Curley Burne y el mataperros

Curley venía cabalgando de Bright’s City y se dirigía de vuelta a San Pablo; había dejado el río atrás e iba tocando la armónica. La música le resultaba agradable al oído, en medio del silencio circundante, y el sol le acariciaba la espalda mientras Dick, el caballo castrado, remontaba laboriosamente los pelados cerros pardos y descendía los barrancos cubiertos de hierba. Los Dinosaurios se erguían hacia el suroeste con el sol resbalando por sus laderas como si fuera miel, y desde lo alto de las lomas podía ver la irregular línea de álamos que marcaban el curso del río hacia Rattlesnake Canyon.

Su buen humor se desvaneció al ver la chimenea de la vieja casa, desaparecida tiempo atrás, y el molino de viento sobre el pozo. No traía buenas noticias de Bright’s City.

Por fin vio el rancho, casi pegado al suelo y de color grisáceo como un sapo; y ahora veía el barracón, la cabaña del cocinero, el corral de los caballos, el porche de la casa. Allí había dos personas sentadas.

Al descender la última pendiente, Dick apretó el paso. Curley se guardó la armónica en el interior de la camisa, rozó al caballo con las espuelas y bajó hacia la casa al galope, inclinado sobre la silla de montar, con el sombrero a merced del aire y el barboquejo clavándosele en la garganta. Se detuvo frente al porche con un chillido, desmontó en medio de un remolino de polvo y los ladridos de los perros, y subió los escalones. El otro que había visto era Dechine, vecino de Abe por la parte sur, que había ido de visita. McQuown padre estaba tumbado al sol en un jergón.

Abe seguía sentado con la vista fija en las montañas, el sombrero echado sobre el rostro, rascándose la barba con el pulgar. Tenía los pies cruzados sobre la baranda del porche.

—Hola, Dechine. ¿Qué tal? —saludó Curley.

—De primera —contestó Dechine, abanicando el polvo con el sombrero.

Era un individuo de corta estatura, panzudo, de ojos pequeños y enrojecidos y una nariz que parecía la mitad de una pera roja pegada a su rostro.

—Bueno, Curley —dijo el viejo, incorporándose sobre el codo—, ¿qué ha pasado? ¿Lo han soltado?

—Así es.

Abe continuó en silencio, sin moverse, la mirada perdida en los Dinosaurios, con los profundos pliegues de las mejillas semejantes a cicatrices. Parecía haber perdido todo vigor desde la muerte de los muchachos en el Corral Acme; a veces se comportaba como si no hubiera quedado nada en su interior.

El viejo soltó un escupitajo de tabaco en un charco de saliva junto al jergón, se pasó la mano por la pequeña y enrojecida boca y dijo:

—¡Cabrones!

—Precisamente le estaba diciendo a Abe —dijo Dechine— que la gente ha dado la espalda a Blaisedell, en Warlock, por el asesinato de esos pobres muchachos.

—Pues Carl no es uno de ellos —repuso Curley—. No sé lo que le pasa. Solía ser un tipo con quien se podía tratar.

—¿Has tenido problemas con Schroeder? —preguntó ansiosamente el viejo.

—Tuvimos una pequeña agarrada. Se está tomando muy en serio eso de aplicar la ley.

—Es uno de los que piensan que Blaisedell es una especie de Jesucristo —terció Dechine—. Ya le he dicho a Abe que no todos son así.

Abe siguió sin moverse, sin hablar. Curley sacó la armónica, pero volvió a guardarla. No sabía lo que había pasado con la gente, pero cada vez tenía más la impresión de que era hora de marcharse. Todo era desagradable, excepto cuando estaba fuera de allí. El viejo McQuown le crispaba los nervios como el chirriar de una lima, y era lamentable ver a un hombre muerto de miedo; tal era el estado de Abe, el mejor amigo que había tenido nunca. Había conseguido que lo acompañara a Warlock en su viaje a Bright’s City, pero apenas le había dicho un par de palabras durante el trayecto y se había comportado como si estuviera más enfadado con él que con nadie. Habían estado aproximadamente una hora en el Lucky Dollar y a la vuelta no dijo esta boca es mía, salvo para afirmar que Warlock le revolvía el estómago. Todo iba de mal en peor por culpa de Blaisedell: era como una araña venenosa que había envuelto a Warlock en su repugnante tela.

