En la cárcel, Carl Schroeder, Peter Bacon, Chick Hasty y Pike Skinner comentaban las recientes expulsiones, mientras desde la puerta del calabozo, Al Bates, de la parte norte del valle, los observaba con la hirsuta barbilla apoyada en uno de los barrotes transversales.
—¿Creéis que la noticia habrá llegado ya a San Pablo? —preguntó Hasty.
—Dechine estuvo aquí —informó Bacon desde su silla del fondo—. Y volvió ayer al valle. Creo que, en prueba de buena vecindad, pararía donde McQuown de camino a casa para comunicarle la agradable noticia.
—No vendrán —afirmó Schroeder con el ceño fruncido, inclinándose sobre la mesa y arañando el tablero con la punta de un lápiz.
—Supongo que Johnny estará muy preocupado por si se presenta Billy —aventuró Hasty.
—O por si queda mal con Abe McQuown —terció Skinner—. Ése…
—¡Cállate! —cortó Schroeder—. ¡Estoy harto de oír cómo te metes con Johnny Gannon! —Arrojó el lapicero sobre la mesa—. ¡Él se presentó a que le pusiera la estrella, y tú no! ¡Déjalo en paz, señor Skinner, miembro del Comité de Ciudadanos!
—¿Se encargará MacDonald de que el Comité despida a Blaisedell por negarse a hacer lo que le decían con ese minero, Pike? —preguntó Hasty, mirando a Skinner por debajo del ala del sombrero.
—Ha hecho bien —contestó Skinner con el rostro agrio—. Nadie ha pensado en despedirlo. MacDonald despidió a ese cabrón de Brunk hace bastante tiempo, pero todavía sigue por aquí armando alboroto. Es competencia del comité expulsar a todos los elementos perturbadores, pero Blaisedell no puede enfrentarse a un cretino que ni siquiera sabe lo que es un revólver.
—El viejo Owen me contaba que oyó a unos mineros decir que si el comité despedía a Blaisedell, ellos podían unirse y contratarlo por su cuenta —dijo Schroeder—. Y su primera medida sería expulsar a MacDonald.
Los demás rieron.
—Corre el rumor de que la señorita Jessie tuvo algo que ver con que el comisario cambiara de opinión sobre Brunk —intervino Hasty.
—Por donde yo vivo dicen que se van a casar a escape —apuntó Bates desde el calabozo—. Hacen buena pareja.
Guardaron silencio durante un rato. Finalmente, Bacon suspiró y dijo:
—¿Pensáis que van a venir los cuatro a enfrentarse con él? ¿O no?
—No van a venir —repitió Schroeder con aspereza.
Empezó a rayar otra vez la mesa con el lápiz.
De pie en el umbral, Skinner sacudió la cabeza con preocupación. Se volvió cuando el entarimado de la acera crujió sonoramente bajo unos pasos que se acercaban.
—Ahí viene el juez —dijo Bates—. Corriendo con la muleta para fastidiar bien a todo el mundo.
El juez entró, pasando por delante de Skinner. Con los hombros encorvados por la muleta, y los faldones de la levita ondeando, parecía un pájaro negro, grande y torpe. Al detenerse, sus ojos congestionados lanzaron furiosas miradas por la estancia.
—¿Dónde está el ayudante del sheriff?
—¡Aquí! —contestó Schroeder.
De mala gana, se levantó de la silla del juez, y se apoyó en la puerta del calabozo.
—Tú, no. El otro.
—Durmiendo, supongo. Anoche se quedó hasta muy tarde.
—Se acabó lo de dormir —dijo el juez.
Soltó la muleta y, apoyándose con una mano en la mesa, se sentó con un gruñido. La muleta fue a parar al suelo.
—¡Ah, por favor, juez! —protestó Hasty—. Déjenos descansar de vez en cuando. No tenemos muchas distracciones.
El juez movió la silla con un chirrido para colocarse frente a los otros.
—Se hundiría el mundo y seguiríais durmiendo sin daros cuenta —declaró.
Se quitó el sombrero utilizando ambas manos, y lo colocó frente a él. Lanzó una mirada furiosa alrededor.
—Por Dios, juez, cómo apesta usted —dijo Skinner—. ¿Por qué no se viene al Corral Acme y entre Paul, Nate y yo le damos unos buenos restregones en el abrevadero?
