Curley iba medio dormido en la silla cuando salió el sol, emitiendo un súbito y fastidioso resplandor sobre las cumbres de los Bucksaw. Tras cruzar el río sintió los ojos como si se le hubiera metido arena y la espina dorsal como un sacabocados. El caballo castrado que montaba avanzaba con dificultad, con las patas tiesas, y Curley hacía una mueca a cada sacudida.
—Vaya paso que llevas, caballo —se lamentó, aferrándose con ambas manos al pomo de la silla para equilibrarse en el asiento—. Nunca había oído hablar de un caballo sin rodillas.
Buscó la armónica por dentro de la camisa; se le había roto el cordón, y tuvo que bajar la mano hasta la canana. Tocó una melodía para espabilarse, y fue animándose poco a poco. De momento tenía el camino libre, y debía seguir adelante. Traía buenas noticias para Abe sobre la decadencia de Blaisedell.
Su excitación desapareció al pensar en Carl Schroeder. Carl se había vuelto molesto, y más irritante y provocador cada día, pero no quería su muerte. Se preguntó si habría salido ya la partida, y echó la vista atrás para ver si había polvo; no vio nada.
—Pobre Carl —se lamentó en voz alta—. Maldito pendenciero, hijo de perra.
Mentalmente, vio caer a Carl con la parte delantera de los pantalones en llamas, y dio un respingo al recordarlo. Sabía que ya estaba muerto.
El castrado bajó resoplando por un barranco con las patas tiesas, e inició penosamente la siguiente ascensión. Avistó el molino de viento junto al pozo con las aspas girando despacio al sol, y la alta chimenea de la vieja casa. Rozó con las espuelas los ijares del caballo.
—¡Venga, tú, vamos a entrar galopando ahí con el ánimo bien alto! —El castrado mantuvo el paso, y Curley añadió—: Vas más tieso que un palo.
A fuerza de espolearlo, gritar y agitar el sombrero a derecha e izquierda, logró que el castrado, resollando, emprendiese el galope colina abajo. Disparó al aire y dio un grito alborozado. El caballo aminoró el paso y se puso al trote. Joe Lacey y el indio salieron del barracón y lo saludaron agitando el brazo. Abe apareció en el porche del rancho con un sombrero viejo, camisa de franela y sin pantalones. Las perneras de sus calzoncillos largos estaban sucias y abolsadas en las rodillas.
Curley dio un último chillido con poco entusiasmo y saltó del caballo; se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de caerse. Abe se apoyó en la baranda del porche, adormilado y con aire de fastidio, mientras Curley subía los escalones.
—¿De dónde has sacado ese jamelgo?
—Lo robé, pero no hice buen negocio. —Se apoyó en la baranda junto a McQuown—. Me marcho, Abe —anunció—. Las cosas se me han puesto bastante feas.
—¿Blaisedell? —preguntó McQuown con indiferencia.
—Carl y yo tuvimos una agarrada.
Pasó una sombra por el rojo y barbudo semblante, y Abe soltó el aliento en un susurro, como el silbido de una serpiente.
—¡Abe! —gritó el viejo desde dentro—. ¿Quién ha venido? ¿Eres tú, Curley?
—El mismo —gritó a su vez—. Vengo y me voy, Padre McQuown. Tengo que huir.
—¿Lo mataste? —preguntó Abe, bruscamente.
—Creo que sí. No me quedé a verlo.
Al echarse atrás el sombrero, sintió la súbita sacudida del barboquejo contra el cuello y le dio un vuelco el corazón.
—¿A quién has matado? —quiso saber McQuown padre—. Hijo, sácame fuera para que vea a Curley, por favor. ¿A quién has matado, Curley?
—A Carl —respondió él, intentando sonreír a Abe. Y para que el viejo lo oyese, añadió alzando la voz—: Le di la pistola cambiada, y disparé. ¡Muy hábil!
Las carcajadas del viejo rechinaron en los oídos de Abe, que gritó:
—¡Cállate, padre!
Abe tenía un ojo casi cerrado del todo, y el otro abierto de par en par; daba la impresión de apuntar por la mira de un Winchester. Curley vio que Joe Lacey se dirigía al porche.
—¡Aquí no haces falta! —le gritó Abe, y Joe se apresuró a dar media vuelta. Abe preguntó—: ¿Qué ha pasado?
—Parece que cada vez que vas a la ciudad, tienen una ley nueva. Ya no se puede ni hablar. ¡Y qué agresivos están! El caso es que estaba en los billares de Sam Brown, sin meterme con nadie y charlando con unos muchachos, y en esto que llega Carl e interrumpe la conversación porque no le gusta lo que estoy diciendo. Discutimos un poco y…
—¡Maldito seas! —masculló Abe.
