I
Desde la puerta de la cárcel, Gannon la vio cruzar por la esquina del almacén de Goodpasture, tirándose de las faldas para no rebozarlas de polvo, el cordón del pequeño bolso enrollado en la muñeca. Buck Slavin, que venía de las cocheras, la saludó levantándose el sombrero y ella se detuvo un momento a hablar con él. Pero luego vio claramente que se dirigía a la cárcel.
Volvió adentro y se sentó en una esquina de la mesa. La había visto muchas veces en las últimas semanas; ella siempre le sonreía y, cada vez con más frecuencia, se detenía a charlar con él unos instantes, momentos que a él le resultaban difíciles, porque no se le ocurría nada importante que decir y siempre le quedaba la sensación, cuando ella se iba, de que la había decepcionado de algún modo.
Oyó sus pasos. Y enseguida apareció en el umbral, sonriéndole, con el pequeño lunar artificial muy oscuro contrastando con la palidez de su rostro.
—Buenos días, señor ayudante.
—Buenos días, señorita Dollar —contestó, poniéndose rápidamente en pie.
La joven dirigió una mirada al calabozo vacío, sacó un pañuelo del bolsito y se lo pasó por las sienes. Llevaba el borde de la falda blanco de polvo. Sin embargo, sudorosa y llena de polvo como estaba, era una mujer hermosa, y, de pie frente a ella, incapaz de entablar una conversación agradable, sintió intensamente su propia torpeza, su ineptitud y fealdad.
—Hace fresco aquí dentro —observó ella, adentrándose algo más en la cárcel.
—Sí, señora. Y mucho calor afuera.
—He alquilado una casa.
—Ha tenido suerte de encontrarla. ¿Va usted…? Quiero decir, supongo que va a quedarse una temporada en Warlock, ¿no?
—Ya llevo un mes aquí. Creo que voy a quedarme. —Se puso a mirar los nombres grabados en la pared enjalbegada y luego prosiguió—: Es una casa muy bonita. Se la alquilé a un minero. Unos muchachos del establo se han ofrecido a llevarme los baúles esta tarde. —Le sonrió mecánicamente, ladeando sus labios de carmín—. Me preguntaba si podría usted ayudarme en la mudanza.
—Pues… —tartamudeó él—. No faltaba más, señorita Dollar, estaría encantado de ayudarla. ¿A qué hora le parece…?
—Sobre las cinco. Probaré a hacer algo de cena. —Volvió a sonreír, no tan mecánicamente esta vez—. No se preocupe. Sé cocinar, ayudante.
—¡No me cabe duda! —protestó él—. Allí estaré, con mucho gusto.
Ella lo examinó de aquel modo tan suyo, a la vez despreocupado e intenso, como si pudiera ver en su interior pero buscando algo al mismo tiempo. Lo había notado sobre todo cuando, después de la muerte de Billy, se la había encontrado por la calle y ella se detuvo para decirle que lamentaba lo de su hermano.
Kate Dollar se quedó charlando un rato más, pero él se sintió, como siempre, cohibido y estúpido hasta que ella se marchó finalmente. Desde el umbral vio cómo cruzaba Southend pasando frente a los ociosos apostados a la puerta de los salones. Observó que ninguno de ellos intentó molestarla.
Vio el tronco de mulas de una carreta que aparecía balanceándose por Main Street procedente del camino de Welltown, y volvió a entrar para huir del polvo. Las mulas pasaron lenta y pesadamente por delante de la cárcel, casi invisibles entre la polvareda, con Earl Posten trotando a lo largo del tronco y Mosbie, de pie en el carromato, restallando el largo látigo. Apareció Carl, lanzando el sombrero hacia el gancho de donde colgaba la llave.
—¡Maldita sea! —exclamó, yendo a recoger el sombrero, que había caído al suelo. Se sentó a la mesa y, en un tono sombrío, dijo—: He estado en el establo, hablando con Joe Kennon. No crees que puedan acusar a Blaisedell de algo, ¿verdad?
—No veo cómo, Carl —contestó Gannon, sacudiendo la cabeza mientras Carl observaba cuidadosamente su expresión.
