Sentado frente a Morgan al otro lado del escritorio en la oficina del Glass Slipper, Clay inclinó la cabeza hacia delante, los labios ligeramente fruncidos. Parecía pálido y enfermo, pensó Morgan; se había dado un atracón de whisky la noche anterior, pero su mal aspecto no sólo se debía a eso.
—¿Qué has oído de Porphyry City, Morg? —le preguntó—. Me han dicho que está prosperando.
—Esta ciudad prospera.
—Para mí, no.
—Bueno, pues Porphyry City no va mal, según mis informes. ¿Estás pensando en marcharte allí?
—No sé —contestó Clay—. Supongo que no habrá mucha diferencia.
Morgan se echó a reír y dijo:
—Anoche estabas firmemente decidido a volver al General Peach. ¿Has visto hoy a la dama?
Clay alzó la vista hacia él y asintió lacónicamente. Luego se retrepó en la silla y dijo:
—No debí volver.
Morgan asintió a su vez.
—No es ella, Morg —continuó Clay, como respondiendo a la pregunta que Morgan no había querido hacerle—. Es la gente. Lo noto cuando voy por la calle o en cualquier sitio. Hasta cuando no hay nadie cerca lo noto. No puedo hacer lo que ellos pretenden. Ni siquiera saben lo que quieren, y yo no puedo arreglarlo, porque todo lo que hago está mal o no es perfecto.
—¡Pues revienta de una vez! —exclamó Morgan, y de pronto vio que estaba más enfadado que nunca con Clay—. O eres un agente de la autoridad a punto de reventar, o llevas la banca en una mesa de faraón. ¡Maldita sea, Clay, estés donde estés tienes que olvidarte de lo que la gente quiera de ti! Puedes vivir sin ser comisario aquí o en cualquier otro sitio.
—Tenía que haber renunciado antes de empezar.
—¡Pues ahora, aguántate!
—Abe McQuown —continuó Clay— se les ha indigestado y yo tengo que darles la purga. No quiero saber nada de eso. Porque acabo siendo yo el envenenado. Siempre. ¿Por qué tengo que andar matando en su nombre? Sólo quiero acabar con todo eso, pero noto cómo me empujan todo el tiempo. Y Jessie… —Se interrumpió.
—Bueno, pues ya lo has dejado —repuso Morgan—. Has hecho lo que debías, Clay.
El bigote de Clay se elevó, como movido por una sonrisa, y sus ojos se entornaron un poco.
—En un tiempo pensé que podía hacer lo que debía.
Morgan se sirvió medio dedo de whisky, y, dando vueltas al vaso, frunció el ceño ante el plano inclinado que formaba el líquido.
—Ibas a decir algo sobre la señorita Jessie.
—Ella dice… —repuso Clay con voz grave—. Asegura que todo hombre necesita ser una cosa… —Morgan vio que una incertidumbre, un temor, le empañaba los ojos—. Cuesta trabajo decirlo, Morg —se interrumpió, prorrumpió en un suspiro y sacudió la cabeza.
Así que era la señorita Jessie quien estaba presionando a Clay; su mente se cerró sobre esa idea como un cepo. Igual que si en una partida con desconocidos hubiera descubierto al contrincante más peligroso nada más verlo, y en la primera mano se confirmaran sus sospechas.
—Pero está equivocada —afirmó Clay—. Porque eso ya ha pasado, y el resto es veneno.
—Y lo has dejado.
Clay asintió; sus velados ojos se encontraron con los de Morgan por un instante.
—Pero no es tan fácil, Morg. Viendo a Kate cada vez que vuelvo la cabeza. He visto que sale con el hermano de Billy Gannon. Viene con el hermano de Cletus y ahora anda con Gannon. Es como para morirse de miedo, ¿no crees?
—¿Miedo tú? —dijo Morgan, y no supo si echarse a reír o no.
—Pues claro. Si cada hombre que he matado por error tuviera un hermano, y me persiguieran todos, tendría que morir un montón de veces.
—Eso sí es difícil —dijo, sin estar seguro de nada todavía.
Observó con inquietud el rostro de Clay. Se animó un poco al ver cómo esbozaba una atribulada sonrisa.
