I
Gannon se apoyó desmayadamente contra la puerta del calabozo, apretándose las costillas con la mano. Pike Skinner y Peter Bacon estaban en cuclillas, recostados contra la pared de enfrente, Pike con una oreja ensangrentada sobre la cual se ponía continuamente la palma de la mano; Peter, sujetándose con la escopeta. Tim French había llevado a casa a Hasty, bastante magullado, para meterlo en la cama.
—Ya hemos acabado —dijo Carl. Estaba sentado a la mesa, sudoroso, pasándose la mano por el pelo gris, que le empezaba a escasear—. En cualquier caso, nos lo hemos quitado de encima. Blaisedell quizá tenga razón, habrá menos posibilidad de jaleo si no nos acercamos por el General Peach.
Empezó a examinarse el índice torcido de la mano derecha. Gannon se sentó despacio en la silla, frente al calabozo, conteniendo la respiración ante el súbito dolor en sus costillas.
—Condenados —dijo Carl, sin acalorarse—. Parece que han salvado al que disparé. Pero deberían de haber dejado que se desangrara en el suelo, y luego pisotear lo que quedara de él. Hay que ser imbécil para agarrar el cañón de una escopeta cuando te están apuntando de frente, con el dedo en el gatillo…
—Claro, chico —lo consoló Peter—. No es culpa tuya.
—Bueno, pues los mantuvo a raya lo suficiente para que la señorita Jessie sacara a Morgan por atrás. Al fin y al cabo, eso era lo que nosotros pretendíamos: evitar un linchamiento.
—Sí —convino Gannon, y Peter Bacon alzó la vista hacia él y asintió con la cabeza.
—Me parece que estuvo muy acertado al no disparar —opinó Peter—. Aunque no fuera bonito de ver.
—Es admirable contemplar a una mujer de nervios tan templados como la señorita Jessie —observó Carl, poniéndose en pie y desperezándose—. Muchachos, marchaos a casa a dormir un poco. La oficina del ayudante del sheriff está a punto de cerrar por esta noche.
—Voy a beber un trago —dijo Pike—, a ver si se me quita un poco la furia.
—¡Procurad no tener roces con los mineros! —previno Carl—. No quiero más líos esta noche. Si no descanso un poco, me caeré redondo al suelo.
—Buenas noches —se despidió Peter, poniéndose en pie.
Saludó con la cabeza a Carl y a Gannon, y salió con Pike a la oscuridad de la calle.
Carl se acercó al montón de cristales rotos en el suelo y les dio una patada, examinando luego el cerrojo roto de la puerta.
—¿Crees que el Comité de Ciudadanos nos va a pagar los desperfectos? Si fuera por Keller, este edificio se podría caer a pedazos. Lo único que le he pedido es un letrero nuevo, pero tengo la impresión de que si no lo pago de mi bolsillo, nunca voy a tenerlo. —Le había corrido sangre por la cara, que se le coagulaba en torno al largo tajo sobre el ojo derecho, formando una costra en la mejilla. Con voz melancólica, añadió—: Menuda noche. Vamos a cerrar, Johnny.
Gannon bajó la lámpara, apagó la llama y salió después de Carl. Fuera, en la densa oscuridad, la ciudad parecía en calma.
—Tranquilidad —observó Carl, suspirando—. Me parece que voy a tomar un whisky antes de ir a casa. ¿Vienes, Johnny?
—No, gracias.
Vio cómo Carl se alejaba por la acera, con aire frágil y cojeando un poco, los tacones resonando desigualmente sobre el entarimado.
II
Gannon pasó frente a la serrería, llegó a Grant Street y se dirigió a casa de Kate. Vio una luz encendida en la parte trasera de la casa. Subió los dos escalones, llamó y aguardó. Se tanteó la llave en el bolsillo trasero de los pantalones, y sintió un escozor en la cara; llamó de nuevo. Oyó sus pasos en el interior de la casa, y la puerta se entreabrió.
