Morgan recibe visitas

I

Morgan llevaba toda la tarde esperándola, pero se sobresaltó cuando llamaron a la puerta del callejón, aun sabiendo que era ella. Se puso en pie y se pasó las manos por las sienes, se tiró de las puntas del chaleco y se abrochó la chaqueta. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta; al principio no vio nada y guardó silencio, esperando que los ojos se le habituaran a la oscuridad.

Ella se había apartado a un lado, adonde no le daba la luz.

—Os he dicho que no me molestarais, muchachos —dijo él, haciendo ademán de cerrar la puerta de golpe.

—Tom —dijo ella, acercándose—. Soy Kate.

Se suponía que al verla tendría que llevarse una sorpresa descomunal.

—¡Vaya, hombre! —exclamó—. Ahora me persiguen por todas partes.

—Sí —dijo Kate.

Parecía decepcionada, lo cual agradó a Morgan. Se echó a un lado y ella entró, alta, toda de negro: sombrero negro con adornos de guindas, falda negra con gruesos pliegues en las caderas, negra y amplia chaqueta; la blusa de volantes blancos como único contraste.

Kate cruzó las manos, enguantadas en mitones negros de malla, mientras veía cómo cerraba la puerta. En la blanca palidez de sus facciones había una expresión contenida, pero tensa y llena de odio.

—¿Es que no puedes pasarte sin mí, Kate? —inquirió Morgan, sonriendo al captar la mirada de sus ojos negros. Pero, al ver que no contestaba, se retiró de mala gana al escritorio, cogió un cigarro de la caja de plata que había sobre el tablero, y lo encendió—. Tenías que haberme avisado de que venías.

—¿No lo sabías?

—Te habría recibido con una banda de música.

—¿No… no lo sabías? —insistió ella.

Morgan frunció el ceño, como si se le acabara de ocurrir una idea. Luego se echó a reír.

—Supongo que habrás venido esta tarde en la diligencia. Bueno, ha habido un poco de alboroto, ¿no?

—¿No sabes quién era el que han matado? —preguntó Kate.

Ahora lo miraba con menos fijeza que hacía un momento, y Morgan pensó que había conseguido despistarla. Y si no, al final sólo tenía que decirle la verdad y ella tampoco daría crédito a sus palabras. Parecía muy cansada, pensó él; daba la sensación de haber envejecido desde la última vez que la vio, a pesar de que no habían pasado ni dos años.

—Alguien dijo que parecía un jugador profesional. —Se interrumpió, frunció de nuevo el ceño y sonrió otra vez—. ¿Por qué?, ¿iba contigo? Creía que estabas harta de jugadores, Kate.

—Era hermano de Bob Cletus.

La miró con incredulidad. Soltó otra carcajada. Dejó el cigarro, siguió riendo y observó un temblor en el labio superior de Kate, de odio hacia él, o como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—¡Santo Dios, qué manera de pasar por todos esos Cletus!

Ella dejó escapar un sonido gutural y luego dijo, con voz trémula:

—Sabías que vendría, Tom. ¡Te dije que lo haría!

La risa de Morgan se apagó como si hubieran cerrado un grifo. La miró fijamente a los negros ojos, ya velados de lágrimas, y dijo:

—De haber sabido que venías con algún pistolero barato que te habrías ligado en cualquier sitio, tú tampoco habrías llegado aquí, maldito buitre.

—Ah, no pienso que lo mataras tú —dijo Kate—. Creo que eso se lo habrías encargado a Clay. Igual que hiciste con Bob.

Se suponía que con eso lo dejaría sin habla. Pero Kate no pudo evitar que le temblara la voz, y Morgan casi sintió lástima de ella.

—O podría no haber hecho nada y dejar que se suicidara desafiando a Clay. Igual que la otra vez.

Kate apartó la cara de él, dejando caer pesadamente las manos a los costados. Morgan observó que alzaba la vista hacia el cuadro de encima de la puerta. Sintió un alivio casi feroz al pensar que no se había presentado en Fort James con Pat Cletus cuando él vino a Warlock y Clay se quedó en Fort James.

—De manera que te pusiste a buscar a su hermano para que se cargara a Clay. Tardaste mucho.

—No lograba encontrarlo —explicó Kate con voz apagada—. Así que lo dejé. Pero entonces me tropecé con él.

Hizo una pausa, como si no tuviera nada más que decir.

