El médico estaba sentado frente a Jessie, con el tablero de ajedrez entre medias de los dos. Observó cómo ella se apoderaba de su rey; estaba acostumbrado a dejarla ganar porque le encantaba oír su risa y aplaudir su triunfo. Pero últimamente no reía, ni siquiera sonreía mucho. Estaba así desde que Blaisedell había vuelto de Bright’s City y ya no iba por el General Peach. Ni siquiera había ido a verla, que él supiera. Sin embargo, seguía teniéndole la habitación preparada, y aún se volvía esperanzada hacia la puerta cuando alguien entraba.
La blanca y nerviosa mano de ella retiró las piezas del tablero y él apartó la suya, cuadrada, corta y velluda.
—¡Ah, te he vuelto a ganar, David! —exclamó Jessie, mostrándole el rey.
—No lo conseguirás tres veces seguidas —repuso él empezando a colocar las piezas en sus casillas para otra partida.
Al ruido de unos pasos, los ojos de Jessie se dirigieron rápidamente hacia la puerta. Él se volvió también, y vio que sólo era un minero, que se apoyaba con fuerza en la barandilla mientras subía la escalera.
—Hay muchos borrachos esta noche —observó Jessie—. Prácticamente todos.
—Saben que mañana les van a rebajar el jornal. Me temo que harán algo más que emborracharse cuando se enteren de que se trata de un dólar diario.
—Sí —repuso ella, con desgana.
Se inclinó hacia delante para estudiar el movimiento de su contrincante.
—Me parece que vamos a estar muy ocupados —aventuró él—. Qué pena tener que estar siempre así, ¿verdad?
Pero esta vez, pensó, en lugar de lástima habría cólera.
—He oído que hablaban otra vez del sindicato de mineros —dijo Jessie, apoderándose de una pieza de él y retirándola del tablero.
Lo miró con los pálidos labios fruncidos en una tenue sonrisa y los ojos radiantes por un momento. Pero sólo por un instante.
—Al final crearán su sindicato, Jessie. No les queda otro remedio si quieren que deje de manipularlos un puñado de especuladores confabulados en San Francisco y Nueva York. Y puede que también para liberarse… de nuestra caridad.
—Odian la caridad, ¿verdad? —dijo Jessie con toda naturalidad.
Él se la quedó mirando. Jessie soltó la pieza que tenía en la mano, dejándola caer sobre el tablero.
—Estoy harta de vivir así —dijo, con infinito cansancio—. ¿Qué hay aquí para mí? —Él percibió la humedad en sus ojos. Los pequeños músculos de las comisuras de su boca se extendieron para formar una sonrisa avergonzada. Luego musitó—: ¿Has sentido alguna vez que estabas hecho para algo, David? ¡Para hacer algo…, ah, algo bueno! Pero no sabes…
Se interrumpió y sacudió la cabeza, y los tirabuzones oscilaron.
—Creo que todo el mundo siente eso alguna vez.
—¡Ah, no! Todo el mundo, no creo. La mayoría de la gente se conforma con vivir su vida, pero hay unos pocos que pueden hacer…, que pueden ser algo, quiero decir. Algo que perdure cuando ellos no estén. ¿Y no deben esas personas tratar de ser eso en todo momento? Quiero decir que Dios les ha concedido la oportunidad de hacer o ser algo, y sería un pecado muy grande si no trataran de aprovecharla.
—Te toca mover a ti —repuso el médico.
Ella estaba inclinada hacia delante, con una línea vertical en el entrecejo, la mano sobre el guardapelo que colgaba de su garganta, y la mirada muy lejos de él.
—Qué tremendo es para alguien saber lo que podría haber sido, lo que podría haber hecho. Y en cambio tener que vivir sin ser nadie, y saber que simplemente se va a morir y entonces se acabará todo.
Estaba hablando de Blaisedell, y él no sabía qué decirle. Quitó del tablero la pieza que ella había dejado caer. Los ojos de Jessie se dirigieron de nuevo hacia la puerta; Brunk apareció en el umbral, con la gorra calada sobre la frente y una de sus manazas apoyada en el marco de la puerta. Sonreía, y su rostro estaba encendido por el alcohol.
—La señorita Jessie Marlow y el bueno del doctor Wagner —dijo, con voz pastosa y una extraña inflexión—. Qué buena noche.
—¡Ah, buenas noches, Frank! —repuso Jessie.
