Refrescaba al caer el sol, y por alguna característica de la atmósfera el polvo no quedaba suspendido en el aire, de manera que el ambiente era claro y suave cuando Gannon volvía de cenar del Boston Café. Las estrellas ya relucían en la suave penumbra violeta que se fundía en amarillo pálido sobre las cumbres de los Dinosaurios, por donde el sol se había ocultado. Había corrillos de hombres a lo largo de la acera de la manzana principal, apoyados contra la fachada de los salones o sentados sobre la baranda, donde unos cuantos caballos permanecían atados. Charlaban en voz baja, y aquí y allá surgía entre ellos el anaranjado resplandor de un cigarro o la llama de un fósforo: mineros con gorro de lana, vaqueros con camisa de franela y canana, pantalones a rayas o de mezclilla, y botas camperas, los sombreros de ala ancha eclipsando sus rostros hasta convertirlos en un óvalo macilento. Callaron al pasar Gannon. Nadie le dirigió la palabra, nadie abrió siquiera la boca; sólo se oía el piafar de un caballo atado a la baranda, aparte del sonoro taconeo de sus botas.
Siguió por la acera, cruzando las estrechas franjas de luz que se filtraban por las puertas batientes del Glass Slipper. Otros grupos de ociosos guardaron silencio al verlo aparecer. De mala gana advirtió que sus pasos se aceleraban un poco, su muñeca rozó la culata del revólver y sintió un retortijón en el estómago. Inclinó la cabeza y vio bailar un destello en la estrella prendida en su chaleco.
«Hay calma esta noche», dijo tranquilamente para sus adentros; demasiada para un sábado. La masa de confusos ruidos del Lucky Dollar se desvaneció a su espalda.
Cuando puso el pie en Southend Street, el polvo le picó en la nariz. A su derecha quedaban las bien iluminadas casas del Row; a su izquierda, al otro lado de Main Street, la ventana del segundo piso de la oscura tienda de Goodpasture era un tenue rectángulo amarillento. La luz de la cárcel se extendía sobre el entarimado, bajo el letrero que colgaba a la puerta.
Carl estaba solo, sentado a la mesa con una mano en la escopeta.
—¿Has visto al comisario? —le preguntó.
—Creo que está en el Glass Slipper.
—Pony, Calhoun y Friendly han venido a la ciudad —anunció Carl. Se retrepó en la silla, rígidamente—. ¿Los has visto?
—No.
—Y tu hermano —añadió Carl.
Gannon cruzó la estancia y tomó asiento en la silla que había junto a la puerta del calabozo. La llave estaba en la cerradura, la sacó y colgó el anillo del llavero en el gancho que había sobre su cabeza.
—Me han dicho que están en el Lucky Dollar —le informó Carl. Se mordisqueó los extremos del bigote, se desperezó y, con voz trémula, añadió—: Bueno, ya se encargó de toda la banda a la vez, no veo por qué no va a poder sólo con cuatro.
—Supongo que sí —convino Gannon.
Al menos Cade no estaba con ellos, pensó, despreciándose a sí mismo.
—Pues no sé —prosiguió Carl, pasándose la mano por la cara—. Por lo visto tengo que afrontarlo todas las noches en cuanto cierro los ojos. Pero maldita sea si puedo… —Sacudió la cabeza y agregó—: Cuando ves a un hombre como es debido, te avergüenzas de lo que eres, ¿verdad?
—¿Lo dices por Blaisedell?
—Sí, por Blaisedell. He llegado a pensar, ya sabes, que si no me he enfrentado alguna vez con McQuown, es porque soy una mierda. Pero quizá no sea así. A lo mejor el comisario es el único capaz de hacerlo, no sé, el más grande, el más decente, lo que sea. Sabe Dios la cantidad de veces que he dado vueltas a esa pandilla en la cabeza. Pero puede que McQuown sea cosa de Blaisedell.
Gannon no dijo nada. Consideraba el odio como una enfermedad que todo el mundo padecía, ya lo dirigiese hacia dentro o hacia fuera. Esta noche lo había notado al pasar por Main Street, odio hacia él, porque sospechaban que era amigo de McQuown; se preguntaba si Abe, allá en San Pablo, no lo percibía aún con más fuerza. Puede que McQuown se hubiera acostumbrado desde hacía tiempo. Carl odiaba tanto a Abe como a sí mismo, y ese odio era de la peor especie, del que da lástima.
