Gannon estaba solo en la cárcel cuando oyó el taconeo de unas botas en la acera, y Carl irrumpió en la estancia. El recién llegado lanzó el sombrero hacia la percha y emitió un gruñido de satisfacción al verlo oscilar dentro del gancho. Pero, sentándose frente a la mesa, dijo:
—Problemas.
—¿Qué?
—Van a bajar los jornales en la Medusa y la Sister Fan —explicó Carl. Una de las guías de su bigote estaba húmeda por donde la había estado mordisqueando. Y prosiguió—: Están decididos. Y las demás harán lo mismo que la Compañía Minera Porphyrion y Western, me juego lo que sea. MacDonald acaba de decírmelo. Está preocupado; ¡y te juro que tiene motivos!
—Lo veían venir.
—¡Pero no un dólar al día, eso no se lo esperaban!
Gannon lanzó un silbido.
—Les van a quitar un dólar diario. MacDonald dice que, en parte, se debe a que el precio de la plata ha bajado, y en parte a que han encontrado agua a trescientos metros de profundidad. Un trabajo improductivo, según dice, quitar el agua. Se va a armar la de Dios es Cristo cuando se enteren.
—¿Todavía no lo saben?
—Se lo dirán el día de paga.
Carl se sacó del bolsillo una porción de tabaco, sucia y desigualmente mordida, y con los dientes le arrancó una esquina.
—Eso es casi el veinticinco por ciento.
—En efecto, y se va a montar una buena. No es probable que MacDonald dé su brazo a torcer sólo para evitar líos. Pero es muy fácil destrozar una mina, para darle lo que se merece. Una carga de dinamita en cualquier sitio, o un incendio en la bancada. Hubo uno en la Comstock que estuvo ardiendo tres años y luego tuvieron que entibarla otra vez de arriba abajo antes de que pudieran explotarla de nuevo. Así que MacDonald está dispuesto a hundirlos antes de que lo hundan a él.
—¿Hundirlos? ¿Cómo? ¿Te lo ha explicado?
—Se le ha metido en la mollera acabar con el tal Brunk, aquel que despidió hace tiempo y que intentó desterrar por medio de Blaisedell. Y asegura que Frenchy Martin, el viejo Heck y unos cuantos más también son agitadores. Quiere que nosotros se los quitemos de en medio.
Carl lo miró a los ojos con una leve sonrisa.
—No —repuso Gannon.
—Lo que yo le he dicho —prosiguió Carl. El trozo de tabaco se le movía por la mejilla como un ratón—. Así que el señor Mac está molesto conmigo; es de los que no soportan que le digan que no. Yo le dije que pasaríamos por la Medusa el sábado, cuando se lo comuniquen a los trabajadores…, para evitar conflictos. Pero para entonces él habrá hecho otros planes. —Suspiró y luego dijo—: Y creo que ahora se le ha metido en la cabeza reunir un grupo de pistoleros para que le hagan el trabajo sucio. Reguladores[18], los llamó, y yo creí que se refería a unos cuantos del Comité de Ciudadanos que había convocado. Pero ahora me pregunto si no estaba pensando en San Pablo.
—Es lo que ha hecho otras veces.
—Cade —dijo Carl—. ¡Santo Dios, se me había olvidado! ¡Maldita sea mi estampa! —estalló—. Ojalá pudiéramos contar con Blaisedell si MacDonald intenta hacer algo así. Me disgustaría ver a Warlock en manos de MacDonald y un puñado de granujas de San Pablo, tanto como en las de McQuown, Curley y compañía. ¿Y qué coño crees que le pasa a Blaisedell, de todos modos?
Gannon fue a sentarse junto a la puerta del callejón, y Carl movió su silla para ponerse frente a él.
—Puede que sólo esté esperando a que venga McQuown —continuó Carl—. Probablemente eso es lo que está haciendo. Pero entonces, ¿por qué ha dejado de ser comisario?
—A lo mejor está harto de matar.
—Johnny —repuso Carl, pasándose la lengua por los labios y mirándolo fijamente—, no te habrás vuelto en su contra por lo de Billy, ¿verdad? Creía que no.
Gannon negó con la cabeza, pacientemente. Se había propuesto mantener la calma. No dejaba de sentir las acusaciones, por ambas partes, que lo pinchaban como puñales siempre que iba por la calle. No había hecho caso hasta el momento, pero temía no ser capaz de callarse indefinidamente.
—Pues alguien tiene que aplicar la ley —afirmó Carl—. Y matar forma parte de ello. No veo… —Se interrumpió, sacudió la cabeza y dijo—: Me pregunto si la tal señorita Jessie no se habrá enemistado con él. Menudo desengaño. Blaisedell ya no se hospeda allí y, según dicen, ya no sale con ella. Eso amarga a cualquiera.
Se puso en pie y empezó a deambular por la estancia, las manos prendidas en la canana, el rostro perplejo y contrariado.
—Ahí tenemos a Blaisedell, llevando la banca en el tinglado de faraón de Morgan con un vaso de whisky siempre al alcance de la mano; ¿y por qué? Y ahí está McQuown, sin atreverse a salir de San Pablo. Con un pánico de muerte, según algunos, aunque yo creo que sólo está al acecho como un puñetero coyote. Hay demasiada tranquilidad. Tanta calma me pone los nervios de punta. Todo el mundo anda de brazos cruzados, esperando que pase algo. ¿A que ocurra, qué?
—Yo tengo la misma sensación.
—Bueno, de todos modos se va a liar una buena con lo de la reducción de jornales.
Carl pasó frente al calabozo, se detuvo y dio una patada a la puerta, que osciló despacio y se cerró.
—Nunca he dicho que no tuviera miedo —dijo, bajando la cabeza con desaliento—. Pero a veces me resulta difícil aguantarme. Con que sólo pudiéramos pedir ayuda a Blaisedell si MacDonald intenta algo, o los mismos mineros. Como la noche en que intentaron linchar a Billy y a los otros dos, ahí fuera. ¡Menuda nochecita! Entonces sabíamos lo que había que hacer, y desde luego era un alivio tener a Blaisedell al lado.
Gannon guardó silencio mientras Carl se sumía en sus pensamientos; sobre Blaisedell, seguro, más que sobre los posibles disturbios en las minas. Se dio cuenta de que casi estaba esperando problemas. Todo había estado demasiado tranquilo. En más de una ocasión, afrontando el hecho de que unos lo tuvieran por cobarde, y otros, por una especie de traidor, había pensado que todo era inútil y que sería mejor renunciar. Ahora, pensó, podría ser de alguna utilidad.