Curley Burne intenta mediar

Curley Burne entró en Warlock por el promontorio cabalgando junto a Abe. Cuando llegaron a Main Street notó, a tres metros de distancia, que Abe se ponía en tensión, viendo cómo se erguía aún más en la silla, la mano izquierda engarfiada en torno a las riendas, la derecha apoyada en el muslo, los ojos verdes lanzando miradas a derecha e izquierda por la calle casi desierta. Más allá, en la manzana central, había unos cuantos caballos atados frente a los salones, y, algo más lejos, un par de carromatos, con sus respectivos troncos de tiro, estaban parados frente al Almacén de Forraje y Grano de Egan. Peter Bacon conducía el carro cisterna a la altura de Broadway, con el agua chapoteando en la parte superior del depósito.

—Qué tranquila está Warlock —observó Abe con voz apagada.

—Eso parece —repuso Curley. Se sacó la armónica del interior de la camisa y empezó a tocar. Al ver que Abe fruncía el ceño, volvió a guardarla—. Muchos se habrán ido a Bright’s para el juicio de mañana. Dicen que hay mucha expectación.

Abe frunció los labios entre la roja barba. Echó un vistazo a la cárcel cuando pasaban por delante. El sol matinal hacía brillar el lado oriental del letrero perforado por las balas y deteriorado por la intemperie.

—¿Está Bud ahí dentro? —preguntó Abe.

—No se le ve.

—Probablemente habrá ido a testificar contra Billy —soltó Abe con acritud.

Hizo doblar a su montura hacia Southend Street; así evidenciaba su deseo de detenerse en Warlock en vez de pasar de largo. Curley supuso que su jefe había creído necesario pasar por la ciudad, y pararse, sólo para que lo vieran.

El mozo del almacén de Goodpasture estaba barriendo la acera frente a la tienda; al verlos empezó a agitar la escoba con mayor energía. En la estación de la diligencia había una voluminosa y destartalada Concord[14], y un empleado hacía recular a un caballo de tiro para enjaezarlo. Se les quedó mirando cuando entraron en el Corral Acme. Paul Skinner salió cojeando a su encuentro, silencioso y hostil. Nate Bush se escupió en las manos y empezó a clavar los dientes del bieldo en el heno como si estuviera lleno de serpientes.

Con ojos fríos y un color ardiente en las mejillas, Abe observó cómo Paul Skinner conducía al abrevadero a Prince y al negro.

—Vamos, Abe, tranquilo —musitó Curley.

Salieron del corral, Abe muy tieso con su camisa de ante y la canana por debajo del cinturón.

—Tranquilo, Abe —volvió a decir Curley con tristeza, repitiéndolo de nuevo pero en voz queda.

—¡Qué hijos de puta! —siseó Abe cuando cruzaban la combada valla de tablones hacia la esquina de la tienda de Goodpasture—. Se ponen en contra tuya en menos tiempo que se tarda en escupir. Enseguida corren a lamer el culo a quien viene de fuera y se vuelven contra el de casa.

En la esquina cruzó en diagonal por Main Street hacia la cárcel, con Curley a un paso detrás de él.

En la cárcel, Bud Gannon estaba sentado al otro lado de la mesa. Llevaba cuidadosamente peinado el tieso cabello castaño oscuro y tenía los brazos sobre la mesa, el sombrero colocado entre las manos. Junto a la puerta del callejón había un cubo mohoso y abollado con el mango de una fregona al lado, y el suelo aún estaba parcialmente mojado.

Bud los saludó con un movimiento de cabeza. Parecía cansado, y más delgado que nunca. Llevaba la estrella prendida en la pechera de su camisa de franela azul. Abe se detuvo nada más cruzar el umbral, y, en posición de descanso, echó una mirada por la estancia con cuidadosa atención. El calabozo estaba vacío, la puerta abierta de par en par.

—Bueno, ¿cómo va el aprendiz de ayudante del sheriff? —preguntó Curley, pasando por delante de Abe.

Como a todo el mundo de San Pablo, le caía bien Bud Gannon, siempre tan sobrio y tranquilo. Era muy diestro en el manejo de ganado, y por eso se le echaba de menos. La matanza de Rattlesnake Canyon lo había afectado mucho, de eso no cabía duda; se marchó a Rincón inmediatamente después. Sabía que Abe le guardaba rencor por eso y porque ahora no había vuelto a San Pablo.