—Una mierda —rió Carl, jadeante—, y yo que me creía el hombre más valiente que había pisado este mundo cuando me puse la estrella. No por Bill Canning, exactamente, sino porque me avergonzaba de todos los puñeteros habitantes de Warlock. Y porque odiaba a ese hijoputa barbirrojo. Y a Curley.
Gannon bajó la vista para observar la pequeña cicatriz que tenía en el pliegue entre el índice y el pulgar. Se le había curado rápidamente.
—¡Vaya, Carl, me parece que los sábados por la noche se te ponen los pelos de punta!
—Algo tremendo —convino Carl, riendo y estirándose de nuevo—. Bueno, todavía no he visto ninguno que no se acabara en la madrugada del domingo. Y vaya si no es un alivio. —Hizo una larga pausa y luego anunció—: Esta tarde ha venido una delegación del Comité de Ciudadanos. Buck y Will Hart.
—¿Qué querían?
—Que tomáramos medidas contra el asalto a las diligencias. Les dije que teníamos dificultades para organizar más partidas, porque Keller sigue sin enviar la paga para los muchachos que la formaron la última vez. Resultó que venían con una propuesta, según la cual el Comité de Ciudadanos se comprometía a garantizar la prima de las partidas.
—Eso facilitará las cosas —opinó Gannon—. Es bueno saber que podemos actuar en cuanto tengamos otra pista.
—Así es —repuso Carl, volviéndose a recostar en la silla—. Les dije que era muy encomiable, de gran espíritu cívico y cosas por el estilo, pero a veces resulta difícil tratar con Buck. Nos llevábamos mejor cuando yo trabajaba de guardia armado en su diligencia; siempre temía que fuera a dejar el puesto. Tuvimos algunas palabras.
Gannon vio que Carl se había ruborizado; y como rehuía su mirada, pensó que Carl y Buck Slavin quizás habían discutido acerca de él.
—Bueno, pues le dije que si no le gustaba la forma en que hacía mi trabajo, que se pusiera él la estrella y todo arreglado. Les dije a Will y a él que echaran un vistazo a esos nombres de ahí —prosiguió Carl, indicando con la cabeza los garabatos en la blanca pared. Miró entonces a Gannon, y sus ojos hundidos centelleaban—. Como hago yo cada vez que vuelvo la cabeza. A ver si encuentran alguno que no entregara la estrella y se largara, o lo mataran de un tiro por la espalda. Y les aseguré que a mí no me verían salir corriendo. Puede que no responda a las provocaciones de Curley Burne o de los demás, pero nunca saldré corriendo. Hice el ridículo —concluyó, sonrojándose aún más.
—¿Curley? —dijo Gannon con cautela.
—Bueno, hay muchos que tienen buena opinión de Curley. Will Hart, por ejemplo. Dijo que no creía que Curley hubiera robado una diligencia en la vida. También tuvimos unas palabras a cuenta de eso. —Se pasó las manos por la cara y, con voz cansina, prosiguió—: No sé, Johnny, yo estoy muy en contra de Curley. No hay cosa que me enfurezca más que un individuo simpático que dispara por la espalda. No sé. O quizá sea que McQuown es de la talla de Blaisedell, y Curley de la mía.
—Como has dicho —repuso Gannon, con mucho tiento—, Curley no cae mal a mucha gente.
—Sí, también es por eso —admitió Carl, asintiendo espasmódicamente con la cabeza—. Porque es igual que los otros, y engaña a la gente haciéndola creer lo que no es. Y por eso es peor.
Volvió a mirar a Gannon con los ojos encendidos, y Johnny comprendió que ya se había dicho bastante. Asintió vagamente. Carl suspiró y, empleando a su vez un tono cauteloso, dijo:
—Menuda sorpresa me llevé cuando te viniste aquí conmigo, Johnny. Supongo que sabrás que algunos no van a aceptarte así como así, por las buenas.