—¿Dónde está Luke? —preguntó Abe.

—Pues decidió ir a Rincón a ver cómo están las cosas por allí. Dijo que estaba cansado del territorio.

Abe hizo un ruido que pareció un buen remedo de una carcajada.

—¡Falso y cobarde hijo de puta! —chilló el anciano.

Inquieto, empezó a removerse, maldiciéndose a sí mismo y rascándose ferozmente las piernas. Últimamente le picaban a todas horas, se quejó.

—Mira —dijo Dechine—, yo no he ido al juicio, pero me han dicho que Blaisedell lo pasó bastante mal. —Sus pequeños y enrojecidos ojos buscaron los de Curley—. ¿No es cierto, Curley?

—Daba gusto verlo. Ojalá hubieras estado allí, Abe.

McQuown no dijo nada.

—Bueno, lo que he venido a decirte, Abe —anunció Dechine—, es que estuve hablando allí con Tom Morgan, y por lo que me dijo Blaisedell no está dispuesto a que lo vuelvan a fastidiar como han hecho en Bright’s City. Según parece, Morgan piensa que Blaisedell se va a largar a otra parte.

—No se marchará —afirmó Abe—. Aún le queda trabajo por hacer. —Estiró los brazos, y Curley, que lo estaba observando, vio que era un gesto fingido—. Aún tiene que matar a alguien más.

Curley apartó la cabeza y vio que Dechine fruncía el ceño y bajaba la vista a las rodillas, mientras el anciano esbozaba una mueca horrible.

—Ha llegado una mujer a Warlock —dijo Dechine—. Se llama Kate Dollar, y se da tanto tono como aquella madama que había antes en el French Palace. No tiene nada que ver con nadie, pero el otro día la vi paseando con Johnny Gannon. Nunca me había parecido un conquistador.

—Espero que se las haga pasar moradas —dijo el viejo—. Un hijo de puta que se queda de brazos cruzados mientras ve cómo ese carnicero se carga a su hermano.

—Mataperros —dijo Abe de aquella forma suya, como si no hablara con nadie—. Volverá, porque todavía no ha acabado con todos.

—¡Juro que me dan ganas de vomitar —gritó el viejo McQuown—, oyendo hablar así a un hijo mío!

Abe ni siquiera pareció oírlo. Dechine siguió mirándose las rodillas.

—¿Qué pasa, hijo? —preguntó el anciano—. Nunca he oído cosas tan tontas.

Curley oyó gruñidos debajo del porche. Uno de los perros torció precipitadamente por la esquina; era la gran perra negra, perseguida por el cachorro castaño, rebosante de energía. Con su grasienta camisa de ante, Abe se removió un poco, enarcando los hombros.

—Primero te convierten en perro —dijo, asintiendo con la cabeza, como para sí mismo—. Te lo echan todo encima. Luego mandan por ti al mataperros y todo solucionado. Yo entiendo cómo van esas cosas.

Curley intervino:

—Puede que esta historia venga de lejos y supieran desde el principio que fuiste tú, y no los apaches.

Abe lo miró con sus ojos verdes, semejantes a dos canicas.

—¿Crees que tienes gracia, Curley? Tendrían que haberse esforzado mucho para saberlo. Porque eso sucedió cuando todos los crímenes los cometían los apaches. De manera que el viejo Peach vino a matar perros por aquí y los borró del mapa. Para que todo volviera a empezar.

Como las mujeres con el mes. Ahora el perro es Abe McQuown y Blaisedell el mataperros, de modo que todo comienza otra vez. Veo perfectamente cómo marcha esto.

—¡Joder! —exclamó el viejo.

—Dime si no tengo razón, padre —continuó Abe—. Ahora me cargan todos los crímenes. Luego harán una sangría y empezarán otra vez. Un hombre con cierta instrucción puede seguir el hilo de los acontecimientos a través de la historia, supongo. Y enterarse de cómo son las cosas. No se puede echar la culpa a nadie. Ni siquiera a Blaisedell.

—¡Por Dios santo! —exclamó el viejo McQuown.