—Estupendamente —contestó Gannon con una inclinación de cabeza—. ¿Cómo estás, Curley?

—Como una rosa.

—Vamos a Bright’s —dijo Abe.

Bud volvió a inclinar la cabeza.

—¿Dónde está tu jefe, el ayudante mayor?

—En Bright’s City.

—Parece que medio Warlock se ha ido para allá.

Curley se echó hacia atrás el sombrero, que quedó colgando del barboquejo a su espalda. Silbando entre dientes, se acercó a la puerta del calabozo y la hizo oscilar de un lado para otro entre las manos.

—¿Van a ir muchos de los vuestros, Abe? —le preguntó Bud.

—Unos cuantos —contestó Abe en tono solemne—. La gente de allá abajo tiene mucho interés en esto.

—No vamos a caber —terció Curley, haciendo describir a la puerta arcos cada vez más breves y rápidos—. Todo el mundo peleándose en la sala de juicio y llamándose mentirosos unos a otros.

Se rió al pensar en ello y en las mofletudas y sudorosas caras de los componentes del jurado. Abe se recostó contra la pared y cruzó las piernas.

—Pareces inquieto, Bud —observó—. No te preocupes por Billy. Todo saldrá bien.

—¿En serio? —repuso Bud, con voz ronca. Su delgado rostro había empalidecido—. Me alegro de saberlo. ¿Y cómo es que va a salir bien?

—Porque yo me ocuparé de que así sea —contestó Abe—. Son amigos míos y estoy decidido a que no los acusen con falsas pruebas ni los cuelguen por algo que no han hecho; por instigación de gente que anda detrás de mí. Yo doy la cara por los míos, Bud.

Curley bajó la vista cuando Bud dirigió la mirada hacia él; sabía que Abe había dicho en serio todo aquello, no sólo por Billy, sino por Pony y Calhoun también. Pero Luke les había contado que Pony y Calhoun planeaban asaltar la diligencia. Estaba muy bien eso de dar la cara por los suyos, ése era el primer principio; pero no había necesidad de lanzar una nube de polvo sobre lo que habían hecho o dejado de hacer. Era como si Abe estuviera tratando de engañarse a sí mismo tanto como a los demás.

—No te das cuenta de lo que les estás haciendo a los tuyos —le espetó Bud con voz ronca.

—¡Lo que les estoy haciendo! —exclamó Abe. Se movió ágilmente, apoyando la palma de las manos en la mesa, y miró con fijeza a Bud—. ¿Qué harías tú, dejar que los ahorcaran? ¿Permitir que colgaran a tu propio hermano? ¡Creo que lo harías, joder, sólo para que Blaisedell te diera una palmadita en la cabeza y te dijera lo buen chico que eres!

—Dejaría que tuvieran un juicio justo —declaró Bud.

—¡Un juicio justo! —repitió Abe, irguiéndose con una sonrisa burlona—. Me han dicho que Buck está llevando pasajeros gratis, para que todo Warlock pueda prestar testimonio contra ellos. ¿Juicio justo?

Bud no contestó, y Curley comprendió con horrible conmoción que no iba a hacer nada, que permitiría que colgaran a Billy sin mover un solo dedo.

—¡Por todos los santos! —exclamó—. Yo creía que tú… Pero ¿qué coño te ha pasado?

—¿Acaso crees que quiero…? —replicó Bud, volviéndose bruscamente hacia él.

—Yo sé lo que le ha ocurrido —lo interrumpió Abe—. Lo que le ha sucedido tiene un nombre: Clay Blaisedell.

Siguió hablando, pero Curley no lo escuchaba, miraba fijamente a Bud que, a su vez, no perdía de vista a Abe. De pronto se le ocurrió la idea, muy convincente, de que Bud no odiaba a Abe, de que quizá sintiera hacia el jefe algo parecido a lo que él mismo sentía. Sin embargo, había en él cierta frialdad, un vacío en el cual no cabían sus amigos, ni siquiera su hermano.