—Desde luego —contestó, presintiendo las preguntas que Carl deseaba formular, pero que aún no había hecho.
—Bueno, estás aquí y eso es lo principal —continuó Carl—. Pero supongo que en realidad no odias a San Pablo de la misma forma que yo, ¿verdad?
—Supongo que no, Carl.
—Lo digo sin intención —añadió Carl en tono de disculpa—, pero recuerdo que se habló de ello en cierta ocasión; creo que fue Burbage. De que no fue obra de los apaches lo que pasó con aquel grupo de mexicanos en Rattlesnake Canyon.
Gannon no contestó porque en aquel momento se oyeron pasos en el entarimado de la acera. Carl se enderezó en la silla, dio una palmada con ambas manos en la escopeta, y empezó a levantarse. Entró Pony Benner, inmediatamente seguido del comisario.
—Éste se ha puesto un poco pendenciero —explicó Blaisedell, dejando el Colt de Pony sobre la mesa, delante de Carl—. Quizá se tranquilice pasando aquí la noche, señor ayudante.
Carl acabó de ponerse en pie. El revólver hizo un ruido sordo cuando lo metió en el cajón, que cerró de un manotazo. Pony miró más allá de Carl, tratando de encontrar los ojos de Gannon. Escupió en el suelo.
—Si viene el juez —dijo Blaisedell—, dígale que andaba provocando a Chick Hasty en el Lucky Dollar. Como intuí que iba a haber problemas, decidí apartarlo de la circulación.
—Desde luego, comisario —repuso Carl.
Blaisedell saludó a Gannon, dio media vuelta y salió.
—Vaya, pero si es el señor gallina meona, el ayudante del sheriff, Bud Gannon. ¿Por qué no te has arrodillado para lamerle las botas? —exclamó Pony, con sus menudas y crueles facciones contraídas de rabia y desprecio. Y volviéndose hacia Carl, gritó—: ¡Devuélveme el puñetero revólver, Carl!
Carl enarcó los hombros, se subió un poco la canana, y, con un veloz movimiento, empuñó la escopeta y clavó el cañón en el vientre de Pony.
El prisionero dio un grito y saltó hacia atrás.
—¡Entra ahí antes que te mate yo de un tiro! —le ordenó Carl.
Pony retrocedió frente a la escopeta hasta entrar en el calabozo, que Carl cerró de un portazo. Cuando se volvió a coger la llave de manos de Gannon, sus facciones tenían un tinte escarlata.
Dentro de la celda, Pony profería juramentos.
—¿Has oído algo? —preguntó Carl, guiñando un ojo a Gannon—. Serán las ratas, que vuelven a gimotear. Supongo que un día de éstos tendremos que hacer una limpieza y sacarlas de ahí.
—¡Muy bien! —gritó Pony—. ¡De acuerdo, Carl, ya has elegido cómo quieres que te ahorquen! ¡Vale, Bud Gannon, vete al infierno; ya nos veremos, malditos seáis todos!
—Maldita sea si esa rata no chilla igualito que el bueno de Pony Benner —dijo Carl.
—¡Morderás el polvo, cerdo cabrón; estás acabado, hijo de puta! —vociferó Pony. Su rostro desapareció un momento, para resurgir inmediatamente—. Y ese tío de las pistolas de oro, mamonazo, hijo de zorra, maldito sea también —salmodió Pony—. Es la última vez que va mandoneando por ahí, la última puñetera vez. Le dimos una oportunidad y ahora él también va a morder el polvo. ¡Ya lo habéis oído, lameculos, hijos de mala madre!
Se retiró al interior del calabozo, y se oyó crujir el catre.
—Se ha calmado —observó Carl—. Como si hubieran soltado al gato detrás de las ratas.
Sus facciones reflejaban el calor del triunfo, pero Gannon advirtió en ellas el aleteo del miedo, y le dio apuro verlo. Se dirigió a la puerta, se apoyó en el quicio y miró a la calle.
—No hay razón para molestar al juez —dijo Carl a su espalda—. Ya iba bastante cargado esta tarde, y ahora necesitará tiempo para despejarse. Dejaremos que ése pase la noche aquí, y lo soltaremos por la mañana con las cucarachas.