—Y todo para nada. Bueno, mala suerte, Kate. Aunque a lo mejor hay otro hermano, o algún primo, en Australia o cualquier otro sitio.

Kate sacudió brevemente la cabeza. Le recordaba la figura de una caja de música cuando se le acaba la cuerda.

—¿No tienes para el billete? Vaya, ahora que me acuerdo, te debo dinero.

Se llevó las manos al cinturón del dinero, y vio que el rostro de ella volvía a la vida.

—¿Quieres pagarme para que me vaya? ¡Espero que me ofrezcas mucho, porque no pienso irme!

—¿Así que vuelves conmigo, después de todo?

No debía haberlo dicho. Vio asomar claramente la repugnancia en sus facciones, y le costó un gran esfuerzo mantener la sonrisa que le estiraba dolorosamente los labios. Pero continuó:

—He montado un buen local ahí dentro, y aquí tengo un bonito apartamento. Podría instalarte por todo lo alto. Tendrías que ejercer tu oficio de cuando en cuando si ando escaso de dinero, pero…

Ella se limitó a mirarlo fijamente.

—¿Te marchas, entonces? —inquirió.

Sabía que era mejor no subestimarla, por cansada y conmocionada que estuviera. Él también se sentía enormemente fatigado. Había pensado que el odio no le hacía mella. Creía estar habituado a él.

—No —replicó Kate—. No, me quedaré para ver cómo matan a Clay Blaisedell de un tiro, igual que él acabó con Bob.

—¿Lo harás tú misma?

—¿Tienes miedo de que lo intente? No, no lo haré.

Morgan se sentó en su butaca y, tras dar una calada al cigarro, exhaló una bocanada de humo.

—A lo mejor encuentras aquí a alguien dispuesto a hacerlo. Parecido al que acabas de perder. —Su voz sonaba áspera y gutural—. Los hay tan duros como para intentarlo a cambio de la posibilidad de acostarse gratis con una zorra rabiosa.

Se animó ante el placer de ver cómo se le descomponían las facciones. Pero enseguida recobró el dominio de sí misma. Se limitó a sacudir la cabeza.

—Vaya, Kate, me parece que te has ablandado.

—No —repuso ella, y de nuevo pudo observar Morgan lo agotada que estaba—. Nada de eso. Busqué a Pat Cletus por todas partes. Recorrí más de siete mil kilómetros en su busca, los diversos sitios en donde me enteraba de que podía estar. Como no daba con él, pensé en dejarlo. Entonces, hace un mes, lo encontré en Denver, vinimos para acá y lo asesinaron. No sé si tú eres el culpable o no; pero debí imaginarme que lo matarían. Como sabía que matarían a Bob si él te decía que iba a casarse conmigo.

—Ya te he dicho en cierta ocasión que nunca vino a verme.

—Así que eso también fue culpa mía —prosiguió ella, como si no hubiera oído las palabras de Morgan—. Tendría que haber visto tu cadáver antes de pensar en casarme con Bob Cletus. O podríamos haber huido a Australia. Pero fui yo quien lo mató al permitir que fuera a verte. Y maté a Pat cuando lo obligué a venir aquí. Ya estoy harta de tanta muerte.

Morgan hizo un gesto comprensivo con la cabeza, y vio cómo la desesperación contraía de nuevo su semblante.

—¡Pero veré cómo matan a Clay Blaisedell! —aseguró ella—. Quiero verlo, y lo seguiré adondequiera que vaya hasta que lo vea. —Respiró hondo, y sus labios se contrajeron como si intentara sonreír. Luego prosiguió—: Lo he visto esta noche. Me ha mirado como si fuera una aparición, y pensé lo maravilloso que sería convertirse en fantasma y perseguir y torturar a quien… al que… —su voz volvió a quebrarse—, ¡a quien me arrebató la única oportunidad que he tenido en la vida! —gritó—. ¡A quien mató al único hombre decente que he conocido! ¡Y tú hiciste que Clay lo matara!

De pronto brillaron lágrimas en sus mejillas.

—Entonces, ¿por qué no buscas a alguien que me mate a mí?

—¡No! Porque a ti no te importa morir. Te conozco bien. Pero sé que te importa Clay. Creo que de haber pensado que te daba igual lo que le pasara, habría dejado las cosas en paz. Pero lo seguiré y me convertiré en una obsesión para él. Y para ti.

—Y para ti también, ¿verdad?

