Los huelguistas de la Medusa y los mineros de otros pozos que los apoyaban celebraban una asamblea en el solar contiguo a la serrería de Robinson, en Peach Street. Las antorchas formaban un resplandor anaranjado y el humo flotaba sobre la reunión como una sábana lechosa iluminada desde abajo. Entre los reunidos se elevaba un continuo clamor de gritos y aplausos mientras algunos pronunciaban discursos y otros formaban pequeños grupos para escuchar a los oradores.
La población se había fortificado contra los disturbios. Los tenderos permanecían dentro de sus comercios con escopetas al alcance de la mano. No circulaban caballos por Main Street. El Glass Slipper estaba a oscuras, con las ventanas delanteras rotas y una estructura de tablones clavada sobre las puertas batientes. Había hombres bajo los soportales escuchando el alboroto de la reunión de los mineros. En el interior del Lucky Dollar las mesas de juego estaban repletas de gente, y los parroquianos se apiñaban de tres en fondo frente a la barra. Entre ellos estaba Arnold Mosbie, el mulero; Fred Wheeler, empleado del Almacén de Forraje y Grano; Nick Grain, el carnicero; y Oscar Thompson, el herrero de Kennon. Entre los cuatro compartían una botella de whisky, Mosbie y Wheeler apretujados en una estrecha franja del mostrador y los otros dos frente a ellos.
—¡Fijaos cómo gritan esos hijos de puta ahí al lado! —dijo Mosbie.
—¿Creéis que van a ir otra vez por Morgan? —pregunto Thompson, mirando hacia la puerta con inquietud.
—Estarán meditando si se animan —aventuró Wheeler—. Apuesto a que Carl y Gannon están cagados de miedo.
—Más les habría valido callarse, en vez de pregonar que el juez no encerraba a Morgan por lo del minero que mató Murch —opinó Thompson—. Que sólo lo tienen en el calabozo para protegerlo.
—Me han dicho que el viejo Owen no ha querido asaltar la cárcel con los demás —intervino Grain, alargando el brazo por delante de Wheeler para coger la botella—. Yo estoy completamente de acuerdo con él respecto a Morgan. No es que me gusten mucho los mineros, pero aplaudiré cuando vayan a ahorcar a Morgan. —Miró hacia los otros a través de sus descoloridas pestañas—. Y Blaisedell va a dejar que lo cuelguen, además. Ya veréis si no tengo razón.
—Desde luego, hoy se le ha visto poco —dijo Wheeler, sacudiendo la cabeza.
—¿Y qué tiene de malo Morgan? —preguntó Mosbie.
—Bueno, habrás oído hablar de él y del aquel tipo menudo que tenía, el Profesor, ¿no? —explicó Grain—. Morgan no le pagaba bastante, así que iba a trabajar para Lew Taliaferro, tocando aquel piano nuevo que Lew trajo al French Palace. Pues bien, Morgan hizo que el tal Murch llenase el piano de Lew con argamasa, y como el Profesor se enteró y lo iba a largar…, pues ya sabéis lo que le pasó. Pareció que lo había pisoteado un caballo en la calle, pero no fue ningún caballo.
—Ya lo había oído —dijo Wheeler con un resoplido—. Pero no tengo por qué creerlo.
—Ésa es una historia de Lew, Nick —terció Mosbie, volviéndose a mirar a Grain—. Y es tan verdadera como su whisky, que parece meado de vaca.
—De todos modos, es difícil que Morgan caiga bien a nadie, Moss —observó Thompson.
—¡Vaya —dijo alguien cerca de ellos—, escuchad a esos mineros enloquecidos!
