Gannon estaba en la entrada de la carpintería mirando fijamente la grisácea lona embreada cubierta de serrín y virutas. Estaba tan rígida que no se distinguían las formas concretas que tapaba. Ni siquiera podía decir cuál de los tres pares de botas que sobresalían del reborde era el de Billy.
El viejo Eladio, con un mazo y un escoplo, hacía ensambladuras en un tablón de pino, y un poco más allá el otro carpintero pasaba la garlopa por el canto de otra tabla, soltando frescas y rizadas virutas que de vez en cuando quitaba de la herramienta con una sacudida. Ya habían terminado un ataúd, y Gannon se sentó encima. Procuró no mirar a los tres pares de botas de estrecha puntera. Eladio encajó un extremo y un lateral, y ajustó los empalmes con secos golpes de mazo.
—¿Va bien? —preguntó Gannon, por decir algo.
—Sí, bien —contestó Eladio. Inclinó un momento la calva y arrugada cabeza—. Qué lástima, joven.
Gannon asintió y cerró los ojos, escuchando el limpio movimiento de la garlopa y el golpeteo del mazo. Luego, bruscamente, salió bajo el ardiente sol y echó a andar por Broadway hacia la cárcel. El Colt le pesaba sobre el muslo, la estrella prendida en el chaleco le parecía de plomo; sus botas se arrastraban ruidosamente por la acera. Los hombres con que se cruzaba lo observaban de soslayo con cauta indiferencia.
En la densa penumbra de los soportales de Main Street, un grupo se abrió a su paso frente al Billiard Parlor, y entonces vio que un jinete salía de Southend Street, torciendo en dirección este. Era el comisario, que cabalgaba sobre un robusto caballo negro, de caña y quijada blancas. Blaisedell iba muy erguido con su negra levita, las perneras de los pantalones dentro de las botas y el sombrero negro echado hacia delante para cubrirse del sol. Los cascos negros bailaban sobre el polvo. Blaisedell movió brevemente la cabeza hacia Gannon, y éste se sintió como empujado por la intensa mirada azul que le dedicó. El caballo se puso al trote. Oyó cuchichear a los reunidos frente al Billiard Parlor mientras el negro corcel proseguía su paso de baile por Main Street, montura y jinete haciéndose cada vez más pequeños y menos visibles entre el polvo, hasta desaparecer por el camino de la diligencia de Bright’s City.
Al seguir su camino hacia la cárcel, sintió alivio; había tenido la impresión de que Blaisedell no había dado crédito a sus palabras.
El juez estaba sentado a la mesa, la muleta apoyada a su lado, con el sombrero, la pluma, el tintero, la Biblia, una Derringer herrumbrosa y una botella de whisky medio vacía frente a él: todos los accesorios de su cargo, que sacaba cuando se sentaba a multar o encarcelar a algún alborotador nocturno. Frunció el ceño al ver a Gannon; iba sin afeitar y una incipiente barba gris cubría sus mejillas y el mentón. Carl estaba en cuclillas, apoyado contra la pared, martirizando a un escorpión con una rama de escoba. Tenía la mandíbula proyectada hacia fuera, y una expresión sombría y obstinada en el rostro.
—El ayudante Schroeder ha dimitido —anunció el juez.
—¡Yo no he hecho eso, viejo estúpido! —protestó Carl, poniéndose en pie y aplastando al escorpión con el talón—. ¡Maldita sea! ¡Vaya lata que da usted!
—Más lata das tú por no cumplir con tu deber como juraste —replicó el juez—. Y como no lo has cumplido, has presentado tu dimisión. —Alzó la cabeza, miró a Gannon y preguntó—: ¿Cumplirá usted con su misión, ayudante?
—¡Será cabrón el puñetero viejo! ¡Que si es un asesino, coño! —exclamó Carl. Luego añadió en tono de disculpa—: Lamento hablar así, Johnny, pero es que me saca de quicio —y dirigiéndose de nuevo al juez—: Pero ¿qué clase de juez es usted? ¿Cuatro desalmados intentando liquidar a un agente del orden y no es defensa propia? Nunca he oído decir…
—No es de tu incumbencia juzgar los hechos —aseveró el juez.
