Gannon estaba en la cárcel con Carl cuando Tom Morgan entró corriendo, jadeante, cubierto de sangre, sin sombrero y empuñando un Colt enfundado.
—¡Encerradme, chicos! —resolló—. ¡O habrá un linchamiento!
Fue corriendo al calabozo y cerró la puerta de golpe.
Carl se puso en pie de un salto, derribando la silla en que había estado sentado. Fuera se oía un clamor; llegaba como una marea por Main Street, y Gannon cogió la escopeta del soporte en la pared.
—¿Qué coño pasa? —exclamó Carl.
—¡Echa la puñetera llave! —gritó Morgan.
Carl se dirigió de un salto hacia allí y tiró la llave dentro del calabozo. Gannon corrió a la entrada. Oyó que Morgan se reía como un idiota a su espalda.
Una multitud de mineros daba la vuelta a la esquina de Southend Street, mientras otros venían del Glass Slipper para reunirse con ellos; y todos gritaban.
Gannon alzó la escopeta con el dedo en el gatillo, y notó que el sudor empezaba a bañarle el rostro.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó, pero sus palabras se perdieron en el tumulto.
A su lado, Carl gritaba también. Y entonces los que encabezaban la multitud se detuvieron.
Poco a poco, la masa se fue deteniendo para formar un amplio semicírculo desde la acera a la calle en torno a la fachada de la cárcel, todos gritando aún, hasta que Carl levantó el Colt y disparó al aire.
—Y ahora, ¿qué demonios pasa? —inquirió Carl, en medio del silencio.
Hubo un alboroto en la primera fila y Frenchy Martin dio un paso al frente entre el polvo que iba asentándose, después salió el viejo Heck.
—¡Entréguenos a ese hijo de puta que está ahí dentro, ayudante! —gritó Frenchy Martin.
—¡Es asunto nuestro y ustedes no tienen que meterse en esto! —aulló el viejo Heck—. Ese cerdo cabrón ha matado a Frank Brunk y vamos a…
Volvió a alzarse el clamor y los mineros avanzaron en masa. Gannon hincó el cañón de la escopeta en el vientre del que tenía más cerca. Despacio, se fue apagando el griterío.
—… pelea limpia —decía Frenchy Martin—. ¡Y cuando Frank lo tiró al suelo, su guardaespaldas le atravesó la cabeza de un tiro!
—¿Dónde está Murch? —gritó alguno—. ¡Habrá que coger también a ese cabrón!
—¡Se ha largado a caballo! —contestó otro—. ¡A toda prisa!
—¡Entregadnos a ese jugador sanguinario! —insistió el viejo Heck—. ¡O lo vamos a pisotear, Schroeder!
Gannon movió la escopeta hacia Heck. Cuando otro minero intentó arrebatársela, le golpeó en el codo con el cañón.
—¡Atrás! —ordenó.
—Colgaremos a Tom Morgan de un manzano amargo —cantaba uno.
Frenchy Martin se encaramó de un salto a la baranda de atar los caballos, y, sujetándose a un poste, les hizo señas para que se callaran.
—¿Vamos a dejar que nos lo impidan, muchachos? ¿Queremos coger a ese asesino hijo de puta o no? El pobre Frank era amigo de todos nosotros, y seguramente MacDonald encargó a Morgan que acabara con él.
La muchedumbre rugió.
Gannon miró a Carl, porque no había más remedio que parar aquello, y Carl saltó hacia delante y golpeó a Martin detrás de la oreja con el cañón del Colt. Martin cayó de bruces en la calle, de donde lo recogieron sus compañeros; el griterío aumentó en volumen y violencia. El viejo Heck agitaba el puño. Carl volvió a disparar al aire. Gannon avanzó de nuevo hacia el viejo Heck, y ahora lo golpeó. Estaba preocupado por si anochecía antes de que pudieran dispersar a la multitud. El sol se había puesto y la luz iba disminuyendo.
—¡Escuchad! —gritó Carl—. ¡De esta cárcel han sacado hombres para ahorcarlos, pero no desde que yo estoy aquí, y por Dios que tampoco va a pasar ahora! Porque mandaré a muchos al infierno y Johnny hará picadillo a otros tantos con esa escopeta. De manera que, si estáis empeñados en coger a Morgan tal vez lo consigáis, pero os costará muy caro. ¡Ya lo habéis oído!