Gannon vio que Billy venía por la acera.
—Billy —lo saludó.
—Bud —contestó Billy, con indiferencia.
Gannon volvió dentro y Billy entró tras él. El rostro de Pony apareció de nuevo entre los barrotes.
—Tu mal genio te perderá algún día —advirtió Billy a Pony. Evitando mirar a su hermano, preguntó a Carl—: ¿Cuánto es la multa, Schroeder? Creo que podré arreglarlo.
—No ha venido el juez —le informó Carl—. Hasta que venga lo tendré detenido por alteración del orden público; y si no, lo soltaré mañana.
—No ha sido para tanto —protestó Billy—. Deja que se marche y ya lo solucionaremos cuando se presente el juez.
—Va a ser que no, hijo.
—¡Lameculos de mierda! —gritó Pony, dando patadas a la puerta.
Gannon permaneció en silencio, observando el rostro de su hermano. Tenía un gesto hosco y duro, al que sólo el impreciso bigote daba aspecto juvenil.
—Sácalo de ahí —dijo Billy a Carl.
Se llevó las manos a la canana, como si quisiera colocársela bien; en un abrir y cerrar de ojos surgió el Colt en su mano, apuntando a Carl, al otro lado de la mesa.
Gannon oyó la respiración de Carl, súbitamente agitada, y la risotada de Pony, pero no apartó la vista de la cara de su hermano. Aquella mirada de acero bien podría ser la de Jack Cade, y salían de los mismos ojos que habían mirado a Jim Brown, el ayudante del sheriff, en el salón de San Pablo, un momento antes de que lo matara de un tiro por burlarse de su juventud y de su afirmación de ser el mejor tirador de San Pablo.
Pero la tímida sonrisa que torcía las comisuras de la boca de Billy era un remedo de la de Abe McQuown, y una imitación del tono bromista de Curley Burne cuando dijo:
—Por favor, Carl. Por favor.
—Vete al infierno —masculló Carl.
—¡Oye cómo chillan ahora las ratas! —alardeó Pony—. Aunque gritan muy bajito, me parece.
—Coge las llaves, Bud —dijo Billy.
Gannon pasó entre Billy y Carl, como si se dispusiera a coger la llave. Pero entonces se detuvo, bloqueando el Colt de Billy. El muchacho se aprestó a saltar de costado y Pony gritó:
—¡Cuidado con la escopeta!
Gannon se quitó de en medio y Pony volvió a maldecir.
—Postas —avisó Carl.
—Perdigones —le contradijo Billy, y una vez más hubo inflexiones de Curley Burne en su voz—. Sé lo que has metido ahí.
—Postas —insistió Carl, explicando, con más fuerza en la voz—: Es sábado por la noche. Hijo, las postas ganan al Colt como el full a la pareja.
Billy enfundó el revólver. Lanzó a Gannon una mirada sin expresión, no tanto de cólera como de apreciación.
—Me has sorprendido, Bud —dijo—. Y has corrido un buen riesgo.
—No tenías intención de disparar. A quien fuera.
—Quizá no, pero no te tocaba a ti descubrir el farol. Os tenía bien cubiertos a Carl y a ti.
—Márchate de aquí —le ordenó Carl—. Hazlo antes de que decida enjaularte con el señor Grititos.
—El comisario no manda en esta ciudad —protestó Bill.
—Parece que esta noche sí —replicó Carl.
—No, nada de eso. Sólo a los cobardicas de aquí.
Billy dirigió una inclinación de cabeza, casi imperceptible, a su hermano y se marchó.
—¡Oye tú —gritó Pony—, el que sorprende a su hermano! ¡A lo mejor la próxima vez no se dará tanta prisa en quitarte de encima al gran Jack!
Carl golpeó el cañón de la escopeta contra los barrotes de madera del calabozo justo cuando Pony se retiraba de un salto de la puerta.
—Bueno —dijo Gannon, carraspeando—, me parece que voy a dar una vuelta por la ciudad.
—Me parece bien —le contestó Carl, con una gran sonrisa—. Después de todo, es una noche tranquila.