—No me gusta nada que de pronto lo atrasen una semana. Como si pensaran que aplazándolo nadie irá a testificar en su favor. ¡Por Dios, si es eso lo que están tratando de hacer, acamparé en los escalones del juzgado!
—¿Crees que debo ir?
—No —contestó Carl, suspirando y mirándose las manos con el ceño fruncido—. Creo que no serviría de nada. No sé; es que estoy nervioso, supongo.
Gannon observó un moscón que, describiendo un círculo en torno a la cabeza de Carl, se estrelló luego contra el cristal de la ventana zumbando furiosamente. Se oyeron caballos trotando por la calle: dos jinetes de Blaikie. Uno de ellos le dirigió un saludo y él se lo devolvió agitando la mano.
—He visto cómo salía de aquí esa tal Kate Dollar. ¿Qué quería?
—Bueno, quiere que la ayude a instalarse —dijo, notando que sonreía estúpidamente—. Ha alquilado una casa.
—¿Tú? —dijo Carl, un tanto intimidado.
—Sí, yo.
—¡Tú! —exclamó Carl—. ¡Pero bueno, si resulta que eres un castigador! Nunca me lo habría imaginado.
—Pues me ha dicho que ha elegido al más guapo de la ciudad.
—Creído estaba de que era yo —dijo Carl, mirando a Gannon con los ojos entornados—. Bueno, te diré lo que me advirtió mi padre. «¡Cuidado con las mujeres!», me dijo, y lo he tenido en cuenta toda la vida. Aunque lo cierto es que ninguna me ha mirado dos veces. —Emitió una breve risa y prosiguió—: Vaya, ésta sí que es buena. Es una mujer muy guapa. ¿A qué ha venido aquí, te lo ha dicho alguna vez, Johnny?
—A buscarme —contestó él y, notando cómo se ruborizaba, sonrió a Carl, que resopló de incredulidad.
—Todo un castigador, en el fondo —observó Carl—. Menuda sorpresa.
II
A las cuatro, Gannon se dirigió al barbero mexicano de Medusa Street para cortarse el pelo y afeitarse, y, apestando a agua de colonia, volvió rápidamente a su habitación de la casa de huéspedes de Birch, se lavó para que desapareciera el olor y se puso su mejor camisa y su traje de confección. Mientras se observaba en el fragmento de espejo de encima de la jofaina, pensó que nunca había visto una cara tan fea, y que el traje no parecía más que lo que era: un terno barato comprado en la tienda, con la chaqueta ajustada en el talle y los pliegues del almacén aún marcados en los pantalones.
Se quitó el traje y se puso unos pantalones limpios de sarga; de todos modos iba a ayudarla en la mudanza, no a una fiesta. Sacudió el polvo de la cartuchera y la engrasó, se puso las botas nuevas, que le quedaban pequeñas, y dedicó cierto tiempo a cepillarse el sombrero y a ajustárselo en la cabeza. Después salió, cojeando. Echó un vistazo a la cárcel, donde Carl estaba enfrascado en una revista del Salvaje Oeste.
—Sudando a chorros, ¿eh? —le dijo Carl—. Aunque yo apostaba por ese traje de confección que tienes.
—Es esa casa de moldura roja de Grant Street. Por si me necesitas para algo.
—Soy muy considerado para ir a sacarte de allí, a menos que venga McQuown a quemar la ciudad —repuso Carl—. Aunque entonces oirías el tiroteo.
Gannon sonrió y continuó en dirección este por Main Street, caminando con los pies torcidos y haciendo muecas de dolor a causa de las botas. Entró en el Lucky Dollar a beber un whisky, situándose en un sitio estratégico de la barra desde donde podía observar las estrechas manecillas del reloj Seth Thomas.
Había terminado el vaso, maravillado ante la increíble lentitud del minutero, cuando se produjo un repentino silencio en el Lucky Dollar, seguido de un arrastrar de pies y un tintineo de espuelas. Por el espejo vio entrar a Abe y Curley. Pasaron frente a su línea de visión, sin percatarse de su presencia, y luego los vio buscar una mesa y sentarse.
Un camarero les llevó una botella y dos vasos; el zumbido de la conversación se reanudó, en un tono más bajo, sibilante. Por el espejo, Gannon vio que Curley murmuraba algo a su jefe cubriéndose la boca con la mano, y que Abe no dejaba de mirar a su alrededor moviendo la cabeza con pequeños y nerviosos gestos, las arrugas de sus mejillas bien marcadas, el semblante agrio, alerta y —pensó Gannon con sorpresa— casi amedrentado.