—Soy yo —dijo.
La puerta se abrió un poco más y, aunque aún no podía verla en la oscuridad, sintió su proximidad.
—¡Ah!, pero si es mi caballero que viene a visitarme —dijo ella.
—Sólo he venido a decirle que Morgan ya está a salvo.
—Pase, ayudante —lo invitó Kate.
Cuando entró, la luz del dormitorio iluminó un momento a Kate, que al apartarse resultó invisible de nuevo. Algo resonó contra el hule de la mesa, y Gannon comprendió que había tenido la Derringer en la mano.
—¿Y Blaisedell?
—Allí estuvo, pero tampoco pudo contenerlos. Fue la señorita Jessie quien lo sacó de allí. Llegó con la calesa del médico y se lo llevó por el callejón. Ahora está en el General Peach.
—Ah, ¿sí? —dijo Kate, sin mucho interés.
Guardó silencio durante un rato, y él se sintió como un ridículo fisgón. Se volvió para marcharse.
—Bueno, me voy. Sólo…
—El Ángel de Warlock —dijo Kate. Gannon no pudo determinar el tono de su voz—. ¿Es la novia de Blaisedell?
Él asintió, y se dio cuenta de que Kate no podía ver el movimiento de su cabeza, pero antes de que pudiera decir nada, ella continuó:
—He oído cosas de ella antes de venir aquí. Su nombre siempre sale a relucir cuando alguien habla de Warlock. La he visto por la calle. ¿Cómo es?
—Una mujer respetable, Kate. No es nada fácil lo que ella ha hecho esta noche.
—Una mujer respetable —repitió Kate con voz apenas audible.
—Lo es. Además…
—Odio a las mujeres respetables —declaró Kate.
Se desconcertó al oírla. De nuevo dio media vuelta para marcharse; se sentía extrañamente contrariado.
—¿Tiene prisa por marcharse, ayudante?
—No es eso. Sólo he venido a decirle lo de Morgan.
—¿Pensaba que podía interesarme lo que le ocurriera?
Gannon se pasó la lengua por los labios. Ahora la veía bien, al otro lado de la mesa, con una especie de chal sobre los hombros.
—Es que no he podido evitar oír lo que le ha dicho esta noche. Cuando se presentó en la cárcel. Y pensé que…
—¿Acaso le interesa?
Gannon asintió con la cabeza, y la rabia le dolía como la feroz patada que el minero le había dado en las costillas.
—¿En serio? —insistió Kate.
—Sí.
—Muy bien. Una vez lo salvé de la misma manera.
—En Grand Fork.
—Mató a un hombre que lo desafió por hacer trampas. Eso era cuando todavía dejaba que lo pillaran haciendo trampas alguna que otra vez. Los vigilantes se lo llevaron al hotel, para custodiarlo hasta que lo colgaran. Provoqué un incendio y… Entendí lo que Morgan decía.
—Ah, ¿sí? —repuso Kate, con indiferencia—. ¿Y le sigue interesando? Si no es así, dígalo —hablaba en un tono como de advertencia—. A lo mejor no le interesa.
—Quiero saberlo —dijo, apoyándose en el respaldo de la silla.
—He sido novia de Tom Morgan durante cuatro años.
Los dedos de Gannon se tensaron en el respaldo de la silla, no por oír algo que ya había adivinado, sino por el tono en que lo decía, como si le contara dónde había nacido, cuántos años tenía, o quiénes eran sus padres.
—Casi siempre le sobraba el dinero —prosiguió ella—. A veces nos veíamos en apuros y teníamos que salir corriendo, y en ocasiones se quedaba sin blanca; pero en general estaba bien provisto. Es un auténtico jugador. Ha tenido locales aquí y allá, como el que tiene ahora, pero antes o después acaba vendiéndolos y otra vez vuelve a jugar contra la banca. Eso es lo que mejor se le da. Y lo que más le gusta. Se cansará de dirigir el Glass Slipper, lo venderá, y se irá a otro sitio a apostar fuerte al faraón. Eso es lo único que le gusta de verdad. Pero para empezar le hace falta dinero.