—Oye —dijo Mosbie, volviéndose para mirar a Thompson—. Yo lo he dicho, y tú también: hurra por Blaisedell Por enfrentarse a esos hijos de puta de McQuown. Se lo ha hecho tragar hasta que a Abe se le salía por las orejas, y hurra por el comisario, digo yo. Así que también digo hurra por Morgan, que es el único de Warlock que ha ayudado alguna vez a otro contra esos cabrones que disparan por la espalda. —Volvió a mirar a Grain y prosiguió—: Y yo me cago en los que se cagan en Morgan, porque a pesar de los pesares Morgan es mucho mejor que ellos.
—Pero escucha, Moss… —repuso Grain, poniéndose colorado.
—Aún no he terminado —lo interrumpió Mosbie—. Resulta curioso que de pronto McQuown y Curley empiecen otra vez a caerle bien a la gente, y no digo a quiénes, sólo que son unos chaqueteros hijos de puta. Y de buenas a primeras resulta que Morgan es el culpable de todo lo malo y horroroso que ocurre en Warlock, hasta de matar pianistas y esas cosas. Además de recorrer el valle soltando cajas fuertes para desacreditar a unos pobres e inocentes cuatreros asesinos. Seguro que a McQuown le parece estupendo.
—Espera, Moss, atiende un momento —protestó Grain—. Yo no puedo ver a McQuown, pero…
—Está bien —repuso Mosbie, volviéndose de nuevo hacia la barra—. Me alegro de saberlo.
—¡Ahí vienen! —gritó alguien.
De pronto se hizo silencio en el Lucky Dollar. El griterío de los mineros se oía más cerca.
—¡Por Dios, ahí están! —exclamó Thompson.
Grain y él se vieron arrastrados por la multitud que se dirigía a las puertas batientes. En la calle se oían ahora pasos pesados y un griterío rítmico, un estallido de cánticos. En las mesas de juego, los de la banca cambiaban apresuradamente fichas por dinero. Wheeler apuró su whisky y miró a Mosbie.
—¿Quieres ver cómo lo cuelgan, Moss?
—¿Ahorcarlo? De eso nada —repuso Mosbie—. Vamos a ver lo que hace Blaisedell.
Se abrieron paso a codazos entre el gentío que se apretujaba hacia las puertas.
Los mineros venían por Main Street, marchando con cierto aire marcial, en una formación que al principio debió de ser compacta. Llevaban fajas encarnadas y camisas y pantalones azules, muchos portaban teas y faroles, y sus barbudos rostros, salpicados de sudor, brillaban con tonos anaranjados al resplandor de las antorchas. Iban cantando a coro, con fuerza:
¡Ah, mi novia es una burra llamada Jine!
¡Trabajamos en la Gran Esperanza, esa vieja mina!
En el pescante me siento
y escupo tabaco
al trasero de mi novia.
Adiós, adiós, adiós, Tom Morgan, adiós…
El cántico terminó en un alarido desgarrado. Algunos intentaron seguir la melodía, y otros se limitaron a dar gritos mientras avanzaban por Main Street hacia la cárcel, levantando a su paso un polvo que flotaba como niebla en la oscuridad. Hubo un estrépito de cristales rotos cuando tiraron una piedra contra el escaparate de la tienda de Goodpasture, seguido de estridentes carcajadas y discusiones a gritos. Se oyeron otros estropicios. Empezaron a agitar las antorchas de un lado a otro, y las chispas brotaban como en una rueda de fuegos artificiales.
—¡Por Dios santo, van a incendiar la ciudad! —exclamó alguien, mientras los parroquianos salían atropelladamente del Lucky Dollar.
La calle empezó a llenarse a espaldas de los mineros mientras salía gente de los salones y del Billiard Parlor, y, junto a los ociosos de las aceras, seguía a los manifestantes. Recortado contra la entrada de la cárcel, a la luz de las antorchas, un grupo de hombres permanecía inmóvil.
Mosbie y Wheeler cruzaron Main Street y se encaminaron hacia la esquina de Goodpasture, en donde los talones de sus botas crujieron sobre fragmentos de vidrio. Goodpasture estaba dentro del oscuro almacén con una escopeta en las manos.