Cuando a la manecilla le faltaban dos minutos para marcar las cinco, Gannon se dio la vuelta para marcharse. Dirigió un saludo a Abe, que lo miró sin reconocerlo, inclinó la cabeza hacia Curley, que arrugó un poco la nariz, como si hubiera olido algo nauseabundo. Salió a la calle. No pensaba que fueran a producirse disturbios. Seguramente estaban de camino a Bright’s City y Abe habría pensado en dejarse ver por Warlock. El rostro de roja barba, con las arrugas como cicatrices de garras, se le quedó grabado en la memoria mientras proseguía en dirección este hacia Grant Street. Nunca habría imaginado que vería a Abe McQuown asustado.
La casa que Kate Dollar había alquilado era de listones de madera y cartón embreado, con una moldura roja enmarcando la puerta y una sola ventana en el frente. Estaba abierta, pero llamó con los nudillos en el marco rojo y esperó con el sombrero entre las manos. Dentro se veían dos arañados baúles de cuero con tapas curvas, uno con un bolso de viaje encima, el otro abierto. En el cuarto de estar había tres sillas de cuero crudo, un confidente con un extremo descansando sobre un montón de ladrillos, una mesa cubierta con un hule bajo una lámpara de polea, y, en la pared de enfrente, un cuadro con una desportillada moldura dorada de un pastor guardando un rebaño de ovejas. El vidrio que lo guarnecía estaba roto.
Kate Dollar apareció por una puerta, más allá de los baúles. Llevaba un delantal sucio y una blusa blanca de volantes y cuello alto. Tenía el cabello negro recogido en un pañuelo, y su rostro, sin maquillaje y bien terso, le pareció extrañamente cambiado hasta que se dio cuenta de que el lunar había desaparecido. Tampoco era tan alta, observó cuando se le acercó por el chirriante entarimado del suelo.
—Pase, ayudante —lo invitó.
Entró y ella pasó por su lado y cerró la puerta de golpe.
—¿Qué le parece mi casa?
—Es bonita.
Lo miró de aquella forma suya, casi descarada.
—Veo que no sabía si venir vestido para trabajar o para cenar. No cenaremos hasta que no hayamos adelantado un poco el trabajo. Quiero que me lleve estos baúles al dormitorio y luego friegue las paredes. ¿Se anima usted a hacer esa clase de tarea?
—Si nadie me sorprende haciéndola.
Ella lo miró enarcando una ceja, y se llevó un dedo al sitio donde solía tener el lunar. Le sonrió de una manera diferente.
—Entonces tendré algo que contar de usted, ¿no?
Se hizo a un lado mientras él cogía el bolso, lo ponía encima de la mesa y luego arrastraba el baúl más grande al dormitorio. Allí había una cama de bronce y un cajón de embalaje sin pintar con el hueco tapado con unos sucios visillos de muselina. Encima del cajón, sobre un pañuelo morado, había una imagen de la Virgen enmarcada en cristal. De un alambre tendido en una esquina del cuarto colgaba la ropa que llevaba cuando fue a verlo a la cárcel.
Al volver a la sala de estar, la oyó por la cocina, y sobre la mesa se encontró un cubo de agua y un estropajo de fibras de cactus. Empezó a fregar los tabiques de cartón embreado.
Mientras él restregaba las paredes, Kate Dollar trajinaba en la cocina y el dormitorio, hablando con él de vez en cuando desde la habitación en que estuviera, y en un par de ocasiones, cuando pasó por su lado, señalándole sitios que se le había olvidado limpiar. Gannon pensó que era uno de los ratos más agradables que había pasado jamás.
Terminado el cuarto de estar, pasó con el cubo al dormitorio. Ahora el alambre del rincón se combaba bajo el peso de la ropa. Uno de los baúles estaba vacío y abierto; en la tapa había un espejo con rosas rojas y estrellas azules pintadas alrededor. En la parte de arriba del cajón había amontonado algunas pertenencias: un librito negro, una cruz de plata con una cadena de cuentas, una cajita de plata repujada, una Derringer, una fotografía coloreada con marco dorado. El cuadro de la Virgen estaba separado del revoltijo. Mostraba un semblante dulce y melancólico, lleno de piedad.