Curley miró a Dechine y sacudió ligeramente la cabeza; Dechine descubrió en el dorso de la mano un punto que requería más estudio que sus rodillas.

—Abe —dijo Curley—, creo que nunca he conocido a nadie con tantos amigos como tú. Y decir todas esas tonterías…

Abe pestañeó y miró fijamente a las montañas. Tras una larga pausa, dijo:

—Crees que me he vuelto un cobarde. Pero no tengo miedo. Sólo que me siento como una de esas vacas de la Biblia a las que una pandilla de judíos delirantes se dispone a degollar. Con la diferencia de que aquellas vacas no sabían lo que les iba a pasar.

—¡Por el amor de Dios, hijo! —aulló el anciano—. Tú has estado mascando malas hierbas. Hijo…

—Ni siquiera se puede culpar a Blaisedell —prosiguió Abe, sin alzar la voz—. Se limita a hacer lo que quieren los demás. Es el que maneja el cuchillo del degüello.

—Nunca he oído que Blaisedell fuera por ahí blandiendo un cuchillo —terció Dechine.

Los ojos de Abe centellearon de ira mientras fulminaba a Dechine con la mirada. Pero no dijo nada, y Curley soltó un suspiro de alivio.

—Hijo —repitió el viejo—. Escucha un momento, hijo. Sí, coño, tienes razón, Blaisedell está ansioso por matarte. Pero lo que tienes que hacer es adelantarte y matarlo tú.

—Me matará en cuanto tenga oportunidad —repuso Abe—. Seré idiota si le doy alguna.

—Blaikie estaría encantado de comprarte las tierras, Abe —sugirió Curley, despacio.

Se encontró con su relampagueante mirada, y sintió más compasión por su jefe de la que había sentido por nadie; Abe apartó la vista, y eso también lo sintió.

—¿Acaso crees que voy a salir corriendo como Luke? —inquirió Abe con voz ronca.

—¿Qué vas a hacer, Abe? —le preguntó Dechine.

—Un hombre a quien tratan de echar de su propio territorio sólo puede hacer una cosa —declaró el viejo McQuown.

—Esperar a que todo acabe —repuso Abe.

—¡Mira, hijo, los que han peleado por ti se están pudriendo en el cementerio de Warlock! Si fuera algo más que medio hombre, yo mismo…

—Pero no lo eres —soltó Abe.

—He estado pensando en marcharme, Abe —intervino Curley.

—Huye, entonces.

—Yo no lo llamaría huir. Las cosas se han ido deteriorando por aquí, eso es todo. Tampoco lo vería así si te marcharas tú.

—Yo no me voy —anunció Abe sacudiendo la cabeza, con el rostro ensombrecido por el ala del sombrero y el sol, rojo y dorado, sobre la barba.

—Pero tampoco peleas —apostilló el anciano, con desdén—. Ni nada.

—Lo mejor, Abe, es esperar a que todo acabe —aconsejó Dechine.

Al ver que el rostro de Abe se contraía de nuevo, como si le doliera algo, Curley se irguió un poco, sin dejar de apoyarse contra la baranda. Notaba la contenida violencia en Abe y temía que si Dechine volvía a decir otra estupidez, McQuown se abalanzara sobre él. Pero Abe se limitó a encogerse de hombros.

—No se puede luchar contra lo que todo el mundo piensa de ti —dijo y, tras una pausa, añadió—: No puedo huir, ni enfrentarme a él. Es rápido. Más que nadie en el país. Es… Sería…

Se calló, con la mirada perdida, y Curley se dio la vuelta y vio cómo el perro marrón corría alrededor de la casa con la lengua, salpicada de manchas oscuras, colgando de las fauces. Abe se echó hacia atrás en el asiento. Su mano se movió como un relámpago hacia abajo y volvió a subir; su revólver soltó un estallido, escupiendo fuego y humo, y el perro salió rodando por el polvo con un aullido apagado. El Colt siguió retumbando y escupiendo una y otra vez, y a cada disparo aquel cuerpo de color canela, sanguinolento y cubierto de polvo, iba un poco más lejos, como si lo movieran espasmódicamente con una cuerda.

—¡Así! —masculló Abe, envuelto en el humo de los disparos. Enfundó el revólver y repitió—: ¡Así!