Es un sueño, dijo para sí; sólo un sueño. Sudando, desnudo, embadurnado de barro, se agachó tras un peñasco en la pared del cañón, y en el telón de fondo de su memoria observó el arenoso lecho del río en Rattlesnake Canyon, escuchando, en el silencio de la espera, el ruido de unos cascos amortiguado por la arena y el más agudo y apremiante sonido de otros pisando piedra, y, más cerca, el musical retintín de los arreos y, aún más próximas, unas voces suaves en español; el corazón le dio un vuelco cuando por el meandro más lejano surgió el primero montado en un caballo blanco de morro fino, pareciéndole muy alto al principio debido a la puntiaguda copa del sombrero, pero de corta estatura en realidad, compacto, moreno, de ojos muy despiertos y afilado bigote, y tras él, otro y otro, algunos con sarapes a rayas echados sobre los hombros y todos con rifles bajo el brazo; siete, ocho, y más y más, hasta contar diecisiete en total, y entonces el Colt de Abe dio la estruendosa señal. El eco fue instantáneo y sostenido. Pequeñas columnas de humo se elevaron por todo el cañón, donde se ocultaban los demás personajes cubiertos de lodo, y fue como si una invisible inundación se precipitara en aquel mismo instante por el desfiladero. Los caballos relinchaban y se encabritaban, para enseguida morir arrastrados por el aluvión; los hombres caían al suelo dando volteretas, un rifle salía despedido y empezaba a girar sobre sí mismo con extraña lentitud, y los aullidos apaches se mezclaban con los gritos de los moribundos. Allí estaba el caballo blanco tendido sobre la rojiza arena, allí se veía al cabecilla, con su alto sombrero adornado de plata nadando entre la corriente; luego, el sombrero suelto, y seguidamente una parte de la cabeza destrozada, y el mexicano ya quieto con la chaqueta reluciente e hinchada en el agua que corría enrojecida sobre su cuerpo. Y ahora, las medio desnudas y embarradas figuras de apaches se irguieron en torno al desfiladero, aullando y disparando al amasijo de hombres y caballos moribundos a sus pies, con sus rostros amplificados girando despacio ante a sus ojos: Abe, Pony, Calhoun, Wash y Chet, y al otro extremo Billy, Jack Cade, Whitby, Friendly, Mitchell, Harrison y Hennessey.
Y al final vino el mexicano corriendo y trepando por el empinado desfiladero hacia él, sin sombrero, gritando con voz ronca, los enormes ojos castaños ribeteados de blanco como los de un garañón aterrorizado, y el largo destello del revólver en la mano, resbalando y tropezando pero llegando con increíble rapidez por la pared del barranco hacia él, hacia John Gannon. Cambiaba de aspecto a medida que se aproximaba. Ahora venía más despacio. Era una alta silueta con sombrero negro que avanzaba hacia él entre el polvo, a zancadas lentas, con la firme y majestuosa dignidad no del desquite, sino de la justicia; con sus grandes ojos fijos en él, en John Gannon, como ligaduras que lo inmovilizaban, mientras chillaba y se agarraba los costados con desvalida impotencia, y moría gritando misericordia, proclamando su conformidad, aullando su indignación en medio del clamoroso y horrible silencio.
No es más que un sueño, dijo para sus adentros, serenamente; sólo un sueño. Pero aún hubo otra retumbante detonación. Volvió a morir, en paz, y se despertó sobresaltado, como si se hubiera caído. En la oscuridad del cuarto oyó que llamaban a la puerta.
—¿Quién es? —inquirió.
—Soy yo, Bud —dijeron en un murmullo.
Saltó de la cama en ropa interior y fue a abrir la puerta. Billy entró furtivamente. Un haz de luz de luna se filtraba por la ventana, y al atravesarlo Billy se hizo visible. Llevaba chaqueta y pantalón de mezclilla, el ala del sombrero echada sobre la cara.
—¿Qué estás haciendo en la ciudad?
—He venido a verte, Bud —le dijo Billy con voz trémula, riendo—. A escondidas. Mañana no me ocultaré.
Se quitó el sombrero y lo lanzó sobre la mesa. Dio la vuelta a la silla y tomó asiento frente a su hermano, apoyando los brazos en el respaldo. La luz de la luna era como una madreperla sobre el rostro de Billy.
—¿Vienes solo? —preguntó Bud, tembloroso, sentándose pesadamente al borde de la cama.
—Pony, Luke y yo. Calhoun se ha escaqueado.
—¿Por qué Pony?
—¿Qué quieres decir?
—No tiene por qué venir; estaba en la diligencia. Y Luke también, ¿o no?
—No —contestó secamente Billy. Y añadió—: Pero no importa quién estuviera o no.
—No, ya no importa. Los absolvieron con mentiras y a ti con ellos, de manera que ya es demasiado tarde para decir la verdad.
—No sé lo que quieres decir —repuso Billy. Bud notó que su hermano también temblaba—. Pero tengo que hacerlo Bud. Yo…
—¿Tienes que hacerlo para que te maten? —No pretendía hablar con tanta aspereza.
—¡No estés tan puñeteramente seguro de eso!
—¿Tienes que matar a Blaisedell, entonces?
—¡Bueno, Bud, alguien tendrá que hacerlo, por amor de Dios!
Gannon cerró los ojos. Podría ser la última vez que viese a Billy; y así era, con toda probabilidad; estaba seguro. Y se ponían a discutir absurdamente sobre quién era el hijo de puta, McQuown o Blaisedell. Le parecía que si había en él algo de humanidad tendría que dejar que Billy se saliera con la suya esta noche.
—¡Oye, Bud! Sé lo que piensas acerca de Abe.