Se acercó al cajón. Su mano vaciló, como habían hecho sus ojos, antes de curiosear entre sus cosas. Pero cogió la fotografía coloreada. Mostraba a un hombre con un rojizo bigote de morsa: sonriente, bien vestido, regordete, de agradable y delicado aspecto; su rostro le pareció familiar al principio, y pensó que debía de ser el muerto, Cletus, con el que había llegado a Warlock. Pero luego vio que no era él. Oyó el ruido de las zapatillas de Kate Dollar en el cuarto de estar, y con un sentimiento de culpa dejó la fotografía en su sitio y se apartó rápidamente del cajón. Por el umbral de la puerta la vio bajar la lámpara y encender la mecha con un fósforo. La sala de estar se iluminó y ella se volvió y le sonrió, pero una parte fundamental de la agradable sensación que experimentaba había desaparecido y se sintió incómodo en el dormitorio, junto al lecho de bronce y sus objetos personales.
Casi había terminado cuando empezó a percibir un olor húmedo y dulzón a pan de maíz y carne asada. Ella le dijo que era hora de lavarse, y se apresuró en terminar. La mesa con el hule estaba puesta con platos de metal abollados y gruesas tazas blancas. Kate Dollar le había preparado una palangana con agua y una pastilla de jabón Pears y él se lavó cuidadosamente las manos, secándoselas en las perneras de los pantalones. Veía a Kate Dollar en la pequeña cocina, frente a un fuego de carbón que ardía en el hueco de un mostrador de ladrillos; tenía el rostro perlado de sudor y las mejillas sonrosadas.
—Puede usted sentarse, ayudante —le dijo.
Así lo hizo, y continuó observando cómo trajinaba. Parecía muy delgada, y se le ocurrió que no debía llevar tanta ropa interior como de costumbre. Vino con una fuente de pan de maíz, cubierta con un paño, y él se apresuró a ponerse en pie, volviendo a sentarse cuando Kate se dirigió nuevamente a la cocina; para levantarse otra vez al volver ella con la carne y la verdura. Finalmente, se sentó frente a él.
—Tendremos que comer el pan de maíz a secas —le advirtió—. No he conseguido nada para untarlo.
—Qué bien huele todo —observó él.
Se fijó en sus manos, para ver cómo utilizaba el cuchillo y el tenedor, y siguió su ejemplo. Recordó que su madre se cambiaba el tenedor a la mano derecha después de haber cortado la carne, y se alegró al ver que Kate hacía lo mismo. A la luz de la lámpara observó el oscuro vello de sus brazos desnudos. Su cuchillo chirrió desagradablemente en el plato de metal.
—Cómase la verdura, ayudante.
—Recuerdo que mi madre me decía lo mismo —repuso él, sonriendo.
—Es algo que suelen decir las mujeres. —Se había quitado el pañuelo de la cabeza y su cabello negro centelleaba con matices azulados. Tenía una dentadura blanca y perfecta, y también se percibía cierta pelusilla en su labio superior. Le preguntó—: ¿Dónde está?
—Ha muerto, señorita Dollar.
—Kate —repuso ella—. Llámeme Kate.
—Kate. Pues murió, no sé, hará doce años. Fue en Nebraska. Ella y el niño murieron de influenza.
—¿Y su padre?
—Lo mataron los apaches. Fue al principio de estar aquí.
—Y Blaisedell ha matado a su hermano —remachó Kate.
Él bajó la vista al plato. Kate no añadió nada más y se hizo un espeso silencio. Gannon se terminó la carne y la verdura, y cogió un trozo de pan de maíz de debajo del paño. Todavía estaba caliente, pero le pareció reseco al llevárselo a la boca. Era consciente de que no se comportaba como un buen acompañante. Haciendo un esfuerzo sonrió y dijo:
—Bueno, me parece que esta noche no habrá muchos en Warlock que cenen comida casera. Y espléndidamente, además. Hecha por una mujer blanca, quiero decir —añadió, pensando en las mexicanas de los mineros.