El denso clamor subió de tono, la masa avanzaba y retrocedía. El viejo Heck se volvió e hizo bocina con las manos para ponerse a gritar, cuando Gannon lo golpeó en la sien con el cañón de la escopeta. El minero cayó de rodillas.
—¡Cuidado con ese gigante! —advirtió Carl.
Y Gannon dirigió el cañón hacia un voluminoso minero con barba que avanzaba hacia él.
—¡Atrás!
El minero retrocedió un paso, sonriendo. A su espalda, sobre la cabeza de los hombres congregados, Gannon vio que unos jinetes venían por Main Street procedentes del promontorio de las afueras. Cabalgaban alineados, en dos filas, y ocupaban toda la calle. Algunos se volvieron a mirarlos. Los mineros guardaron un súbito silencio.
—¡Es MacDonald! —exclamó Carl.
MacDonald, sobre un caballo careto, con traje a cuadros y sombrero hongo, iba en cabeza. Entre el polvo que levantaban, Gannon fue reconociendo a los demás jinetes: Chet y Wash Haggin, Jack Cade, Walt Harrison, Quint Whitby, Jack Hennessey, Pecos Mitchell y otros, y aún más en la segunda fila. Algunos llevaban Winchesters sobre el brazo, y cartucheras colgando del pomo de la silla. Abe McQuown no venía con ellos, observó Gannon aguzando la vista; ni Curley. El gigantesco minero que se había acercado a él estaba ahora contra la pared, como si quisiera traspasarla a fuerza de empujar con la espalda.
—¡Ha traído a sus Reguladores para acabar con todos a la vez! —oyó Gannon que decía un minero.
El gentío empezó a disgregarse, y algunos, en la periferia, desaparecieron por Southend Street. Ahora sólo se oía un amortiguado ruido de cascos aproximándose entre el polvo.
—MacDonald ha venido para acabar personalmente con los agitadores —dijo Carl—. ¡Vaya que sí, y que me aspen si resulta agradable que nos salve semejante pandilla!
—¡Morgan ya le ha hecho el trabajo sucio, señor Mac! —gritó alguien.
—¡Juntos, compañeros!
—¡No vamos a retroceder ante una pandilla de cuatreros, MacDonald! —gritó Carl con voz lastimera—. ¿Qué coño hacemos ahora, Johnny?
Gannon respiró hondo, se metió por debajo de la baranda y saltó a la calle. Avanzó tan deprisa como pudo a través de los mineros, empujando a derecha e izquierda con la culata de la escopeta como si fuese un remo. Rostros sudorosos y salpicados de polvo se volvían a mirarlo. Se levantaban murmullos a su paso. Alguien alargó la mano para arrebatarle la escopeta.
—Dejadme pasar —dijo, y la mano se retiró.
—Abrid paso al ayudante del sheriff —dijo una voz, y los mineros empezaron a apartarse con mayor rapidez.
Emergió de la multitud a unos quince metros de los jinetes, y avanzó derecho entre el polvo hacia MacDonald.
—¡Alto! —ordenó, alzando el cañón hacia el caballo careto.
MacDonald tiró de las riendas y el animal se paró en seco, girando la cabeza para amagar un mordisco a la pierna del jinete. Los otros detuvieron también sus monturas. Wash Haggin lo miró desde la silla con evidente desdén, Chet Haggin sonrió levemente, Jack Cade se quitó el sombrero de copa redonda y se pasó los dedos por el pelo, el oscuro y patilludo rostro lleno de resentimiento. Gannon los fue mirando a la cara. Los de la segunda fila eran la escoria de San Pablo, de la especie con la que hasta Abe McQuown se sentiría a disgusto cabalgando. Excepto los Haggin, todos eran unos indeseables, pero tras el primer vistazo sólo miró a MacDonald. Se sentía bastante tranquilo.
—¿Qué ocurre aquí, señor MacDonald?
—Esto no tiene nada que ver con usted, ayudante —contestó con frialdad el director de la mina—. Nos hemos constituido en Comité de Reguladores y conocemos nuestros objetivos. Apártese.
—Ya lo creo que me concierne. Usted no puede venir aquí con esta gente.