—Puede que sí —admitió ella, encogiéndose cansinamente de hombros—. Y también viviré obsesionada por no saber que siempre harás lo más horrible que se te ocurra. A mí o a cualquiera —alzó la voz con estridencia—. ¡Pero me quedaré aquí, esperando a verlo! Cada vez que me veas sabrás que sólo espero verlo morir como Bob murió. Y dondequiera que se encuentre, allí estaré yo cuando alguien acabe con él de un tiro. ¡Y luego vendré a reírme en tu cara!

—Nos reiremos mucho juntos, Kate.

Ella empezó a sollozar. Se llevó una mano a los ojos y luego la bajó, como si fuera demasiado orgullosa para ocultar las lágrimas. Se ponía fea cuando lloraba; Morgan se acordaba de eso.

—Ven cuando te apetezca y nos reiremos a gusto —insistió él, con desparpajo.

Ella no respondió, dirigiéndose a la puerta. Morgan se quedó mirando el balanceo de su falda plisada, su cabello, negro azulado a la luz, por donde le sobresalía bajo el sombrero. Su semblante, pálido y contraído, se volvió hacia él una vez, y luego la puerta se cerró de golpe a su espalda y desapareció.

Su fragancia a agua de lavanda permanecía en sus fosas nasales. Sintió un pequeño escalofrío, y estiró los brazos de un modo exagerado. Lo había hecho bien esta noche, pensó; no le había dado nada. Nunca le había hecho concesiones. Vio, grabada de forma indeleble en su memoria, sus cansadas facciones, cargadas de odio. Pero había habido buenos tiempos, una vez.

II

No habían transcurrido diez minutos desde la marcha de Kate cuando Clay entró por la puerta que comunicaba con el Glass Slipper. Se quitó el sombrero, se pasó los dedos entre el espeso cabello rubio y se sentó al otro lado del escritorio. Dejó el sombrero en la mesa frente a él y luego lo apartó un poco, como si la exacta colocación del mismo fuera muy importante.

—¿Ha vuelto la partida? —preguntó Morgan.

Clay negó con la cabeza. Sus ojos tenían un profundo cerco de sombra, su boca era un tenue rastro bajo el trazo del bigote. A juzgar por su aspecto, había estado bebiendo un poco.

—¿Quieres whisky, Clay? —preguntó Morgan, poniendo la mano en el cuello de la licorera como si quisiera estrangularla.

Clay volvió a sacudir la cabeza.

—Acabo de enterarme de algo capaz de estremecer a cualquiera —anunció Clay.

—¿El qué?

—El pasajero a quien mataron los salteadores. Cuando oí su nombre no me lo creía. Pero he ido a echar un vistazo a la carpintería.

—¿Lo conocías? —preguntó Morgan, dejando la licorera.

—De oídas. Me habían dicho que Bob Cletus tenía un hermano en alguna parte de los Dakota.

«En Denver», le corrigió Morgan para sus adentros.

—¿Cletus? —inquirió en voz alta.

—Pat Cletus —confirmó Clay, bajando la vista hacia su sombrero—. Éste se llamaba Pat Cletus. Una mirada bastaba para confirmar que era su hermano.

Morgan soltó un silbido.

—Venía por mí, supongo —aventuró Clay.

—No sé. Parece que andaba por aquí por casualidad.

Clay negó de nuevo con la cabeza, y Morgan se retrepó en la butaca, hundiendo los pulgares en los bolsillos del chaleco. Con toda tranquilidad, preguntó:

—¿Qué habrías hecho tú?

—Largarme.

—Si hubiera venido por ti, según crees, y te hubieras largado supongo que te habría seguido la pista.

Tras un breve silencio, Clay asintió.

—Pues, claro. Así son las cosas, ¿no?

—Entonces, tal vez esos chicos de San Pablo te hayan hecho un favor matándolo —sugirió Morgan, intentando sonreír y sintiendo los labios resecos contra los dientes.

—Sí —admitió Clay.

Con los codos encima de la mesa, juntó las manos por la punta de los dedos y miró por el hueco, como haciéndose pantalla en los ojos para divisar algo a gran distancia.

—¡Tonterías! —exclamó de pronto Morgan, ferozmente—. No me explico cómo se te ha metido en la cabeza que Bob Cletus no andaba buscándote las vueltas. Te lo advirtieron. Y yo creo que te negaste a admitirlo para pasarte la vida reconcomiéndote. Estupideces. ¡Maldita sea, Clay!