—Yo no soy del todo blanca —anunció Kate—. Soy cherokee en una cuarta parte.
—Buena sangre es ésa.
—Eso creo yo. Mi abuela era cherokee. La mujer más valiente que he conocido. —Lo miró con fijeza y luego prosiguió—: Cuando mi padre murió en la guerra, ella quería ir por el yanqui que lo había matado, sólo que no había manera de saber cuál había sido. Por entonces yo tenía cinco o seis años y todo lo que recuerdo del conflicto es a mi abuela dispuesta para marcharse con su machete de arrancar cabelleras. Lo único que la contuvo fue no saber cómo descubrir al culpable. Después, cuando yo tenía diez años, murió. Entonces pensé que aquel yanqui también habría muerto y que ella, tras enterarse de algún modo, había salido en su persecución.
Aunque Kate sonrió levemente, su forma de hablar hizo que se sintiera incómodo. Tenía la impresión de que, desde que se habían sentado, no habían hecho otra cosa que hablar de la muerte.
—Debería haber adivinado que tenía usted algo de cherokee. Con esos ojos negros.
—Mi nariz. Creo que habría renunciado a un poco de sangre cherokee por una nariz como es debido.
Él protestó, y se llevó la mano a la suya, riendo; era la primera vez que se sentía a gusto con ella.
—¿Cómo se la rompió? —preguntó Kate.
—En una pelea. Bueno, me lo hizo Billy —explicó él de mala gana—. Nos liamos a golpes y me dio con un tronco de leña. Tenía mal genio.
Kate se levantó silenciosamente y fue a la cocina. Trajo una cafetera y sirvió café humeante en las dos tazas. Cuando se hubo sentado de nuevo, dijo:
—La primera vez que habló usted conmigo, ya sabía que él iba a matar a su hermano, ¿verdad?
—Supongo que sí.
Cuando pareció que ella cambiaba de tema, Gannon se sintió agradecido:
—¿Dónde vivía usted antes de ir a Nebraska?
—En Pensilvania, en un principio. No tengo muchos recuerdos de allí.
—Yanqui —observó ella.
—Eso parece. ¿De dónde es usted, Kate?
—De Texas. —Estaba muy erguida en la silla, sin mirarlo ahora, pero atenta, como si estuviera escuchando algo dentro de sí—. No sé qué harán los yanquis. Pero en Texas, si alguien mata a tu hermano, vas por él.
Gannon levantó su taza. El café le quemó la lengua, pero se lo bebió de todos modos, y al dejar la taza derramó un poco de líquido dejando en el hule una pequeña mancha parda.
—Pero usted no va a enfrentarse con Blaisedell —dijo Kate con voz monótona.
Él negó con la cabeza.
—No.
—¿Le tiene miedo?
—No hay motivo para que lo tenga.
Ella se encogió de hombros. De pronto parecía muy distante, y aburrida.
—Los hombres se enfrentan a quienes temen —dijo Gannon—. Esto es distinto. Simplemente no creo que tenga obligación de matar a nadie porque algunos piensen que debo hacerlo.
—¿Quiénes? —quiso saber Kate.
—Algunos de por aquí. Pero yo no voy a enfrentarme a Blaisedell sólo porque no quiera que la gente me tenga por un cobarde. Me trae sin cuidado lo que piensen de mí.
Sintió que se le subían los colores, como si le hubieran descubierto un farol. Kate, frunciendo las comisuras de la boca, le miró la estrella de la camisa.
—¿Se refiere a lo que yo pienso? —preguntó.
—Ah, no. De todas maneras, eso no tiene nada que ver. Es que no veo por qué hay que echarle la culpa a Blaisedell. O no… no del todo.
—Usted ya lo ha declarado inocente antes de que se pronuncie el jurado de Bright’s City, ¿verdad?
—Mire, está muy claro que obró en defensa propia. Vinieron a matarlo. Billy me lo confesó.
Kate se bebió el café. Sus pestañas lanzaban delicadas sombras sobre sus pálidas mejillas. Él terminó su taza, decepcionado y dolido en medio de aquel silencio.
—Bueno —dijo al fin—, creo que será mejor que me marche, señorita Dollar.
—Kate —corrigió ella—. No, todavía no. Podría venir alguien y creo que sería conveniente estar acompañada.