Curley se puso tenso, aferrándose con ambas manos a la baranda mientras devolvía la mirada a Abe.
—Ahora sí que la has hecho buena —dijo Abe. Ya no parecía enfadado, sino sólo resentido y cansado.
—¿Qué ocurre, Abe?
Abe se encogió de hombros y se rascó la pierna por encima de los calzoncillos. Preguntó:
—¿Adónde vas?
—Supongo que hacia el norte, a Welltown y después…, ¿quién sabe?
—¿Con prisa?
—No creo que organizaran la partida hasta el amanecer. Pero más vale no contar con eso. ¿A qué viene tu enfado, Abe?
—Carl caía bien a la gente —explicó Abe. Dio un puñetazo, sin fuerza, en la baranda del porche y sacudió la cabeza como si todo fuera inútil—. También me culparán a mí de eso —prosiguió—. Dirán que te encargué matar a Carl. Pero tú ya no estarás aquí. A ti no va a pasarte nada.
—¡Ah, por amor de Dios, Abe!
—Ya me tienen pillado otra vez.
—¡Ya está bien de sandeces, hijo! —chilló el viejo—. ¡Venga, sacadme ahí fuera con vosotros! ¡Abe!
—Yo lo haré —se ofreció Curley.
Entró en la casa, se dirigió a donde estaba el anciano, tumbado en su jergón junto a la estufa, y lo cogió en brazos, con colchón y todo. El viejo se agarró a su cuello respirando con dificultad. Apenas pesaba cincuenta kilos, y lo peor de llevarlo a cuestas era la peste que desprendía.
—¿Has despachado al ayudante del sheriff, Curley? —preguntó el viejo, frunciendo el ceño y guiñando los ojos por efecto del sol, mientras Curley depositaba el jergón en el porche—. ¡Bien hecho; siempre te he tenido en gran estima, Curley Burne! —Se le veía la boca enrojecida y húmeda entre la barba blanca—. Bien hecho —repitió, lanzando a Abe una mirada de soslayo—. Eso es lo que hay que hacer. Si alguien te provoca, tienes que ir por él…
—¡No paras de hablar, joder! —exclamó Abe con voz tensa—. Padre, ya te he dicho que no me importa morir, si es eso lo que quieres. ¡Pero no quiero morir como un idiota!
—Abe —terció Curley—. Creo que sería mucho mejor que me fuese.
Abe ni siquiera lo oyó.
—No quiero que me maten como a un maldito estúpido, como un idiota al que todo el mundo escupe. —Soltó una estridente carcajada y prosiguió—: ¡Todo me lo cargan a mí! ¡Cuando me maten, a buen seguro que celebrarán un desfile de antorchas y habrá fuegos artificiales! Y a él lo llevarán a hombros por Warlock y pronunciarán discursos y harán estallar dinamita, en su honor; porque nunca ha hecho nada malo en la vida. ¡Y a mí me revolcarán por el polvo y me echarán a los perros…, a mí, que nunca he hecho nada bueno!
El viejo miraba horrorizado a su hijo; y avergonzado, a Curley. Hubo un clamor de hierro procedente del triángulo de Cookie, y los perros empezaron a ladrar junto a la cabaña de la cocina.
—Venga, el desayuno está listo —dijo el viejo en tono conciliador—. Os sentiréis mejor después de zampar algo, chicos.
—Blaisedell ya no es tan importante en Warlock, Abe —dijo Curley—. Me han dicho un par de cosas sobre él, y he visto cómo lo pisoteaba una pandilla de mineros. —Contó lo de los mineros arrollando a Blaisedell para linchar a Morgan. Abe escuchaba con escaso interés—. Y puede que las cosas se le pongan aún peor, para variar —continuó Curley—. Corre la voz de que fue Morgan quien asaltó la diligencia, y Blaisedell quizás estaba con él.
—Eso es una tontería —sentenció Abe, pero se irguió un poco más.
—Y que mataron a los muchachos en el Corral Acme para encubrirlo.
—Eso es una estúpida mentira —dijo Abe, sonriendo levemente.
—No, hay algo de verdad en ello. Pony y Cal asaltaron la diligencia, sin duda. Pero recuerda que no sabían quién había matado al pasajero y sospechaban de todo el mundo, y al final concluyeron que debió de haber sido Hutchinson, que intentó disparar a escondidas contra Cal cuando el pasajero saltó de la diligencia y se llevó el balazo. Pero a lo mejor tampoco fue Hutchinson.
Abe se pasaba nerviosamente los dedos entre la barba.