—Lo que es una tontería para una persona puede que no lo sea para otra, suele ocurrir —sentenció Clay—. Para ti las cosas son diferentes. Si tú sufres un importante revés en tu negocio, otra inversión puede ayudarte a recuperar lo perdido. Si yo fracaso en mi profesión, lo pierdo todo.

—Si pierdes en lo tuyo, dejarán que te quedes con las botas puestas —dijo Morgan.

Intentó sonreír y vio que Clay tenía intención de responderle con otra sonrisa. Pero se limitó a mover la cabeza; no era eso lo que había querido decir.

—Dejar que un Cletus acabe contigo de un tiro porque has matado a alguien de su familia… ¿qué clase de profesión es ésa?

—Una profesión justa —contestó Clay, aún más débilmente, crispando de nuevo los labios.

«Maldito idiota —pensó Morgan, ya ni siquiera enfadado—; pero ¡qué estúpido!»

—Bueno, entonces es muy extraña, con un sentido de la justicia más raro aún —observó con cierta cautela—. En tu oficio tendrás que matar a alguien alguna vez. Pero cuando uno de sus parientes venga por ti, no podrás hacer otra cosa que quitarte la artillería y ponerte a rezar.

—Sólo los parientes de Cletus. Ya sabes lo que quiero decir. No intentes dejarme en ridículo, Morg. —Con sumo cuidado, movió el sombrero cinco centímetros a la derecha—. Hay algo más, aparte de Cletus.

—Lo sé.

—¿La has visto?

—Oí decir que venía una mujer con él en la diligencia. Así que si era un Cletus…

—Supongo que se pondría a buscarlo cuando se marchó de Fort James.

—Hay gente que preferiría ver en Warlock antes que a Kate.

—Antes nunca habrías dicho eso.

—Hubo un tiempo en el que también podía comer guindillas. Pero entonces era más joven.

—No puedo mirarla a la cara —dijo Clay con voz inexpresiva—. Creo que podría mirar de frente a cualquier Cletus, pero no a ella.

Morgan alargó de nuevo la mano hacia la licorera. Clay no acostumbraba a dejarse vencer por esos estados de ánimo, pero cuando lo hacía Morgan se enfadaba, primero con Clay, y luego consigo mismo; y unas veces se lo tomaba como una broma sin gracia, y otras lo sentía como una pesada carga, porque así era para Clay. Aún no había descubierto cómo debía actuar con él cuando se ponía así.

—¿Un poco de whisky, Clay? —preguntó.

Por favor.

Sirvió dos vasos, y se preguntó si Clay tenía idea de lo que había hecho por él el hombre con quien estaba bebiendo.

—¡Salud! —brindó.

—¡Salud! —repitió Clay.

Bebió el whisky de un trago y se levantó, poniéndose el sombrero. Ya de pie, con una expresión ausente y tranquila en el rostro, dijo:

—Hubo un tiempo en que rezaba para que lo que había hecho no hubiera sucedido. Es difícil reprochar a otro algo que ha hecho impulsado por el miedo, pero tú sí puedes culparte por tus actos. Siempre con los nervios de punta y el dedo en el gatillo, y viendo en cada esquina a un tejano que venía por mí. Pero quizá sea bueno tener algo así en la conciencia.

Se calló de pronto y se apartó del escritorio.

—¿Por qué, Clay? —inquirió Morgan.

—Bueno, sólo para tenerlo en cuenta —dijo vagamente Clay mientras se iba.

El monótono rumor de las mesas de juego, de la clientela que bebía y charlaba, surgió con intensidad durante un momento, antes de que Clay cerrara la puerta al salir.

Morgan cogió un cigarro de la caja. Lo encendió con dedos firmes, e inhaló profundamente hasta sentir que el humo le oprimía los pulmones.

—¡Salud! —dijo, alzando el vaso hacia el difuso y tosco desnudo de la dama reclinada en el sofá escarlata. Pareció devolverle la sonrisa, con su rostro sin gracia, y añadió—: No me vengas con sonrisas, porque ofrecería tus servicios en cuanto necesitara dinero para apostar.

Se puso el cigarro frente a los ojos entornados, hasta que lo único que vio en el mundo era el ascua de cereza escarchada. Dando la vuelta al cigarro, se lo aplastó contra el dorso de la mano, torció el gesto frente al agudo y cauterizante dolor, y aspiró profundamente el hedor de la carne y el vello quemados.

Luego se sentó, sonriendo estúpidamente a la mancha roja surgida en su mano, mientras pensaba en lo que Clay había dicho de cuando solía rezar.