Morgan estaba sentado a la mesa del rincón delantero del Glass Slipper, siempre reservada para Blaisedell y él. Lo que el Profesor había denominado «bochinche» estaba en plena efervescencia. Los camareros servían apresuradamente whisky y cerveza, y la conversación a lo largo de la barra era chillona y retumbante; los clientes se llamaban a gritos irguiendo la cabeza sobre los que tenían al lado, competían por llamar la atención, apuntaban con las manos como si fueran pistolas, gesticulaban con vehemencia; en los espejos situados tras el mostrador, los ojos centelleaban y en los rostros había una expresión apasionada. Discutían sobre el duelo del Corral Acme. Morgan oía su nombre repetido una y otra vez, mezclado con el de Clay y el de los vaqueros.
Entraron tres hombres. Lo saludaron amistosa y respetuosamente, con una leve inclinación de cabeza.
—Así se dispara, Morgan —observó uno de ellos.
Él les devolvió el saludo, sonriendo para sus adentros, diciéndose que iba a disfrutar con todo aquello. Seguían entrando más y más, y todos le dirigían un saludo.
—Según me han dicho, le metió dos a Calhoun con menos de un dedo de separación y plantado en medio de la calle, nada menos —dijo alguien en la barra.
Le dio risa pensar que ahora se había convertido en un héroe para ellos. Eran como niños, unos verdaderos zopencos; o bien comprendían que los muertos podrían haber sido ellos, lo que hacía que sus desgraciadas vidas fueran más preciosas y estaban por tanto agradecidos por aquel incremento de su propio valor, o bien se veían a sí mismos como protagonistas del tiroteo: y el hecho de matar convertía a cualquiera en todo un hombre, haciendo que el whisky le supiera mejor y marcándole puntos con los chulos del French Palace.
Apareció Buck Slavin y se acercó a él con la mano extendida y la mandíbula resueltamente proyectada hacia delante: formaba parte de la segunda categoría.
—Morgan —le dijo Slavin—, esta ciudad está en deuda con usted y con el comisario. Le doy las gracias.
—Le agradezco que me dé las gracias, Buck —repuso él, estrechándole la mano sin levantarse—. Pero no ha sido nada.
—Fueron unos disparos de primera.
—Tuve suerte, Buck —afirmó en tono solemne, sacando él también la mandíbula.
Slavin le dio unas palmaditas en el hombro y se acercó al mostrador con aire arrogante. Morgan rió para sus adentros, tanto de sí mismo como de Slavin y los demás. «Ah, es que soy un profesional de la suerte», pensó. Seguían entrando más clientes y todos lo felicitaban, mientras él permanecía de brazos cruzados con aire grave, o sonreía jovialmente, tratando de no revelar su desdén, para así disfrutar más de la situación. Alguien le envió una botella de whisky, que él agitó en el aire en muestra de agradecimiento.
«Esto pasará», dijo para sí, mientras se servía whisky en el vaso. Escuchaba su nombre asociado con el de Clay, orgulloso como siempre de que lo pusieran en el mismo plano. Pero aquello pasaría. Todo pasaría, incluso la vida misma. Pero de momento, la exaltación y la complacencia sofocaron la amargura que había en él, y se alegraba mucho de que todo le hubiera salido tan bien a Clay. Si le enviaran una botella de whisky al comisario, sería como mandarle una banda de música.
—Pero Billy no se lo merecía —oyó que decían mordazmente en la barra.
Ni siquiera prestó atención acerca de quién había pronunciado aquellas palabras, porque en su imaginación surgió inmediatamente el bien marcado rastro que llevaba de Bob a Pat Cletus, y de Pat Cletus a Billy Gannon. Pero todo iría bien, se tranquilizó, mientras Clay no viera el rastro, no volviera a equivocarse de hombre, no se apercibiera de su asistencia, de Tom Morgan. Y sin embargo, su buen humor se vino bruscamente abajo. Todo pasará, pensó, todo menos eso.