—Buenas noches, Brunk.
—No —dijo Brunk, sacudiendo solemnemente la cabeza—, quiero decir que es una buena noche. En general, la víspera de cobro no suele serlo. Pero este día de paga… —se interrumpió, sonriendo de nuevo.
—Estás deseándolo, ¿eh? —dijo el médico, en tono grave.
—Lo estoy. —Miró en torno con exagerada cautela—. ¿Y saben por qué? —musitó—. La van a reducir a tres con cincuenta diarios, y ellos no lo van a consentir. —Se llevó uno de sus gruesos dedos a los labios—. ¡Ah, pero yo no voy a decírselo! Que se enteren por boca del señor Mac. ¡Entonces estallarán!
—Y luego nos tocará arreglar las cabezas ensangrentadas que nos traigan.
—¡Cabezas ensangrentadas para ustedes, pero hombres para mí! —advirtió Brunk con orgullo—. Porque a alguien tiene que sangrarle la cabeza para que otros la lleven alta. Es lo que estaba esperando. —Se volvió hacia Jessie—. Mire, señorita Jessie, a Lathrop quizá le faltara valor. Pero a mí no. Yo sí lo tengo —concluyó, dándose un puñetazo en el pecho.
—Me parece muy bien, Frank —repuso Jessie con voz anodina—. Pero no grites tanto, por favor.
Brunk se quedó mirando a Jessie con una expresión a la vez sorprendida, molesta y ofendida.
—Usted no me cree lo bastante bueno, ¿verdad, señorita Jessie?
—¡Pues claro que sí, Frank!
—No, qué va. —Brunk miró al grabado de Bonnie Prince Charlie que colgaba en la pared, tras la cabeza de Jessie, y su rostro se contrajo—. Porque no soy un caballero. Porque… no llevo el pelo largo ni soy un pistolero de manos blancas. Ya, ya sé que no soy lo bastante bueno y que de todos modos sólo se trata de un hatajo de sucios mineros.
El médico echó su silla hacia atrás y se puso en pie.
—Estás bebido —afirmó—. ¡Sal de aquí, borracho estúpido!
—¡No estoy tan borracho como ese novio rubio que tiene, el asesino de chiquillos! —gritó Brunk—. Y lo está tanto que su amigote el jugador ha tenido que llevárselo casi a cuestas del French Pal…
El médico se abalanzó sobre Brunk y le dio una bofetada en la cara. El minero trastabilló, dando un paso atrás. El doctor volvió a abofetearlo.
—¡Largo de aquí! —gritó, con una voz que pareció desgarrarle la garganta.
Brunk se llevó la mano a la mejilla. Se dio la vuelta, despacio. Se dirigió al pie de las escaleras, donde se apoyó en el pilar de la barandilla: una gruesa y derrotada sombra en la oscuridad del vestíbulo.
Jessie estaba muy erguida en el asiento, los labios fruncidos en las facciones rígidas, mirando de soslayo al tablero, como considerando su próximo movimiento. Su mano toqueteaba nerviosamente el guardapelo que le colgaba del cuello.
Hubo un ruido de inseguros pasos en la entrada, y unas palabrotas en voz baja. Más beodos, pensó el médico; estaba más que harto de mineros borrachos. Salió a su encuentro justo cuando aparecían en la puerta: dos hombres que no eran mineros. Clay Blaisedell volvía al General Peach.
Morgan avanzaba a duras penas con el brazo alrededor de Blaisedell. El antiguo comisario iba sin sombrero, desmadejado, dando bandazos; no herido en heroica batalla, sino ebrio hasta la indefensión. Brunk había vuelto y los observaba.
—¡Vamos, Clay, chico! —lo animaba Morgan—. Mueve los pies. Casi estamos en casa; en donde querías estar. —Jadeaba y llevaba el blanco sombrero de hacendado echado sobre la nuca—. Buenas, Doc —dijo, y añadió—: Buenas noches, señorita Marlow.
El médico sintió que los dedos de Jessie se aferraban a su brazo. Blaisedell se apartó de Morgan con un empujón y se quedó frente a Jessie, tambaleándose, los pies separados y la grande y rubia cabeza colgando. Jessie dio un paso adelante para encararse con su embriagado héroe. Él había supuesto que se quedaría horrorizada, que se pondría furiosa, pero estaba sonriendo e incluso, pensó él con el corazón encogido, tenía un aire de triunfo.