—Pero yo no apesto de la misma manera que vosotros. —El juez se frotó los ojos rezongando para sus adentros. De pronto preguntó—: ¿Dónde esta Blaisedell? ¡Anda evitándome!
Todos se echaron a reír.
—¡Reíros! —exclamó el juez—. ¡Sabed, pobres ignorantes, podridos hijos de perra, que me tiene miedo!
—Ha ido a buscar sus pistolas de oro, juez —dijo Schroeder—. Luego vendrá.
Volvieron a soltar la carcajada, pero la risa se cortó bruscamente cuando en la puerta de la cárcel se proyectó una sombra. Apareció Blaisedell, agachando un poco la cabeza al cruzar el umbral. No llevaba chaqueta, sólo una limpia camisa de lino y una ancha canana de cuero repujado, con un Colt con cachas de madera de cedro enfundado sobre el muslo derecho.
—Juez —saludó, inclinando la cabeza hacia los demás—. Ayudante. Muchachos. ¿Me buscaba?
—Así es —contestó el juez, y Bates se rió por lo bajo—. Se lo advierto, comisario. Se ha quedado usted solo y desprotegido. El Comité de Ciudadanos ha decidido inhibirse ante todo aquel que pretenda imponer la ley en esta ciudad. Le habían ordenado algo que, además de ilegal y nocivo, era una puñetera y absoluta atrocidad. Y usted también se ha inhabilitado a sí mismo al negarse a cumplir sus instrucciones —y en tono triunfal concluyó—. ¡Ahí lo tiene!
Blaisedell se quitó el sombrero y lo sacudió despreocupadamente contra la rodilla. Tenía a la vez un aire divertido y arrogante.
—¿En nombre de quién está hablando, juez? —preguntó en tono amable.
—Hablo… —empezó el juez. Su voz se tornó aguda—. Hablo en nombre de… ¡Sólo le estoy avisando, comisario!
—¡Mira cómo le pincha! —murmuró Bates—. ¡Menudo zorro está hecho, el viejo juez!
Blaisedell le lanzó una mirada y Bates pareció avergonzarse.
—Acaba de imponer usted solo —prosiguió el juez, con más calma— una orden arbitraria, una ukase, a esos cuatro muchachos.
—¿Una qué? —inquirió Blaisedell.
—Juez, espere un momento —empezó a decir Schroeder.
—¡Una ukase! —exclamó el juez—. Una especie de decreto imperial. Lo que dicta el zar cuando promulga normas sobre la marcha. Acaba de colgarla en el asta de la bandera, y a usted con ella. Porque se ha esfumado el apoyo que lo sustentaba, y que en cualquier caso usted ya había desechado. ¡Le advertí que eso era lo único que tenía! Que no era mucho, pero ni eso le queda ya.
—No haga caso a esa boñiga de vaca, comisario —dijo Skinner, en tono conciliador—. Va un poco cargadito y desvaría. No habla en nombre de nadie. Y desde luego no habla por el Comité de Ciudadanos.
—Estoy hablando en nombre de su conciencia —replicó el juez—. ¡Si es que su orgullo le permite oírla!
—Pero si lo oigo perfectamente, juez —protestó Blaisedell. Permanecía inmóvil, con la cabeza inclinada, mirando al juez con las cejas enarcadas, y la boca, bajo el bigote rubio, firme y grave—. Aunque no sé lo que está diciendo.
—Estoy diciendo que ya no está obligado a rendir cuentas ante nadie. Carece usted de condición jurídica y social, la ha tirado a la basura. No se lo reprocho, comisario, pero ya no tiene responsabilidad alguna. Lo que le estoy diciendo es que no puede desterrar a esos cuatro individuos. Usted no es ningún órgano legislativo. No puede dictar una ley contra cuatro hombres. Como tampoco puede el Comité de Ciudadanos, pero ellos tienen un argumento más sólido que usted, señor Blaisedell: usted está ejecutando una ukase de destierro o muerte, y eso es ilegal, está al margen de la ley y equivale a un simple asesinato. ¡No hay ley que lo proteja a usted!
—¡Métase la ley por donde le quepa! —exclamó Skinner—. Ya hemos visto bastante ley en Bright’s City.
El juez volvió a masajearse los ojos. Luego, con una expresión de astucia, bizqueó hacia Skinner.