»Cuando salimos huyendo de Grand Fork, fuimos a parar a Fort James. Estaba sin blanca, ni un dólar; sólo me tenía a mí. —Tras una breve risa, su voz cobró aquel matiz apagado mientras proseguía—: De modo que entonces me pidió que le proporcionara dinero para apostar, volviendo a lo que hacía cuando él me conoció. Que volviera —insistió, como si Gannon no lo hubiera entendido.
»Lo hice, y le conseguí el dinero. Pero le dije que había terminado con él. Pasó mucho tiempo hasta que lo vi de nuevo; pero debí saber que no había acabado con él. En cualquier caso, Bob Cletus iba a casarse conmigo. Tenía un rancho cerca de Fort James. —Su voz empezó a temblar—. Posiblemente lo supiera, porque le dije a Bob que se lo comunicara. Y comprobara que… no había problemas.
Se calló entonces.
—¿Cletus? —preguntó Gannon—. ¿El que la acompañaba cuando vino aquí?
—Ése era su hermano. Blaisedell mató a Bob aquel día en Fort James.
—Ah.
—Así que, ya ve —concluyó ella en voz tan baja que apenas la oía—. ¿No quería saber?
—Pues, sí —mintió él.
Podía oler el perfume que llevaba; Kate se acercó aún más a él.
—Durante algún tiempo estuve buscando a su hermano; Blaisedell mató a Bob en el setenta y nueve. Después me encontré a Pat por casualidad en Denver, y yo…, y se vino aquí conmigo. Y entonces mataron también a Pat.
De nuevo notó la forma de la llave en el bolsillo, y su peso. Carraspeó.
—¿Hizo que su hermano viniera aquí con usted para intentar…?
—Sí —lo interrumpió, bruscamente, como si fuera una estupidez incluso preguntarlo. Luego añadió—: Quiero ver cómo matan a Blaisedell, de esa misma manera. Es lo único que deseo.
Oyó el roce de las zapatillas y el crujido del suelo mientras ella deambulaba por la estancia. Se detuvo tan cerca de él que hubiera podido tocarla, y distinguía el óvalo de su rostro y las redondeadas formas de sus ojos sin fondo.
—No —dijo de pronto, retirándose un poco. Empezó a temblarle la voz de nuevo al proseguir—: No sé. A lo mejor sólo quiero ver cómo ocurre y no… hacer nada. Puede que eso sea suficiente. Quizás ya haya hecho demasiado. Pero me gustaría conocer a quien lo haga. Con anterioridad. Creí que podría ser usted.
—No —repuso él con voz ronca.
—Casi me alegré cuando mató a su hermano. Porque pensé que ésa sería razón suficiente.
—No seré yo. De todos modos no podría.
—Yo creo que sí podría. Pero no se lo pediré, ayudante. ¿Tiene miedo de que se lo pida?
—¿Por qué él? —exclamó Gannon—. ¡Yo creía que andaba detrás de Morgan!
Vio cómo le daba la espalda. Cuando habló, su voz era clara y tenue, y parecía que estaba razonando consigo misma al mismo tiempo que con él.
—Porque debí adivinar lo que haría Tom. Así que, en parte, quizá la culpa fue mía. Porque era una de esas maldades tan propias de Tom: si no es para mí, no es para nadie. Pero Blaisedell…
Su voz se apagó de pronto, pero Gannon lo había visto, y estaba loco de celos y dolor por lo que acababa de ver. Cuánto debían de haber significado esos cuatro años. Para ella, y también para Morgan; debió de haber querido mucho al jugador.
Se pasó la húmeda y ácida mano por la cara. Intentó hablar con calma.