—Desde luego —convino Clay—. Pero para un gato sería posible. Y así me siento ahora, como un gato asustado.
—Escúchame ahora. Para variar. Tu primera equivocación ha sido preocuparte por lo que todo el mundo quiere o piensa de ti. ¡Al diablo con todos! Ahí está el quid de la cuestión, Clay. Y míralo así; como una partida de cartas. Es como abandonar porque acabas de perder una mano.
—No; una, no —dijo Clay—. Piensa la partida de otra forma. Las apuestas ya han subido demasiado, y el juego me viene grande. Antes se abría con una sota y ahora se abre con reyes.
Reinas, pensó Morgan; era como si Clay estuviera discutiendo con Jessie Marlow a través de él.
—No sé de qué estamos discutiendo, Clay. Ya lo has dejado.
—Así es —repuso Blaisedell, volviendo a suspirar.
De pronto se oyó jaleo en el Glass Slipper. Era la hora en que llegaban los mineros, pero Morgan tuvo la impresión de que entraban todos a la vez. Oyó sus fuertes voces y un confuso arrastrar de pies. Clay se volvió a mirar a la puerta.
—¿Qué demonios pasa? —dijo Morgan, levantándose en el preciso momento en que la puerta se abría.
Al Murch asomó la cabeza; a su espalda, el alboroto se hizo más fuerte.
—Unos mineros han venido a verlo, Blaisedell —anunció Murch mientras obstruía la puerta con su corpulencia; pero detrás de él Morgan alcanzó a ver a Brunk, el robusto minero, y a otro con un verdugón rojo cruzándole la sien.
—¿Para qué? —preguntó Morgan al tiempo que Clay se levantaba.
—¡Tenemos una proposición que hacer a Blaisedell, Morgan! —gritó alguien.
—Déjenos pasar, Morgan —dijo Brunk, y el jugador hizo una seña a Murch, que permitió pasar a cuatro.
—Ya basta, Al —dijo, y Murch forcejeó con la puerta para restringir la entrada de más mineros.
Brunk tenía aspecto de querer estar en otro sitio. Lo acompañaban un viejo minero con barba de chivo, otro corpulento, con un bigote negro, puntiagudo y engominado, y un cuarto, el del verdugón en la sien, que era calvo y tenía una nuez como una bola de billar.
—Habla tú, Frank —dijo Barba de Chivo, que añadió, dirigiéndose a Clay—: Venimos de la Medusa, comisario.
—Ya no es comisario —puntualizó Morgan, y Barba de Chivo lo miró con aversión.
Brunk, con sus ásperas facciones cuadradas y manos como palas, señaló el cardenal del calvo.
—Se lo ha hecho Wash Haggin —explicó—. Han reducido los jornales en la Medusa en un dólar diario, y MacDonald ha contratado a unos quince pistoleros por si había quejas. Y Wash Haggin le ha hecho eso a Bobby Patch.
—Yo no me quejo —dijo el Calvo, y sonrió mostrando los dientes. Pero parecía asustado.
—Winchesters y escopetas para armar a un ejército —terció Bigote Engominado—. Los dos Haggin estaban allí, y Jack Cade y ese otro, Quint Whitby.
—¿Y McQuown? —preguntó Morgan.
—Ni él, ni Curley Burne —dijo Brunk, sacudiendo la cabeza.
—Explícaselo, Frank —dijo Barba de Chivo, dándole un codazo.
—Bueno, pues MacDonald ha juntado allí a esa gente para asustar a todo el mundo y hacer que volvamos al trabajo. Pensamos que no van a detenerse ahí. Creemos que MacDonald va a mandarlos aquí para echarnos a unos cuantos de la ciudad. Como hizo el año pasado con Lathrop.
—Echarte a ti, quieres decir, ¿no? —dijo Morgan, y el amplio y enrojecido rostro de Brunk se contrajo de ira.
—¿Para qué queríais verme? —preguntó Clay—. Creo que haríais mejor yendo a ver a los ayudantes del sheriff.
—No nos sirven, comisario —afirmó Bigote Engominado. Abrió las manos—. Usted es el hombre que necesitamos.
—Tenemos que quitarnos de encima a esos matones de algún modo —añadió Brunk, impasible—. Tienen demasiada artillería. Necesitamos un pistolero.