—Ahí hay algo —insistió Curley— Taliaferro tiene alguna noticia que podría interesarte, y se está extendiendo por todo Warlock, según tengo entendido. Hay una tal Violet, una puta que trabaja en el French Palace, que vivía en Fort James cuando Morgan y Blaisedell estaban allí. Y esa tal Kate Dollar, con la que anda ahora Bud Gannon. Según Lew, Violet afirma que la Dollar era novia de Morgan en Fort James, pero que se marchó con otro tipo y Morgan pagó a Blaisedell para que se lo cargase. Y que mucha gente estaba al tanto de eso en Fort James… ¡Espera un momento! —exclamó, al ver que Abe trataba de interrumpirlo—. Y luego la tal Dollar se casó con el pasajero que resultó muerto en lo de la diligencia. Ahora bien, si no fueron ni Pony ni Cal, ¿quién fue? Lew asegura que fue Morgan, claro que lo odia con todas sus fuerzas; pero corre el rumor de que si Morgan ya encargó una vez a Blaisedell esa clase de trabajo, ¿por qué no podría contratarlo dos veces? En Warlock se dicen muchas cosas, Abe.
—¿Qué son todos esos chismes de gallinas viejas que estáis contando, muchachos? —preguntó indignado el viejo.
—Cierra la boca —replicó Abe, pero empezó a sonreír.
«Mejor sería marcharse», pensó Curley. Había más cosas que contar, pero no quería ser él quien las dijera. Lew Taliaferro era un hombre al que soportaba únicamente cuando todo iba bien; y lo que Taliaferro le había contado, parte de lo cual acababa de repetir Abe, era tan desagradable de oír como de contar, aunque fuese un bálsamo para Abe.
—Así que espero que un día de éstos vayas a Warlock —le dijo, intentando responder a la sonrisa de Abe—. Se acerca el momento. Ojalá pudiera acompañarte, pero no voy a hacerte falta.
—¡Santo Dios! —murmuró el viejo.
—Me gustaría quedarme para verlo —prosiguió Curley—. Pero ha llegado la hora de largarme. Como has dicho, a la gente le caía bien el viejo Carl. —Respiró hondo—. Te digo que las cosas ya no son lo mismo, Abe. Has hecho bien en quedarte aquí, esperando a que cambiaran. Y lo más inteligente que has hecho nunca es decirle a MacDonald que no quieres tener nada que ver con sus Reguladores. Sólo espera un poco más. No será mucho. Blaisedell está empezando a desmoronarse como un castillo de naipes.
Se sintió agotado, observando cómo volvía la vida y la inteligencia al semblante de Abe. Le había dado todo lo que tenía que darle, y volvería a hacerlo; pero había mentido respecto a que le gustaría ver el final. Ya no aguantaba más.
—Gracias, Curley —dijo Abe con voz queda—. Te has portado como un amigo. —Con un ágil movimiento, se volvió para mirar a las montañas. Su rostro, de perfil, parecía más joven—. Bueno, cuando llegue el momento ya te enterarás, sea lo que sea.
—Entonces me tomaré una botella de whisky a tu salud, Abe.
—Tómatela de todas maneras. Sea lo que sea.
—De una sola manera —repuso Curley, sonriendo falsamente.
—Cómo lo has animado —observó el viejo en voz baja.
Volvió a oírse el metálico tañido del triángulo.
—Mejor come algo antes de marcharte —le recomendó Abe.
—Cogeré alguna cosa y me despediré de los muchachos.
—¿Por qué quieres irte, Curley? —se quejó el viejo—. ¿Cómo vamos a arreglarnos? Tendremos que buscar otro vaquero que toque la armónica.
—No encontraréis a nadie tan bueno como yo.
—Espera un momento que me ponga los pantalones —dijo Abe, y desapareció en el interior de la casa.
Curley se sacó la armónica de la camisa y empezó a tocar una melodía para el viejo.
—Curley —le interrumpió McQuown padre, incorporándose sobre el codo—. Antes de irte, cuéntame cómo te cargaste al ayudante del sheriff. Dando la vuelta al revólver, con el truco del salteador de caminos, ¿no?
Estaba tocando una música amarga. Limpió la saliva de la armónica y la dejó en la baranda, a su lado.
—No, no fue así.
—Pero has dicho que…
—No fue así —repitió—. Fue algo lamentable. Desenfundó antes que yo, y le estaba entregando el Colt como un buen chico. Pero él lo cogió por el cañón…
Se interrumpió, porque Abe estaba en el umbral con las manos quietas sobre la canana, que se había estado abrochando. Sus ojos despedían llamas.
—Siempre has sido un maldito embustero, Curley Burne —contestó el viejo, disgustado, y se recostó en el jergón de nuevo.