Pero no dijo una palabra, y al cabo de un momento Blaisedell echó a andar muy erguido hacia las escaleras. Se detuvo en el arranque de los escalones, como dándose cuenta de su incapacidad para subirlos, y se apoyó en el pilar de la barandilla mientras Brunk se apartaba.
—Parece que tienes buenas espaldas, Jack —dijo Morgan a Brunk—. ¿Me echas una mano por la escalera?
—¡Por mí puedes dejarlo en la calle! —repuso el minero—. Alguien que es capaz de matar a un chaval de dieciséis años…
—¡No digas eso, pedazo de animal! —exclamó Morgan; su voz era metálica y chirriante.
Blaisedell, torpemente, intentó volverse, y Morgan lo cogió del brazo cuando se tambaleó.
—¿Ayudarte a ti? ¡Ni hablar! —dijo Brunk, alzando histéricamente la voz—. ¡Alguien que le parte la boca a un tío con el brazo roto! ¡Fulleros, salteadores de caminos, chulos de putas asesinos y cosas peores! Fíjate, no tengo miedo de decirlo en voz alta, y hay cosas…
—¡Cállate! —soltó Morgan, justo cuando el médico oía musitar a Jessie esa misma palabra, sus dedos clavándosele en el brazo.
Brunk se calló y miró a Morgan y Jessie con su cara rojiza y torturada.
—He estado buscando coyotes que aullaran esa canción —amenazó Morgan con su metálica voz.
Sus ojos, centelleantes a la luz que salía de la habitación de Jessie, tenían la frialdad de la muerte.
—¡Entonces te va a costar trabajo hacerme tragar los dientes! —gritó Brunk.
—¡Sé por dónde empezar!
—No hagas caso, Morg —dijo Blaisedell.
Empezó a subir los escalones y Morgan volvió a cogerlo del brazo para ayudarlo, jadeando por el esfuerzo y volviéndose a mirar a Brunk una vez más. Los dos hombres desaparecieron en la oscuridad de la escalera, avanzando trabajosamente y dándose contra la barandilla.
—Frank —dijo Jessie. Brunk se volvió despacio, tensa la cicatriz de su boca, apretados los puños en los costados—. Tienes que irte de mi casa.
—Señorita Jessie, ¿es que no se da cuenta…?
—¡Márchate de mi casa! —repitió Jessie.
Había soltado el brazo del médico, que la oyó meterse en su habitación.
Brunk se quedó con la mirada perdida tras ella y un mudo dolor en el rostro.
—Será mejor que te marches, Frank —dijo el médico con dificultad.
Ahora se daba cuenta de que no era el único que estaba celoso de Clay Blaisedell. Al entrar en la habitación de Jessie, oyó a su espalda los lentos pasos de Brunk, que salía de la casa; arriba, otros pies se arrastraban.
Jessie, con los ojos muy abiertos, miraba fijamente el techo.
—¿Dicen esas cosas de él? —musitó.
—Supongo que habrá algunos que…
—Frank lo ha dicho —lo interrumpió ella—. ¡Ah, los muy idiotas! ¡Oh…! —Se llevó las manos a la cara, y prosiguió—: ¡Vaya si lo son! —susurraba entre las manos—. ¡Es por culpa de Morgan! ¡Es por Morgan! ¿Verdad, David?
—Puede que sí, en cierto modo —repuso él, asintiendo con la cabeza. No podía decir más, y ahora lo sentía por Brunk, que lo había intentado.
—¡Lo es! —insistió Jessie, y el médico oyó que Morgan bajaba las escaleras.
Morgan se detuvo en el umbral, quitándose el sombrero. Tenía una figura delgada y juvenil, y su rostro también parecía joven, pero esa impresión quedaba mitigada por su pelo, prematuramente gris, que a la luz parecía de estaño pulido. Sesgadas bolsas en el ángulo de los ojos conferían a su rostro una expresión entre divertida y desdeñosa.
—Siento traerlo a casa en ese estado, señorita Marlow —se disculpó con fingida humildad—. Pero se empeñó en venir. Y lamento el incidente con ese minero.
—Tendrá que disculpar a Brunk, Morgan. Stacey es amigo suyo.
—¿Stacey? —inquirió Morgan, enarcando una ceja.
—Al que rompió usted los dientes, en su local. Fue un acto cruel.
—¿En serio? —preguntó Morgan, educadamente.
