se ha mostrado tal cual es en realidad.

Burne ha sido puesto en libertad bajo el juramento de Gannon de que las últimas palabras de Schroeder en su lecho de muerte fueron para decir que el disparo se produjo de modo fortuito, cuando él cogió el revólver de Burne por el cañón y dio un tirón, forzando así el dedo de Curley contra el gatillo. Dadas las circunstancias, el juez Holloway fueran cuales fuesen sus impresiones sobre el asunto, no podía enviar a Burne a Bright’s City para que lo juzgaran; no habría tenido sentido alguno, con Gannon resuelto a jurarlo. Joe Kennon, que estuvo presente en la vista oral, cuenta su impresión de que Pike Skinner estuvo a punto de matar a Gannon allí mismo, y que le llamó embustero a la cara.

Por fortuna para Gannon, esta ciudad ha sufrido un empacho de bandas de linchadores últimamente, de otro modo Burne y él colgarían juntos esta noche. ¡Qué asunto tan deplorable! Gannon debía de tener verdaderos deseos de complacer a McQuown, pues lo más probable era que el tribunal de Bright’s City, siguiendo su costumbre, hubiese absuelto a Burne. No hay duda de que Gannon corre peligro ahora, y, si está aquí para servir los propósitos de McQuown en todo lo que pueda, ha destruido la utilidad que pudiera tener para los de San Pablo debido a esa maniobra exasperante y, en efecto, insensata. Se supone que se escabullirá de la ciudad a la primera ocasión, y no se le volverá a ver en Warlock. ¡Adiós y buen viaje!

Para empezar, la patrulla estaba claramente dividida sobre si se debía capturar a Burne o no, pues muchos de ellos consideraban que había que matarlo a tiros nada más verlo. Su caballo se había quedado cojo, sin embargo, y, afortunadamente para él, no opuso resistencia. Se le dieron claras oportunidades de escapar, para así aplicarle la ley fuga, pero Burne, astutamente, no quiso aprovecharlas. Sin duda ya contaba con la ayuda de Gannon.

Desde luego hizo falta un valor poco corriente, perverso, para mantener esa mentira descarada ante un grupo tan parcial en la vista sobre Burne. Naturalmente Gannon intentó alegar que la señorita Jessie también había oído las últimas palabras de Schroeder. Varios hombres fueron apresuradamente a preguntarle si era así, pero ella sólo incrementó la vergüenza de Gannon contestando, a su discreta manera, que no había alcanzado a oír lo que Schroeder decía al final, alegando que sus palabras eran inaudibles. Buck dice ahora que desde el principio sabía que Gannon trataba de jugar a dos bandas, y que sólo estaba esperando una oportunidad para hacer una jugada como ésta en favor de McQuown. Debo decir que no tengo a Gannon por un villano, sino por un idiota despreciable.

Con buen criterio, Burne se ha apresurado a desaparecer del mapa. Unos dicen que se ha unido a los Reguladores, que están acampados en la mina Medusa. Si Blaisedell vuelve a asumir la función de comisario, y esta ciudad ejerce su derecho a decidir, Curley Burne será su objetivo más urgente.

Con ese fin se reúne mañana, en el banco, el Comité de Ciudadanos.

12 de abril de 1881

Blaisedell ha vuelto a asumir el cargo y ha desterrado de Warlock a Curley Burne. Nunca he visto manifestarse los ánimos en esta ciudad de manera tan firme y unánime. Se espera fervientemente que Curley Burne, dondequiera que esté, entienda el proceso de expulsión de una forma diferente a como siempre la hemos considerado: como una orden, y no como un permiso para retirarse.

13 de abril de 1881

Corren rumores, y no sé cómo —quizá por una especie de emanación en el aire— de que Burne va a venir a Warlock. En un momento dado nadie lo consideraba tan estúpido como para venir a la ciudad, y al instante siguiente todos estaban seguros de que vendría. Se le espera mañana al amanecer, pero yo sigo sin creerlo.

14 de abril de 1881

Lo he visto, apenas hace una hora, y voy a transcribirlo tal cual. Así dejaré constancia para que, en un futuro, en caso de que alguien altere los hechos influido por las pasiones o el correr de los años, pueda yo mirar esto y recordar cómo sucedió.

Antes de que saliera el sol estaba en la azotea de mi establecimiento, sentado tras el pretil. Subieron otros, por una escalera de mano apoyada contra la fachada que da a Southend Street, haciendo gestos de disculpa por invadir mi propiedad, y se sentaron en silencio cerca de mí a la grisácea luz del alba. Se veían hombres en la calle, también, ocupando puertas y ventanas, y un grupo apostado en el interior de la calcinada estructura del Glass Slipper. De cuando en cuando se oía algún murmullo, salpicado de frecuentes toses, y un continuo rumor de movimientos, como en el teatro cuando está a punto de alzarse el telón.

Algunos dirigíamos la vista al este, esperando al sol, o a Blaisedell, que probablemente vendría por la dirección del General Peach; otros, al oeste, por donde Curley Burne debería hacer su entrada en escena.

