Ya había anochecido cuando Gannon volvió con el cadáver del hombre alto cuyo nombre parecía ser Pat Cletus, y lo dejó, cubierto con una lona, en la carpintería, donde el viejo Eladio le construiría un ataúd por la mañana.
Fue a lavarse a casa, a la pensión de Birch, y después a la cárcel, donde permaneció un rato sentado, a oscuras, detrás de la mesa; luego, cuando iba a cenar al Western Star, procuró no hacer caso de las silenciosas miradas de los hombres con los que se encontraba por el camino.
Pero los ojos le escocían como si tuviera arenilla al oírlos murmurar a su espalda. Estaban seguros de que Billy había sido uno de los salteadores, y probablemente tenían razón.
En el vestíbulo del hotel, Ben Gough, el dependiente de Pugh, lo saludó con la cabeza desde el mostrador. Ya era tarde y el comedor estaba desierto con la sola excepción de la mujer que había llegado en la diligencia de Bright’s City. Estaba sentada a una mesa cerca de la ventana, y Gannon se acercó a ella con vacilación.
—¿Le importa que me siente aquí, señora? —preguntó, quitándose el sombrero.
Ella alzó la vista a través de sus pestañas, largas y muy negras, que contrastaban con la blancura de su piel. Dirigió la mirada hacia las mesas de alrededor, que estaban vacías, y luego a la estrella prendida en su camisa. No dijo nada, y Gannon tomó asiento frente a ella. Los ojos de obsidiana se clavaron en él por encima de la taza de café.
—¿Los han cogido? —dijo al fin, depositando la taza en el platillo con un ruido apenas perceptible.
—No, señora. Al menos, la partida no ha vuelto todavía.
—¿Los atraparán?
—Espero que sí. Esta vez se ha organizado todo muy rápido.
Ella asintió, indiferente. Era una mujer hermosa, salvo por la nariz, que era un poco grande. A la luz de la lámpara, las guindas de su sombrero brillaban con rojos matices, como si estuvieran demasiado maduras.
El camarero se acercó despacio, espantando moscas y quitando migas al pasar por las mesas.
—Voy a cenar —anunció Gannon. Cuando el camarero se hubo marchado, agitando de nuevo el paño, inquirió—: ¿Tendría inconveniente en contestar algunas preguntas?
—Ninguno.
—Bueno, para empezar le preguntaré su nombre.
—Kate Dollar.
Sus ojos lo miraron con hostilidad y él vaciló. No había hablado con muchas mujeres antes de ir a Rincón, y con muy pocas allí, salvo en el desempeño de sus funciones. No sabía si llamarla señora o señorita Dollar. A una mujer de vida fácil se la llama señora si uno quiere ser cortés, pero Gannon no estaba seguro de que aquélla lo fuera. No es que vistiera mejor que una prostituta, pues algunas llevaban cosas tan finas que dejaban boquiabierto, sino que su vestido era caro sin ser llamativo ni ostentoso, y había cierta dignidad en su persona. Era joven, pero había cautela en su rostro y amargura en el rabillo de sus ojos.
—Y usted, ¿cómo se llama? —preguntó ella a su vez.
—Gannon —contestó él, añadiendo—: John Gannon.
—¡Ah! Dicen que su hermano es uno de ellos.
Gannon sintió que se le encendía dolorosamente el rostro. Bajó la cabeza e hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué es lo que quería preguntarme, además de mi nombre?
—Bueno, parece que hay cierta confusión, señora. Sobre el número de asaltantes. El conductor…
—Yo vi a tres —lo interrumpió ella—. Pero también puede que fueran cuatro.
—¿Que había uno en lo alto del cerro, quiere decir? ¿Está segura? Es que… —se interrumpió.
—Vi con bastante claridad el cañón de un rifle —le informó ella—. Y el humo del disparo. —Alzó un dedo y se apretó el lunar de la comisura de la boca—. Cuando oí el tiro no supe quién había disparado, porque tenía a los atracadores delante de mis ojos, y no había sido ninguno de los dos. Luego se me ocurrió mirar a la cresta de la loma y observé el humo. Y también vi cómo retiraban el rifle.
—Pero no vio al hombre.
—No.