En el Glass Slipper se produjo un repentino silencio cuando Clay entró por las puertas batientes. Luego hubo un coro de saludos y felicitaciones y los parroquianos se apiñaron en torno al comisario para estrecharle la mano, interesarse por su hombro, expresarle su admiración, maldecir a McQuown por él, invitarlo a beber. Morgan sirvió whisky en el otro vaso y no miró a ningún sitio hasta que finalmente Clay se abrió paso hasta él, dejó el sombrero sobre la mesa, y se sentó apoyando una de sus largas piernas en una silla vacía. Llevaba la chaqueta puesta, lo que sería una decepción para los que no dejaban de mirarlo por los espejos. Verle la sangre habría sido algo digno de contar a los nietos.
—¡Salud! —brindó Morgan.
—¡Salud! —contestó Clay. Tenía las facciones contraídas y parecía cansado. Apuró el whisky, depositó el vaso sobre la mesa y añadió—: Gracias por haberme acompañado, Morgan.
—Me gustaría saber cómo me lo habrías impedido.
Sintió un sobresalto en el pecho cuando le oyó decir:
—Me equivoqué con aquel muchacho. —Y suspiró de alivio cuando Clay continuó—: Creí que podría hacerle desistir.
—Un muchacho con una pistola y una mirada furibunda que intentaba ser un hombre.
—Era bastante hombre —le corrigió Clay.
Se llevó la mano al hombro, pero no llegó a tocárselo.
—McQuown tendrá que buscar un francotirador más eficaz. Ése no era bueno.
Clay frunció el ceño y dijo con su voz grave:
—Todo indica que McQuown estaba detrás de eso, desde luego. Me parece que tendré que habérmelas con él, después de todo.
—No podrás —aseveró Morgan. Clay le lanzó una mirada escrutadora—. No llegarás a enfrentarte con él. Porque no va a seguirte el juego, cuando le basta con aplicar sus propias normas.
Clay negó con la cabeza.
—Además —prosiguió Morgan—, a McQuown no le falta razón. Si tienes que matar a alguien, mátalo. Esto es la guerra, no un estúpido juego con reglas fijas.
—Hay unas reglas, Morgan —afirmó Clay.
—¿Por qué?
—Por los demás; es decir, por la gente que no tiene nada que ver con ello.
—Ah, no me digas que has empezado a preocuparte por los mirones.
—No. Pero así es.
—Entonces te colocas en inferioridad de condiciones con respecto a alguien que no piensa lo mismo. O que le trae sin cuidado todo eso. Te digo que no puedes vencer a McQuown porque no va a seguir tus mismas reglas.
—Mira, Morg, lo venceré de todos modos. Ganaré siguiendo las normas, aunque él no las acate. Porque tanto si las sigue como si no, no tendrá más remedio que reconocerlas, igual que ha hecho hoy. Y si se ve obligado a reconocerlas, eso quiere decir que le importa mucho la opinión de los demás. —Las comisuras de su boca se plegaron hacia arriba—. Dime si me falta razón.
Morgan empujó su vaso con el dedo índice. No conocía a nadie como Clay, a alguien que observara las reglas hasta el final, que viviera o muriera por ellas. Estaban los que las cumplían cuando les reportaba un beneficio, y, en los demás casos, no las acataban; y estaban aquellos que, como McQuown, hacían un uso fraudulento de ellas. Ése era el peligro, pero comprendía que Clay no tenía más remedio que negarse a verlo. Clay debía ignorarlo, por ser quien era, y nunca había conocido a nadie, a excepción de él mismo, que supiese exactamente quién era. En eso se basaba su admiración por Clay. Nunca había entendido la amistad de Clay hacia él. Sólo sabía que le caía bien y le tenía confianza, y eso era lo único que consideraba más precioso que el dinero, medio de cambio que, al mismo tiempo, no tenía valor alguno, según había comprendido, porque nada importante se podía adquirir con él. Y así, con el correr de las cosas, su amistad por Clay se había convertido en lo único que tenía de verdad.
El mentón de Clay se proyectó hacia delante cuando las puertas batientes se abrieron para dar paso al segundo ayudante del sheriff. Se oyó un murmullo más grave que antes, y más prolongado, cuando Gannon se acercó a ellos. Tenía las facciones grisáceas, la nariz aguileña demasiado grande para su enjuto rostro; su pelo estaba revuelto cuando se quitó el sombrero.
—Siéntese, ayudante —lo invitó amablemente Clay.
Gannon se dejó caer en la silla y depositó el sombrero en el suelo, a su lado; luego, cruzó las manos sobre la mesa.