—¿Quién?
—El minero a quien he alquilado la casa. Me parece que piensa venir a hacerme una visita.
Él movió afirmativamente la cabeza y se sintió mejor. Ella le sirvió otra taza de café.
—¿Dijo usted que conocía a Blaisedell de Fort James?
—Conocía a Tom Morgan. Si se conocía a Tom, se conocía a Blaisedell.
—¿Qué pensaban de Blaisedell en Fort James, Kate?
No contestó enseguida, y Gannon observó cómo se le torcía el gesto.
—Más o menos como aquí. Lo mismo que piensan en todas partes de un pistolero. A algunos les cae bien, porque piensan que si lo manifiestan, él les tendrá aprecio. A otros los desagrada, y se apartan de su camino. La gente es igual en todas partes.
Los negros ojos de Kate carecían de expresión cuando prosiguió:
—Trabajaba con Morgan, daba cartas en una mesa de faraón, y todo el mundo sabía desde el principio que era un pistolero. Pero aparte de eso nada se conocía de él. Un día apareció un tal Ben Nicholson. Una verdadera serpiente de cascabel. Se dedicaba a disparar a las cosas. Se emborrachaba, insultaba a todo el mundo y siempre andaba buscando pelea. Intentaba desafiar al comisario. Así que Blaisedell fue a buscar al comisario y le dijo que él se encargaría del tal Nicholson, pero el alcalde, que lo había oído, destituyó al comisario y puso a Blaisedell en su lugar. Así que Blaisedell salió a la calle y ordenó a Nicholson que se marchara de la ciudad. Nicholson desenfundó y Blaisedell lo mató.
Se calló, pero como no parecía haber concluido, Gannon esperó a que prosiguiera.
—De modo que lo nombraron comisario, pero siguió trabajando con Morgan. Tom le daba el veinticinco por ciento de los beneficios del local que tenía allí.
—Muchos comisarios hacen lo mismo.
—Yo no he dicho que hubiera algo malo en ello.
—Lo siento. No pretendía interrumpirla.
—Eso es todo lo que iba a decir. Mató a cuatro o cinco más; pistoleros, la mayoría. Llegó un escritor y le regaló esos Colts Frontier con la culata de oro que usted ya conoce, supongo. Yo ya me había ido para entonces. Me fui poco después de que acabara con Nicholson. Fort James ya estaba medio muerto, y todo el mundo empezaba a marcharse.
—¿Qué ha querido decir —preguntó Gannon, articulando despacio las palabras— con eso de que mató a cuatro o cinco más, la mayoría pistoleros?
—Estoy más que harta —repuso ella, con una voz tan pastosa que apenas se la entendía— de hablar de Clay Blaisedell y de sus víctimas.
—Lo siento. Supongo que no es una cuestión que pueda interesar mucho a las mujeres.
Intentó desesperadamente pensar en algo que pudiera agradarla, pero no tenía idea de las cosas que podían interesar a la gente. Se preguntó por qué se habría enfadado tanto.
—Me han dicho que ha venido con la idea de abrir un salón de baile —aventuró, para tantear el terreno—. Parece que sería buena cosa.
—No sé —repuso ella, encogiéndose de hombros. Luego suspiró, y añadió—: A lo mejor estoy esperando a ver si esta ciudad también se está muriendo.
Lo dijo de un modo que daba a entender una especie de disculpa por su enojo; y después todo pareció ir bien. Comentaron los rumores de que iban a reducir el jornal a los mineros, y ella le habló de la huelga que había presenciado en Silver Mountain. Al hablar ahora lo miraba con ojos resplandecientes, de manera que él no se sentía tan cohibido, aunque se maravillaba de todo lo que ella sabía y había visto, mucho más que él. Era como hablar con un hombre, y casi podía olvidarse de que estaba cenando con Kate Dollar, a solas y en su casa, de que eran hombre y mujer. Pero volvía a recordarlo bruscamente de vez en cuando, por algo que ella decía, por algún gesto, y era una sensación muy intensa, salvo cuando volvía a preguntarse qué la había traído a Warlock, quién y qué era; pero de momento no quería saberlo. Y se maravillaba también de lo espléndida que estaba a la luz de la lámpara, de lo tiernos que sus ojos negros, de penetrante mirada, resultaban a veces, y la quebrada línea de su boca cuando sonreía de aquella manera que tanto le gustaba. No podía apartar la vista de las tenues sombras que las pestañas dibujaban en sus mejillas.