—¿De quién es esta ciudad? —estaba diciendo Abe—. Es decir, ¿quién estaba aquí desde un principio? Tú ya sabes quién, cuando Warlock no era más que el almacén de Cousins y el salón de Bill Hake. Pero entonces Richelin descubrió la mina de plata y empezaron a llegar avalanchas de gente, y ahora parece que ya no hay sitio para los primeros que vinieron.

—Hay sitio, Abe —objetó Bud.

—Si yo me lo hago, puede que sí. Me porté bien con la gente, Bud, me ocupé de mis cosas y salí adelante, y por eso me respetaban los de aquí. Pero ya no. Porque ha venido alguien que quiere echarme como a un perro sucio y apestoso. Volviendo a la gente contra mí…

Le empezó a temblar la voz y se calló. Bud repuso:

—Así que ahora vas a Bright’s City para que suelten a los tuyos con mentiras, o a meter miedo al jurado. O las dos cosas. Confundirás y burlarás a la justicia como te venga en gana, hasta que… —vaciló— hasta que consigas que Clay Blaisedell decida enfrentarse contigo, y encima dices que no lo entiendes.

—Lo entiendo —repuso Abe—. Entiendo que ha hecho que la gente lo tome por Jesucristo, lo que a mí me convierte en un malvado demonio surgido del infierno. Yo lo entiendo, y tú también, Bud. Me ocupé de ti y de Billy cuando vuestro padre murió. Pero supongo que lo has olvidado.

—No —contestó Bud—. No lo he olvidado. Pero hay algo que tampoco puedo olvidar.

—Es mejor olvidar ciertas cosas —se apresuró a apuntar Curley.

—¡Serás cabrón! —murmuró Abe. Curley vio que tenía la mano en el mango del cuchillo. Sus labios, apretados contra los dientes, estaban pálidos, y las alargadas arrugas de su rostro parecían aún más profundas—. ¡Hijo de puta!

Bud se pasó la lengua por los labios. Cuando habló, su voz era seca y apagada.

—Ahora estoy en contra de esas cosas, eso es todo —anunció—. En Rattlesnake Canyon pasó algo que era inevitable después de todo lo que había sucedido anteriormente. Porque lo de antes no estaba nada bien, y yo tenía que pensármelo —alzó la voz y añadió—: ¿Acaso te parece fácil? Crees que estoy a favor de Blaisedell y en contra tuya, cuando no es así. Pero sí estoy en contra de lo que hicimos en Rattlesnake Canyon. Y en contra de lo que pudo haber pasado la otra noche en el Glass Slipper, cuando Jack estaba dispuesto a disparar a un hombre por la espalda, como quien mata una mosca. Una, o diecisiete moscas.

Abe lanzó un bufido y gritó:

—¡Si dices que yo lo organicé todo para disparar a Blaisedell por la espalda, eres un embustero! —gritó Abe, aspirando aire entre los dientes.

—Vaya, Bud, no me digas que tengo que darme por aludido, ¿eh? Creí que era mi pelea. Aunque me eché atrás, claro —terció Curley en tono de broma, pero sintiendo verdaderas náuseas. Suspiró y continuó—: Ahí es donde te has equivocado, Bud. ¿Sabes dónde está tu error? Hemos hecho cosas que estaban mal, desde luego, pero te has equivocado al volverte contra los tuyos en vez de intentar cambiarlas. Contra tus amigos, Bud. ¡Contra tu propio hermano! ¡Eso no está bien! Son las personas más importantes en la vida; aparte de ellos, nadie más cuenta. Tus amigos y Billy, tu familia. ¡Sabes que es un error!

—Él no lo cree así —dijo Abe, más tranquilo—. Ya lo ves.

—¿Crees que Billy asaltó la diligencia y mató a ese pasajero, Bud? —inquirió Curley. Vio que Bud bajaba la vista y plegaba la copa del sombrero con el canto de la mano.

—Da la casualidad de que no fue él —declaró Abe.

—Luke dice que él no fue, Bud.

—Pero por ti que lo cuelguen —dijo Abe.

—Mató con ellos un miembro de la partida —recordó cansinamente Bud.

—¡Ah! Eso sí —replicó Abe, en tono de burla—. Le estaban friendo a tiros, pero él tenía que dejarse matar. Lo colgarán por tratar de defenderse.

