Morgan dobla sus apuestas

I

Desnudo hasta la cintura, Morgan estaba inclinado sobre la palangana, la cara cerca del espejo y la navaja deslizándose suavemente por su mejilla, cuando llamaron a la puerta del callejón.

—¿Quién es?

—Soy Phin Jiggs, Morgan. Me envía Ed, de Bright’s City.

Soltó la navaja en el agua jabonosa, rodeó el escritorio, se dirigió a la puerta y descorrió el pestillo. Jiggs, que hacía algún que otro trabajito a Ed Hamilton, antiguo socio de Morgan en Texas y ahora dueño de un local en Bright’s City, entró apresuradamente en la estancia. Iba cubierto de polvo de pies a cabeza salvo en la parte de la cara que había llevado tapada con el pañuelo; tenía los ojos turbios en torno a las inflamadas escleróticas, y rastros de sudor en la frente y las mejillas. Se limpió la cara con el pañuelo.

—Ed me dijo que se alegraría de saber que una mujer llamada Kate Dollar viene para acá.

Se le quedó mirando. Por lo menos se alegraba de saber que venía.

—Se registró en el hotel Jim Bright con el nombre de señora Cletus, pero Ed me encargó que le dijera que se trata de Kate Dollar.

—¿Señora Cletus? —repitió Morgan, sintiéndose como un estúpido al ver cómo Jiggs asentía con la cabeza. Se volvió con aire vacilante y fue hacia la palangana, de la que sacó la navaja. Entonces, mientras observaba su rostro en el espejo, añadió—: Señora Cletus. ¿La has visto?

—Sí. Una mujer alta. Ojos y pelo negros, nariz de buen tamaño. Casi tan alta como usted, diría yo.

Morgan hizo un gesto afirmativo con la cabeza y volvió a darse otra pasada con la navaja por la mejilla. Señora Cletus. Le gustaba.

—Ahora estará en la diligencia —anunció Jiggs.

La diligencia llegaría poco después de las cuatro; Jiggs había atravesado a caballo los Bucksaw, en lugar de rodearlos, como hacía la diligencia.

—¿La acompaña alguien? —indagó.

—Supongo que será ese Cletus de quien dice que es señora.

Morgan contempló la navaja con la que podría haberse rebanado la oreja al oír eso. Jiggs continuó:

—Es un tipo alto. Corpulento, con cara de pocos amigos. Se registraron como el señor Pat Cletus y señora; Ed me dijo que se lo comunicara.

Morgan emitió un suspiro y su cerebro empezó a funcionar de nuevo. No se trataba de un fantasma; había encontrado alguna especie de pariente, un hermano, quizá. «Maldita seas, Kate», pensó, sin ninguna ira. Tenía que haber comprendido que ella no dejaría las cosas como estaban. Por el espejo vio que Jiggs examinaba el cuadro que colgaba sobre la puerta.

—Preciosa mujer —observó Jiggs.

No quedó muy claro si se refería a la mujer desnuda del cuadro o a Kate.

—¿Cuántos viajan en la diligencia?

—Cuatro. Ella y él, un viajante de comercio y el retaco del banco de aquí.

Luego transportan dinero en la caja, pensó. Terminó de afeitarse, se enjuagó el jabón de la cara y se secó con la toalla. Se tiró del cinturón del dinero hasta poder manipularlo y sacó cien dólares en billetes, que entregó a Jiggs.

—¡Vaya! —exclamó Jiggs, sobrecogido.

—Olvídate de todo el asunto y dale las gracias a Ed. ¿Te vuelves ahora mismo?

—Pues yo…

—Claro. Creo que será lo mejor. ¿Conoces el establo de Basine en la parte norte de la ciudad? Dile que te dé un caballo de refresco. Si te das prisa, todavía estará allí.

—¡Bueno, pues gracias, Morgan! —dijo Jiggs, guardándose el dinero en el bolsillo del pantalón—. Ed me dijo que le gustaría saberlo.

—Me ha encantado —contestó Morgan.

Cuando Jiggs salió, se puso la camisa, silbando quedamente. Abrió la puerta; el Glass Slipper aún estaba vacío, y frente a la barra un camarero barría con desgana la basura del sábado por la noche.

—Ve a buscar a Murch —ordenó alzando la voz.

Luego volvió hacia su escritorio y se sirvió una dosis de whisky más generosa de la habitual.

Alzó el vaso, entornó los ojos y miró al cuadro de la mujer sobre el plano inclinado del líquido.

—Por ti, Kate —murmuró—. ¿Encontraste por fin a uno con el valor suficiente para ir tras él? Maldita zorra.