Se calló y tragó saliva; dio la impresión, pensó Morgan, de que le costaba trabajo tragar.
—Usted sí puede hacerlo —continuó Brunk—. Schroeder no es muy amigo nuestro, y aunque accedieran a ayudarnos, Gannon y él no podrían hacer nada contra toda esa banda. Hemos convocado una reunión para esta noche, tan pronto veamos qué ha sucedido en la Sister Fan y en las demás minas. —Se pasó la lengua por los labios—. Nos organizaremos en un sindicato y recaudaremos cuotas. Le pagaremos si actúa usted como comisario para nosotros. Ésa es nuestra proposición, Blaisedell.
—Creo que no, muchachos —contestó Clay—. Lo siento.
—Os lo advertí —dijo el Calvo—. Os dije que no lo haría.
—Me parece que MacDonald lo ha contratado antes —aventuró Barba de Chivo—. MacDonald se nos adelanta siempre.
Morgan observó cómo Clay sacudía la cabeza, aparentemente sin enfadarse.
—Nadie me ha contratado, viejo. No estoy ni a favor ni en contra de vosotros. Sencillamente, no me meto.
Morgan hizo una seña con la cabeza a Murch, que cogió del brazo a Brunk.
—Larguémonos, chicos —dijo Murch con su áspera voz—. El señor Morgan y el señor Blaisedell están ocupados.
—Os dije que no lo haría —repitió el Calvo, encaminándose a la puerta.
—¿Por qué iba a ayudarnos? —dijo Brunk, librándose de un tirón de la mano de Murch.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió Clay.
—¡Que por qué iba a ayudarnos! —gritó Brunk—. Nosotros no podemos pagarle como esos ricachones del Comité de Ciudadanos, del que MacDonald forma parte. No queremos encargarle que mate a nadie. Sólo que mantenga a distancia a los criminales. Así que, ¿por qué iba a interesarle?
—¡Al! —dijo Morgan, y Murch volvió a coger a Brunk del brazo.
Bigote Engominado hacía frenéticas muecas.
—Suéltalo —dijo Clay, cuyo pálido rostro había recobrado algo de color—. Deja que diga lo que tiene que decir.
Brunk lanzó una ojeada a la canana de Clay, que le asomaba por debajo de la chaqueta; miró rápidamente a Morgan. Luego dijo, con voz apagada:
—No digo sino que necesitamos ayuda, Blaisedell.
—Dejad que os explique —repuso Clay—. Para que no haya malentendidos. A mí me contrataron aquí para que ejerciera de comisario, y lo he dejado ya. No voy a firmar más contratos ni con el Comité de Ciudadanos, ni con MacDonald, ni con vosotros ni con nadie. ¿Qué más queréis que os diga?
—¡Nada, maldita sea! —exclamó Barba de Chivo—. ¡Vámonos de aquí, Frank!
—No, espera un momento —dijo Clay a Brunk—. Hay algo que te reconcome por dentro, desde anoche. Venga, suéltalo.
—¿Cree que me da miedo decirlo? —replicó Brunk.
—¿Quién te ha dicho que lo tengas?
—Sácalo de aquí, Al —insistió Morgan, pero Clay lo miró con desagrado.
—Quiero oír lo que tiene que decir, Morg.
—¡No hagas caso, Frank! —dijo Bigote Engominado—. Déjalo ya, ¿eh?
Clay tenía la vista fija en Brunk, que dio un paso atrás. Frunciendo el gesto, dijo:
—Sólo decía que, bueno, los ricos están en condiciones de agenciarse un comisario, pero los sucios e ignorantes mineros no podemos. Nada más, eso es todo. Está bastante claro.
—Eso no es lo que ibas a decir —repuso Clay. Era como si le estuviera llamando embustero—. Y anoche también querías decir otra cosa. Dilo claramente ahora, Brunk. Prefiero que un hombre me diga las cosas a la cara que a la espalda.
Brunk se quedó allí parado, mirándolo con los brazos en jarras y sus anchos hombros un poco encorvados. Murch hizo un movimiento hacia él y Brunk se llevó rápidamente la mano al mango de su cuchillo de monte.