El camarero trajo un plato con un filete, patatas fritas y judías. Gannon empujó las patatas con el tenedor. Los ojos le escocían otra vez. Kate Dollar se dio unos golpecitos con el pañuelo en las comisuras de la boca.
—El conductor ha dicho que usted montó con ese tal Cletus en Bright’s City.
—Eso han dicho también el empleado del banco y el viajante.
—Oí decir al viajante que usted llamaba Pat al muerto.
—Puede que sí.
—¿Es que no quiere decirlo, entonces?
—¿Decir, qué?
—Si venía usted aquí con ese Pat Cletus, y para qué. Y quién era ese tipo.
—¿Y eso qué más da?
—Pues no sé —contestó Gannon, desorientado.
Pinchó con el tenedor unas cuantas patatas, masticó e intentó tragar; estaban grasientas y secas como el polvo.
—¿Qué quiere que le diga? —preguntó Kate Dollar, con diferente tono de voz—. ¿Que sólo había dos hombres? ¿Porque entonces no habría sido su hermano?
—No sé. El conductor y el guardia parecen estar bastante seguros de la identidad de dos, Pony Benner y Calhoun. Pero el tercero podría haber sido Friendly. O bien; no sé —repitió—. Sólo pensé que usted podría estar confundida; con los acontecimientos ocurriendo tan deprisa. Pero me parece que no lo está.
—¿Y qué intentaba usted sonsacarme, al preguntarme por el hombre que asesinaron?
—No sé. Es que… los ayudantes del sheriff deben hacer preguntas —explicó con voz apagada, y, dejando el tenedor en la mesa, concluyó—: Sólo trataba de aclarar lo sucedido.
—¿No come usted?
—Creo que no —respondió, apartando el plato.
—Por lo que me han dicho —aventuró Kate Dollar—, parece que nadie sale condenado del tribunal de Bright’s City. ¿Por qué se preocupa tanto? ¿Porque es ayudante del sheriff?
—No es eso. Supongo que en Bright’s saldrían bien librados, desde luego. Si los cogen.
Kate Dollar arrugó levemente el entrecejo; lo miró con aire inquisitivo.
—Bueno —dijo Gannon—. Ya ve, señorita, así son las cosas. Supongo que no les pasará nada. Pero entonces los desterrarán.
Gannon observó que Kate Dollar iba frunciendo despacio los labios. De pronto sus facciones parecieron colmarse de odio, pero su expresión cambió tan fugazmente que no estaba seguro de lo que había visto.
—Conocí a Clay Blaisedell en Fort James —anunció ella con una voz extrañamente opaca.
—Ah, ¿sí?
—De manera que está preocupado por si Blaisedell expulsa a su hermano de la ciudad —dijo Kate, observando que su interlocutor parecía muy cansado—. No es más que un muchacho, según dicen.
—Tiene dieciocho años. Pero ya no es ningún muchacho. —Le molestaba haber dejado que la cuestión de su hermano saliera a relucir. Pero sentía una gran inquietud y, por lo visto, no había nadie más con quien pudiera hablar así. De modo que prosiguió—: ¿Alguna vez ha estado segura, viendo una partida de cartas, de que uno de los jugadores sabe exactamente las que tienen los demás?
Ella asintió con la cabeza, como si hubiera captado la idea de inmediato.
—Bueno, pues creo que ahora me encuentro en una situación así. Ya se han repartido las cartas y aún siguen boca abajo, pero yo las conozco todas.
Kate Dollar siguió mirándolo con una expresión de expectante interés en sus ojos negros. Pero Gannon estaba confuso y nervioso ante la insistencia con que ella lo escrutaba, y Billy no le interesaba para nada. Retiró la silla y se puso en pie.
—Bueno, no quería molestarla con todo esto, señorita Dollar. Sólo he venido a hacerle unas preguntas. Gracias por atenderme.
—No hay de qué, ayudante.
A medio camino del vestíbulo se dio cuenta de que se le había olvidado el sombrero, y tuvo que volver por él, disculpándose de nuevo. Ella no dijo nada esta vez, aunque esbozó una leve sonrisa; Gannon observó que tenía los rasgos llenos de fatiga, los ojos enrojecidos e hinchados, y mientras volvía hacia la cárcel para iniciar la larga espera nocturna, pensó que el tal Cletus debía de haber sido para ella algo más de lo que quería admitir.