I
Gannon esperaba solo en la cárcel. Sobre las diez apareció el juez, entrando por la puerta con el sombrero ladeado sobre un ojo, una botella bajo un brazo y la muleta en el otro, la pernera izquierda del pantalón vuelta cuidadosamente hacia arriba y cosida como un saco. Pesada y torpemente, se dirigió al otro lado de la mesa y, con un gruñido, se dejó caer en la silla que Gannon acababa de desocupar. Dejó la botella frente a él, y la muleta apoyada en la mesa.
—Se han ido sin ti, ¿eh? —dijo, volviéndose con dificultad hacia Gannon, que se había sentado en la otra silla, junto a la puerta del calabozo.
El rostro del juez tenía un color de hígado descompuesto. Gannon asintió con la cabeza.
—¿Y se te ocurre algún motivo? —inquirió el juez, sin dejar de observarlo con su turbia mirada.
—Sí.
—¿Cuál?
—Supongo que ya lo sabe, juez.
—Te lo pregunto a ti —replicó bruscamente el juez.
—Uno de los que persiguen quizá sea mi hermano.
—¡Válgame Dios! Si eres representante de la ley, tendrás que detener a tu propio hermano en caso de que la quebrante, ¿no crees?
—Sí.
—Aunque tal vez te inclines un poco hacia la gente de McQuown —añadió el juez, entornando los ojos—. O Carl teme que así sea. ¿No es cierto?
—No.
—¿Te inclinas entonces hacia Blaisedell, como la mayoría de la gente de aquí? ¿Al ver que va contra McQuown?
—No creo que me incline hacia ninguno de los dos bandos. No considero que sea mi deber inclinarme hacia ningún lado.
Se oyó ruido de pasos por la acera y Blaisedell apareció en el umbral.
—Juez —saludó, haciendo un movimiento de cabeza—. Ayudante.
—Comisario —contestó Gannon.
El juez se volvió lentamente hacia Blaisedell.
—¿Alguna noticia de la partida? —preguntó Blaisedell, apoyándose en el quicio de la puerta, el ala del sombrero echada hacia abajo para cubrirse los ojos.
—Todavía no —respondió el ayudante del sheriff, sintiendo la punzante mirada de Blaisedell.
Entonces el comisario bajó la cabeza para mirar al juez, que había murmurado algo.
—¿Cómo ha dicho, juez? —preguntó Blaisedell.
—He dicho: ¿quién es usted? —replicó el juez con voz apagada.
—Pero bueno, juez, creo que ya nos conocemos.
—¿Quién es usted? —insistió el juez—. Sólo dígamelo, para que yo lo sepa. Porque todavía no está claro quién es usted.
Gannon se removió inquieto en la silla. Blaisedell, irguiéndose aún más, frunció el ceño.
—Es algo que cualquiera tiene derecho a saber —prosiguió el juez. Su voz había crecido—. ¿Quién es usted? ¿Clay Blaisedell o el comisario de esta ciudad?
—Pues, las dos cosas, juez —contestó Blaisedell.
—Un hombre debe responder por lo que es —consideró el juez—. Me refiero a un hombre honrado. Y me pregunto si usted responde por el hecho de ser comisario, o de ser Clay Blaisedell.
—Por ambas cosas, supongo. Juez, no sé exactamente lo que usted…
—¿Por cuál de las dos primero? —soltó el juez.
Esta vez Blaisedell no respondió.
—¡Ah! Ya sé lo que está pensando. Piensa que soy un cojo borracho, un viejo insociable que le está dando la lata, pero tiene demasiada buena educación para decírmelo. Pues bien, yo sé lo que soy, señor comisario Blaisedell, o señor Clay Blaisedell, que incidentalmente es comisario de Warlock. Y quiero saber cuál de esas dos personas es usted.
—¿Por qué? —quiso saber Blaisedell.
—¿Que por qué? Pues porque me pongo a pensar y me parece que el problema de lo que se denomina orden público radica en que hay gente que actúa a favor y en contra. Guste o no, ha de haber quien se ocupe de ello. Pero la cuestión es que nunca se llega a conocer a las personas, de manera que ¿cómo va a saberse lo que va a hacer alguien? Así que me he dicho: ¿por qué no averiguarlo directamente? Acabo de preguntar quién es a Johnny Gannon, aquí presente, qué hace y de qué lado está, y me lo ha dicho. ¿Es que usted es mejor que los demás para negarse a contestarme?
Blaisedell siguió sin decir nada. Parecía pensar en otra cosa, tras considerar ociosas las palabras del juez.