—¿Qué clase de hombre es? —le preguntó, refiriéndose a McQuown—. He oído un sinfín de comentarios sobre él desde que llegué, pero no creo haberlo visto todavía en la ciudad.
—Curley y él han venido esta noche. Sospecho que se dirigen a Bright’s, para el juicio. —Hizo una pausa, para ver si ella estaba realmente interesada: lo miraba con toda atención—. Bueno, pues es un cuatrero, principalmente. Lo conozco bastante bien. Nos llevó a trabajar con él a Billy y a mí cuando murió mi padre; los apaches se llevaron todo nuestro ganado.
—¿Es un tipo muy peligroso?
—Mire, Kate —repuso él, con una risa entrecortada—, creo que no me apetece hablar de él, igual que a usted no le gusta hablar de Blaisedell.
Kate se llevó el dedo índice a la comisura de la boca. De pronto parecía a la defensiva.
—Ya veo —dijo—. Usted está en contra de McQuown. Así que se pone a favor de Blaisedell.
—No, no es eso. No como Carl; no… —Se calló un momento y se miró las manos—. Puede que sí, en cierto modo Porque Abe es mal sujeto. Más de lo que debería, y va cada vez peor. Yo antes lo tenía en mucha estima.
—Pero usted se fue —replicó ella—. Usted se marchó y su hermano se quedó allí.
Él seguía mirándose las manos. Se lo iba a contar; esa certeza lo sorprendió. Tenía la sensación de que Kate estaba recabando información no porque estuviera interesada en él, sino por algún propósito particular que él no alcanzaba a descubrir. Sí, pensó, se lo contaría, y sólo esperó a que sus pensamientos se asentaran para no exagerar las cosas y exponerlo todo como era debido.
—Tuvo lugar hace ocho o diez meses —empezó—. Quizás haya oído hablar de ello. Unos mexicanos que fueron asesinados presuntamente por unos apaches en Rattlesnake Canyon. Peach acudió con la Caballería. Supongo que todo el mundo creyó que efectivamente habían sido los indios.
—Algo he oído. Hay quien afirma que fueron hombres de McQuown disfrazados de apaches.
Gannon asintió, y se humedeció los labios.
—Habíamos robado más de un millar de cabezas en Hacienda Puerto —prosiguió—. Pero Abe no iba con nosotros. Abe siempre organizaba muy bien esas cosas, pero aquella vez no vino. Estaba enfermo, me parece, y Curley y McQuown padre dirigían la expedición; pero nadie era tan listo como Abe. En cualquier caso, estuvieron a punto de cogernos, y Hank Miller resultó muerto y al viejo McQuown lo alcanzaron de un disparo y se quedó paralítico. Perdimos todo el ganado, y luego nos fueron pisando los talones durante todo el camino.
»Llegamos a pasar la frontera, pero entonces descubrimos que los teníamos justo detrás. Abe ya estaba con nosotros, porque Curley había llevado al viejo a San Pablo. Así que nos desnudamos, nos embadurnamos de barro y tendimos una emboscada a los mexicanos de Don Ignacio en Rattlesnake Canyon. Acabamos con todos. Creo que un par de ellos huyó por la parte sur, pero matamos a todos los demás. Diecisiete en total.
Cogió la taza; tenía el pulso firme. El café estaba frío, y volvió a dejar la taza.
—¿Fue entonces cuando se marchó? —preguntó Kate; no parecía impresionada.
—Tenía algún dinero; me fui a Rincón y pagué a un telegrafista para que me enseñara el oficio. Pensé que sería una buena ocupación. Pero el telegrafista murió, y me despidieron. De manera que volví.
Se sorprendió de haberle podido decir en pocos minutos todo lo que había que saber sobre su vida. Se removió en la silla y su enfundado Colt golpeó ruidosamente contra la madera.