—Kate, puede que Blaisedell lo hiciera. Pero yo no lo considero un asesino. Haya matado o no a mi hermano, ha hecho mucho bien aquí. ¿Cree usted que quien lo mate será una persona decente? ¡Imposible!
—Lo será para mí.
—¿Sabe quién lo matará? Alguien como Abe McQuown, o algún muchacho que quiera hacer méritos, como Billy, No, ni eso siquiera. Tendrá que ser uno de esos que disparan por la espalda, como Calhoun. O Cade. Será alguien como Jack Cade, alguien de la peor calaña que pueda imaginarse. Una mala persona. ¿Es que no lo entiende?
—No importa.
—¡Sí que importa! ¿Acaso no ve que es un hombre a quien los demás respetan? No hay muchos tan decentes como él, y quien lo mate tendrá que ser un canalla, que luego sería respetable a ojos de la gente. ¿Es que no lo comprende?
—No tiene por qué ser un canalla —dijo Kate, casi con indiferencia—. Puede ser un buen hombre. Como usted, quiero decir.
—No diga eso.
—Yo lo veo así.
—¡Tonterías, Kate!
—Bueno, en cualquier caso, no es asunto suyo —repuso ella. Había en su voz un tono airado, que a medida que hablaba se iba acentuando cada vez más, hasta teñirse de odio—. Y usted lo admira, ¿verdad? Debe de saber cuánto lo respeta la gente, a juzgar por cómo lo respeta usted mismo. Porque es tan íntegro. ¿Acaso es decente porque es rápido en desenfundar? Ha matado a tantos que ya he perdido la cuenta, ¿y por eso es una persona decente? ¡Es un asesino a sueldo! Morgan lo contrató para matar a un hombre, y Fort James lo contrató para matar gente, lo mismo que Warlock. Un asesino a sueldo será decente y valeroso, pero no espere que una mujer entienda por qué los hombres lo veneran como a un santo cuando…
—¡Cállese!
—Muy bien, me callaré. Y usted, váyase de aquí ahora mismo. Usted no es un hombre. Al menos, el hombre que yo busco.
—Soy más hombre que usted mujer, señorita Dollar —lo dijo con rabia, pero al instante se arrepintió. Se apresuró a disculparse—: Lo siento. No quería decir eso. Le ruego que me perdone, Kate.
Pero ella no contestó, y él sintió su odio. Era como estar en una jaula con un animal. Le dio la espalda y se dirigió a la puerta.
Oyó un disparo. La detonación venía de Main Street, y hubo un grito, y un coro de exclamaciones. Pero seguía sin marcharse.
—Kate…
—A lo mejor lo han matado por mí —dijo ella ferozmente, y él salió.
Echó a correr hacia la esquina de Main Street, con el dolor en las costillas y el enfundado Colt golpeándole la pierna.
Tardó un tiempo en averiguar lo que había ocurrido; al parecer, nadie estaba enterado. Uno dijo que Blaisedell había disparado contra Curley Burne, a quien habían llevado medio muerto al General Peach; otro sostenía que unos cuantos Reguladores habían entrado en la ciudad, asustando a un minero de la Medusa. Finalmente cruzó la calle, dirigiéndose a un grupo que había frente al Billiard Parlor. Entre ellos estaban Hutchinson, Foss y Kennon.
—Han tiroteado a Carl —le informó Foss—. Ha sido Curley.
—¡Cerdo asqueroso! —exclamó Kennon, con la voz quebrada.
—¿Dónde está?
—Montó a caballo y salió al galope —dijo otro—. Hay un grupo dispuesto a salir tras él. Están en…
—No… ¡Carl! —exclamó.
—Se lo han llevado al General Peach —le dijo Hutchinson—. Sangraba copiosamente.
Cuando Gannon echó a correr por Main Street, Kennon le gritó:
—¡Será mejor que empieces a formar la partida, Gannon!