—Pues deja que se defienda —recomendó Bud—. No lo colgarían si tuviera un juicio justo. Pero lo soltarán con falsedades sobre un delito que en definitiva no ha cometido, y se quedará con él. No, no lo colgarán, ni siquiera irá al penal del territorio, porque te las arreglarás para que salga libre. Y creo que nunca comprenderás que haciendo eso lo matarás.

Curley lo miraba sin comprender. Abe rió y dijo:

—¡Vaya! Eres de los que se angustian por todo, ¿verdad? —Su voz se endureció al añadir—: Bueno, ya sé lo que pretendes; quieres que nos cuelguen a todos por lo de Rattlesnake Canyon. ¿No es así? Eres como un predicador que sermonea con la condenación y el fuego del infierno porque se ha vuelto loco de tanto whisky malo. ¡Todo por un hatajo de apestosos mexicanos asesinos que no valían ni el plomo con que los mandamos al otro barrio! —Se interrumpió, restregándose la boca con la mano; y al ver el brillo de la saliva en la barba de Abe, Curley recordó al viejo McQuown en pleno ataque de nervios. Y entonces Abe gritó—: ¡Pero tú estabas allí! ¡Matando y aullando como todos los demás! —Y concluyó, bajando la voz—: Vale, ya estás advertido, Bud.

Bud se puso en pie y, arqueando los hombros, se plantó frente a Abe. De pronto parecía enfadado.

—¿Advertido de qué?

—Cade sabe que has estado diciendo por ahí que iba a matar a Blaisedell por la espalda. —Abe volvió a pasarse la mano por la boca, y Curley observó que rehuía la mirada de Bud; y la suya también. Entonces Abe sonrió y dijo—: Con suerte Billy te lo quita de encima, si no lo cuelgan.

—Cade debe tener miedo de que se lo diga a Blaisedell —repuso Bud, despacio—. ¿Y tú, Abe?

McQuown soltó un gruñido como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y se llevó rápidamente la mano al cuchillo. Curley se abalanzó sobre él y le atenazó la muñeca. Tuvo que emplear toda su fuerza para doblegar aquel puño de acero, y hacerle bajar el machete, mientras Abe fulminaba a Bud con la mirada, jadeando, con los dientes descubiertos y la frente perlada de sudor.

—¡Déjalo ya, Abe! —murmuró Curley—. ¡Quiero decir ahora mismo! ¡Estás haciendo el ridículo!

La mano de Abe se relajó entre las suyas. Abe enfundó el cuchillo.

—Porque yo no —dijo Bud—. Ni lo tendré. Ya está. Ahora podéis largaros de aquí. Me parece que ya nos hemos dicho todo lo que había que decir.

Los ojos de Abe centellearon cuando Curley se apartó de él.

—Vaya, Bud. Te lo aguantaría todo, como acabo de hacer hoy, porque hemos sido amigos. Pero no permitiré que me digas que me largue.

—Vamos a tomar un whisky antes de seguir nuestro camino a Bright’s, Abe —sugirió Curley—. ¡Estaría bueno! No voy a quedarme aquí si no soy bien recibido.

—Ve tú, si quieres —repuso Abe.

Se oyeron unos pasos que resonaban por los tablones de la acera, y en la puerta de la cárcel se proyectó una sombra. Abe se volvió rápidamente, llevándose la mano atrás.

Pike Skinner entró, y Curley casi soltó una carcajada de alivio. Pike parecía incómodo con un traje ajustado; llevaba un nuevo sombrero negro de ala ancha y una canana bajo la chaqueta. Se detuvo al verlos, y frunció el entrecejo. Sus grandes orejas enrojecieron.

—Vaya, Pike, hola —lo saludó Curley—. Llevas un traje pero que muy elegante.

—Te han venido a ver los amigos, ¿eh? —dijo Pike a Bud con áspera voz.

—¿Te disgusta? —inquirió Abe.

—¡Sí! —contestó Pike, mientras la cara se le ponía tan colorada como las orejas. Bizqueó de pronto como si tuviera un tic nervioso—. Me parece que aquí se está cociendo algo. Ahora hay claramente dos bandos, Gannon. ¡Tienes que elegir!