—Permítame decirle algo más, entonces —prosiguió el juez—. Schroeder ha salido en persecución de los que asaltaron la diligencia y asesinaron a uno de los pasajeros. Supongo que él y esa partida preferirán matarlos, aplicando la ley de fugas, antes que traerlos aquí. Pero digamos que los cogen y los traen a todos. Bueno, pues lo más probable, por lo que he oído decir, es que habrá una caterva de gente dispuesta a lincharlos. Pero pongamos por caso que el linchamiento fracasa, o que Schroeder recuerda para qué está aquí y lo impide. Entonces se conducirá a esos bandoleros ante el tribunal de Bright’s, y es muy posible que salgan en libertad, como pasó con Earnshaw.
»Y entonces le tocará a usted, señor comisario, o lo que sea. Y por eso le pregunto de antemano si sabe usted quién es, y lo que representa. Si un hombre no sabe eso, bueno…, entonces nadie lo sabe salvo Dios Todopoderoso, y Él está muy lejos ahora mismo.
—Juez —dijo Blaisedell—, tengo la impresión de que no le gusta mucho lo que usted cree que yo represento.
—¡Yo no sé lo que usted representa, y tampoco parece que me lo vaya a decir! —Gannon escuchaba la entrecortada respiración del juez—. Bueno, a lo mejor puede decirme esto, entonces. ¿Por qué no llegó el propio Comité de Ciudadanos a constituirse en Comité de Vigilantes, como algunos cretinos querían hacer, en lugar de traerlo a usted aquí?
Blaisedell separó las piernas, cruzó los brazos sobre el pecho y frunció el ceño.
—Podrían haberlo hecho —afirmó con su voz grave—. Yo no siempre apruebo a los vigilantes, pero a veces no hay otra solución.
—¿Y por qué no los aprueba?
—Bueno, juez, pues por la misma razón que usted, supongo. Suelen empezar estupendamente, pero casi siempre se tuercen. La mayoría de las veces acaban siendo simplemente una banda de estranguladores, porque no saben cuándo disolverse.
—¡Un momento! —exclamó el juez—. Tiene usted razón, pero ¿sabe por qué se tuercen? Porque no responden de nada. ¡Ahí lo tiene! Todo hombre que se encuentra por encima de otros tiene que ser responsable ante alguien. Ha de rendir cuentas. Usted…
—Si se refiere a mí —lo interrumpió Blaisedell—, soy responsable ante el Comité de Ciudadanos.
—¡Ah! —exclamó el juez. Se irguió en el asiento y apuntó con el dedo al comisario—. Bueno, de todas maneras esto tiene mal cariz, y como es importante, aunque no lo parezca, le garantizo que no voy a dejarlo así como así.
—De acuerdo —repuso Blaisedell, con aire divertido.
—Le estoy diciendo algo por su propio bien y el de todos —prosiguió el juez en un murmullo—. Le estoy diciendo que un hombre como usted siempre ha de tener razón, cosa a la que ningún pobre mortal puede aspirar. Así que usted debe rendir cuentas, como sea. Ante alguien, ante todo el mundo, o…
—¿O ante usted, quiere decir? —dijo Blaisedell.
Gannon apartó la vista. Su mirada se detuvo en los nombres grabados en la pared de enfrente, que ahora resultaban ilegibles en la penumbra. Se preguntó ante quién habrían creído responder aquellos hombres, cada uno en su momento. Desde luego no ante el sheriff Keller ni el general Peach.
El juez no contestó y, al cabo de un momento, Blaisedell prosiguió:
—Juez, si un hombre dice que es responsable ante alguien es porque tiene miedo de afrontar las cosas por sí solo. Pues eso equivale a trasladar esa responsabilidad a otro hombre o a la administración de justicia o a lo que sea. Quien tenga que pensar siempre así, será un hombre ineficaz.
—No —replicó el juez; su voz se había apagado de nuevo—. Sólo un hombre entre hombres.
Volvió a beber, empinando la botella marrón hacia la base de la lámpara que pendía sobre su cabeza. Blaisedell continuaba con las largas piernas separadas y las manos apoyadas en la canana por debajo de la levita. De pie en el umbral parecía el hombre más alto que Gannon hubiera visto jamás. Al observarlo con atención, en estatura y volumen no era tan alto ni tan ancho de pecho como algunos que él conocía, pero la impresión persistía. La mirada azul de Blaisedell lo envolvió por un momento; luego se dirigió de nuevo hacia el juez.