—¡Ni de la suya!
Gannon se sentó junto a la puerta del calabozo y se echó hacia atrás. Mientras miraba los dos airados semblantes, tuvo la sensación de que a ambos les sangraban los ojos.
—¡Lo avisé! —prosiguió el juez—. Le advertí de lo que estaba haciendo: Convirtiéndose en un asesino, ejecutando ukases y expulsiones, como un duque. Ahora tiene que enfrentarse a un tribunal como cualquier mortal, como cualquier pobre pecador, y yo prestaré testimonio contra él aunque tenga que arrastrarme con la muleta hasta Bright’s City.
—No podría —repuso Carl—. No hay un local que sirva whisky en todo el camino.
—Testificaré en contra tuya por incumplimiento del deber. ¿Detendrás tú a Blaisedell, ayudante Gannon?
—Se ha marchado —contestó Gannon.
El juez se le quedó mirando.
—¿Adónde? —quiso saber Carl.
—Iba cabalgando en dirección a Bright’s City. Supongo que a presentarse ante el tribunal.
—¿Por qué coño haría una cosa así?
—Para confesar —dijo el juez, sonriendo y estirando los brazos, con petulancia—. Ah, después de todo me ha hecho caso, ¿no? Sí, para ver si se libra.
—Pero si no hay ningún cargo contra él, por el amor de Dios. —Carl se volvió hacia Gannon—. Sólo ha hecho lo que tenía que hacer. ¡Tú mismo oíste cómo trataba de convencer a Billy para que se fuera, Johnny!
Gannon asintió con reservas, haciendo un incompleto gesto con la cabeza. Carl tenía razón, dentro del argumento que había expuesto; Blaisedell había hecho lo que debía, dadas las circunstancias. Pero el juez también la tenía al afirmar que Blaisedell debía asumir la responsabilidad. Billy no habría muerto si el Comité de Ciudadanos no hubiera decidido desterrarlo; y si Blaisedell no hubiera aplicado su decisión, como ocurrió en el caso de Brunk, el minero. Pero por otra parte, Billy tampoco estaría muerto si McQuown no hubiera llenado el tribunal de Bright’s City de testigos perjuros, manipulándolo con un hábil abogado y coaccionando al jurado con pistoleros y la amenaza implícita en su nombre. Y, en última instancia, Billy no habría muerto de no haberse empeñado en matar a Blaisedell.
Carl restregó furiosamente con el tacón de la bota la desmenuzada mancha que había sido un escorpión.
—¡Por Dios, Johnny! —dijo con voz confusa, como si le doliera algo—. ¿Por qué coño ha creído que debía ir?
—La ley es la ley, señor Incumplidor de su Deber —dijo el juez con jactancia—. Y no sirve de nada ponerse histérico…
Carl dio una larga zancada hacia él, echó el brazo bruscamente hacia atrás y le dio con la mano abierta en un lado de la cabeza. El juez dio un grito y perdió el equilibrio; Carl lo sujetó por la pechera de la camisa y lo mantuvo erguido; volvió a abofetearlo al derecho y al revés. El juez trató de coger su Derringer, pero Carl la apartó de un manotazo. El juez chilló e intentó cubrirse la cara. Gannon se levantó de un salto, abrazó a Carl por la cintura y lo apartó a empujones.
—¡Testigo! —gritó el juez—. Agresión con lesiones y…
—¡Cierre la boca! —aulló Carl. Dejó de forcejear con Gannon, pero cuando se vio libre de su abrazo, se abalanzó de nuevo sobre el juez. Esta vez sólo se inclinó sobre su rostro demudado de color—. ¡Con que la ley es la ley! —jadeó—. Pero por aquí no se ve que la respeten mucho. ¡De manera que cuando conseguimos que un buen hombre proteja esta ciudad impidiendo que se convierta en un verdadero infierno, no voy a permitir que lo engañen, lo acosen, le pongan de vuelta y media ni presente falso testimonio contra él un viejo cojo hijo de puta como usted!