A la puerta del General Peach se había congregado otro grupo con una serie de caballos.
—Es Gannon —anunció alguien—. Por ahí viene Johnny Gannon.
Se abrió paso a través de ellos y subió los peldaños hasta que Tittle, el guardaespaldas de la señorita Jessie, salió a su encuentro con un Winchester.
—Oiga, aquí no entra nadie más…
Gannon lo empujó con el hombro, y Tittle trastabilló ridículamente, golpeando la puerta con la culata del rifle.
—¿Dónde está? —le preguntó Gannon, jadeando.
Se dirigió a la sala del hospital y entonces, mirando por la puerta abierta de la habitación de la señorita Jessie, vio a Pike Skinner y a Mosbie. Y también a Buck Slavin, Sam Brown y Fred Wheeler. Morgan estaba apoyado contra el pie de la cama, junto al médico. Blaisedell se mantenía aparte. La señorita Jessie se sentaba al lado de la cama, donde habían tumbado a Carl.
—Hola, Johnny —lo saludó Carl, sin aliento.
Parecía un muchacho de rostro descolorido con un canoso bigote postizo. Gannon no se había dado cuenta de la cantidad de canas que tenía Carl. Se acercó a la cama y se arrodilló, junto a la silla de la señorita Jessie. Carl se humedeció los labios y, con cuidado, volvió la cabeza hacia él.
—Johnny, durante un tiempo serás el único ayudante del sheriff.
—Pues claro —jadeó—. No faltaba más, Carl. Pero ya nos arreglaremos.
—No te apures, Carl —dijo a su espalda Pike Skinner, bruscamente—. Lo ayudaremos hasta que te hayas restablecido del todo.
Carl sonrió tenuemente; volvió un poco más la cabeza hacia Gannon, le guiñó un ojo y murmuró:
—Claro. Tienes a estos chicos estupendos, ellos te ayudarán. Todos te prestarán su apoyo. Estarás bien, Johnny.
—No hables más —le ordenó la señorita Jessie, dándole una palmadita en la mano. Vestía la misma blusa de volantes y cuello alto con el corbatín negro que cuando fue a la cárcel, y olía a ropa limpia, perfumada y almidonada—. No debes hablar tanto, Carl.
—Da lo mismo —dijo el médico, con su tono seco y cortante.
—Siempre he sido un charlatán, señorita —repuso Carl—. Es difícil dejar de serlo ahora.
—Necesita descansar un poco después de haberse pasado casi toda la noche luchando por quitarme de encima a esos bárbaros mineros —terció Morgan amablemente.
Seguía apoyado contra el pie de bronce de la cama, con camisa y pantalones limpios, el puro oscilando en la comisura de la boca mientras hablaba.
Carl volvió a sonreír. Detrás de Morgan, Blaisedell estaba erguido con los brazos cruzados y en su rostro, arañado y magullado, sólo sus ojos daban muestra de vida. Por la ventana llegó ruido de cascos, y Gannon oyó hablar a un grupo de hombres.
—Vámonos —decía uno—. ¿Dónde está Gannon? ¿Acaso quiere escabullirse?
—¿Qué ha pasado? —preguntó enseguida Gannon a Carl.
—Una estupidez —contestó Carl, abochornado—. Tuve unas palabras con Curley en el Billiard Parlor, y me sorprendí a mí mismo, y a él, desenfundando primero. —Soltó una trémula carcajada y prosiguió—: ¡Como lo oyes! Me confié, viendo que había sido más rápido; así que pensé que podía encerrarlo esta noche en el calabozo. De modo que le pedí el arma… —Su voz se fue apagando.
—Curley se la dio por la culata, pero entonces le dio la vuelta —dijo Mosbie—. Yo lo he visto, igual que muchos otros que estaban allí. Le hizo el truco del salteador de caminos, joder… perdóneme, señorita Jessie. Tendría que haberme enfrentado con él allí mismo, estuve a punto de hacerlo un poco antes.