—¿Whisky? —preguntó Morgan.
—Sí —aceptó Gannon sin mirarlo—. Gracias.
Morgan hizo una seña para que trajeran un vaso. Gannon no habló hasta después que se lo hubieron traído, y Clay también guardó silencio. Había rostros que seguían observándolos por los espejos, pero el ruido empezó de nuevo.
—Creo que será mejor decírselo, comisario —dijo Gannon de pronto—. Antes de que se entere por otros medios. Billy no estaba con ellos cuando asaltaron la diligencia. No sé si Luke estaba o no; pero Billy, no.
Morgan tuvo buen cuidado de no mirar a Clay; volvió a sentir el escalofriante sobresalto de su corazón.
—¿De qué sirve ya eso, ayudante? —inquirió Clay en tono áspero.
Gannon sacudió la cabeza, dando a entender que no se trataba de eso.
—No estuvo allí —insistió—. Hizo causa común con ellos porque lo detuvieron al mismo tiempo y supongo que pensó… que no podía hacer otra cosa. Y vino porque lo habían desterrado, comisario, o eso creo.
—En el asalto de la diligencia intervinieron al menos tres —recordó Clay.
—Él no —replicó obstinadamente Gannon. Carraspeó antes de proseguir—. Estoy seguro, comisario. Billy me lo dijo, y…
—Podría habérmelo dicho usted —dijo Clay.
—¿Y qué habría conseguido? —exclamó Gannon. Ahora parecía casi enfadado, y se pasó nerviosamente los dedos por el pelo—. ¿Acaso habría actuado usted de otro modo? Él se habría enfrentado con usted de todos modos. Era de esa clase.
—¿Y qué más da? —terció Morgan, mirando fijamente al ayudante del sheriff—. Mató a un miembro de la partida, ¿no?
—Eso no tiene nada que ver —repuso Gannon, mirándolo con sus ojos hundidos y ardientes. Y añadió, dirigiéndose al comisario—: Sólo le digo que puede haber otros que lo sepan, aparte de mí. De modo que pensé que sería conveniente que usted lo supiera.
Clay tenía la cabeza inclinada hacia delante y los labios apretados. Movió la cabeza una vez, como dándole las gracias y despidiéndolo. Gannon echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Titubeó un momento y, entonces, como Clay no despegaba los labios, recogió el sombrero del suelo y se marchó.
Morgan se adelantó hacia Clay y dijo:
—¡Y qué más da, joder! —exclamó Morgan, inclinándose hacia Clay—. Mató al miembro de la partida y quería matarte a ti. ¡Todo el mundo lo sabe!
Clay hizo un leve gesto de asentimiento pero, al levantar la cabeza la piel de su rostro parecía ajada, y tenía los ojos entornados.
—Te equivocas una vez —declaró con voz queda—, y luego todo son errores.
Morgan maldijo para sus adentros a Clay y sus reglas, sus escrúpulos y su conciencia. Maldijo a los hermanos Cletus, a los hermanos Gannon y a sí mismo. Masculló entre dientes:
—¡Menos suplicarle, hiciste todo lo posible para que se largara a hacer puñetas de la ciudad!
Clay no contestó; Morgan volvió a llenar el vaso de su amigo y el suyo.
—¡Salud!
—Creo que será mejor que lo haga —anunció Clay, poniéndose en pie.
—¿Adónde vas?
—A Bright’s City —contestó Clay.
Se puso el sombrero dándose una palmadita en la copa.
—¿A qué?
—A que me juzguen —contestó Clay, y salió del local.
Las puertas batientes se balancearon describiendo grandes semicírculos. Morgan se enjuagó la boca con whisky, hasta que, finalmente, lo tragó. Se pasó las manos por el pelo, deteniéndose a la mitad para apretarse las sienes.
—¡Maldito seas, Clay! —masculló.
Pero, en cuanto Gannon dijo lo que tenía que decir, debió adivinar que Clay lo habría considerado como un deber. Te equivocas una vez, y luego todo son errores; de Bob a Pat Cletus, de Pat Cletus a Billy Gannon; y ninguno de ellos valía ni siquiera un momento de atención.