—A lo mejor donde usted administraba justicia había suficiente sentido común para que la gente hiciera lo que dictaba la ley —continuó el comisario—. Pero usted debería saber que hay lugares en donde las cosas son distintas. Aquí lo son, y posiblemente la mejor solución consista en alguien que sepa manejar bien el revólver; para mantener la paz hasta que se imponga el cumplimiento de la ley. Eso es lo que soy, juez. No me mezcle usted con su ley, porque yo no pretendo ser un hombre de ley.
—Es usted orgulloso, comisario —afirmó el juez Holloway con la cabeza inclinada, la vista fija en las manos entrelazadas.
—Lo soy —convino Blaisedell—. Y usted también. Como toda persona decente.
—Se comporta usted como si siempre tuviera razón. Pero sólo la ley la tiene, porque está por encima de los hombres. Un mortal necesita mucho orgullo para creer que siempre tiene razón.
—Yo no he dicho que tenga siempre razón —objetó Blaisedell. Su voz parecía aún más grave—. Me he equivocado, y mucho. Y puede que vuelva a equivocarme. Pero…
—Pero entonces, se encuentra usted indefenso ante los demás mientras permanece en su error, comisario —advirtió el juez—. Eso es lo que trato de decirle. Y entonces, ¿qué?
—¿Cuando me desgaste, quiere decir? Bueno, pues entonces me marcharé, juez.
—No sabrá reconocer ese momento. Por su orgullo.
—Lo sabré. Eso sí que lo sabré. —A Gannon le pareció que el comisario sonreía, pero no estaba seguro—. Ya habrá quien me lo diga.
—Puede que haya miedo de decírselo —observó el juez.
Las facciones de Blaisedell se volvieron más pálidas, más frías; de pronto parecía furioso. Pero con la voz compuesta, concluyó:
—Supongo que reconoceré el momento cuando lo vea llegar.
Dicho lo cual dio media vuelta y desapareció. Los tacones de sus botas rompieron el silencio de la calle.
El juez alzó la botella para beber lo que quedaba de whisky. Con un desmadejado movimiento del brazo, la dejó en el suelo, junto a la silla, volcándola torpemente de un manotazo. Rodó con estrépito hasta chocar contra la puerta del calabozo, mientras él se inclinaba hacia delante llevándose las manos al rostro, pasándose los dedos por el pelo y rascándose el cuero cabelludo.
Al cabo de un buen rato se puso en pie y se encasquetó el sombrero, tambaleándose mientras se ajustaba la muleta bajo el brazo. Gannon alcanzó a verle la cara cuando salió balanceándose por la puerta. Con las mejillas intensamente coloradas, manifestaba una heterogénea mezcla de orgullo y vergüenza, miedo y dolor.
II
Era más de medianoche cuando regresó la partida. Gannon miraba por el umbral de la puerta con ojos inquietos mientras oía los gritos de la gente y el piafar de los caballos. Pasaban hombres corriendo frente a la cárcel, y tuvo la impresión de que el corazón se le salía del pecho, asfixiándolo. Apoyó las manos con fuerza sobre la mesa, obligándose a ponerse en pie, y salió.
La calle estaba llena a rebosar de gente que se arremolinaba en torno a los recién llegados. Alguien pasaba un farol frente a los jinetes, para alumbrarles el rostro: vio a Carl, Peter Bacon, Chick Hasty; la lámpara descubrió las ceñudas y asustadas facciones de Pony Benner, y el gentío aulló su nombre. La pálida luz reveló a Calhoun, y se elevó otro grito. Entonces Gannon vio a Billy, muy erguido en la silla, sin sombrero, con las manos atadas a la espalda.
El farol se balanceó de nuevo para mostrar un caballo sin jinete; pero no era así, como pudo comprobar, porque había un cuerpo atado a través de la silla.
—¡Ted Phlater! —gritó alguien en el súbito silencio.
—¡Ahorcadlos! —sobresalió una voz ebria entre el inmediato rugido de la muchedumbre.
—¡Venga, colguemos a esos hijos de perra! ¡Hay que ahorcarlos, muchachos!
—¡Cerrad el pico! —ordenó Carl.
Gannon bajó de la acera y se abrió paso entre la multitud. Carl desmontó, lo miró a la cara y lo agarró del brazo durante unos instantes.
—Mataron a Ted Phlater y Friendly consiguió huir, maldita sea —le explicó.
—¿Dónde está Big Luke, Carl? —volvió a alzarse otra voz de borracho.
—¿Dónde está McQuown?
—¡Os habéis olvidado de Abe y Curley, muchachos!
—¡Pero han traído al asesino del barbero!