—Pero antes visteis la ley del linchamiento aquí en la ciudad —le dijo—. Y eso tampoco os entusiasmó, ¿verdad? Os gustó menos aún, ¿eh? —Apoyándose con fuerza en el tablero de la mesa, izó a medias su voluminoso cuerpo, y gruesas venas se le marcaron a los lados del cuello. Y concluyó, exclamando—: ¿Os gustó esa turba asesina? ¡Os aseguro que si hace lo que le han dicho, este hombre no será muy distinto de una banda de linchadores!
—¡Válgame Dios! —murmuró Bates en tono admirativo—. Apuesto a que podría derribar a gritos una pared de ladrillo.
El juez se dejó caer de nuevo en el asiento. La mirada intensamente azul de Blaisedell examinó, uno por uno, a todos los hombres que había en la habitación. Por último, volvieron a fijarse en el juez, y el comisario, fríamente, declaró:
—Un individuo es justo lo contrario de una chusma. Cuando alguien se suma a una banda de linchadores no es sino uno más de la jauría, que en conjunto no tiene ni cerebro ni nada. Afirmo que lo que usted acaba de decir no es más que una estupidez, y creo que lo sabe perfectamente. No tengo miedo, de modo que no he de mirar alrededor a cada momento para saber si tengo al Comité de Ciudadanos detrás de mí, dando su consentimiento con la cabeza. Ni a la ciudad, tampoco —añadió mirando a Hasty—. Porque en cosas como ésta, yo tengo más experiencia y sé desenvolverme mejor por mis propios medios.
—¡Acaba de decirlo en voz alta! —masculló el juez—. ¡Con su orgullo, se ha puesto usted por encima de los demás!
Blaisedell torció el gesto.
—Si me han contratado para mantener la paz en esta ciudad —repuso lenta y claramente—, procuraré hacerlo lo mejor que pueda. Juez, impediré que esos cuatro pájaros vengan a la ciudad tanto si me lo ordenan como si no.
—¡No va simplemente a prohibirles la entrada! ¡Los va a matar! Va a dispararles y a matarlos como a perros en plena calle, o ellos a usted. ¡Mantener la paz! ¡Si eso no equivale a ser un asesino y no conduce a muertes innecesarias, entonces es que no veo más allá de mis narices! ¡Mantener la paz! ¡Pero si usted la quebranta estruendosamente con su ukase imperial!
—Tal vez —repuso Blaisedell—. Pero lo más probable es que no vengan.
—¡Vendrán! —aseguró el juez—. Y voy a decirle por qué. Porque ahora, a ojos de todo el mundo, no son más que salteadores de caminos, y ellos lo saben. Si no vienen, eso es lo que seguirán siendo, además de unos cobardes. Si vienen, creerán que son absolutos y verdaderos héroes que demuestran su inocencia ante todo el mundo, además de romper una lanza en favor de la libertad. ¡Los hombres han muerto muchas veces por eso, y que Dios los bendiga!
—Se guardarán mucho de venir —terció Skinner.
—No les queda otro remedio. Y usted, señor Blaisedell, comisario de Warlock, lo ha dispuesto así. No hay otra salida. Así que tendrá que matarlos. Y eso lo pondrá a usted en mal lugar. Será su caída, hijo.
—No me llame hijo, juez —le dijo Blaisedell con toda tranquilidad. Una vena empezó a latirle en la sien.
—Comisario —dijo el juez con voz borrosa—, si entiende lo que le digo y sigue adelante a pesar de todo, que Dios lo ayude. Matará a unos hombres por orgullo. Cometerá un crimen repugnante a ojos de la ley, y deberá comparecer ante el tribunal de Bright’s City, o los ayudantes del sheriff aquí presentes deberán tirar sus placas al río. Porque no será más que un malvado criminal, un asesino, un forajido igual o peor que McQuown, y contra quien se revolverán hasta las piedras. Asesinato por orgullo, comisario; es un crimen antiguo y horrible por el que hay que responder.
Blaisedell retrocedió un paso, manteniéndose en el recuadro de sol junto a la puerta. Volvió a ponerse el sombrero, le dio un golpecito y volvió a recorrer la estancia con la mirada. Ninguno lo miró esta vez.
—Puede que alguien resulte muerto, juez —dijo Blaisedell en tono grave—. Pero esto es entre ellos y yo, porque ¿quién más saldrá perjudicado?
—Todos los hombres —repuso el juez.