—Nos encargaremos de atraparlo, Carl —prometió solemnemente Buck Slavin.
Gannon observó un pequeño conglomerado de venas azules en la sien de Carl, y el débil latido de la sangre que corría por ellas. Nunca le había visto aquellas venas. El semblante de Carl parecía de cera.
—Será mejor que organices una partida, Johnny —le recomendó Pike—. Ahí fuera ya tienes bastante gente.
—Es inútil hacer nada hasta mañana —opinó Carl—. Si fuese cosa mía, esperaría. Nadie podrá seguirle la pista hasta que amanezca.
La señorita Jessie le daba palmaditas en la mano. La de ella era pequeña y blanca bajo el largo puño de la blusa, con las uñas más cortas que las de Kate. Las cejas de Carl se unían por debajo de la alargada costra de la frente, y sus ojos parecían mirar hacia dentro.
—Siento como si se me hubiera roto algo otra vez, Doc —dijo Carl tranquilamente—. No quisiera manchar de sangre la bonita cama de la señorita Jessie.
—Se te cortará la hemorragia —contestó el médico.
—Vamos fuera —murmuró Pike, saliendo de la habitación seguido por Buck, Wheeler, Mosbie y Sam Brown.
Gannon oyó más caballos por la calle. Vio que Carl cerraba los ojos y alzó rápidamente la cabeza para mirar al médico, que llevaba un camisón bajo el traje negro. El doctor Wagner sacudió la cabeza.
Gannon vio que Blaisedell le dirigía una mirada inexpresiva. En la pared, sobre su cabeza, colgaba un grabado de un hombre que azotaba las olas del mar con una larga espada.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Carl, volviendo a abrir los ojos—. Es para cabrearse de lo lindo; y es que lo estoy viendo en mi cabeza. Digamos que lo pillas, Johnny, y que el juez lo pone bajo custodia del tribunal de Bright’s. Saldrá libre. —Rió un poco y continuó—: Lo expulsará de la ciudad por mí, ¿verdad, comisario?
Gannon oyó cómo la señorita Jessie contenía el aliento; vio cómo se endurecían las facciones de Morgan. Blaisedell no dio señales de haberlo oído.
—Creo que ahora debería descansar un poco, David —sugirió la señorita Jessie—. Me parece que debemos salir todos y dejarlo tranquilo.
Aunque era como si se dirigiese al médico, sonó como una orden. Gannon empezó a ponerse en pie.
—Menos Johnny —pidió Carl—. Quiero que Johnny se quede.
La señorita Jessie se incorporó con un rápido movimiento, restregándose las manos en la falda. Parecía fatigada, pero le brillaban los ojos; los bucles castaños oscilaron al volverse hacia Blaisedell. Lo cogió del brazo, como si debiera acompañarlo a la salida, mientras los fríos ojos de Morgan no se apartaban de ella. Salieron todos.
Gannon permaneció incómodamente arrodillado, junto al lecho, observando el rostro de Carl, de perfil hacia él, y el continuo latido del pequeño racimo de venas.
—Me muero, muchacho —murmuró Carl.
Gannon sacudió la cabeza.
—Es como si cayera un enorme telón gris. Se ve cómo va bajando; como la nube de un tornado precipitándose hacia el suelo. Poniéndose igual de negro, también, pero muy despacio.
—Lo siento, Carl —contestó Johnny.
—Claro —dijo Carl, casi consolándolo—. Hemos sido amigos y nos hemos llevado bien, ¿verdad? No he sido mal ayudante, ¿eh? A pesar de lo que diga el juez.
Gannon intentó decir algo, pero se le quedó en la garganta. Carl reía sin ruido.
—Bueno, pues no sé de qué me quejo ahora. Sabía que uno de esos vaqueros acabaría conmigo, y tanto da que haya sido Curley.