Hubo carcajadas, más gritos.
—¡A colgarlos, muchachos! ¡Ahorcarlos! —insistía la primera voz, estridente y mecánica, como un loro.
—¡Chico! —gritó Carl a Peter Bacon—. Tú y Pike traedlos dentro.
Echó a andar hacia la cárcel, y Gannon se dirigió hacia el caballo de Phlater para ayudar a Owen Parsons a bajar el cadáver. La multitud se agitaba cada vez más, profiriendo gritos y amenazas, gastando bromas y burlándose de Pony, Calhoun y Billy, mientras se los obligaba a desmontar. El gentío avanzaba apretadamente hacia la cárcel mientras los prisioneros subían a la acera, donde un individuo mantenía en alto un farol a su paso.
—¡A la horca! ¡Colgadlos!
Gannon y Parsons bajaron el cadáver de Phlater del caballo y trataron de abrirse paso hacia la cárcel.
—¡Quitaos de en medio y marchaos a armar jaleo a otra parte, maldita sea! —gritó Parsons con voz ronca—. ¿Es que no tenéis respeto por los muertos?
Pasaron al fondo de la cárcel y depositaron en el suelo el cadáver de Ted Phlater, que se iba poniendo rígido; entonces llegó Peter desdoblando una manta, con la que lo cubrió. Pike Skinner desató los brazos a Calhoun; lo introdujo en el calabozo de un brusco empujón, junto con Billy y Pony, y Carl cerró la puerta de golpe y echó la llave.
Chick Hasty y Tim French entraron con la caja fuerte robada a la diligencia, que colocaron a empujones debajo de la mesa. La lámpara colgada del techo osciló como un péndulo cuando uno de ellos la rozó, y las sombras se alargaron frenéticamente por la estancia. La polvorienta ventana estaba repleta de rostros abotagados, sin rasgos, que se apretaban contra el cristal mientras un grupo de hombres se agolpaba en la puerta, queriendo entrar.
—¡Largo de aquí! —gritó Carl. Su rostro, grisáceo de polvo, mostraba señales de fatiga—. Esto no es un puñetero salón de actos. ¡Vosotros! ¡Marchaos de aquí antes de que me enfade!
Pike Skinner giró sobre sus talones y con los brazos extendidos los obligó a retroceder.
—¡Colgad a esos asesinos hijos de puta! —gritó alguien en la calle.
El atemorizado rostro de Pony apareció tras la puerta del calabozo, junto a las cadavéricas facciones de Calhoun, de barbilla prominente; Gannon vio la mano de Billy apoyada en el hombro de Calhoun.
—Por sus gritos, puede que intenten algo —advirtió con calma Peter Bacon.
—No, no harán nada —repuso Carl. Se desperezó, se rascó la espalda, y de pronto sonrió—. Bueno, tres de cuatro. Mejor que uno de dos, en todo caso, como la última vez.
—¿Quieres que nos quedemos esta noche, Carl? —preguntó Parsons, y Gannon vio que movía hacia él la cabeza entrecana.
Apartó rápidamente la vista, y se encontró con la mirada de Calhoun, que frunció los ajados labios, expectoró y escupió.
—Marchaos a casa a dormir un poco —contestó Carl, dejándose caer en la silla de detrás de la mesa—. Aquí somos suficientes.
—Yo me quedo —dijo Pike Skinner.
—Pues quédate. Chick, Pete y tú os vais a dormir. Mañana por la mañana los llevaremos a Bright’s.
Hubo un murmullo entre los hombres apiñados en la puerta. En la calle se oyó un grito apagado. Los componentes de la partida salieron a empujones, sus espuelas resonando y raspando la madera.
Cuando se marcharon, Pike Skinner cerró la puerta de golpe y la atrancó pasando la barra por los ganchos de sujeción. Los fantasmales rostros seguían aplastados contra los cristales de la ventana. En la calle se desató otro estallido de gritos y aclamaciones. Pike Skinner se dirigió pesadamente al fondo de la estancia, donde se dejó caer en una silla mirando a Gannon con hostilidad. Frente a la mesa, Carl Schroeder soltó un suspiro y se restregó los ojos con los nudillos.
—No os ha llevado mucho tiempo —observó Gannon.
—Dimos con ellos poco antes de que llegaran al río —le informó Carl, sonriendo—. Eran Pony y Calhoun. Se separaron, pero enseguida los alcanzamos a los dos. Un poco más abajo, Ted y Pike hicieron salir a Billy de entre unos árboles y…
—Fue Billy quien mató a Ted —lo interrumpió bruscamente Pike.