—¡Muy bien, te lo voy a decir a la cara! —dijo de pronto—. Digo que me habrías matado de un tiro como te encargó tu Comité de Ciudadanos, sólo que la señorita Jessie te rogó que no lo hicieras.
Brunk se calló y giró rápidamente la cabeza cuando Morgan se inclinó hacia delante con las manos apoyadas en el tablero de la mesa.
—¡Pero incluso tus respetables amigos te dieron de lado —prosiguió entonces Brunk, alzando la voz—, a ti y a ese fullero amigo tuyo, cuando ibais a asaltar diligencias!
—¡Válgame Dios, Frank! —masculló el Calvo.
Brunk aspiró aire entre los dientes y gritó, en un estallido:
—¡Y cuando los dos empezasteis a matar vaqueros para que pareciera que lo habían hecho ellos! ¡Bueno, pues yo te digo que si los elegantones del Comité de Ciudadanos ya no quieren nada de ti, los putos mineros tampoco!
Morgan se volvió lentamente hacia Clay. Nada se traslucía en el rostro de Blaisedell. Alargó el brazo para coger el sombrero y Brunk retrocedió ante el movimiento. Brunk cambió de posición para seguir mirando a Clay, mientras el antiguo comisario rodeaba la mesa. Calvo y Bigote Engominado se apartaron de su camino. Clay se puso el sombrero y, sin decir palabra, salió al callejón y cerró la puerta.
En el silencio, el ruido de la multitud de mineros congregados en el Glass Slipper era ensordecedor. Murch empezó a quitar la barra de seguridad para abrir la puerta.
—Déjala cerrada —le ordenó Morgan con una voz que apenas reconocía como suya.
—¡Vaya, hombre! —murmuró Calvo, con temor.
Morgan se quitó la chaqueta y se desabrochó la funda sobaquera, dejando caer el Colt y el correaje en el escritorio con un golpe seco. Abrió el cajón y sacó un machete. El rostro escarlata de Brunk flotaba ante sus ojos.
—¿Sabes usar ese punzón que llevas, gañán? —preguntó a Brunk.
—¡Eh, espere un momento! —exclamó Bigote Engominado—. Oiga, Morgan, Frank ha dicho cosas que no tenía por qué decir, y tampoco las decía en serio. No vayamos ahora…
—Sácalo, si es que sabes utilizarlo —dijo Morgan, pinchándose en la palma de la mano con la punta del cuchillo. Y saliendo de detrás de la mesa mientras los otros se apartaban de Brunk, concluyó—: Será mejor que sepas.
—Es un tipo muy corpulento, Tom —dijo Murch—. Déjame a mí…
—Es asunto mío. ¡Quita de en medio!
Brunk titubeaba, con la mano en el mango del machete.
—Vaya oportunidad que te estoy dando, ¿no? —dijo Morgan, sonriendo—. Demostrar que tienes razón pinchándome. O puede que yo pruebe que sigues siendo un cobarde embustero, indigno de lamer las botas en las que acabas de mearte como buen cerdo asqueroso que eres. ¡Atrévete a decirme a mí algo así!
Brunk sacó el machete. Lo sostuvo a la altura del cinturón, la mano izquierda con los dedos extendidos, separada del cuerpo, protegiéndose con el grueso antebrazo.
—¡Pelea limpia, chicos! —gritó Barba de Chivo—. ¡Estaremos atentos para que sea justa, Frank!
—Entonces, vamos, señor fullero —dijo Brunk con voz ronca, moviéndose de lado para no dar la espalda a Murch y acercarse a sus compañeros. Describió un círculo con la hoja del machete a la altura del pecho.
Morgan no se movía, observando la guardia de Brunk con el machete en la mano derecha, no muy alto, bastante cerca de la izquierda. Lo miró a los ojos y vio, en sus pupilas negras, su propia imagen. Oyó la acelerada respiración de los hombres que miraban mientras lanzaba hacia arriba la mano derecha, el machete de punta. Brunk saltó hacia atrás, pero inmediatamente se echó adelante, haciendo una finta con el cuchillo. Morgan dejó el cuello al descubierto, esperando que Brunk lanzara un golpe alto.