De pronto se oyó un rítmico rechinar de ruedas; eran los carros que conducían a los mineros a la Thetis, Pig’s Eye y otras minas más lejanas, diez o doce en total. Los trabajadores iban sentados codo con codo. Volvían los barbudos rostros a derecha e izquierda mientras avanzaban por Main Street, y, de cuando en cuando, alzaban la mano para saludar a algún conocido, pero ni asomo de aquellos gritos alegres, contrariados o irreverentes que se dirigían unos a otros al comienzo de una jornada de trabajo. El carro cisterna, conducido por Peter Bacon, cruzó Main Street en su cotidiano trayecto hacia el río. Se vio un destello en los arreos de las mulas, y todos los ojos se volvieron al sol.

Ascendió visiblemente sobre los Bucksaw un sol enorme, no el que apercibió Bonaparte entre la neblina de Austerlitz, sino el sol de Warlock. Sentí su calor, entre agradecido y renuente. El movimiento y el rumor de la calle iba en aumento. Vi a Tom Morgan salir del hotel, y, con el cigarro entre los dientes, sentarse en el porche. Se recostó en la mecedora y estiró las piernas, como si el mundo fuera un aburrimiento pero él hiciera todo lo posible para sacar el mejor partido de la escasa distracción que Warlock podía ofrecer. Buck Slavin y Taliaferro estaban asomados a la ventana del piso superior del Lucky Dollar; Will Hart, en el umbral de la armería; Gannon, apoyado en la puerta de la cárcel, sumido en la sombra con aire paciente y cansado, como si hubiera pasado la noche en aquella posición, en el mismo sitio.

—Blaisedell —anunció alguien en voz bastante alta, o quizá murmuraron muchos a coro.

Procedente de Grant Street, desembocaba en aquel instante en Main Street. Se detuvo un momento, casi titubeante, su sombra larga y estrecha le precedía. Llevaba un traje de paño negro con camisa blanca y corbata de cordón; bajo la chaqueta abierta se le veía la ancha hebilla del cinturón, pero no las armas. Casi con una punzada de temor, vi cómo echaba a andar. Con los brazos a los costados, se movía con toda naturalidad, caminando despacio, pero con largas y firmes zancadas. Penachos de polvo se levantaban a su paso, blanqueándole las botas y el bajo de los pantalones. Morgan le dirigió una inclinación de cabeza, pero no vi que Blaisedell le devolviera el saludo.

—Habrá salido a dar un pequeño paseo y luego se volverá a casa —murmuró alguien cerca de mí.

Blaisedell atravesó el cruce de Broadway, y un general suspiro de alivio se elevó a mi alrededor. Quizá suspiré yo también, con la certeza de que, al final, Curley Burne no iba a aparecer. Lo mismo que el amor, el odio puede desvanecerse con la primera luz del día. Ahora veía con toda claridad el rostro de Blaisedell, su ancha boca enmarcada en la curva del bigote, una ceja arqueada casi con humor, como si él, también, considerara que estaba dando un paseíto para volver luego a casa.

El sol ya se había desgajado de los picos de los Bucksaw; arrancaba brillantes destellos a la chapa de bronce clavada en la puerta del hotel. Vi que Morgan, repantigado en la mecedora, se llevaba la mano al cigarro para quitárselo de la boca, dejándola luego quieta con el puro entre los dedos. Se inclinó hacia delante en actitud atenta, oí que los de al lado contenían la respiración y supe que Curley Burne había aparecido. No quise volverme para comprobarlo.

Estaba a unos cien metros, en Main Street. Vi que Gannon, sin cambiar de posición, se volvía a mirarlo con la misma renuencia que yo había sentido. En mi fuero interno noté una mezquina admiración hacia Burne, por ser capaz incluso ahora de exhibir ese paso despreocupado que tan bien conocíamos en Warlock. Llevaba los hombros echados hacia atrás con aire desenvuelto, el sombrero colgando, como de costumbre, a la espalda, la camisa de franela desabrochada hasta la mitad como desafiando el fresco de la mañana, y los pantalones a rayas remetidos en las botas. Era la viva estampa del vaquero. Sonreía, pero incluso desde donde yo me encontraba, veía que le costaba trabajo mantener la sonrisa; resultaba agotador verla. Tuve que recordar que había asesinado a Carl Schroeder mediante una sucia estratagema, que era ladrón de ganado, salteador de caminos y esbirro de McQuown. «¡Cerdo hijo de p…!», exclamó con un gruñido uno de mis compañeros, resumiendo lo que yo debía sentir, en aquel momento, hacia Curley Burne.

Blaisedell y él aún no estaban a una manzana de distancia cuando se produjo otro jadeo a mi alrededor. Burne había aflojado el paso. Se detuvo y gritó:

—¡Tengo tanto derecho a andar por la calle como tú, Blaisedell!

Sentí vergüenza ajena, y me dio lástima. Blaisedell no se paró. Vi que Burne se llevaba la mano a la camisa y se la abría aún más, dejándose el pecho y el vientre al descubierto.

—¡Vamos a ver —gritó— si estoy pálido de miedo!