—¡Morgan! —gritaban los mineros todos a una—. ¡Morgan! ¡Morgan!
Se acercaron a la acera de la cárcel describiendo un amplio semicírculo, cuyo extremo anterior se movía más despacio y el posterior con mayor rapidez. Carl Schroeder ordenó algo que se perdió entre el griterío.
—¡Santo Dios! —exclamó Weeler—. ¡Fijaos! ¡Van derechos adentro!
Los mineros avanzaron sin vacilar hacia los seis hombres que les impedían el paso: los dos ayudantes del sheriff, Pike Skinner, Peter Bacon, Tim French y Chick Hasty. Tres de ellos empuñaban escopetas; Bacon, un rifle; Gannon y Hasty, sólo pistolas. Los mineros de la primera fila empezaron a agitar las antorchas describiendo amplios arcos de chispas.
Por fin se detuvieron y se oyó la voz de Schroeder:
—¡Al primero que cruce la baranda le pego un tiro!
—¡A pisotearlos! —gritaron los mineros—. ¡Morgan! ¡Queremos a Morgan!
—¡Entréguelo, Schroeder! ¡O lo pisoteamos!
—¡Joder, si son más de doscientos! —dijo Mosbie a Wheeler.
—¿Dónde coño está Blaisedell? —preguntó uno que había junto a ellos—. ¡Será mejor que se dé prisa!
—Vendrá y los hará retroceder —aseguró otro.
—Y una mierda vendrá —opinó un tercero con una risita burlona—. Estará emborrachándose en casa de la señorita Jessie. Ella lo retendrá, está a favor de esos mineros malolientes… —Profirió un grito cuando le dieron un puñetazo en la boca.
Mosbie forcejeó para liberarse de los que se apretujaban contra él, y se abalanzó contra el que acababa de hablar; cayeron al suelo amontonados, maldiciendo. Intentaron separarlos.
—¡Bocazas, hijo de puta! —gritó Mosbie.
En la otra esquina un minero interpelaba a Schroeder. Intentó pasar por encima de la baranda y Schroeder lo golpeó con el cañón de la escopeta. Acto seguido, una oleada de mineros se abalanzó hacia la baranda.
—¡Moss! —gritó Wheeler—. ¡Ahí van!
La acera de la cárcel era una masa de hombres que forcejeaban. Hubo un disparo de escopeta, y un grito; las figuras de azul retrocedieron hacia la calle, dejando a uno encogido y gritando en el entarimado, con Carl Schroeder erguido sobre él.
—¡Han disparado a uno, por Dios! —exclamó Wheeler cuando Mosbie se puso a su lado, jadeante—. Era inevitable.
—¿Quién ha sido?
—Carl, o eso parece.
—¡Eh, Carl ha disparado a uno!
Los mineros empezaron a rugir con una sola voz, y la apretada masa, agitando ferozmente las antorchas por encima de las cabezas, aulló en la calle:
—¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Colgadlos con Morgan!
—¡Han matado a Benny Connors, muchachos!
Mosbie se apoyó en uno de los postes que sostenían el porche, con Wheeler apretado contra él por la presión del gentío.
—¡Ay, Dios! —exclamó uno cerca de ellos, y empezó a repetirlo una y otra vez, como una oración.
El oscilante e incierto movimiento de la masa cambió, sección por sección, hasta convertirse en un solo impulso que empujaba contra la baranda a los hombres de la primera fila. Uno de los ayudantes del sheriff alzó el revólver y lo descargó en el aire con seco y brusco estruendo; pero los mineros siguieron presionando hacia delante, casi en silencio ahora.
—¡Ahí llega!
—Sí, es Blaisedell. ¡Ya viene!
—¡Gracias a Dios! —exclamó Wheeler.
—¡Mirad la calesa! —indicó alguien, pero nadie le hizo caso.
Mosbie se encaramó a la baranda y se agarró al poste.