—Empezó a dispararme —protestó Billy desde el calabozo, con voz áspera—. ¿Qué tenía que hacer, quedarme de brazos cruzados y dejar que me matara?
—Carl —terció Pony—. No vas a dejar que esos cabrones nos saquen de aquí, ¿verdad?
—Cierra el pico —dijo Pike—. Hijo de puta, cobarde de mierda.
—Pensaba que querías que os soltara —dijo Carl—. Creía que me habías dicho que más me valía hacerlo, porque el jurado de Bright’s os dejaría libres de todos modos. Que así me evitaría molestias.
—Tengo que decirte algo, Bud Gannon —dijo Calhoun—. Acércate para que pueda decírtelo al oído.
—No hagas caso, Bud —terció Billy—. Que diga lo que quiera.
Sin mirar al calabozo, Gannon se apoyó contra la pared donde estaban grabados los nombres; pensaba en cómo iban revelándose los naipes poco a poco, adivinando cuáles eran antes de descubrirlos. Miró con fijeza los espectrales semblantes de la ventana y escuchó los gritos y murmullos de la calle. Era la única carta que no había previsto.
—¡Qué seguros estáis de haber cogido a los salteadores! —aulló Pony.
—¡Chitón! —ordenó Carl.
—¡Ni muerto me callo! ¡Os habéis equivocado de gente! ¡Sois unos…!
Carl se puso en pie, se volvió velozmente y dio un puñetazo a Pony en la cara a través de los barrotes. Pony cayó hacia atrás, maldiciendo.
—¡Que nos hemos equivocado! —exclamó Carl frotándose los nudillos—. Vosotros sólo recogisteis la caja fuerte de donde otros la habían tirado, ¿no?
—Es un error, de todos modos —apuntó Calhoun con voz queda, y soltó una carcajada; se echó hacia atrás cuando Carl levantaba de nuevo el puño.
Gannon miraba fijamente a Billy sintiendo por segunda vez que el corazón se le henchía en el pecho hasta ahogarlo; casi se le escapó otra carta. Billy se limitaba a devolverle la mirada con desdén.
—Fijaos cómo gritan esos tipos de ahí fuera —dijo Pike.
Gannon se puso en movimiento y Carl cogió la escopeta cuando llamaron a la puerta. Carl hizo un gesto a Gannon para que abriera. Era el cocinero mexicano del Boston Café; avanzando con cautela, entró con una bandeja tapada con un paño. La multitud lanzó un fuerte alarido en la calle y el mexicano mostró una expresión atemorizada a la par que depositaba la bandeja sobre la mesa y se marchaba. Mientras cerraba la puerta tras él, Gannon alcanzó a ver la densa y oscura masa apiñada en la calle, y los grupos de pálidos y barbudos rostros que surgían aquí y allá a la luz de los faroles. Alguien les dirigía una arenga desde la baranda de la esquina. Volvió a atrancar la puerta.
Carl pasó unas escudillas de carne y patatas a Calhoun. Pony arrojó la suya al suelo.
—Pues pasa hambre —le dijo Carl.
Pike cogió un filete con la mano y lo devoró, mientras Carl, también hambriento, atacaba el suyo. Gannon depositó su plato en el suelo, a su lado. Fuera hubo otra oleada de gritos, con una voz sobresaliendo entre las demás. Las palabras se perdieron en el tumulto. Las caras de la ventana habían desaparecido.
—Bud —dijo Billy. Pony y Calhoun se habían retirado hacia la oscuridad del calabozo. Gannon notó que Pike Skinner lo observaba—. ¿Qué demonios habrías hecho tú, Bud? —prosiguió Bill—. Con todo el mundo escupiéndote plomo por los cuatro puntos cardinales, ¿qué coño habrías hecho tú?
—No sé —contestó.
Carl simulaba que no escuchaba.
—En primer lugar —dijo Pike—, podrías haberte preguntado por qué te perseguía una partida.
Gannon vio que Billy torcía el gesto, y algo se contrajo en su interior. En la calle se oyó otro aullido, y Pony apareció de nuevo en la puerta del calabozo.
—¡Quédate ahí sentado, zampándote la cena! —le ordenó, y dirigiéndose a Carl, gritó—: ¡Que vienen! ¿Es que no los oyes?
—Si vienen ya los pararemos —replicó Carl—. Puedes dejar de mearte en los pantalones.
—Bud —llamó otra vez Billy.
—No te preocupes ahora de eso, Billy —le contestó Gannon con voz tensa.