Gannon echó a andar por la acera. Billy era una estilizada sombra ladeada contra la pared, a la vuelta de la esquina de Southend Street.
—Será mejor que hablemos un poco, Bud —dijo Billy.
Johnny bajó de la acera y pisó el polvo. Un poco más allá, a espaldas de Billy, se veían las ventanas iluminadas del French Palace, y por el otro lado de la calle pasaban hombres charlando y riendo. Oyó el nombre de Pony y el de Blaisedell. Billy dio media vuelta, encarándose con la pared de adobe y dándole una patada.
—¿Se puede saber qué bicho te ha picado, Bud? Te marchas a Rincón para trabajar de telegrafista y luego vuelves, sólo que no a San Pablo. Warlock no es buen sitio para quedarse. Y menos como ayudante del sheriff. ¿Qué es lo que te pasa, Bud?
Gannon se encogió de hombros. Billy volvió a patear la pared.
—Bueno, a lo mejor sé por qué te largaste. ¡Pero qué coño, Bud! ¿Qué otra cosa habrías hecho tú, para que no nos mataran a tiros y se volvieran a llevar el ganado?
—Supongo que si se roba ganado, alguna vez habrá que defenderlo a tiros. Pero no de la forma en que se hizo, Bill.
—Tú ya habías robado antes.
—Pero nunca había visto llevar las cosas hasta ese extremo.
—De manera que has regresado y te has metido a ayudante del sheriff para que no vuelva a repetirse, ¿eh? —se burló Billy—. Vaya si has cambiado, Bud. Ni que te hubieras vuelto un santo o algo así.
—Creo que tú también has cambiado, Billy, desde que hiciste la muesca en el revólver. La gente cambia.
—¡Venga, Bud! ¡Vamos! —exclamó Billy, y ahora, en la oscuridad, su voz sonaba por primera vez como la de su hermano, y no como la de un muchacho de San Pablo desmañado y gruñón que jugaba a ser hombre—. Bueno, quería decirte que no te reprocho lo que acabas de hacer ahora, ha estado muy logrado, debo reconocerlo, y… ¡joder, seguro que era lo que debías hacer ahí dentro! Pero lo malo es ese puñetero comisario que se cree el amo y señor de la Creación. ¿Qué piensa que va a conseguir así, echando a Nat de la ciudad y metiendo a Pony en la cárcel?
—Yo no sé lo que ha hecho Pony, Billy. No he visto lo que ha pasado. Pero conozco a Pony; igual que tú.
—¡Vaya! Sí que te has pasado al otro bando, ¿eh? —exclamó Billy, apoyándose contra la pared—. Y ahora me dirás que Blaisedell es un tipo estupendo, ¿verdad? ¿Te parece muy valiente?
—Sólo lo conozco de vista, de saludarlo.
—Bueno, pues en la primera ocasión que se te presente de hacerle la pelota, pregúntale esto de mi parte: dile que quién coño se cree que es. Tratando a la gente con esa prepotencia. Mandoneando a todo el mundo y diciendo cuándo hay que venir o marcharse. Éste es un país libre, ¿no? ¡Maldita sea!
—Billy, puede que sea libre en el sentido en que tú lo dices, pero tiene que serlo de otra forma. Libre para que la gente viva en paz, para que no la avasallen, ni devasten sus propiedades, ni le roben el ganado ni la asalten en la diligencia. Y para que no la asesinen por una nimiedad…
—¿Quién es el asesino, sino él? —lo interrumpió Billy—. Consiguió esas pistolas de oro por ganar el primer premio en un concurso de tiro al pavo, ¿no?
—Entonces, creo que es lo que nos hace falta por aquí. Para que se ocupe de esa gente a la que, mucho me temo, te vas pareciendo cada vez más.
Gannon había querido decir que Billy se empeñaba en ser como aquellos individuos, pero no intentó explicar sus palabras.
—¡Será posible! —masculló Billy.
Un grupo de jinetes apareció en ese instante por la esquina de Southend Street y cabalgó hacia el Row. Iban riendo y, sin necesidad de escuchar lo que hablaban, supo que se reían de Pony Benner.