—¿Has sustituido al comisario en el puesto, Bud? —dijo Chet Haggin.
Gannon vio a Cade sacar el Colt y apoyarlo en la pierna con toda tranquilidad. Siguió apuntando a MacDonald con la escopeta.
—Lléveselos de aquí.
—¡Majadero! —exclamó MacDonald. Su boca parecía una trampa en su frío rostro, ascético y bien parecido—. Tenemos intención de hacer una redada contra los agitadores que se dedican a crear problemas en la Medusa. Y usted no lo impedirá.
—Lléveselos de aquí —repitió Gannon. Le dolía el costado, en las costillas, en donde apoyaba la culata de la escopeta; sentía la mano sudorosa en el cañón—. ¡Fuera!
—Pasaremos disparando si es preciso, Bud —advirtió Wash.
Gannon oyó el chasquido cuando Cade amartilló el Colt; procuró no girar los ojos, no estremecerse. Por encima del cañón de la escopeta miraba fijamente a MacDonald, que se pasaba la lengua por los labios.
—¡Morgan ya ha matado a Frank por usted, señor Mac! —gritó un minero, y MacDonald frunció el ceño.
—¡Saque a su gente de la ciudad! —repitió Gannon—. En Warlock no se hará ninguna redada.
—¡Schroeder! —gritó MacDonald—. Dígale a este idiota que se aparte.
—¡Haga lo que le dicen, señor Mac! —replicó Carl con voz estridente—. Y tú, Jack Cade, será mejor que cuelgues esa pata de cerdo, porque te tengo en la hebilla del cinturón.
Gannon siguió con la vista fija en MacDonald y pensó que había ganado.
—¿Qué dice, señor Mac? —dijo Cade con su voz áspera, sin inflexión—. ¿Entramos a tiros o nos vamos con el rabo entre las piernas?
—Será mucho mejor que se retire, MacDonald —intervino Wash—, y deje el asunto en nuestras manos.
—Él no se va hasta que os hayáis ido todos —afirmó Gannon.
—¡Muy bien! —accedió MacDonald—. Su arma habla con más autoridad que usted. Me veo obligado a respetarla, porque no quiero que haya derramamiento de sangre. El sheriff Keller dirá la última palabra sobre esto. —Se irguió sobre los estribos y dijo a Carl, alzando la voz—: ¡Esto no acabará así, Schroeder!
Agitó las riendas con saña y el careto se encabritó, asustando a la yegua de Chet, que se hizo a un lado. Gannon encañonó a Wash y Jack Cade, que hizo un gesto con la cabeza, se llevó el pulgar a los dientes, y volvió a cabecear. Los Reguladores, por un instante, se convirtieron en una apiñada masa de jinetes que lanzaban juramentos y murmuraban entre sí mientras volvían grupas. Luego se alinearon de nuevo en la misma formación, y, con MacDonald otra vez a la cabeza, se esfumaron en vaporosas siluetas hacia el crepúsculo. Un clamor se elevó entre los mineros; se oyeron insultos contra los que se retiraban. Gannon cruzó de nuevo la calle y subió a la acera. Pike Skinner estaba con Carl; Pike lo miraba con los labios fruncidos, el ala del sombrero sobre los ojos.
—¡Volverán, ayudante! —gritó alguien entre los mineros de la calle—. ¡No crea que no van a volver!
Gannon se apoyó contra la pared de adobe. Sobre su cabeza, el letrero chirriaba levemente. Bajó el cañón de la escopeta.
—En ese caso, será mejor que despejéis la calle —dijo Carl—. Así los caballos no os pisotearán.
—¡Queremos a Morgan! —gritó otro.
Unos cuantos le hicieron coro, pero los gritos se apagaron pronto. Gannon, apoyado contra el muro, observó cómo se dispersaban los mineros. El clima de tensión había desaparecido.
—¡Asamblea! —vociferaba alguno—. ¡Reunión!
La multitud empezó a fragmentarse en pequeños grupos. Un carro torció por Southend, descomponiéndola aún más.
—Johnny, deberías grabar tu nombre en la pared, ahí dentro —sugirió Carl—. Has hecho un buen trabajo esta noche. Creí que nos había llegado la hora a los dos a la vez. Pero, vaya, cómo los has pillado tú, en cambio. ¿Qué te parece, Pike? —añadió volviéndose hacia Skinner, que permanecía en silencio.