—No vamos a hablar de eso, Billy. No sirve de nada.
—No, escúchame. Quiero que me digas en qué ha cambiado. Sigue siendo el mismo que ha sido siempre con todo el mundo, pero ahora la gente se vuelve contra él. ¡Le echan la culpa de todo! Y él…
—Como a los apaches —lo interrumpió Gannon, y se odió a sí mismo por haberlo dicho.
—Sé que aquello fue un acto despreciable —contestó Billy con voz ronca—. ¿Crees que me gustó a mí? Pero tú te lo has tomado demasiado a pecho.
—Lo sé.
—Como a los apaches, supongo —prosiguió Billy—. Pero ya sabes lo que pasa por aquí. Cualquier cabrón perseguido por la justicia acaba en este territorio, y como tiene que comer se dedica a robar ganado, a asaltar la diligencia o algo parecido. ¡Y a Abe le echan la culpa de todo! Pero tú sabes perfectamente…
—Billy, tú no vas a venir mañana por Abe.
—¡Vendré porque un hombre tiene que dar la cara y demostrar que lo es! —exclamó Billy—. ¿Te parece bien? Porque éste es un país libre y algunos hijos de puta como Blaisedell se empeñan en que no lo sea.
Gannon miró el rostro terso y altivo del joven Billy, bañado por la luz de la luna, y muy despacio fue bajando la cabeza hasta frotarse el rostro con las manos. La voz de Billy estaba cargada de razón y al oírla se le desgarraban las entrañas, porque detrás de ella estaba la de McQuown suministrando las palabras que destilaban certidumbre en labios de Billy pero que sonaban a falso viniendo de Abe.
—Pero supongo que tú no pensarás así —dijo Billy.
Gannon negó con la cabeza.
—Anda tras Abe —prosiguió Billy—. ¡Va detrás de todos nosotros! Uno no se puede quedar quieto cuando alguien le está buscando las vueltas todo el tiempo. Quiere echarlo o matarlo. Un hombre tiene que dar la cara y…
—Billy, Blaisedell te salvó la vida cuando impidió el linchamiento. Y la de Pony, la de Carl, y la mía también, quizás. Y pudo haber matado a Curley en el Glass Slipper, si hubiera querido. Y a ti también. Y a Abe.
—Sólo quería quedar bien, nada más. Y que nosotros apareciéramos como unos indeseables. Sé lo que habría pasado de haber estado solos, sin nadie que lo viera.
—¿Y si te mata mañana? —musitó.
—¡Algún día tendré que morir, coño! —exclamó Billy, con lamentable jactancia—. De todas maneras no podrá. Me figuro que Pony y Luke podrán mantener a distancia a Morgan y Carl, o al tal Murch o a quienquiera que vaya a guardarle la espalda. Creo que soy capaz de sacar y disparar antes que él. ¡No le tengo miedo!
—¿Y si te mata? —repitió.
—¡No vuelvas a decir eso! Estás tratando de asustarme. ¿Acaso quieres que huya de él?
—Sí —repuso Gannon, y Billy soltó un bufido—. Billy —prosiguió, aunque sabía que era inútil incluso antes de decirlo—. No estuviste en lo de la diligencia y mataste a Ted Phlater en defensa propia, pero no como se dijo en el juicio. Billy, no puedo verte morir como un estúpido. Yo…
—Nunca digas a nadie ni una palabra de eso —le dijo Billy fríamente—. Pase lo que pase, estoy con ellos. Eso es agua pasada. ¿Lo oyes? Es todo lo que te pido, Bud.
Eso le hizo daño, reviviendo el largo dolor de que Billy nunca hubiera esperado gran cosa de él. Se quedó tiritando al borde de la cama, y ahora que no miraba a su hermano, le parecía que Billy se había convertido en otra muesca más para Blaisedell, y en otro montón de tierra en Boot Hill marcado con una de las cruces de Dick Maples. Miró horrorizado el rostro de su hermano, iluminado por la luna.
—Billy, no te lo pregunto con mala intención y, si no quieres, no me contestes, pero ¿es que deseas morir?
Billy guardó silencio durante un rato. Se echó hacia atrás y su rostro se perdió en la sombra. Luego rió desdeñosamente golpeando el suelo con el tacón. Pero en su voz no había desdén alguno.
—No, creo que tengo miedo a morir como todo el mundo, Bud. —Se puso bruscamente en pie—. Bueno, me marcho. Pony y Luke están acampados en el cañón.
Se dirigió hacia la puerta y se caló bien el sombrero.
—Duerme aquí, si quieres. No voy a discutir más contigo. Sé que harás lo que se te ha metido en la cabeza.
—No te quepa duda —repuso Billy, en un tono puerilmente satisfecho—. No, me voy para allá. Gracias. —En la puerta, añadió—: ¿No me deseas suerte?
Gannon no respondió.
—¿Y a Blaisedell?
—A él no, porque tú eres mi hermano. Y a ti tampoco, porque estás equivocado.
—Gracias.
Billy tiró de la puerta y abrió.
—Espera —dijo Gannon, poniéndose en pie—. Billy, sé que si me mataran, tú perseguirías al culpable. Creo conveniente decirte que yo no lo haré. Porque no tienes razón.
—No espero nada de ti —declaró Billy, y salió, dejando la puerta abierta.
Gannon salió al pasillo. Estaba oscuro y no vio a Billy, pero al cabo de un momento oyó los lentos y sigilosos pasos que bajaban por la escalera. Aguardó a oscuras hasta que cesó el ruido, y luego cerró la puerta y volvió a la cama; se dejó caer en ella, enterrando la cabeza bajo la almohada mientras el dolor le desgarraba el alma como un puñal.