Alzó la vista y paseó la mirada entre nosotros, los espectadores, con rápidos y orgullosos movimientos de cabeza. En ningún momento se borró la sonrisa de su rostro, como tampoco se borra en una calavera. Luego echó a andar de nuevo hacia Blaisedell. Ya no iba con aire despreocupado, y mantenía la mano sobre la culata del revólver. Mis ojos estaban clavados con horrible fascinación en aquella mano, sabiendo que Blaisedell le dejaría desenfundar primero.

La bajó como un rayo, con increíble rapidez; su seis tiros escupió fuego y humo, y, a pesar de que la esperaba, la descarga me causó una conmoción en los oídos: tres tiros en tan rápida sucesión que parecieron uno solo, y Burne y su Colt quedaron envueltos en una nube de humo. La mano de Blaisedell, a su vez, pareció muy lenta. Sólo disparó una vez.

Burne cayó de espaldas sobre el polvo y no se volvió a mover. Tenía un aspecto insustancial allí tendido, como si sólo fuera un calco de sí mismo o una tela pintada sobre la desigual superficie de la calle. La sangre manchaba su pecho desnudo, tenía el brazo derecho extendido, el humeante revólver aún en la mano.

Blaisedell se giró, y mientras volvía sobre sus pasos escruté aquellas facciones de mármol en busca… ¿de qué? Una señal, de algo, no sé qué. Observé que tenía una contracción nerviosa en la mejilla, que hubo de tantearse la funda para guardar el Colt. No alcancé a ver si tenía la culata de oro.

El médico apareció en la calle, con el maletín negro en la mano, dirigiéndose a donde yacía Burne. Un personaje de corta estatura, robusto y encorvado, con traje negro y aire triste y preocupado. Gannon no se movió de su posición en la puerta de la cárcel. Sus ojos, desde donde yo observaba, parecían dos oquedades hechas a fuego en su cabeza. Venían hombres por la acera, a cierta distancia, y se había roto el silencio.

—Le ha dado en mitad del corazón, el muy c…, una puntería increíble —dijo uno cerca de mí, mientras se ponía en pie y lanzaba un escupitajo de tabaco por encima del pretil.

—Le ha concedido tres tiros —dijo otro—. No se puede pedir más. A eso le llamo yo jugar limpio.

—Le ha dado todo el tiempo del mundo —convino un tercero.

Pero percibí en sus voces lo que yo mismo había sentido, y que ahora sentía con más fuerza si cabe. Por mucho que Blaisedell hubiera concedido tres tiros a Burne, pese a que le había dado todo el tiempo del mundo, sabíamos que no habíamos presenciado un duelo a pistola, sino una ejecución. Me apoyé en el pretil y miré hacia abajo, a quienes rodeaban los restos mortales de Curley Burne, y vi, cuando uno de ellos se apartó a un lado, una parte ensangrentada de su pecho. Recordé el gesto que había hecho, abriéndose la camisa y mostrándonos el color de su vientre, afirmando que no era un cobarde; encarándose con nosotros, más que con Blaisedell.

Había sido una ejecución, y por orden nuestra. Puede que hubiéramos cambiado de opinión en el último momento, pero no hubo indulto, no hubo manera, antes del final, de alzar el pulgar en vez de mantenerlo hacia abajo, y salvar la vida del gladiador. Y creo que nos sentimos decepcionados. Tendría que haberse producido una catarsis, porque Carl Schroeder había sido vengado, y un malhechor había recibido su merecido. Pero no hubo purificación, sólo náusea y, de pronto, miedo a mirar al vecino a la cara. Porque comprendíamos que Curley Burne no había sido una mala persona, y el recuerdo que teníamos de él, todos nosotros, no era desagradable, hasta cierto punto nos caía bien; y como un cáncer, se extendía la sospecha de que, al fin y al cabo, Gannon no había mentido.

Me siento agotado, tras una violenta purga de mis emociones, despojado de una parte de mi hombría, de mi humanidad. En algún recóndito y precioso lugar de mi interior, me siento en carne viva. El mundo es un lugar horrible, absurdo, brutal, cruel e implacablemente inclinado a la destrucción del alma de los hombres. El Dios del Antiguo Testamento gobierna un mundo que no merece Su preocupación, y con los años se vuelve más violento, más celoso y terrible. Nosotros sólo somos aquellos pobres y desnudos animales de dos patas que vio Lear sobre el funesto páramo, corriendo en busca de la destrucción, perseguidos por la muerte.

Estoy avergonzado no sólo por la ejecución que yo mismo he ordenado en parte, sino por el hecho de ser hombre. Creo que el punto culminante de mi bochorno se produjo cuando Blaisedell volvía sobre sus pasos, arrastrando por la calle su sombra, delgada y larga como una flecha, y Morgan bajó del porche del Western Star para ponerle la mano en el hombro, felicitando sin duda a su amigo. En aquel momento oí a alguien —no vi quién era, pero si yo creyese en los demonios no me cabría duda de que se trataba de la voz de alguno que había venido a pervertir nuestras almas más horriblemente de lo que nosotros las hemos corrompido— que musitaba cerca de mí en la azotea: «Ése es el perro sarnoso que debería matar».