—Señor Morgan —dijo Jessie en tono seco—. Quizá pueda usted contarme lo que le ocurre a Clay. Es decir, qué le ha pasado desde que volvió a Warlock.
—Lo mejor que podía pasarle —repuso Morgan—. Aunque no espero que esté de acuerdo conmigo.
—¿Qué quiere decir?
Morgan sonrió tenuemente y, con un educado y exasperante desdén, contestó:
—Mire, señorita Marlow, Clay es un hombre con algunas buenas cualidades en el fondo. No me gusta ver cómo se derrumba ante ciertas cosas. Le va mejor estando al margen de su actividad de comisario.
—¡Repartiendo cartas en un salón de juego! —exclamó Jessie.
Al médico le sorprendió el veneno que su voz destilaba, pero Morgan se limitó a sonreír de nuevo.
—O cualquier otra cosa. Pero eso lo tiene a mano y está bien pagado. Buenas noches, señorita Marlow. Buenas noches, Doc.
—¡Un momento, por favor! —pidió Jessie—. Usted no quería que volviera aquí, ¿verdad, señor Morgan?
—A veces resulta difícil discutir con él.
—Usted no me tiene simpatía, ¿verdad?
—Bueno, señorita, yo la respeto mucho, como todo el mundo en la ciudad —dijo Morgan, empujándose una mejilla con la lengua y ladeando un poco la cabeza. Hizo ademán de irse, pero cambió de parecer y añadió—: Aunque permítame expresarlo de la siguiente manera, señorita Marlow. Yo soy desconfiado por naturaleza. Sé lo que buscan las mujeres de vida alegre, que no es más que dinero. Pero nunca estoy muy seguro de lo que buscan las mujeres decentes. Lo digo sin ánimo de ofender, señorita Marlow.
De nuevo hizo ademán de marcharse y Jessie volvió a decir:
—¡Un momento, por favor! —El médico oyó la agitada respiración de ella, que añadió—: Ha dicho usted que no le gustaba ver cómo se derrumba ante ciertas cosas.
Morgan inclinó la cabeza, con recelo.
—¡Pues cuánto debe odiarse a sí mismo!
El rostro de Morgan mostró por un instante la misma expresión que cuando se había enfrentado con Brunk; luego volvió a reflejar serenidad, como si se cerrara una puerta, y tras inclinarse una vez más, en silencio, se marchó.
Jessie bajó la mano hacia el tablero y con un rápido movimiento tiró las piezas al suelo.
—¡Lo odio! —masculló—. ¡Nadie puede reprocharme que lo odie!
Alzó la vista al techo. Él vio cómo se suavizaban sus rasgos y, al verla musitar algo inaudible, pensó que esas palabras iban dirigidas a Blaisedell, que había vuelto a ella. Jessie pareció entonces darse cuenta de su presencia; esbozó una sonrisa que pareció iluminarle el semblante entero.
—Ah, buenas noches, David —le dijo—. Gracias por haber jugado conmigo al ajedrez.
Lo estaba despidiendo, desde luego, y no sólo hasta mañana; decía adiós al compañero con quien había pasado el tiempo mientras esperaba el regreso de Blaisedell.
—Buenas noches, Jessie —repuso él, asintiendo con la cabeza y caminando hacia atrás en dirección a la puerta.
Subió las escaleras hacia su habitación, y se sentó en la cama. Parecía asfixiarse en la densa oscuridad. Se sentía viejo, y vacío de toda emoción, salvo de la soledad. Por la ventana veía las relucientes estrellas y un pequeño fragmento de luna, y desde donde estaba sentado oía las risas y el bullicio de las borracheras en los salones de Main Street. Se levantó y buscó a tientas en la mesa el cuenco de los fósforos y las astillas. Al encender la lámpara, la oscuridad empalideció a su alrededor; se quedó de pie con las manos apoyadas en el borde de la mesa, contemplando el luminoso misterio de la llama. Acababa de sacar el frasco de láudano del maletín cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy Jimmy, Doc. ¿Puedo pasar un momento?
—Adelante.
—Tendrá que abrirme la puerta, supongo.
Dejó el frasco y fue a abrir. El joven Fitzsimmons entró con las vendadas manos en alto, como si fueran dos paquetes. Tenía el pelo oscuro y rizado y espesas cejas que se le juntaban por encima del puente de la nariz. Su rostro alargado y juvenil estaba muy serio.
—Hay problemas, Doc.