Pike lo fulminó con la mirada desde la silla junto a la puerta del callejón. Carl estaba encorvado sobre la mesa, llevándose el tenedor del plato a la boca.
—Un largo paseo a caballo hasta Bright’s —observó Carl entre bocado y bocado—. Haríais mejor en dormir un poco, muchachos.
—¡Nunca llegaremos a Bright’s! —exclamó Pony.
—¡Ah, cállate! —le replicó Calhoun.
«Bud», oía Gannon, repetido una y otra vez, a pesar de que Billy no había vuelto a abrir la boca. De mala gana, volvió la cabeza para mirar de nuevo a su hermano y vio que le temblaban los labios bajo su lamentable bigote adolescente.
—Venga, Bud, di que me advertiste de lo que me esperaba —dijo Billy entre dientes—. Adelante, Bud.
—¿De qué serviría?
—De nada —convino Billy, desapareciendo.
Los muelles del jergón chirriaron. Gannon oyó que cuchicheaban en el calabozo.
—¿Por qué no se lo has dicho? —decía Calhoun.
Entonces, el jaleo de la calle subió de volumen, y algunos rostros volvieron a pegarse a la ventana.
Llamaron a la puerta con la palma de la mano.
—¡Carl!
Schroeder lanzó un gruñido y se puso en pie. Se limpió el bigote, se tiró hacia arriba de la canana y lanzó una significativa mirada a Gannon y a Skinner. Cogió la escopeta y con la cabeza indicó a Gannon que retirara la barra de la puerta.
Nada más hacerlo, Gannon retrocedió de un salto y sacó el revólver mientras la puerta se abría bruscamente hacia dentro. Dos hombres se precipitaron al interior, para detenerse en seco al ver la escopeta de Carl. Otro corrillo se apelotonaba en el umbral, y más allá Gannon percibió el enorme y violento empuje de la turba. Pike se acercó de un salto con el Winchester en las manos. De la calle procedía un grito continuado.
—Vas a tener que entregarlos —advirtió Red Slator alzando la voz, mientras Fat Vint y él retrocedían hasta reunirse en el umbral con los demás.
Justo detrás de esos dos, Gannon alcanzó a ver a Jed Smith, un capataz de la Thetis, a Nate Bush, Hap Peters, Charlie Grace, uno de los panaderos de Dick Maples, Kinkaid, un vaquero del norte del valle, varios mineros, y Simpson y Parks, chulos de algunas chicas de los burdeles baratos. Tenían el gesto hosco. Fat Vint parecía más borracho de lo habitual.
—¡Fuera de aquí, miserables hijos de perra! —los increpó Carl.
—¡No podrás detenernos! —gritó Charlie Grace, y a su espalda surgieron vítores de la sombría e informe masa.
—Espera a ver si puedo —replicó Carl—. Si crees que una pandilla de chulos de putas y palurdos borrachos va a asaltar esta cárcel, estás muy equivocado. ¡Largo de aquí!
—¡Os pisotearemos! ¿Lo oyes, Pike? —aulló Vint con arrogancia. Miró a Gannon con sus menudos ojos inyectados en sangre, y le advirtió con desprecio—: Y tú harás bien en mantenerte al margen si sabes lo que te conviene, Johnny Gannon.
—¡Largo de aquí! —ordenó Carl, con voz serena.
—¡Nos largaremos de aquí con ellos! —terció Slator—. Vamos a colgar a esos asesinos cabrones y, si nos obligas, pasaremos por encima de ti, Carl Schroeder. Ya sabes lo que pasará en Bright’s; todo el mundo lo sabe. Como hay Dios que saldrán libres, con McQuown mandando una docena de matones para asustar al jurado. ¡Y tú lo sabes, Carl!
Los hombres apiñados en el umbral empezaron a gritar como un solo hombre, y el vocerío se fue extendiendo a la calle hasta que el mundo entero parecía haberse puesto a gritar.
Carl esperó a que el alboroto se calmara un poco; luego dijo:
—Red, me gustaría verlos colgados tanto como a ti. Los he cogido yo, y he perdido a Ted Phlater. —Su voz subió de tono—. Fuimos nosotros quienes salimos por ellos y los capturamos mientras tú te quedabas aquí con esa pandilla, con el culo pegado al asiento y bebiendo whisky. ¡Así que ahora que lo más difícil ya está hecho, ni muertos nos los quitaréis! ¡Venga, largo de aquí!
Hundió la escopeta en el pecho de Slator, que retrocedió. Vint agarró el arma y Gannon le golpeó la manaza con el cañón del revólver. Vint soltó un aullido. Pike avanzó, y, amagando con la culata del Winchester, los echó del umbral.