El machete buscó su garganta, y él se inclinó a la izquierda mientras se cambiaba el cuchillo de mano. Lo echó bruscamente hacia arriba, sintió que se clavaba y se deslizaba luego, desgarrando; Brunk tenía el brazo demasiado largo.
Oyó un jadeo, no de Brunk, sino de los otros. Le había hecho sangre, que oscurecía la pechera de la sucia camisa del minero, pero había desperdiciado su mejor golpe. Por primera vez pensó que podría morir.
Con el cuchillo de nuevo en la derecha, Morgan alzó la hoja hasta tocarse la frente, volvió a bajarla, hizo una finta a la izquierda, amagó a la derecha. La sangre se extendía por el pecho de Brunk. El minero le entró a fondo.
La muñeca de Brunk chocó contra la suya y la hoja del machete le pasó por encima. El arma de Morgan rechazó el antebrazo de Brunk, e inmediatamente la manaza del minero le apresó la muñeca. Con una torsión Morgan se liberó y se hizo a un lado, pero había notado la fuerza de aquellas manos y la potencia de los brazos, y su rapidez. Ahora Brunk sangraba también por el brazo, pero Morgan vio una luz de confianza en sus ojos.
Morgan osciló a la derecha para burlar por debajo la guardia de Brunk, pero el minero le aplastó la mano con el codo. Volvió a hacer una finta a la derecha y se lanzó de frente, pero tuvo que saltar hacia atrás mientras el largo brazo de su adversario describía un arco con toda rapidez.
Sintió un ligero tirón en el hombro y volvió a oír el jadeo. No miró.
La respiración empezaba a desgarrarle los pulmones. Demasiados cigarros, demasiadas mujeres, demasiado whisky; soltó una carcajada y vio que Brunk se desconcertaba. Se lanzó de nuevo sobre él y esta vez le dio un tajo en la parte alta del brazo; saltó hacia atrás mientras el machete le pasaba rozando, e inmediatamente alzó con fuerza el brazo y ahora su cuchillo se hundió en carne y no salió, y Brunk emitió un grito ahogado. Pero no logró sacarlo al retirarse, y la mano izquierda de Brunk se aferró a la suya. A su vez, atrapó la muñeca del minero cuando el machete bajaba velozmente. El peso de Brunk lo obligó a retroceder, y la estatura del minero lo envolvió. Trató de zafarse con un violento esfuerzo, pero perdió el equilibrio; empezó a caerse, y Brunk con él. El minero aflojó la presión sobre su mano y, liberándola, Morgan hundió más el cuchillo en el vientre de Brunk mientras se derrumbaba en el suelo con su adversario encima. Brunk, desmadejado, gritó una vez.
Brunk, con el brazo entre los dos, volvió a sujetarle la muñeca, pero Morgan aún pudo mover un poco la mano, girándola y retorciendo la hoja del cuchillo en el cuerpo de Brunk. Morgan sintió el cálido flujo de la sangre en su propio vientre, mientras, gruñendo y forcejeando, presionando el magullado codo contra el suelo, luchaba por apartar de su garganta el machete de Brunk.
La mano de Brunk empujaba con fuerza increíble. ¿Qué sentido tenía?, pensó Morgan de pronto; él no tenía bastante amor a la vida para seguir la pelea hasta el final. ¿Para qué? Sonrió frente al enloquecido rostro de Brunk y se respondió a sí mismo: para no permitir que un zafio y estúpido cabrón lo venciera; ni aquél ni nadie. Retorció el cuchillo en el cuerpo de Brunk, a fin de matarlo antes de que el machete lo atravesara, pero comprendió que era imposible al sentir que el enorme peso del brazo del minero contrarrestaba su esfuerzo. El sudor de Brunk le caía en el rostro, y los músculos del cuello de su contrincante se extendían como las alas de un murciélago; no había sonido en el mundo aparte de los gruñidos de ambos.
Hizo fuerza con el cuchillo a un lado y a otro y Brunk jadeó. Pero sintió que le empezaba a ceder la muñeca. Tuvo que doblar el brazo para mantener la presión, de manera que perdió el apuntalamiento que hacía con el codo y sólo le quedaba la inadecuada correa de sus músculos y la fuerza de su voluntad: invencible. Notó que el brazo se le iba ladeando a medida que la sangre fluía del vientre de Brunk.