—Esto aún no ha terminado —contestó Pike, de mal talante.
—Ya, supongo que tienes razón —repuso Carl—. Y os nombro ayudantes a ti, a Pete, Chick y Tim. Hazme un favor y vete a buscarlos, ¿quieres?
Pike se alejó por la acera. Carl dio a Gannon unas palmaditas en la espalda mientras lo seguía al interior de la cárcel. Morgan estaba apoyado en la puerta del calabozo, casi invisible en la oscuridad.
—¿Se ha suspendido el ahorcamiento? —preguntó.
—Por un tiempo, nada más —repuso Carl. Bajó la lámpara de polea y la encendió. Ahora Gannon podía ver el rostro de Morgan: descolorido y fatigado, igual que se sentía él mismo. Carl añadió—: Yo no aseguraría que lo han suspendido, no. Ha excitado usted bien los ánimos, ¿no le parece? ¿Por qué ha matado a ese tal Brunk?
—Me ha puesto perdido con su cochina sangre —dijo Morgan con desdén.
—Supongo que es un motivo como cualquier otro —repuso Carl—. Últimamente le ha dado por pelearse con los mineros, Morgan. A cuchillo, ¿no? ¿Qué era todo ese griterío sobre que tenía que haber sido una pelea limpia?
—Brunk me puso en una situación algo apurada —contestó Morgan en tono indignado—, así que Murch le pegó un tiro.
—Los oí decir que Murch se ha largado, pero no creo que sea prudente perseguirlo viendo cómo están las cosas. ¿Dijo a Murch que disparase?
—Se le ocurrió a él antes que a mí.
—Convénzame de que no se lo ordenó usted —le propuso Carl.
—¡Pues no se lo crea!
—No me sea susceptible, Morgan —dijo Carl con voz lastimera—. Si un pistolero que trabaja para usted mata a un hombre que lo ha puesto en un apuro, quizá tenga usted algo de culpa.
—Yo no tengo culpa de nada —replicó Morgan.
—Quizá sea mejor que alguien avise al juez —sugirió Gannon a Carl.
—Hay tiempo. Usted no tiene prisa, ¿verdad, Morgan?
—Soy paciente por naturaleza.
Peter Bacon apareció en la puerta; saludó a Gannon con la cabeza, enarcando una ceja.
—¿Testigos? —preguntó Carl a Morgan.
—Todos mineros —contestó Morgan—. El viejo Barba de Chivo y ese otro del bigote engominado, además de un tal Patch.
—El viejo Heck y Frenchy —dijo Carl—. Desde luego parecían los más furiosos. ¿Seguro que no le dijo a Murch que se lo quitara de encima de un tiro?
Hubo un estrépito, una lluvia de cristales rotos bajo la ventana y una piedra que, rebotando en la pared del fondo, fue a parar entre los fragmentos de vidrio. Peter Bacon salió rápidamente por la puerta y Gannon echó a correr tras él. No vio a nadie en la oscuridad, y al cabo de un momento Peter volvió por la acera, sacudiendo la cabeza. Gannon también entró. Carl lanzaba juramentos mientras amontonaba los cristales rotos con el empeine de la bota.
—Ah, hola, señorita —dijo Peter desde el umbral, y Kate Dollar entró en la cárcel.
—Buenas noches, ayudante —saludó Kate a Carl, y dirigiéndose a Gannon dijo—: Ayudante.
Llevaba una chaqueta ajustada y una larga falda negra de muchos pliegues y su sombrero negro con guindas. Exhibió su dura y desagradable sonrisa cuando Morgan se asomó de nuevo a la puerta del calabozo.
—¿No es ése Tom Morgan? —preguntó Kate, y su voz era tan desagradable como su sonrisa—. Me han dicho que los mineros le han hecho salir corriendo.
Gannon, titubeando, dio unos pasos atrás y se apoyó en la pared.
—Sí, señorita Dollar, es él. Y desde luego venía corriendo. Aunque no les sacaba mucha ventaja.
—¿Tú corriendo, Tom? —preguntó ella, con una carcajada.
—Oh, soy capaz de correr como el que más —repuso Morgan. Su voz era tan dura como la de Kate, su rostro, enmarcado por los gruesos barrotes, alisados por tantas manos, era inexpresivo—. Ya he corrido antes. Pero en un sitio llamado Grand Fork eché a correr y me cogieron.