—No puedo decir —prosiguió— que desconociera lo que Abe pretendía hacer en Rattlesnake Canyon. Lo sabía, y no me parecía bien, pero todo el mundo estaba de su parte y temía enfrentarme a ellos. Supongo que pensaron que era un cobarde. Aunque Curley no vino; no quiso. Y a otros tampoco les gustaba. Sé que a Chet Haggin no le hizo gracia. Y Billy se puso enfermo; del estómago, después. Pero allí estuvo. Supongo que luego se le ocurriría algo para justificar todo aquello. Pero yo fui incapaz.
—Si no le gusta ver morir a tiros a la gente, se ha equivocado de oficio, ayudante.
—No, creo que es el que más me conviene. Fue un error marcharme a Rincón; eso equivalía a una huida. Sólo hay un medio para que la gente deje de matarse así.
Gannon alzó la cabeza y vio que sus ojos negros lo miraban fulgurantes. Le sonrió, pero no de la forma que le gustaba. Kate empezó a hablar, pero enseguida se detuvo y se volvió hacia la puerta. Gannon oyó unas suaves pisadas en el porche.
Se levantó cuando una llave se introdujo en la cerradura y la puerta se abrió. Un minero grueso, de corta estatura y bien rasurado apareció en el umbral, con una camisa azul y pantalones limpios. Su pelo relucía de brillantina.
—¡Ah, qué tal, señor Benson! —lo saludó—. Le presento al señor Gannon, ayudante del sheriff. ¿Qué desea usted, señor Benson?
El minero removió los pies. Retrocedió un paso para colocarse fuera de la luz.
—Perdón, señorita. Sólo pasaba a verla un momento.
—Supongo que ha venido a darme la otra llave —dijo Kate—. Désela a Johnny, ¿quiere? Me la ha pedido, pero yo creía que sólo había una.
—Eso es —repuso el minero—. Me acordé de que tenía esta otra llave y pensé que sería mejor traérsela antes de que se me olvidara, como suele pasar.
Gannon se acercó a él, y el minero le dejó caer la pesada llave en la mano. Benson no apartó la vista de la llave mientras Gannon se la guardaba en el bolsillo.
Cuando se marchó, Kate se echó a reír, y Gannon fue a cerrar la puerta. No pudo mirar a Kate al volver a la mesa.
—Se arrepiente de haberme alquilado la casa tan barata —dijo Kate.
—Creo que será mejor que hable con él mañana.
—No se preocupe.
Gannon se apoyó en el respaldo de la silla.
—Si alguien viene a molestarla, Kate… Quiero decir que hay muchos bárbaros por aquí, y sobran los modales. Así que dígamelo.
—Pues muy bien, gracias —contestó ella, poniéndose en pie—. ¿Se marcha usted ya?
Lo estaba despidiendo, pensó; sólo lo había invitado a cenar por el minero.
—Pues sí, creo que será lo más oportuno. Ha sido una cena verdaderamente espléndida. Se lo agradezco de verdad.
—Se lo agradezco de verdad —repitió ella, como burlándose de él. Gannon hizo ademán de poner la llave sobre la mesa, y ella añadió—: Guárdesela.
Se apresuró a retirar la mano. Estaba bastante claro, pensó. Intentó sonreír, pero sintió una decepción que fue ahondándose hasta convertirse en una especie de dolor. Empezó a rodear la mesa para acercarse a ella. Pero se detuvo al notar algo en sus rígidas facciones, una especie de vergüenza que concordaba con la que él sentía aun siendo de otra clase. Y había algo cruel, también, en su semblante, que lo repelía. Con aire vacilante, se volvió.
—Entonces, señorita Dollar —dijo con voz pastosa—, buenas noches.
—Buenas noches, ayudante.
—Buenas noches —repitió él, cogiendo el sombrero de la percha y abriendo la puerta.
El azul oscuro del cielo estaba tachonado de estrellas. Hacía un viento que parecía frío en comparación con el calor de la casa.
Mientras caminaba de vuelta hacia Main Street sintió el peso de la llave en el bolsillo. Ignoraba lo que había pretendido Kate con eso, y pensó que había acertado en su primera impresión. Se preguntó lo que habría ocurrido al final en su interior, para reflejar aquella emoción en su rostro; se puso a hacer cábalas sobre quién era aquella mujer y lo que en verdad pretendía hasta que le dolió la cabeza de tanto pensarlo.