—¡Deberías verlo! —gritó a Wheeler, bajando la cabeza.
Blaisedell llegó al centro de Main Street, con los ciudadanos apartándose velozmente a su paso. Caminaba con paso rápido y seguro, a grandes zancadas, con el sombrero negro descollando entre los hombres que dejaba atrás. No se detuvo al llegar al borde de la turba de mineros sino que se abrió paso entre ellos como una cuchilla cortando un tablón de pino. La luz de una antorcha reverberó en su Colt cuando apartó a un minero golpeándolo con el cañón.
—¡A matarlo a él también! —gritó de pronto un minero—. ¡No dejéis que suba a la acera!
Pero Blaisedell siguió adelante, sin estorbos, y por fin llegó a la cárcel, quedándose con los ayudantes, entre cuya altura destacaba. De pronto se oyó su voz, resonante.
—Dispersaos, muchachos. Esta noche no se ahorcará a nadie.
—Sería capaz de mantener a raya a la Caballería —comentó Wheeler.
En la calle, los mineros guardaron silencio.
—Mejor será que llevéis a éste al doctor Wagner —sugirió Blaisedell, señalando al que seguía quejándose en la acera.
No se quebró el silencio. Las antorchas continuaron llameando y soltando humo. La primera fila se había retirado de la baranda.
—¡No se atreverá a disparar! —gritó alguien entonces.
—¡No disparará —se sumaron otros— para salvar a ese tramposo asesino! ¡Va de farol! ¡A por él!
La vociferante turba avanzó con un movimiento de vaivén, comprimiendo a quienes trataban de retirarse de la baranda. Entonces ésta se vino abajo y los mineros saltaron al entarimado, abarrotando la acera. Blaisedell y los ayudantes se vieron arrastrados por la avalancha de camisas azules en una confusión de brazos agitados y cañones de armas de fuego. Hubo dos disparos, dos difusas llamaradas proyectándose hacia arriba. Una vez más los mineros retrocedieron. Volvió a verse a Gannon y Schroeder, y a Blaisedell, sin el sombrero. Un ayudante había caído; Pike Skinner y Tim French lo ayudaron a entrar en la cárcel.
—¿Quien era ése, Moss? —gritó Wheeler.
—Chick Hasty.
—¡No disparará! —volvió a gritar la voz de antes, y los mineros hicieron coro de nuevo.
—Van a llevárselo por delante —anunció Mosbie con voz ronca.
Blaisedell estaba plantado frente a la puerta, con un mechón de pelo caído sobre un ojo, el pecho jadeante, los dos Colts desenfundados. Schroeder, gritando sin que se le oyera, permanecía a uno de sus costados, y Gannon al otro. Skinner y French salieron de la cárcel y volvieron a ocupar sus puestos. Los mineros empezaron a agitar de nuevo las antorchas, y volaron chispas con el viento.
—Los van a arrollar —dijo Mosbie—. ¡Ahí van otra vez!
Los mineros se abalanzaron sobre Blaisedell y los ayudantes, arrollándolos. Blaisedell cayó al suelo; hubo un grito mientras los espectadores contemplaban la escena, y un gemido; los demás ayudantes cayeron a su vez. Uno se retiró al interior de la cárcel, arrastrando a otro consigo, y cerró de golpe la puerta. Los mineros arremetieron contra ella, se retiraron, y volvieron a la carga.
—¡Mirad eso! ¡Fijaos! —gritó el que estaba junto a Mosbie en la baranda.
Pero nadie le hizo caso porque la puerta cedió y los mineros irrumpieron en el interior, con un alarido de triunfo. Casi en el acto empezaron a retroceder de nuevo, mientras otros seguían pugnando por entrar. Volvieron a aparecer los ayudantes, mezclados con ellos.
—¿Qué coño pasa? —preguntó Wheeler.
—¡Mirad! ¡Es la señorita Jessie!