»Hasta que se harte y se vaya a hacer gárgaras de aquí y esta ciudad vuelva a ser una tarta servida en bandeja a los vaqueros de San Pablo, que se pondrán a matar a cualquier estúpido o inconsciente que se interponga en su camino. ¡Un buen hombre, maldita sea! Que nos da orgullo y nos levanta el ánimo. ¡Porque si por su culpa se presenta ante el tribunal de la ciudad, se le acaba la paciencia y nos vuelve la espalda, le arrancaré la otra pierna, se la pondré de corbata al puto cuello y se la atravesaré con su muleta de mierda como si fuera un alfiler! —Se detuvo, jadeando.
—¡Testigo! —repitió el juez con voz ronca, protegiéndose la cara con las manos.
—¡Cierre el pico! —gritó Carl—. ¡Todavía no ha sufrido una agresión con lesiones, y por Dios que soy yo quien quiere un testigo de lo que estoy diciendo! ¡Váyase con la música a otra parte; porque si con su cantinela de «la ley es la ley» consigue que nos vuelva la espalda, juro por Dios que la gente dará un rodeo de quince kilómetros para no ver lo que ha quedado de usted!
Carl se apartó de la mesa. El juez cogió la botella y se la llevó a la boca; el whisky le chorreó por la barbilla.
Carl se apoyó contra la pared, mordiéndose con furia una punta del bigote.
—Por Dios, Johnny, qué cosa tan vergonzosa —dijo con voz trémula—. Me pongo a chillar como un imbécil, y a ti acaban de matarte a tu hermano. Lo siento.
—Ese Blaisedell lo ha matado —masculló el juez.
—No ha sido Blaisedell quien lo ha matado —afirmó Gannon, y Carl le lanzó una mirada confusa.
En los tablones de la acera resonaron unos pasos y Pike Skinner entró en la cárcel.
—¿Adónde coño ha ido Blaisedell?
—A Bright’s City, según parece —contestó Carl.
—¡Sabía que tenía que ir —anunció el juez a bombo y platillo—, porque nadie está por encima de la ley! —Se volvió bruscamente hacia Gannon. En sus pálidas mejillas, pobladas de una barba de tres días, había una profusión de marcas rojas—. Ésa es la razón, ¿no es cierto, ayudante?
—Supongo que sí —convino Gannon.
—Parece que habéis estado bebiendo de la misma botella —dijo Carl, con hastío.
—Ésta es la única botella que hay —repuso el juez.
Pike miró a Gannon con los ojos muy abiertos en su rojizo rostro. Avanzó rodeando la mesa.
—No sé —dijo, con dificultad—. No sé lo que ha pasado ni lo que va a pasar. Pero si me entero, John Gannon, de que intentas algo contra Blaisedell por lo de Billy, te…
Carl cogió a Pike por el hombro y lo zarandeó.
—¡Cierra la boca! —Desenfudó y le clavó el Colt en el costado. Tenía el rostro crispado de ira—. ¡Ya has dicho demasiadas tonterías!
Pike retrocedió un paso y Carl fue tras él.
—Voy a seguir apuntándole, Johnny, y tú puedes molerlo a palos si quieres.
—No hagas caso, Carl —repuso Gannon.
—¡Retráctate, entonces! —dijo Carl, entre dientes—. ¡He dicho que te retractes, orejas de murciélago, ignorante! ¡Ni siquiera sabes lo que dices!
—No me da la gana —contestó Pike, fríamente.
—No tiene importancia, Carl —terció Gannon, y Carl soltó una maldición y enfundó el revólver.
—Inmundicia y depravación —dijo el juez con petulancia—. El mundo está lleno de hombres insignificantes peleándose y matándose entre sí, y ni uno solo merece el esfuerzo que la ley empeña en ellos. Pero hay alguien que una vez en la vida hizo lo que era justo.
—¡Cállese! —gritó Carl, dando un puñetazo en la pared—. Simplemente cierre la boca. ¡Se lo advierto! ¡Ni una palabra más sobre el asunto!