Se echó a reír, jadeando, bajo el contraído rostro de Brunk y olió su hedor, y observó el machete, que apenas estaba a un palmo de su garganta. Empujó la hoja hacia arriba, hacia los órganos vitales de Brunk, hacia el corazón; porque Brunk también debía morir. ¿Por qué?, pensó. ¿Qué más daba? Parecía no haber motivo, pero su mano no necesitaba ninguno. Sonrió a la punta del machete, a menos de quince centímetros de su cuello. Y ahora a diez, mientras su brazo cedía como una palanca oxidada, puro dolor ya, y volvía a encontrar algo; y ahora a cinco centímetros, mientras seguía cediendo.
Entonces, con el rabillo del ojo, vio que Murch hacía un repentino movimiento y la pequeña Derringer de dos cañones aparecía en su mano.
—¡No, Al! —gruñó, y sus palabras se perdieron entre el estampido. La cabeza de Brunk cayó sobre él, y el minero no volvió a moverse—. ¡No! —jadeó.
Débilmente se esforzó por quitarse de encima el pesado cuerpo, y ponerse en pie. Tenía el chaleco empapado en sangre. Se incorporó, tambaleándose. Murch apuntaba con la Derringer a los tres mineros. Alguien aporreaba la puerta y gritaba:
—¡Frank! ¡Eh, Frenchy!
—¡Cállate! —susurró Murch a Calvo. Volvió la cabeza y miró a Morgan con ojos desorbitados—. ¡Joder, Tom! ¿Qué coño querías que hiciera?
—¡Pelea limpia! —gritó Barba de Chivo—. ¡Ese jugador hijo de puta nunca dará una oportunidad a nadie!
Calvo estaba apoyado contra la pared con una mano delante como para apartar la Derringer. La puerta crujía mientras los mineros del Glass Slipper intentaban forzarla.
Morgan cogió el correaje y el Colt, y durante un momento fue incapaz de pensar. Se miró el hombro, que sangraba.
—¡Por Dios, Tom! ¿Qué vamos a hacer? —preguntó desesperadamente Murch—. ¡Santo cielo, Tom!
—¡Hijos de puta! —gritó Bigote Engominado—. Pelea limpia mientras vais ganando. El te tenía por el…
—¡A callar! —rugió Murch—. ¡Cielo santo, Tom!
Morgan bajó la vista hacia Brunk, que yacía en el suelo con una mano bajo el cuerpo y la otra extendida, sangre bajo la cabeza y mucha más derramándose por el suelo bajo su cuerpo. Morgan suspiró y dijo:
—Mejor será que te largues ya, Al.
Murch se precipitó hacia la salida del callejón. La puerta interior crujía de nuevo, y se abombaba, y hubo otra andanada de gritos y juramentos.
Murch se volvió a mirar de frente a Morgan.
—¿Y tú, Tom?
Morgan no contestó y Murch se fue. Morgan se quedó frente a los tres mineros, tratando de recobrar el aliento. Mientras no se les ocurriera señalar a la Derringer como culpable del balazo que había atravesado la cabeza de Brunk, tampoco pensarían en echar la culpa a Murch. La barra de seguridad de la puerta empezó a chirriar cuando un peso más conjuntado se estrelló contra ella. Sacó el Colt de la funda cuando Bigote Engominado dio un paso hacia él.
—¡Echad la puerta abajo, muchachos! —gritó Barba de Chivo—. ¡Porque hay que limpiar esto de ratas!
Uno de los ganchos de hierro se soltó de la puerta y, como una flecha, fue a parar contra el hombro de Bigote Engominado. Morgan sonrió de pronto al ver cómo se frotaba el brazo dolorido, y, sin apresurarse, se dirigió a la otra puerta y salió al callejón. No había ni rastro de Murch. Empezó a caminar hacia la izquierda. Cuando oyó el estrépito de la puerta al abrirse de golpe, echó a correr. Apenas llegado al final del callejón vio, por encima del hombro, que un montón de mineros salía del Glass Slipper y emprendía su persecución. Se reía al correr por Southend Street hacia Main. Iba a ser larga la carrera, pensaba, en el caso de que ni Schroeder ni Gannon estuvieran en la cárcel.