»Ah, después de lo que pasó con Bill Canning vine como un guerrero piel roja lleno de gran medicina que curara todos los males —prosiguió—. Y al ver dónde me había metido, me vine abajo. De puro miedo. Pero luego reaccioné, y lo digo en mi favor. Al final me animé. Y hasta me sentí orgulloso de mí mismo enfrentándome a Curley como lo hice. Pero ojalá no hubiera tenido que disparar a ese pobre y estúpido minero; eso no tenía que haber pasado. Y siento dejarte en medio de todo este lío, Johnny. Hay que coger a Curley, y supongo que habrá que dar un aviso sobre Murch en Bright’s City, por si pasa por allí. Y luego los mineros, los Reguladores. —Se rió de nuevo entre dientes, y la camisa le empezó a temblar sobre el pecho—. En el fondo, a lo mejor he escogido el mejor momento —concluyó—. Pero de todos modos, maldito sea Curley Burne.
Carl parecía agotado, de pronto tenía los ojos como hundidos. Al cabo de unos instantes prosiguió:
—La discusión fue principalmente por Blaisedell. Supongo que te lo habrás imaginado.
—Pensé que se trataría de eso, Carl.
Los ojos de Carl ardían en sus cuencas, como velas parpadeantes.
—De cuando en cuando…, una vez cada mucho tiempo aparece un hombre… Blaisedell ha hecho un hombre de mí, Johnny. Pero ahora…
—Lo sé —se apresuró a decir.
—Todo se le está viniendo encima —musitó Carl—. Se está desmoralizando. Como los mineros de esta noche, y no se puede hacer nada por él. Entonces discutes con alguien y sales en su defensa. Y como es lo único que puedes hacer…, a lo mejor llevas las cosas demasiado lejos. Tal vez presioné demasiado a Curley.
—No te preocupes por eso ahora, Carl.
Gannon oyó en la calle, frente a la casa, ruido de cascos y tintineo de espuelas y arreos, y voces, que fueron disminuyendo a medida que los jinetes se alejaban.
—Siempre he sido un charlatán —dijo Carl.
Sus ojos se cerraron. Sus manos se movieron despacio para cruzarse sobre su pecho. Era como si envejeciese a tremenda velocidad.
Gannon se incorporó flexionando las rodillas y se dejo caer sobre la silla. Vio que Jessie estaba a su espalda, en el umbral, con una mano en la garganta y la mirada fija en él.
Carl murmuraba algo y tuvo que inclinarse hacia delante para oírlo.
—… echarlo de la ciudad —decía Carl, con una leve sonrisa, los ojos aún cerrados—. Y justo en medio de la calle, sin escapatoria, como en el Acme. —Su voz era firme ahora—. ¡Vaya, ése sí que sería un buen epitafio! Carl Schroeder, ayudante del sheriff en Warlock, muerto por Curley Burne. Y a mi lado: Curley Burne, muerto en represalia por Clay Blaisedell, comisario. ¡Grabado en piedra! Eso sería…
Sus palabras se convirtieron en un quedo murmullo que Gannon ya no alcanzaba a entender.
Observó fascinado el lento movimiento de las pequeñas venas, consciente de que debía estar en dos sitios a la vez: con la partida, que sin él no lo era oficialmente, y allí, con Carl.
—¡Ese estúpido minero! —exclamó Carl de pronto. Abrió los ojos e inmediatamente se vio el terror escrito con cruel trazo sobre su rostro. Alargó el brazo y cogió la mano de Gannon, apretándola con fuerza—. ¡Johnny, saca el Colt y pónmelo aquí!
—¡Carl…!
—¡Rápido! ¡No queda mucho tiempo!
Gannon desenfundó su seis tiros y lo sostuvo donde Carl pudiera verlo, pues al parecer eso era lo que quería.