Se puso en pie y avanzó a lo largo de la barra. Los parroquianos formaban ahora dos filas delante del mostrador, y se arremolinaban alrededor de la mesa de faraón que dirigía Basine. Miró a Murch y con un leve gesto de cabeza le indicó la otra mesa de juego. Los clientes lo saludaban cordialmente cuando pasaba por su lado; él no les hacía caso, limitándose a escuchar los nombres que se filtraban entre el ruidoso murmullo de la conversación: Billy Gannon, Pony, Calhoun, Curley Burne, Cade, McQuown, Johnny Gannon, Schroeder, su propio nombre y el de Clay. Había ojos que lo observaban por el espejo, y entonces la charla se apagaba un poco. Volvió a oír su nombre, y se detuvo.
Un minero, robusto y de corta estatura, con un brazo en un cabestrillo de sucia gasa, estaba hablando con McKittrick y otro vaquero de la parte norte del valle.
—Bueno, pues conozco a un tipo que asistió al juicio y me dijo que no había ninguna prueba contra esos pobres vaqueros. ¡Estaban a más de setenta kilómetros de la diligencia! De manera que, si no fueron ellos, está muy claro quién la asaltó. Y los autores son otros. Hay muchos que saben que el comisario y Morgan tenían que matar a esos pobres muchachos en el acto, tal como hicieron, y podéis estar seguros de que no les sentó nada bien que Friendly se escapara. Porque los muertos, muertos están, y no hablan, y además se los olvida. Si el comisario y Morgan no asaltaron la diligencia, me comería…
Su voz flaqueó cuando uno de los vaqueros le dio un codazo, y se calló. Despacio, alzó la cabeza y se encontró con los ojos de Morgan en el espejo. Los otros se apartaron de él.
—¿Qué te comerías? —le preguntó Morgan.
El minero se volvió hacia él. Tenía los labios fruncidos, como si acabara de chupar un limón. Con la mano izquierda se arregló un poco el cabestrillo. McKittrick se alejó aún más de su lado, con gestos de desaprobación.
—¿Qué te comerías? —repitió Morgan—. Me gustaría saber lo que pensabas comerte.
—El que escucha, su mal oye —replicó el minero. Echó un vistazo a su alrededor para ver si contaba con algún apoyo. Luego añadió—: No quiero jaleo con nadie, señor Morgan, con este codo roto.
—Y yo quiero que te empieces a comer lo que tenías intención de comerte —repuso Morgan. Lo miró fijamente a los ojos mientras el asustado minero removía de nuevo el brazo en el cabestrillo con falso gesto de dolor. Y prosiguió—: Porque eres un bocazas y un cobarde, un cerdo embustero, sodomita, chalán de feria, hijo de una puta negra cruzada con un coyote. O lo que es igual, un minero.
La nuez del minero dio un brinco. Se pasó la mano libre por la boca.
—Mire, creo que no hablaría así ni seguiría aún de pie si pudiera utilizar el brazo derecho. Lo dicho, dicho está, señor Morgan.
—Lo has dicho en mal sitio.
—Me parece que todavía se puede hablar… —repuso porfiadamente el minero.
—Cómete esto, entonces —replicó Morgan, dándole un puñetazo en la boca.
Le asestó una patada en la ingle y el minero lanzó un grito, se dobló en dos, agarrándose sus partes, y se derrumbó. Mientras caía, Morgan le dio otro puntapié en la cara.
El minero quedó tendido boca abajo, junto al reposapiés de la barra, el brazo en cabestrillo bajo el cuerpo, una pierna estirándose y encogiéndose rítmicamente. Emitía roncos y monótonos gemidos. Apareció Murch, pisando fuerte, con el mondadientes colgando de la comisura de la boca.
—Sácalo de aquí.
Murch levantó al minero por el cinturón, como si fuera una maleta, y lo condujo a la puerta de lamas.
Morgan dio media vuelta y se dirigió a la segunda mesa de faraón, sentándose en la silla del crupier. Extendió las manos sobre la caja. Tenía los nudillos de la derecha blancos y desgarrados, y le corría un hilillo de sangre, pero ambas manos estaban tan firmes y quietas como si formaran parte de la decoración pintada de la mesa.
Cuando alzó la cabeza para encontrarse con la mirada de quienes lo observaban desde los espejos, ya en nada amistosa, comprendió que lo que había de pasar, había pasado rápidamente.