Blaisedell se ruborizó, volviendo a adoptar la expresión arrogante que se pintaba en su rostro como una máscara. Pero su voz siguió siendo afable.
—Ha estado usted hablando del orgullo como si fuera algo malo, y no estoy de acuerdo. El orgullo es lo único que vale la pena en un hombre, y lo que le distingue de la manada. Ya lo hemos discutido antes, juez, y ahora le digo que el hombre que no tiene orgullo es un lamentable representante de la especie humana, que tenderá a colmar con whisky esa carencia. Porque el whisky no es más que orgullo, con el que puede uno llenarse la barriga.
Al juez también se le subieron los colores, mientras Bates se reía entre dientes y Schroeder esbozaba una sonrisa.
—Lo que ha dicho es una indignidad, comisario —replicó el juez—. Pero no digo que no sea así, de manera que a lo mejor soy más honrado que usted. Y tampoco me asusta usted, comisario.
—Usted es un pobre viejo, cojo y gritón… —dijo Skinner con repugnancia.
El juez señaló con el dedo al rostro de Blaisedell y advirtió:
—Como es usted un hombre honrado, y fíjese que nunca he dicho lo contrario, no puede avasallar a quien le demuestre que no tiene razón; eso lo sabe perfectamente, aunque no lo reconozca. Y eso es precisamente lo que quiero advertirle. Su orgullo lo conducirá algún día a enfrentarse en duelo a muerte con un hombre que tenga más razón que usted, y usted lo sepa. Y comprenda que está equivocado. ¿Qué hará, entonces? —Su voz se debilitó hasta hacerse casi inaudible—. Ésa es la pregunta, Clay Blaisedell. ¿Qué va a hacer entonces?
Se produjo un tirante silencio. El semblante de Blaisedell había empalidecido, salvo por dos puntos de color en sus mejillas.
—Juez Holloway, me parece que no sólo ha estado bebiendo —sentenció con su voz grave. Hizo una pausa inquietante y concluyó—: Creo que ha estado bebiendo al sol.
Hubo un estallido de carcajadas en el súbito relajamiento de la tensión, y hasta el propio Blaisedell sonrió.
—Bueno, me parece que voy a tomarme un whisky para rehacer mi malparado orgullo —anunció, dando media vuelta para marcharse.
—¡Comisario! —lo llamó Pike Skinner, con el semblante anguloso y poco favorecido enrojeciendo furiosamente—. Sólo quería decir…, sólo quería decir que el juez no hablaba por mí, y estoy seguro de que tampoco lo ha hecho por Schroeder. Supongo que sólo hablaba por el mal whisky de Taliaferro.
—Exacto, comisario —confirmó Schroeder.
—Lo mismo digo, comisario —terció Hasty, poniéndose en pie.
Peter Bacon no dijo nada. En su rostro ajado y moreno había una expresión de tristeza. El comisario le lanzó una mirada. Luego hizo un gesto con la cabeza a los demás y salió de la cárcel.
El juez se pasó las manos por la cara. Luego se volvió hacia Schroeder; tenía el sombrío rostro contraído y arrugado en torno a la verruga de la mejilla.
—Fíjate en lo que he dicho, Carl Schroeder. Matará a unos cuantos, y a ti te tocará detenerlo. ¿Lo oyes?
—No, no lo oigo —repuso Schroeder—. Se está comportando como una puñetera virgen, juez. Como si nunca hubiera visto matar a un hombre. No hay peligro de que tenga que detener a Blaisedell.
El juez se inclinó, gruñendo, a recoger la muleta, y luego, con la cara roja por el esfuerzo, se incorporó bruscamente y se la colocó bajo la axila. Se puso el sombrero, demasiado pequeño para su cabeza, y dijo con desdén:
—A lo mejor compruebas algún día que, si tienes que detener por algo a los hombres de McQuown, también tendrás que detener a otros por lo mismo. De manera que si Blaisedell sale a la calle y asesina a…
—¡Válgame Dios, juez! —exclamó Schroeder—. ¡Está usted confundido sobre quiénes son los asesinos!
El juez se dirigió cojeando a la puerta, haciendo ruido con la punta de la muleta. Pike Skinner lo fulminó con la mirada. Ya en la puerta, el juez se volvió, con el sombrero cayéndosele sobre un ojo.
—Todos lo estamos, muchachos —sentenció.
Y, girando sobre la muleta y la pierna buena, salió de la cárcel.