—¿No te ahorcaron? —preguntó Kate.
Y Gannon tuvo la impresión de que estaba presenciando algo que no quería ver, algo de lo que no quería saber nada.
—Puede que sí —contestó Morgan. Frunció el ceño, pensando—. No, ahora que recuerdo, cierta persona amiga mía prendió fuego al hotel donde me tenían aquellos vigilantes y en el jaleo que se armó me las arreglé para escapar.
—¿Y no tienes amigos aquí?
—Bueno, mire, señorita, nos las hemos arreglado perfectamente —terció Carl, incómodo—. Johnny y yo no necesitamos ayuda.
Gannon vio a Peter Bacon, que hacía penosas muecas mientras Kate se dirigía nuevamente a Morgan.
—Aunque tengo entendido que no lo mataste tú mismo, Tom. ¿Era una persona decente, Tom? ¿Para que ordenaras a tu pistolero que lo matara por ti?
—No era más que un enorme y estúpido patán, Kate —repuso Morgan—. Pero a ti te habría gustado, precisamente por eso.
—¿Y qué le pasaba a Clay? —gritó la joven.
Parecía histérica, y Gannon, ahora, pensó que debía acabar con aquella escena.
—¡Kate! —exclamó, alargando la mano hacia ella en el momento en que Morgan gritaba:
—Pero ¿qué clase de cárcel es ésta en la que cualquiera que pase por la calle puede entrar a dar la lata a los detenidos?
—Vamos, señorita Dollar —dijo Gannon, rozándole el brazo.
—Sí, vamos, señorita, venga —terció Carl—. No creo que deba estar aquí, con un hatajo de bárbaros mineros que anda tirando piedras a las ventanas y todo eso. Me parece que sería mejor…
—Sólo he venido a decirles que también están tirando piedras a las ventanas del Glass Slipper —dijo Kate, ya más calmada—. Hay algunos que tratan de impedirlo, pero no sé si lo conseguirán.
—¡Maldita sea! —exclamó Carl—. Debía haber pensado en eso. Será mejor que vaya, Johnny. —Cogió la escopeta y salió apresuradamente, diciendo—: ¡Pete, acompáñame!
Morgan volvió a desaparecer y Kate se quedó un momento más frente al calabozo. Luego bajó la cabeza y dio media vuelta. Sin mirar a Gannon, dijo:
—¿Volverán a intentarlo?
—No lo sé.
—No traten de salvarlo —dijo con su voz desagradable—. No intenten hacer nada por él. No le gusta eso, y todo aquel que ha intentado ayudarlo alguna vez lo ha lamentado durante el resto de su vida.
Se calló, y Gannon vio que parecía casi avergonzada; entonces, torciendo de nuevo el gesto, salió rápidamente de la cárcel.
En el calabozo, Morgan reía con voz queda.
Gannon salió y se quedó bajo el letrero, que chirriaba tenuemente en la fresca brisa de la noche. Oía gritos y veía las siluetas de unos hombres recortadas tras la blancuzca cortina de polvo que se elevaba frente al Glass Slipper.
Oyó la suave y melancólica música de una armónica. Una delgada figura avanzaba hacia él.
—Vaya, el ayudante Bud Gannon, ¿qué tal?
—Hola, Curley —repuso él—. ¿Has venido acompañado de MacDonald?
—No, sólo me he acercado a ver el espectáculo. Aunque tenía que haberlo hecho; el señor Mac paga seis dólares diarios más los gastos. Que van a ser muchos, por cierto, en el French Palace y demás locales.
—No, nada de eso. No van a entrar en la ciudad.
Curley lo miró enarcando las cejas. Se pasó los dedos por los negros rizos y dio un paso atrás, levantando las manos con fingido terror.
—¡Válgame Dios, expulsados de la ciudad por Bud Gannon! ¿Yo también, Bud? ¡Di que no!
Gannon sacudió la cabeza y trató de sonreír.
—¡Uf! —exclamó Curley—. Estaba a punto de subirme al caballo y marcharme discretamente. Vaya, entonces supongo que tendré el French Palace para mí solo. —Lanzó una brusca mirada a Gannon y su bufonesca expresión se borró. Con voz queda, añadió—: De todos modos, ¿qué vas a hacer si vuelven algunos, Bud? ¿Hacerte el gallito?