—No pretendo soltarte un sermón —prosiguió Gannon—. Pero creo que si he cambiado ha sido porque he visto que la ley tiene que imponerse. Siempre he creído que eras más listo que yo, que te dabas cuenta enseguida de las cosas. ¿Es que no lo entiendes?
—Perfectamente —replicó Billy con desdén—. ¿A quién sirve tu ley? A Petrix y el banco, a Goodpasture y su tienda, a Buck, con sus puñeteras diligencias, a Kennon y su establo, y a todos los demás.
—No sólo a ellos. Se trata de gente honrada que se ocupa de sus asuntos, no de cuatreros, ni bandoleros, ni asesinos peligrosos.
—¿Y no es Blaisedell un asesino peligroso? He oído que mató a diez hombres en Fort James. ¡Diez!
—Tú puedes oír lo que quieras. Pero yo he visto algo, y lo demuestra el hecho de que un percutor me mordiera la mano. Jack le habría disparado por la espalda, si yo no lo hubiera impedido.
—Ah, sí; ya sé que Jack es un hijo de puta —dijo Billy—. Todo el mundo lo sabe.
—¿Crees que no se lo ordenó Abe?
—¡Abe no tuvo nada que ver con eso! ¡Maldita sea, Bud, únicamente a mi hermano permitiría decir una cosa así de Abe! ¡Mierda, estás equivocado! No entiendo cómo has cambiado tan rápidamente de camisa, joder. Te has vuelto un santurrón porque robamos unas cuantas cabezas de cuernos enmohecidos que sus dueños ni se molestaban en reunir, porque tenían de sobra en Hacienda Puerto. Y matamos a unos cabrones de mexicanos.
La voz de Billy cesó bruscamente.
—¿No se convertirían en mexicanos cabrones cuando fueron a recuperar su ganado, Billy? Y murieron a manos de una pandilla de cuatreros disfrazados de apaches, pero que eran peor que los indios. ¿Fue entonces cuando se convirtieron en unos cabrones?
Billy no contestó; Gannon se apoyó a su vez contra la pared, y alzó la vista hacia las impasibles estrellas, sintiendo un escalofrío ante el viento que se había levantado. Un periódico rodó lenta y fantasmagóricamente por la calle, aplastándose contra la pared, un poco más allá de donde se encontraba Billy.
—Oye, Bud —dijo Billy con voz queda—, ¿no querrás que Abe crea que te has pasado al bando de Blaisedell, verdad?
—¿Por qué no? —repuso él rápidamente.
—¡Pues porque no se le puede reprochar a Abe que se ponga en contra de alguien que pretende acabar con él!
Billy no lo entendía, estaba claro. Nunca había habido forma de discutir con él. Rió brevemente y dijo:
—Estoy pensando en que en cierta ocasión nuestro padre me dijo que me ocupara de ti. Pero me parece que vas a ser tú quien vele por mí; al menos, con respecto a Jack. Ésa no fue la única vez en que pensé que iba a matarme, de no haber sido por ti.
—Ese hijo de su madre. Odio a ese asqueroso, sanguinario y cruel hijo de puta. Sería capaz de beberme su sangre, aunque probablemente hasta un sapo se envenenaría con ella —y continuó precipitadamente—: ¡Coño, Bud, cómo se han fastidiado las cosas, joder! Fíjate adónde hemos llegado; pero nunca va a haber problemas de verdad entre tú y yo, ¿eh, Bud? Como si no hubiéramos tenido suficientes cuando yo era un crío.
—Me parece que no tuvimos bastantes —contestó el mayor de los hermanos, tratando de reír otra vez.
El puño de Billy le golpeó en las costillas; luego se apartó de él y su silueta sin rostro se recortó al contraluz de la calle.
—Bueno, Bud, a la mierda todo. Hasta la vista.
—Hasta luego, Billy —contestó Gannon cansinamente.
Billy retrocedió otro paso. Parecía que iba a añadir algo, pero en cambio, dio media vuelta y echó a andar por Southend en dirección al Row.
Gannon no lo miró mientras se alejaba, sino que se dirigió despacio hacia la acera que corría a lo largo de los salones y casas de juego. Era hora de dar una vuelta por Warlock. Carl no salía mucho de la cárcel los sábados por la noche.