—¿Te molestan las manos, Jimmy? Deja que te quite el vendaje y les eche un vistazo.
El chico se había quemado las manos de forma tan horrorosa que le había advertido que podía perderlas. Pero milagrosamente iban mejorando, aunque la recuperación iba a ser muy lenta.
—No, no es eso —dijo Fitzsimmons, extendiéndolas y sonriendo al mirarlas—. Se están curando; ya no huelen como antes, ¿verdad? —Se sentó a un extremo de la cama y sus facciones volvieron a ponerse serias—. No, es que estoy preocupado por Frank, Doc.
—Ah, ¿sí? —dijo él, sin interés.
—Mi padre era minero, y el suyo también. Sé de minas, y lo que se puede hacer y lo que no cuando hay conflictos con la compañía. Mi abuelo solía contarme los problemas que habían tenido en el país de donde vinieron. Y sé que lo que nunca debe hacerse es incendiar la bancada.
—¿Están hablando de eso?
—Largo y tendido. A mí no me escuchan porque sólo tengo veinte años, pero de barrenar sé más que ellos, y también de sindicatos y asuntos de la compañía. Sé que no debe destruirse una mina; porque siempre que hay problemas, llega un momento en que se superan con el tiempo.
—Lo sé, Jimmy —repuso el médico.
Vio cómo el muchacho fruncía el ceño; sus cejas parecían orugas negras. El chico sacudió la cabeza y suspiró, luego volvió a levantar las manos vendadas.
—Me ha venido bien estar así una temporada, Doc. Es estupendo mover las manos con rapidez, y un horror no poder desabrocharte la bragueta ni abrir la puerta, como me pasa a mí. Pero así se comprende, también, que a veces se utilizan precipitadamente. Ahora tengo que pensar cada vez que alargo el brazo para coger algo. Es una precaución que los demás también deberían tener.
—Pero no quieren escucharte —repuso él, sonriendo.
—Antes de que me quemara no había tres capaces de ganarme a barrenar —aseguró Fitzsimmons, haciendo una mueca—; Brunk no podía. Pero tampoco hay tres que quieran escucharme. Sólo hacen caso a Frank, Frenchy y el viejo Heck. ¡Pero algún día lo harán!
»Frank, en cierto modo, es un buen tipo —prosiguió—. No quiere nada para él, y creo que se tiraría por un pozo si eso sirviera para crear el sindicato. Sólo que también arrojaría por él a todo el mundo, aunque luego se encontrara con que no quedaba nadie para formar el sindicato.
—Yo también he observado eso en Brunk.
—Él es así, desde luego. Sólo piensan en el odio que tienen a MacDonald. Yo también, pero de nada sirve odiar al señor Mac. No será director para siempre, habrá otros. Según piensan ahora, el sindicato sólo es para combatir a MacDonald. Si la compañía fuera lo bastante lista para despedirlo, se vendría abajo la idea que tiene Brunk del sindicato.
—Sí, supongo que así es, Jimmy.
—He intentado decirles que MacDonald sólo representa la política de la compañía —prosiguió Fitzsimmons, encantado con la aprobación del doctor—, y esa política se modificará más deprisa si la empresa considera conveniente un cambio. Con incendiar la bancada o la mina entera, sólo conseguiremos que traigan a un individuo más intransigente que MacDonald. Pero no me hacen caso.
Se quedó sentado, con el ceño fruncido. El médico nunca había visto tan serio a Jimmy Fitzsimmons; ni siquiera cuando le advirtió lo de sus manos.
—Bueno, Jimmy —le dijo—. Me parece que yo votaría para que tú fueras presidente de ese sindicato, en lugar de Brunk.
Lo había dicho en broma, pero vio que Fitzsimmons no se lo tomaba así.
—No, todavía soy muy joven —repuso el muchacho, muy serio. Alzó la mirada por debajo de sus espesas cejas y sonrió de nuevo—. Pero yo votaría por usted, Doc.
—No seas tonto —repuso él, y le empezó a latir el corazón como si hubiera estado corriendo.