—No han vuelto.
—Pero podrían volver —advirtió Curley, hurgando con la puntera de la bota en una grieta del entarimado de la acera—. Ya sabes, la gente no se toma muy bien eso del destierro. Billy no lo aguantó.
—Yo no estoy desterrando a nadie —replicó Gannon con los labios fruncidos—. Sólo que no vamos a permitir que MacDonald y esa pandilla vengan a perseguir mineros por aquí.
—Huelguistas. Agitadores, como dice MacDonald. Un hatajo de cabrones demasiado bien pagados…
—¿Por qué no te has unido a ellos, entonces?
—Pues, es que a mí no me gusta mucho el señor Mac, Bud —dijo Curley, riendo alegremente—. Ni a otros muchos, tampoco.
—Incluyéndome a mí. ¿Tú también estás en contra mía Curley?
—Sí.
—De acuerdo —repuso él, sintiendo que le escocían los ojos.
—Bueno —matizó Curley, suspirando—, estoy y no estoy contra ti. Entiendo que pienses haber obrado acertadamente y quizá que también adoptaste una actitud decente. Pero yo no lo creo así. Todo depende de la pasta de la que uno esté hecho. Y tú eres un tipo frío, Johnny Gee.
—Puede que sí.
—Era tu hermano, Bud. El único pariente que tenías.
—Aquí —dijo Gannon con voz trémula—, la mayoría de la gente cree que Blaisedell sólo hizo lo que tenía que hacer.
—Y tú también, ¿no? —repuso Curley. La puntera de su bota empezó a hurgar de nuevo en los tablones de la acera—. No, no estoy del todo en contra tuya, Bud. Pero soy casi el único. Creo que debes poner tierra de por medio y largarte de aquí; en cuanto tengas ocasión.
—Gracias.
—Por nada —concluyó Curley.
Un grupo de hombres estaba cruzando Southend Street y subiendo a la acera. Gannon oyó el golpeteo de la muleta del juez; con él venían Carl, Pike, Peter Bacon y algunos más. Carl se detuvo mientras los demás entraban en la cárcel.
—¿Has venido con los Haggin, Curley? —preguntó Carl en tono áspero.
—¡Ah, no! —dijo Curley—. No, señor, yo vengo aparte. Se lo acabo de jurar y perjurar a tu compañero. Sólo estoy charlando un poco con Bud sobre eso de echar a la gente de la ciudad. Os habéis puesto muy duros con nosotros, los vaqueros, ¿no?
—Sí —repuso Carl, con una especie de gruñido—. Severos.
—El Corral Acme para vosotros, ¿eh, chicos? Gran arreglo. Cárgate a alguien, Carl, y a lo mejor te ascienden a comisario, ahora que Blaisedell lo ha dejado. Eso da dinero, según me han dicho. Dinero por cargarse a…
—¡No digas nada contra Blaisedell delante de mí! —exclamó Carl.
Gannon percibió el odio en su tono.
—Carl —le dijo.
Pero él ni siquiera lo miró.
—¡Ni se te ocurra pronunciar su nombre —prosiguió Carl con voz ronca—, maldito cuatrero de poca monta!
—¿Acaso has dictado nuevas leyes? —masculló Curley, en tono amenazador—. Me parece que aún se puede hablar.
—A mí no me hables —replicó Carl—. Ni aquí ni en Bright’s City. Ni tú ni ningún otro ladrón de ganado.
Gannon sacó el Colt y lo mantuvo frente a él con el cañón hacia abajo. Curley le lanzó una mirada; entre sus rígidas facciones, sólo sus ojos se movieron.
—Será mejor que te vayas, Curley —dijo Gannon.
Curley se encogió de hombros y, con aire despreocupado, se perdió en la oscuridad. Volvió a oírse la armónica.
—¡Schroeder! —gritó el juez desde el interior de la cárcel, y Pike Skinner apareció en la puerta.
—¡Venga, Carl!
—Vamos dentro —añadió Gannon.
—Qué agradable es no tener miedo a nadie, para variar —dijo Carl con su áspera voz—. Pues claro, vamos dentro y que empiece la vista.