—¡Arrolladlos! ¡Pisoteadlos, amigos!
—¡Joder, Bud, danos algo para que os ayudemos a contenerlos! —gritó Calhoun.
Sacaron de la puerta a los cabecillas del amotinamiento, y en la calle la multitud retrocedió. Pero avanzó de nuevo con un aullido salvaje. Unas manos aferraron la escopeta de Carl y tiraron hacia fuera. Carl cayó de rodillas, pero forcejeó y logró zafarse del gentío que se le venía encima. Gannon efectuó dos disparos al aire. Alguien gritó despavorido y la muchedumbre retrocedió de nuevo.
Los tres permanecieron juntos frente a la puerta de la cárcel. Carl jadeaba.
—¡No van a disparar! —gritó una voz ronca al fondo de la multitud—. ¡No se atreverán a disparar!
—¡Danos un arma, por Dios, Carl! —exclamó Calhoun.
—¡Maldita sea, Carl, por los clavos de Cristo, danos una pistola para contenerlos! ¡Bud!
—¡No seas estúpido, Carl! —dijo Slator.
—¡Quítate de en medio, Johnny Gannon! ¡Hijo de puta!
—¿Qué coño estás haciendo, Pike? ¡Deja que los cojamos!
Slator, Vint y Simpson avanzaron de nuevo; Vint sonreía.
—¡No vas a disparar, Carl!
—Un paso más —jadeó Carl.
—¡Danos una oportunidad, Carl! —aulló Pony.
—¡Un paso más, cabrones! —repitió Pike, mientras Gannon blandía el revólver hacia la cabeza de Simpson.
En Southend Street hubo tres disparos en rápida sucesión. Luego silencio, súbito y profundo. Gannon estiró el cuello y vio que el grupo de hombres se apresuraba a despejar la acera; entonces apareció Blaisedell, caminando aprisa, el revólver centelleando en su mano a la luz de los faroles. Un murmullo recorrió la multitud.
—¡El comisario!
—¡Blaisedell!
—¡Ahí llega el comisario!
—¡Es Blaisedell!
—¿Os hace falta uno más? —preguntó Blaisedell al unirse a los que guardaban la cárcel.
—Eso parece —contestó Carl, dejando escapar un suspiro en forma de larga, trémula y susurrante carcajada—. Ya lo creo, comisario.
—¡Vamos a llevarnos a ésos para ahorcarlos, comisario! —gritaron al otro lado de la calle.
—¡No podrá impedirlo, comisario! —fanfarroneó Fat Vint—. Lo pisotearemos con los demás. Vamos a…
—Ven aquí y pisotéame —le retó Blaisedell.
Vint dio un paso atrás. Los que estaban a su alrededor se apartaron.
—¡Ven aquí! —repitió Blaisedell—. ¡Acércate!
Vint dio un paso al frente. Su rostro parecía una masa gris.
—Esto no es de su incumbencia, comisario —gritó alguien, pero el resto del gentío permaneció en silencio.
—¡Ven aquí! —insistió Blaisedell una vez más, peligrosamente.
Vint sollozaba de miedo, pero avanzó otro paso. La mano de Blaisedell se alzó de pronto, y el cañón del revólver centelleó al bajar, golpeando al intruso. El voluminoso individuo dio un grito al caer. De nuevo se hizo el silencio.
—¡Maldito sea, comisario! —gritó Slator—. Este asunto no es de su…
—¡Ven aquí! —replicó Blaisedell. Como Slator no se movía, hizo un disparo al entarimado del piso. Slator saltó y dio un chillido—. ¡Ven aquí!
Slator avanzó unos pasos, intentando protegerse la cabeza con las manos. Blaisedell abatió el cañón del revólver y el otro retrocedió trastabillando. Unas manos lo cogieron y se perdió entre la multitud.
—Llevaos a ése también —ordenó Blaisedell, y los mismos hombres se apresuraron a retirar a Vint de la acera.
—¡Esta noche le has hecho el trabajo a McQuown, Blaisedell! —vociferó alguien.
—Si tienes algo que decir, acércate y dilo —le sugirió Blaisedell, sin gritar—. Si no, lárgate. —Nadie dijo nada. Hubo cierto movimiento en Main Street. Blaisedell, alzando la voz, añadió—: Entonces marchaos todos. Y por el camino pensad que quien participa en un linchamiento no puede caer más bajo.