—Fue sin querer —masculló Abe, con una expresión artera y cruel como Curley no había visto en su rostro desde que le dijeron que los vaqueros de Hacienda Puerto los perseguían por Rattlesnake Canyon.
Sacudió la cabeza.
—¿Fue el propio Carl? ¿Tirando del cañón mientras tú tenías el dedo en el gatillo? ¿De ese modo?
—Así fue.
Su expresión lo asustó un poco, pero enseguida desapareció y Abe inclinó la cabeza para abrocharse la canana.
—Fue de pena —comentó Curley—. No es para sentirse orgulloso, pero ya está hecho. Pensé que sería mejor no quedarme por allí a dar explicaciones, con cuatro o cinco esperando a pegarme un tiro a la primera ocasión. Bueno, voy a desayunar algo.
Abe asintió con la cabeza.
—Bajaré a ensillarte un caballo —dijo con extraña voz—. Mándame al indio, para ponerlo en el que has venido tú y enviarlo a Rattlesnake Canyon, por si alguien le sigue la pista. Coge la dirección de Welltown y haré que un rebaño pase por encima de tus huellas.
Abe volvió a asentir con la cabeza.
—Bueno, pues muchas gracias, Abe.
—Adiós, Curley —le dijo el viejo—. Cuídate.
Curley bajó apresuradamente los escalones.
—¡Adiós, Padre McQuown! —exclamó por encima del hombro.
En la cabaña de la cocina dio la mano a los muchachos que no se habían ido con MacDonald, y les dijo que lo despidieran de los demás cuando volvieran de Warlock. Mandó el indio a Abe, y cogió pan, tocino ahumado y una cantimplora de agua que le dio Cookie. Salió a toda prisa hacia el corral de los caballos, en donde Abe ya le tenía ensillado un caballo pardo de patas largas y pecho robusto, de espléndida planta, que no había visto antes.
—Te llevará deprisa —aseguró Abe, dando una palmada al caballo en el lomo.
Curley saltó a la silla, y Abe alargó el brazo para estrecharle la mano.
—Curley —dijo.
—Hasta luego, chico, suerte.
—Suerte —repuso Abe, sonriendo, pero eludiendo su mirada.
De nuevo Curley intuyó que algo pasaba, pero sólo tenía prisa por salir de allí. Hizo girar al caballo pardo por la tierra dura y rojiza, sacándolo del corral. Vio el polvo que levantaba el indio, en dirección sur. El alto caballo pardo se movía con fuerza; se detuvo cuando Abe le gritó algo, y se llevó la mano a la oreja para oír mejor.
—¡Digo —gritaba Abe— que si te cogen, lo único que tienes que hacer es llegar entero a Bright’s City, para el juicio! ¡Después no te preocupes!
Curley le dijo adiós con la mano y espoleó de nuevo a su montura. Nunca se sintió tan libre como después de atravesar el río que limitaba el rancho. Se introdujo la mano en la camisa, para sacar la armónica. Pero se la había dejado en la baranda del porche.
La pérdida no hizo mella en su ánimo; se puso a cantar en voz baja. El caballo pardo seguía avanzando a paso largo. El terreno era llano como una tabla hasta Welltown; el desierto, pardusco y gris, salpicado de arbustos. El sol, más alto en el cielo, quemaba ahora. De vez en cuando miraba por encima del hombro; al principio pensó que el polvo era producto de su imaginación.
Luego emitió un silbido.
—Vaya, será mejor que dejemos de holgazanear —dijo—. ¡Fíjate cómo vienen!
Pero no se preocupó, porque el caballo pardo era fuerte y estaba fresco, y la partida venía cabalgando desde Warlock. Su montura se lanzó a un trote largo y cadencioso que devoraba el terreno, y se rió al ver cómo la nube de polvo desaparecía a su espalda.
De pronto el caballo pardo resopló y empezó a cojear.
Desmontó y le miró los cascos. Le examinó la pata con cuidado por si le había pasado algo, pero no vio nada. El caballo estaba con la pata coja sin apoyar en el suelo, mirándolo con sus despreocupados ojos castaños.
—¿Por qué habrías de hacerme una cosa así, chico? —se quejó, y volvió a montar.
Picó espuelas y el caballo echó a andar, cojeando, resoplando, cada vez más despacio, dando respingos sin mucho entusiasmo ante las espuelas.
Curley volvió la cabeza, viendo cómo se acercaba la polvareda. Era una partida numerosa. El caballo se detuvo, negándose a dar un paso más, y él desmontó con un suspiro, le pegó un tiro en la cabeza al caballo, y se sentó sobre las flojas y cálidas ancas a esperar al sol.
—¿Por qué me has hecho esto, chico? —repitió.
Se tanteó una vez más, buscando la armónica que se había dejado olvidada.