Seguidamente vació el vaso y recordó que Calhoun, Benner, Friendly y Billy Gannon habían estado en la ciudad la noche anterior, y soltó una fuerte carcajada ante las continuas pruebas de su buena suerte.

II

Dos horas más tarde se encontraba a unos ocho kilómetros de Warlock, en el camino de Bright’s City, cabalgando despacio, sin prisa. Tenía calor y estaba incómodo con los pantalones de mezquilla bajo los de vestir, y llevaba una chaqueta de lona doblada en un discreto bulto detrás de la silla. Unas cuantas nubecillas desgarradas flotaban en el cielo, y su sombra se desplazaba con rapidez sobre la tierra amarillenta y los escasos y erizados matorrales. Su yegua echó la cabeza hacia atrás y movió las patas a un lado cuando una tarántula, corpulenta y pardusca por el polvo, cruzó las roderas de la diligencia.

Se apartó entonces del camino, avanzando por la tierra compacta, y, a unos cincuenta metros, desmontó, trabó el caballo y siguió a pie. Sonrió al observar cómo se movía la columna de polvo por el este, hacia el fondo del valle. Vio a dos jinetes, empequeñecidos por la distancia. En cuclillas, junto a un cactus de varios brazos, observó cómo se abrían paso entre los matorrales que crecían en grupos aislados por todo el valle, hasta perderse de vista. El polvo que levantaban en su marcha también se aquietó. Se habían detenido en La Roca del Bandolero, un cerro pedregoso por el que pasaba la diligencia antes de iniciar la larga ascensión desde el fondo del valle.

Al cabo de poco atisbó otro penacho de polvo; montura y jinete aparecieron frente a su campo de visión, aumentando gradualmente mientras subían la ladera hacia él. Era Murch, a quien había enviado a inspeccionar el valle. Se irguió y agitó el sombrero con la mano. El caballo de Murch resoplaba y marchaba con cierta dificultad mientras ascendía el último tramo empinado. Murch desmontó, sudoroso y polvoriento, con zahones y camisa de franela.

—Son Benner y Calhoun —le informó, pronunciando las palabras con un carrillo lleno de tabaco. Su ojo izquierdo estudiaba el semblante de Morgan; el derecho vagaba hacia las laderas de los Bucksaw—. Los cuatro se adentraron unos tres kilómetros por el páramo en dirección a San Pablo. Luego se separaron, y Billy y Luke continuaron por el valle, mientras que estos dos dieron un rodeo hacia acá.

—¿Y qué crees que estarán tramando ahora?

—Ni idea —contestó Murch.

—Pues si yo estuviera en tu lugar, me volvería rápidamente a la ciudad, donde todo el mundo pudiera verme. Por si la diligencia de Bright’s City se encuentra con algún problema. No querrás que te tomen por un salteador de caminos, ¿verdad?

—No —convino Murch, lanzando un escupitajo.

—Dame el Winchester.

Murch lo sacó de la funda de la silla y se lo entregó, montó, y emprendió el regreso a buen trote por el camino de la diligencia. Montado en la silla, su estampa recordaba a una garrafa de cinco litros.

Morgan volvió en busca de su caballo, montó de nuevo, y, dejando a un lado el camino de la diligencia, se dirigió al este, hacia las laderas más bajas de los Bucksaw. Cruzó el primer cerro y emprendió el descenso hacia el árido cañón que se abría a sus pies. A su derecha se encontraba ahora la parte alta de un saliente rocoso que se inclinaba hacia el fondo del valle como el filo de una larga y curva navaja.

Ató el caballo a unos matorrales, se quitó el traje, y con los pantalones de mezclilla y la chaqueta de lona, un pañuelo anudado al cuello y el Winchester en la mano, subió gateando hacia la cresta del cerro. Nada más rebasarla, y oculto por la cumbre, empezó a bajar poco a poco.

Se detuvo una vez a descansar, respiró profundamente el aire puro, y miró en torno. Desde allí la vista abarcaba muchos kilómetros hacia el este del valle, surcado de sombras por las nubes pasajeras. Distinguía el corte abierto en la maleza por el camino de la diligencia a lo largo de una gran distancia. Sentía una creciente excitación. Al principio la aceptó de mala gana, cínicamente, pero conforme descendía la colina fue entregándose a esa sensación cada vez más. De vez en cuando reía entre dientes, haciendo pausas cada vez más frecuentes para respirar grandes bocanadas de aire fresco y contemplar los colores del valle. Hacía tiempo que no percibía aquella viveza en los sentidos; se sentía ligero, joven y con ganas de vivir, pero su oscuro cinismo se mantenía cuidadosamente al acecho, acosándolo y burlándose de él. En cierto momento, al rodear trabajosamente una empinada roca, murmuró:

—Vaya, Clay, nunca me he arrastrado así por nadie más.