En la calle hubo amargos murmullos, pero la turba empezó a dispersarse. Blaisedell enfundó el Colt. Gannon observó su rostro de perfil, duro y desdeñoso, y pensó en cuánto iban a odiarlo por esto. Pero había evitado un tiroteo; y salvado vidas, probablemente.
—Bueno —dijo Carl, enjugándose la cara con el pañuelo—, muchas gracias, comisario. Creo que ahí no había uno solo por el que valiera la pena molestarse. Pero que me ahorquen si no es odioso que te atropelle esa pandilla de rebuznantes idiotas, repletos de whisky.
Blaisedell asintió. Pike Skinner, observó Gannon ahora, miraba al comisario con un respecto reverencial no exento de incredulidad.
—¿Se han asustado los prisioneros? —preguntó Blaisedell.
—Maullaban como una caterva de gatos —contestó Carl, jadeando y riendo entre dientes.
Blaisedell volvió a afirmar con la cabeza. De pronto dijo, con voz airada:
—Una multitud cómo ésa repugna a cualquiera. Son hombres que pretenden pasar por bravos y duros, pero cada uno de ellos tiene tanto miedo del que está a su lado que se limita a hacer lo mismo que él. —Mirando sucesivamente a Pike y Gannon, añadió, a modo de disculpa—: Bueno, no he debido inmiscuirme. Supongo que vosotros solos os habríais bastado para solucionar la situación, muchachos. Pero me asquea una turba como ésa.
—Me parece que no habríamos podido con ellos, comisario —confesó Pike—. Las cosas se habían puesto bastante feas.
—Yo creo que habríamos tenido que disparar —dijo Gannon.
Blaisedell sonrió dejando ver brevemente unos dientes blancos por debajo del bigote. Hizo un gesto de saludo marcial, como reconociendo con ello el cumplido. Los cuatro guardaron un embarazoso silencio, mientras veían cómo la multitud se iba dispersando en la oscuridad. Entonces Carl dio media vuelta y se dirigió al fondo de la cárcel, con Pike detrás. Sin la presencia de los otros, Blaisedell dijo a Gannon:
—Me han dicho que su hermano estaba con ellos.
—Sí.
—Qué lástima, un chico tan joven —observó Blaisedell, permaneciendo un momento con él, como esperando que le dijera algo, pero a Gannon no se le ocurrió nada y al cabo de un tiempo el comisario añadió—: Bueno, me marcho.
A grandes zancadas se perdió en la oscuridad.
Gannon volvió despacio al interior de la cárcel. Tenía la ropa empapada de sudor. Billy estaba solo a la puerta del calabozo.
—Vaya —decía Carl a Pike, apoyado contra una esquina de la mesa con los brazos cruzados—, menuda lección sobre cómo dispersar a una multitud. Abriéndoles la cabeza de uno en uno.
—No es tan fácil —apuntó Pike con aire compungido—. Porque hay que ser un hombre para eso.
Señaló hacia la puerta con un movimiento de cabeza.
Gannon bajó la mirada hacia el cadáver de Phlater, cubierto con la manta, a quien Billy había matado. Así que las cartas que no había adivinado carecían de importancia. El intento de linchamiento había fracasado. Sabía que Billy no había participado en lo de la diligencia, pero con Phlater muerto y el terco orgullo de su hermano, eso carecía de importancia. De esa manera, ya podía ir descubriéndose el resto de los naipes.
—Dejad de hablar de ese hijo de perra de las pistolas de oro y dejadnos dormir un poco aquí dentro —dijo Pony con fiereza.
El semblante de Carl se endureció, y Pike exclamó con voz ronca:
—¡Ese hijo de perra de las pistolas de oro acaba de salvaros la puta vida!
—Dormíos pensando en eso —les recomendó Carl.
—Traednos sus botas y se las lameremos. Como a él le gusta. —La voz de Billy era amarga como el hielo—. Como hacéis todos. Traednos sus putas botas.
Pike avanzó un paso hacia la puerta del calabozo y Billy retrocedió. Ahora no se veía a ninguno de los que había allí encerrados, pero Gannon tenía la sensación de traspasar la profunda oscuridad de la celda y ver más allá, más lejos aún de Bright’s City, de penetrar las densas e irrevocables sombras y percibirlo todo excepto los detalles concretos.
Al cabo del rato, salió y se dirigió al Boston Café, donde pidió una cafetera para llevársela a la cárcel y pasar la noche en vela, observando cómo Carl y Pike luchaban con el sueño. Por la mañana, Peter Bacon les facilitó un carruaje especial y Carl, Peter Bacon, Chick Hasty y Tim French llevaron a los prisioneros a Bright’s City para que fueran juzgados.