Una calesa venía de Southend Street. En ella iba la señorita Marlow, acompañada de un hombre. Intentaba que el bayo torciera a la izquierda por Main Street, pero el animal se había asustado de la muchedumbre. Iba muy erguida con un sombrero atado con cintas al cuello y una blusa blanca de volantes con un corbatín negro. El hombre repantigado en el asiento junto a la conductora era Morgan.
—¡Va con Morgan!
—¡Es Morgan, por Dios santo!
La señorita Jessie hizo restallar una vez la fusta y el bayo, alzando las patas delanteras, avanzó. Los hombres se apartaban de su camino. La punta encendida de un cigarro refulgía en la mano de Morgan. Parecían volver de un agradable paseo.
—¡Lo ha sacado por la parte de atrás! —gritó un espectador—. Hace poco he visto a la calesa entrar en el callejón. Qué os parece, ¿eh?
—No creo que vaya a salirse con la suya —dijo Mosbie con voz ronca.
—¡Deprisa! —musitó Wheeler, golpeando la baranda con el puño—. ¡Apresúrese, señora! ¡Fustigue a ese bayo otra vez!
El coche continuaba su lento avance a través del gentío. Los mineros se habían callado, y ahora el principal alboroto se producía lejos de la cárcel. Aparecieron unos mineros por el callejón que daba a Southend.
—¡No está! —gritó uno de ellos—. ¡Se ha escapado por atrás!
—¡Está ahí! ¡En la calesa!
Los mineros se arracimaron en torno al vehículo; la masa cambió ahora de dirección, avanzando por Main Street. Pero los que rodeaban el coche empezaron a apartarse. Otros corrían detrás, miraban, y retrocedían a su vez. Mosbie se echó a reír.
—¡Lo ha conseguido! —exclamó—. ¡Y se va a salir con la suya, por Dios! ¡Se ha metido derecha hacia ellos, ha tomado la mejor elección!
La calesa avanzaba ahora con mayor rapidez, libre de obstáculos; y en la parte alta de Main Street desapareció en la oscuridad.
—Se lo lleva al General Peach —observó alguien, con calma.
—Bueno, a ella nunca le harían nada.
—¿Dónde está Blaisedell?
—Acaba de entrar en la cárcel. Estaba bien, parecía.
—Los ha contenido lo suficiente para que ella sacara a Morgan. ¡Muy astuto!
—Yo hubiera preferido ver cómo liquidaba a unos cuantos.
Los mineros permanecían en la calle, formando imprecisos grupos. Los ayudantes del sheriff iban echándolos de la acera. Dos de ellos llevaban a cuestas a su compañero herido. Schroeder presentaba un corte, largo y sanguinolento, por encima del ojo. Gannon cogió de las manos de un minero el sombrero negro de Blaisedell.
—¿Por qué coño ha dejado Blaisedell que esos hijos de puta lo atropellaran? —dijo Mosbie a Wheeler, bajando de la baranda—. Eso es lo que no entiendo, maldita sea.
—¿Has visto cómo lo han tirado al suelo, Fred? —gritó con voz excitada Nick Grain, apareciendo junto a Wheeler—. Vaya si le han descubierto el farol.
—¡Cierra el pico! —exclamó Mosbie. Cogió a Grain por el cuello de la camisa—. ¡Cállate la boca! ¡Cara de perro, bosta de vaca, carnicero de mierda!
Le dio un empujón, y Grain desapareció apresuradamente entre la multitud.
—Odio a ese cretino estúpido, bocazas hijo de puta —dijo Mosbie, echando a andar por la acera con Wheeler y los demás.
En torno a ellos, los hombres hablaban con voz queda; uno de ellos rió y Mosbie lo fulminó con la mirada.
Grupos de hombres permanecían en la calle mirando a la cárcel o hacia el General Peach, adonde se había dirigido la calesa. Los mineros iban entrando en los salones o congregándose a lo largo de las aceras.