Finalmente escuchó un rumor de voces y gateó hacia la cumbre del cerro, desde donde, oculto entre dos peñas, podía observar la parte oeste del fondo del valle. El camino de la diligencia pasaba muy cerca del promontorio donde ahora se encontraba, giraba a la derecha a través de un estrecho desfiladero, y torcía otra vez a la izquierda. Los vio a los dos, a menos de cincuenta metros.

Estaban sentados en una cornisa baja al otro lado del desfiladero, que recibía el nombre de La Roca del Bandolero; se contaba que habían asaltado allí tantas diligencias, que Buck Slavin había tenido que enviar una brigada de trabajadores para que recubrieran el surco que habían formado las cajas fuertes al caer. El sol les daba de lleno; Pony se había quitado el sombrero y se pasaba un pañuelo azul por la cara. Sus caballos no estaban a la vista.

—Parece que la puñetera diligencia viene hoy con retraso —dijo uno de ellos.

A Morgan le llegaban las palabras con mucha claridad. Movió el Winchester, apoyando la mejilla contra la cálida culata.

De cuando en cuando, Calhoun se acercaba al desfiladero para echar un vistazo hacia el este, por el camino de la diligencia. Después iba Benner, más bajo que el otro, que le sacaba la cabeza. Cada uno en su puesto, intercambiaban información en voz queda. En cierta ocasión fueron los dos juntos. Luego se sentaron y discutieron al sol. Calhoun fue a ver si la diligencia venía.

—¡Ahí llega! —gritó, y volvió corriendo.

Se taparon la cara con el pañuelo y se calaron el sombrero hasta las orejas. Se situaron uno a cada lado del camino, justo detrás de la abertura en la roca, frente por frente, tensos e inmóviles como morillos de desigual tamaño.

Morgan miró por encima del hombro para ver el polvo que levantaba la diligencia a su paso; aún tardaría unos diez minutos. Observó una hormiga que avanzaba laboriosamente en sentido perpendicular por una de las peñas que lo ocultaban. Transportaba algo blanco, de un tamaño muy superior al suyo. Observó la pugna de la hormiga; muchas veces parecía caer, pero nunca soltaba su carga.

—¡Cuando llegues a casa —masculló— te darás cuenta de que no vale la pena, maldita estúpida!

Al fin oyó la diligencia, el chirriar de las ruedas, el chasquido del látigo y las voces del conductor. De pronto se le ocurrió que Kate estaba allí mismo, a cien metros de él. Oyó cómo la llanta del carruaje raspaba la roca. El tronco de caballos entró en su campo visual, y acto seguido, todo el coche, con Foss sujetando las riendas y pisando el freno. Hutchinson, el guardia armado, iba con una mano apoyada a su espalda para mantener el equilibrio y la escopeta presta en la otra, inclinándose hacia delante para ver lo que había al otro lado del recodo.

—¡Alto, manos arriba! —bramó Calhoun, disparando al aire.

Pony saltó frente a los caballos de cabeza, que se encabritaron moviéndose hacia un lado. Hutchinson se incorporó cuando Pony dio la vuelta corriendo hacia él, con un revólver en cada mano; Calhoun apuntó a Foss con el Winchester.

—¡Tírala, maldita sea! —gritó Pony, y Hutchinson lanzó la escopeta a un lado.

—¡Echad la caja abajo! —ordenó Calhoun.

Foss tenía las manos levantadas a la altura de los hombros, el pie en el freno, los ojos guiñados a causa del sol. Hutchinson sacó a rastras la caja fuerte. Morgan le oyó gruñir cuando la levantaba, soltándola a los pies de Calhoun.

—A ver lo que llevan los pasajeros —dijo Calhoun.

Abrió la portezuela de par en par y saltó hacia atrás con el rifle preparado. Pony arrastró la caja, apartándola del carruaje.

Morgan sacó un poco más el Winchester, haciendo una mueca cuando el sol destelló en el cañón del arma. Enmarcó la puerta de la diligencia en la hendidura del punto de mira y, con suavidad, puso el alza a la misma altura. De pronto, el alza tembló cuando Morgan vio el rostro de Kate nítidamente recortado en la ventanilla. Un individuo con sombrero negro apareció por la estrecha puerta y saltó ágilmente al suelo, alzando las manos.