—Cógelo bien —le dijo Carl—. El dedo en el gatillo. —Carl cogió el cañón y le dio un tirón. Luego gimió—: ¡Sí! —Y cuando Gannon retiró el Colt, murmuró—: Lo cogí y le di un tirón, lo mismo que aquel maldito minero estúpido me hizo a mí con la escopeta. ¡No; lo mismo, no! ¡Pero por Dios que fue así!
Carl movía la cabeza a uno y otro lado con aire atormentado.
—¡Ah, santo Dios, no hay manera de saberlo! Pero es posible que no quisiera disparar, Johnny.
—Pero salió huyendo…
—¡Porque allí había media docena que lo habrían hecho pedazos, Johnny…! —Carl se interrumpió, haciendo esfuerzos con la garganta como si no pudiera tragar. Finalmente recobró el aliento; se quedó callado, jadeando—. Perdona y serás perdonado —musitó—. Y voy derecho a ese juicio. ¡Ay, Dios! —murmuró, apenas sin hálito.
Empezaron a correrle lágrimas por las mejillas. Volvió a remover la garganta. Susurró:
—Johnny…, será mejor que les digas que Curley no tenía intención de hacerlo.
Eso fue todo. Aún quedaba un ligero vestigio de vida en sus venas azules. Gannon se quedó mirándolas, llevándose despacio el cañón del Colt hacia la funda, hasta que por fin logró guardarlo; encorvado de dolor, mirando las pequeñas venas, no podía decir en qué momento concreto cesó todo movimiento en ellas. Sólo tomó conciencia, al cabo de un rato, de que la vida de Carl se había extinguido, y entonces se puso en pie, retiró el cobertor de debajo de los brazos de Carl, le puso las manos juntas sobre el enjuto pecho, y cubrió el cuerpo con la colcha.
Retrocedió, tropezó torpemente con la silla, y la cogió al caer. Jessie Marlow seguía de pie en el umbral.
—Ha muerto —anunció él.
Ella asintió con la cabeza, llevándose un dedo a los labios en un curioso gesto, vehemente y avergonzado, que él no comprendió.
Pasó frente a ella y salió al oscuro vestíbulo. Se encontró con Blaisedell, que estaba de pie con las piernas separadas, las manos a la espalda, la cabeza inclinada, quieto como una estatua. Morgan fumaba, sentado en el último peldaño de la escalera.
—Ha muerto —repitió.
Pero Blaisedell continuó inmóvil. El médico surgió entre las sombras que envolvían la entrada y entró en la habitación, detrás de la señorita Jessie. Gannon se dio cuenta de que los que se habían quedado fuera no habían oído las últimas palabras de Carl; se preguntó si la señorita Jessie las habría escuchado.
—Han ido hacia San Pablo —le informó Morgan—. Skinner dijo que de todos modos parecía que tú no querías ir.
Gannon asintió en silencio y salió a la calle. Ya no había nadie frente al General Peach. Fue caminando a la cárcel y en la oscuridad se dejó caer en la silla del escritorio, con la cabeza entre las manos. No sabía si se atrevería a explicarles lo que Carl le había dicho. Dirían que no era cierto, con la repulsa y el desprecio más absolutos, y le arrojarían la mentira a la cara hasta que no tuviera más remedio que defenderse. Pero ¿cómo podría reprocharles que pensaran que mentía? Sólo podía rezar para que la partida no cogiera a Curley. Seguro que no atraparían a Curley Burne.
Emitió un gemido. Finalmente se puso en pie, con los cristales rotos crujiendo bajo sus botas, y encendió la lámpara, mirando fijamente, a la creciente luz, los nombres grabados en la pared. Abrió el cajón del escritorio y sacó el lapicero de Carl. Sintiendo el dolor de las costillas, se puso en cuclillas frente a la lista de ayudantes del sheriff de Warlock, y, cuidadosamente, en letras pequeñas y claras, añadió, bajo el de Carl, el nombre de John Gannon.