—Tú ya has elegido, ¿verdad? —dijo Abe—. Está claro que el hermano Paul ya se decidió por uno.

—Desde luego que sí —confirmó Pike.

Permanecía inmóvil, con las manos a la altura del cinturón, como si realmente no quisiera hacer movimiento alguno pero pensara que sería mejor tenerlas dispuestas por si le traicionaba la lengua.

—¡Buuu! —exclamó Curley, echándose a reír al ver que se sobresaltaba.

Pike se sonrojó aún más. Habló dirigiéndose a Gannon:

—Si estás con esta gente, dilo. Y márchate. Tienes que elegir bando, y yo…

—Y si no elijo, ¿qué? —inquirió Gannon.

Los ojos de Pike no cesaban de moverse, vigilando las manos de Abe y las de Curley. Éste oyó que Abe reía quedamente.

—¡Y nada de sentarse más en la baranda! —exclamó Pike.

Sonriendo, Curley apoyó las manos en la canana y distendió los hombros.

—Bueno, a mí que me den una buena baranda para sentarme tranquilamente. Lo seguiré haciendo a todas horas.

Bud no dijo nada y Curley comprendió que su antiguo compañero podía haber quedado bien con Pike, que estaba en el Comité de Ciudadanos y era un tipo bastante decente para ser de la ciudad, repitiendo la orden de que se marcharan los dos de allí. Pero Bud no lo había hecho, y por eso lo miró con respeto. Daba la impresión de que a Bud todo le importaba un carajo ahora mismo.

—Vámonos, Abe. No soporto estar en el bando que no sale elegido. Hiere mis sentimientos.

—¿Vas a Bright’s City, Pike? —preguntó Abe.

—¡Que me ahorquen si no voy!

—Nosotros también vamos. —Abe avanzó de costado hacia la puerta—. Hasta luego, Bud. Ya nos veremos cuando nos cuelguen a todos juntos.

Abe salió de la estancia. Curley se cogió el sombrero de la espalda y volvió a ponérselo, saludó a Pike y siguió a Abe. No miró a Bud. Alcanzó a Abe y caminó en silencio junto a él por la acera.

—Vamos por los caballos y salgamos para Bright’s —dijo Abe con voz sofocada—. Me asquea esta podrida ciudad.

—Desde luego está en contra tuya.

Lo sentía por Abe. Resultaba difícil soportar que todo el mundo te volviera la espalda. Sería desagradable para cualquiera, pero para Abe era horroroso.

—Hijos de una sucia puerca —exclamó Abe—. ¡Ojalá ardan todos en el infierno y Gannon el primero!

—Abe, no debías de haberle hablado así —dijo Curley de mala gana—. Es más frío que un témpano, no te quepa duda, y si yo viera las cosas como él las ve no podría mirarme al espejo mientras me afeito, pero… —Se interrumpió cuando Abe se detuvo en seco y se volvió hacia él. Su rostro mostraba una torva expresión, sus ojos eran como hielo verde—, pero hay que respetar a un hombre que hace lo que considera justo —prosiguió, devolviéndole la mirada—. Sea lo que fuere.

—Lo trataré con el mismo respeto que él a mí —replicó Abe—. Como una mierda.

—Abe —insistió Curley, pero McQuown empezó a cruzar la calle hacia el almacén de Goodpasture.

Yendo tras él, Curley sintió una turbia angustia por Abe, por Bud, por todos. Se preguntó cómo habían llegado las cosas a complicarse de ese modo; todo parecía ir de mal en peor. A lo mejor era por Blaisedell, después de todo.

Miró hacia donde se hallaba Mosbie. Habían bebido muchas veces juntos, Mosbie y él; ahora sintió otra punzada de angustia al ver el rostro cuidadosamente inexpresivo de Mosbie, el mismo de todos con quienes se encontraban. Sí, cómo odiaban a Abe, pensó; y a él también.

Mientras seguía a Abe entre el polvo hacia la esquina de Goodpasture y, luego, por la acera, hacia el Corral Acme, notó que la rabia empezaba a agitarse en su interior, generando un deseo de venganza. ¿Qué les había hecho él? En el fondo, pensó de nuevo, la culpa sólo podía ser de Clay Blaisedell.