—Nada, que votaría por usted —insistió Fitzsimmons—. Y hay otros que también lo harían. Hay muchos con sentido común, pero se ven arrastrados por los fogosos como Brunk, porque son los que más gritan. Doc, nosotros necesitamos a alguien que hable sin rodeos con MacDonald, Godbold y todos ésos sin riesgo a quedar en ridículo. Alguien que sepa y sea listo, pero también respetable. Es cierto lo que dice Frank, pero el hecho de que no seamos respetables no quiere decir que no estemos orgullosos de ser mineros. Mi abuelo y mi padre estaban orgullosos de serlo, y yo también. Brunk, en el fondo, no lo está mucho. Ésa es la desventaja que tiene para negociar con MacDonald; de manera que lo único que se le ocurren son cosas como la de incendiar la bancada. Pero hay que sentarse a hablar y negociar, y ahí es donde nos ayudaría usted, Doc. Algunos de nosotros ya hemos hablado de este tema.
—Yo no soy minero, Jimmy.
—Pero usted está con nosotros, Doc. Todo el mundo lo sabe. Eso es lo principal.
Él se preguntó si realmente era así; sabía que estaba en contra de todo lo que los destruía y mutilaba.
—Bueno, supongo que no sirve de nada hablar de eso todavía —añadió apresuradamente Fitzsimmons—. Me figuro que habrá que dejarlos que se estrellen otra vez, a ver si así aprenden. Incluso había pensado en avisar a Schroeder de que pretendían incendiar la Medusa, pero he sido incapaz de hacerlo. Si llegaran a enterarse, ya no tendría nada que hacer con ellos.
El médico se sorprendió ante el tono calculador de Fitzsimmons; era una faceta que nunca había apreciado antes.
Fitzsimmons le devolvió con atrevimiento la mirada, como si adivinara lo que estaba pensando. Sonrió de nuevo, y ya no parecía un muchacho.
—¿Qué hay de malo en eso? —inquirió—. A veces, si uno sabe mejor que otros lo que debe hacerse, hay que cortarles un poco las alas. Claro que hay que andar con cuidado, porque son implacables cuando alguien se vuelve en contra de ellos. Algún día me harán caso —afirmó, poniéndose en pie. Luego se echó a reír—. Y no crea que está usted al margen de todo, Doc. Tengo planes para usted.
El médico se levantó para abrir la puerta, y Fitzsimmons le dio las gracias por haberle atendido, despidiéndose con mucha ceremonia.
Volvió a la mesa, cogió el frasco de láudano y lo tuvo en la mano hasta calentar el cristal. Pero finalmente volvió a guardarlo en el maletín, se desvistió y se metió en la cama.
Ya acostado no podía conciliar el sueño, no sólo porque no había tomado su pócima nocturna, sino porque en la oscuridad, como siempre, no podía quitarse de la cabeza la imagen de Jessie. Vio a Blaisedell borracho y tambaleante, aunque, por más que hizo, no logró sentir desprecio hacia él. Vio también el rostro de Brunk, con aquellos celos bajo la expresión de odio, tan desesperados y dignos de lástima como los suyos. Vio el semblante de Morgan, cargado de desdén, aunque más parecía el de un simple ser humano que el de un jugador violento y sin escrúpulos. Recordó cómo Jessie y Morgan ordenaban al mismo tiempo a Brunk que se callase, con voces diferentes pero que sólo formaban una, y los vio a ambos, unos momentos después, enfrentados como enemigos mortales.
Pensó que aquella noche había visto muchos síntomas de la obsesión que ya conocía en Jessie. Había observado que Morgan y ella reconocían la importancia del nombre de Blaisedell con todo lo que eso implicaba incluso en su mutua antipatía. Había visto la misma obsesión, aunque no por Blaisedell, apoderarse de Brunk, y aún más fuerte en Jimmy Fitzsimmons. Mientras lo consideraba, más que una obsesión le pareció una enfermedad del espíritu; pero se preguntó si aquella enfermedad, aquella obsesión, aquella lucha por destacar, no sería la razón del triunfo de la humanidad en el planeta —la complejidad de un cerebro desarrollado para lograrlo, el pulgar prensil para agarrarlo—, lo que diferenciaba a los hombres de las bestias. A ningún animal le importaba su nombre.
Contempló las estrellas que brillaban sobre Warlock, considerándose ahora a sí mismo, y pensando acerca de las palabras de Fitzsimmons. Dirigir a los mineros; no sentía vocación para ello en su interior, no sentía el impulso de luchar por ser algo más de lo que, desde mucho tiempo atrás, estaba contento de ser. Consideró su libertad y su esclavitud, la enfermedad de su espíritu y la salud de su cuerpo, y se asombró de su falta de voluntad.