Morgan observó el rostro del desconocido a través del punto de mira. Era un Cletus, no cabía duda; una versión de Bob Cletus más desagradable, más dura, más enérgica; sintió que lo invadía un desfallecimiento y tensó el cuerpo para contenerlo como si estuviera apretando los puños. Bajó el punto de mira hacia la pechera de la camisa del desconocido. Entonces apareció Kate, una blanca mano en el marco de la puerta, la cabeza inclinada y el semblante oculto por el sombrero.

Apretó el gatillo. El rifle se crispó en sus manos; el carruaje se oscureció tras el humo. Entre el estampido del rifle se oyó un grito estridente, desgarrado, y entre el humo vio que Cletus se echaba hacia delante con el sombrero de ala ancha rodando por el suelo como la rueda de una carreta. Un Colt cayó de su mano extendida. Bruscamente, Kate volvió a meterse en el vehículo. Uno de los caballos de cabeza se encabritó, agitando los cascos en el aire, y se desató un coro de gritos. De pronto la diligencia empezó a moverse, y Foss se vio lanzado contra el asiento. Hutchinson se agachó, volviéndose hacia un lado, y, con un Colt que surgió en su mano, abrió fuego sobre Pony: el humo brotando por la boca del revólver antes de oírse el ruido de la detonación. Calhoun alzó el rifle e hizo fuego, accionó la palanca, volvió a disparar y Hutchinson se desplomó. Ahora Foss se encontraba de pie sobre el pescante y su largo látigo restallaba sobre las caballerías. La diligencia escapaba, con la portezuela golpeando en un sucesivo abrir y cerrar, mientras el rostro de Kate aparecía de nuevo en la ventanilla y el carruaje, con una lona suelta aleteando sobre el maletero, desaparecía de la vista de Morgan.

Calhoun volvió a abrir fuego, y Benner y él se quedaron mirando la diligencia. Después, Pony se acercó adonde yacía Cletus, y, empujándolo por el hombro con el pie, le dio la vuelta. Ninguno de ellos alzó la vista hacia donde Morgan seguía oculto. Discutieron unos instantes sobre el cadáver, le registraron los bolsillos, y luego Pony salió corriendo y se perdió de vista. Cuando volvió a aparecer, llevaba las monturas de la brida. Con mucho trajín, levantaron la caja fuerte y la ataron a la silla de un caballo, montaron y empezaron a cruzar el valle a buena marcha.

Morgan suspiró. El sol le ardía en la espalda; tenía el rostro empapado de sudor. Se puso en pie, estiró los miembros, se desató el pañuelo y se limpió la cara con él, mirando con fijeza el cuerpo tendido en el suelo, las botas cruzadas, los brazos extendidos y el destello rojo en la pechera de la camisa. Sintió que la excitación desaparecía.

Se apoyó en una de las peñas que lo habían ocultado, y observó el alto penacho de color pardo que se alejaba por el valle. Ahora también alcanzaba a ver a la diligencia, que ascendía despacio por la larga pendiente que conducía a las afueras de Warlock: el conductor aún de pie y el brazo moviéndose mecánicamente con el látigo. Luego bajó la vista de nuevo hacia el cadáver. Se preguntó hasta dónde habría tenido que ir Kate para encontrarlo.

—¡Maldita seas, Kate! —exclamó en voz alta—. ¿Por qué no podías dejar las cosas en paz? Se acabó —hablaba en tono de súplica, aunque con cierto humor—. Se acabó —repitió, atragantándose con las palabras, como si se hicieran realidad con sólo pronunciarlas.

Finalmente volvió la espalda al hombre que había matado. Hizo el camino de vuelta sin prisa, subiendo el cerro y bajando al cañón donde había atado al caballo. Enterró el Winchester y la chaqueta de lona, y, enfundado en su traje negro, cabalgó por el camino de la diligencia hacia Warlock. Antes de llegar a la ciudad, tomó un atajo hacia la parte norte, donde dejó la montura en el pequeño corral de Basine, y se dirigió andando al Glass Slipper.

Al entrar por el callejón vio el rostro sombrío y salpicado de lunares de Lew Taliaferro, que lo observaba desde la puerta trasera del Lucky Dollar. Lo saludó alzándose el sombrero, sonrió y cuando se disponía a decirle algo el rostro de Taliaferro desapareció y la puerta se cerró. Seguía sonriendo al entrar en el Glass Slipper, donde se quitó la ropa polvorienta y empezó a lavarse. Pero pensó que debía tener más cuidado, sobre todo desde que Taliaferro había traído a un crupier de faraón llamado Wax para que lo vigilase. Pero la suerte, eso era un hecho, lo acompañaba. Y perduraría mientras siguiera teniendo fe en ella.