Wheeler y Mosbie fueron caminando en dirección este bajo la densa penumbra de los soportales, cruzaron Broadway y continuaron por Grant Street, en donde se unieron a un grupo reunido frente al Almacén de Forraje y Grano. Había luz en todas las ventanas del General Peach. La calesa estaba en la parte delantera, el grueso bayo restregándose el pescuezo contra el poste al que estaba atado. Ocho o diez mineros permanecían cerca del coche y Tittle, el minero tullido, los observaba desde el porche con un rifle en las manos.
—El coche del médico —comentó alguien.
—¡Nadie ha intentado detenerla! —dijo Paul Skinner—. ¡Nadie!
—Esa mujer tiene más redaños que muchos hombres que yo conozco.
—Una lástima, ver cómo tiraban a Blaisedell al suelo —dijo otro.
—Debería haberle pegado un tiro a alguno, como ha hecho Carl.
—Me han dicho que Carl no lo ha hecho a propósito. El estúpido minero le cogió la escopeta y dio un tirón, y Carl tenía el dedo en el gatillo.
—Al final parece que Blaisedell es un ser humano como cualquiera de nosotros —observó otro.
Mosbie iba a lanzarse contra él, pero Wheeler lo agarró por el brazo.
—Ahí viene Curley Burne —murmuró alguien.
Curley Burne se dirigió hacia ellos, cruzando Grant Street con la luz del General Peach destellándole en los negros rizos.
—Curley —dijo uno, y otros cuantos lo saludaron también.
—Vaya noche, chicos —comentó Curley—. ¿Todos los días hay estas diversiones en Warlock?
Hubo algunas risas.
—¿Dónde están esos Reguladores de MacDonald, Curley? —preguntó arrastrando las palabras uno desde la sombra de la pared de adobe—. Justo cuando los necesitamos de verdad, ni siquiera se asoman.
—En Warlock hace mucho calor para ellos —repuso Curley, señalándose la cabeza—. El pelo se te ondula sólo de andar por la calle.
Se produjeron nuevas risas.
—Ahí viene Blaisedell.
Todos guardaron silencio. Blaisedell doblaba por la esquina; cojeaba un poco mientras caminaba hacia el General Peach. Al subir el escalón del porche, después de pasar junto a Tittle, se agarró al pasamanos, y, bajo aquella luz, no parecía tan alto. La puerta principal se cerró tras él con un ruido sordo.
—El comisario ha salido un poco magullado esta noche —observó Curley Burne.
Wheeler volvió a agarrar el brazo de Mosbie, pero éste se apartó con una maldición.
—¡Ve a decírselo a Abe McQuown, Curley! —repuso con voz pastosa—. A lo mejor sale así de su agujero.
—¿Quién ha dicho eso? —inquirió Curley.
—¡He sido yo! —dijo Mosbie, encorvándose un poco.
—¡Callaos ya! —dijo Paul Skinner—. ¡Basta! ¡Curley, déjalo estar! ¡Moss!
Wheeler se interpuso entre los dos.
—No debías haber dicho eso, Moss —advirtió Curley, con voz tan pastosa como la de Mosbie.
—¡Y lo repito!
—Aguántate y olvídalo, Curley —dijo una voz desde la oscuridad—. Él tiene amigos aquí y tú no.
—En este lugar estamos más que hartos de vaqueros —añadió otro.
Curley lanzó una mirada a los dos que acababan de hablar, volvió luego la cabeza hacia Wheeler y Mosbie, se encogió de hombros y dio media vuelta.
—¡Quieto, chico! —dijo Wheeler—. ¡No es un tipo para meterse con él, Moss!
—Tampoco yo estoy para que se metan conmigo esta noche —repuso Mosbie.
A su espalda alguien se echó a reír, con alivio.
—¡Maldita sea mi estampa! —exclamó Mosbie, pateando el polvo con rabia y frustración.