En plena noche, Curley dejó que Spot fuera al paso, aguijándolo sólo cuando se ponía a remolonear. De día se tardaban seis horas a caballo de Warlock a San Pablo, pero de noche el camino se hacía más largo. Las estrellas relucían en el firmamento y hacia el oeste brillaba apagadamente la luna en cuarto menguante, pero reinaba una densa oscuridad y en ella surgían de pronto formas que lo sobresaltaban acelerando los latidos de su corazón. De cuando en cuando cogía la armónica, que llevaba colgada de un cordón por dentro de la camisa, y tocaba alguna melodía.
Había dejado atrás a los otros, aunque Abe también le había tomado a él la delantera. Sin embargo, era agradable cabalgar solo de noche, oyendo ahora el susurro del viento entre unos árboles que ni siquiera alcanzaba a ver. Detuvo un momento la montura para ubicarse por los ruidos. Debía encontrarse en lo alto del repecho por donde, abajo, el río describía un meandro en torno a un frondoso bosque de álamos. Torció por la ladera, y Spot bajó con cuidado. Nada más oír el rumor del río, como siempre hacía, detuvo el caballo de nuevo y desmontó para orinar.
Continuó cabalgando siguiendo el curso del río, entre el oscilante y apresurado resplandor de la luna en el agua, y los árboles erguidos hacia el oscuro cielo, veteados de luz cuando el viento removía las hojas. Mientras escuchaba el denso rumor de los rápidos, vio frente a él la silueta de un jinete. Se llevó la armónica a los labios y sopló en ella, sin formar melodía alguna. Spot bajó con dificultad por un saliente rocoso, levantando chispas con los cascos.
—¿Curley? —llamó Abe.
—¡Ajá! —contestó él, y Spot relinchó hacia la negra montura de Abe. Se encontraban ahora en el ángulo noroeste del rancho, donde Abe siempre se detenía para que abrevara su montura—. Bonita noche para cabalgar —observó, desmontando y dando a Spot una palmada en los ijares—. Aunque desde luego yo no veo de noche tan bien como tú. Suerte que Spot conoce bien el camino.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Abe.
—Por ahí atrás, discutiendo y soltando exabruptos.
Abe no dijo nada y Curley esperó a ver si reanudaba la marcha. Si así era, significaría que le permitía continuar solo. Pero Abe aguardó hasta que él volvió a montar, y juntos siguieron cabalgando a lo largo del río, bajo los álamos.
—¡Todo un tipo, el comisario! —exclamó Curley, al cabo de un tiempo.
—Sí —convino Abe—. Es todo un tipo.
Abe no prosiguió la conversación, pero, aunque pareció hablar en tono seco, tampoco pretendía cortarla. Curley permaneció en silencio un rato, pensando que todo seguía marchando bien entre los dos, pero con plena conciencia, también, de que si él, Curley Burne, abandonaba San Pablo y se trasladaba al oeste, o al norte, o hacia el sur, a Sonora, como últimamente había estado considerando, Abe se convertiría en un auténtico hijo de puta. Como Jack Cade, sólo que mayor aún; y eso sería una pena. Abe llevaba una buena temporada rozando el límite —Curley sabía perfectamente que había situado a Jack en aquella posición para que, llegado el momento, disparara a Blaisedell por la espalda—, y cada vez estaba más convencido de que si no fuera por él, y por cierta especie de decencia que Abe le debía, su jefe traspasaría todas las barreras. Y el viejo, pensó, sacudiendo la cabeza. El viejo era una desgracia, un horror, un infame malnacido.
—Sigamos por la orilla del río en lugar de atajar vadeándolo —sugirió Abe—. Hace una noche espléndida, ¿no te parece?
Curley hizo girar a su montura a la derecha cuando Abe volvió a adentrarse en la negra sombra de los álamos. Escupió, se pasó la mano por la cara, y se armó de valor para intentarlo de nuevo. En otro tiempo Abe y él habían sido capaces de arreglar las cosas hablando.
—Bueno —dijo, alzando la voz—. Me parece que estoy en deuda con él. Podría haberme liquidado allí mismo si le hubiera dado la gana.
—No —dijo Abe.
—Desde luego que sí —insistió Curley—. Ya me estaba viendo en el hoyo, dos metros de largo y dos de hondo. ¡Y más solo que la una!
—No —repitió Abe—. Para él es mejor que las cosas hayan salido así.
Hizo una mueca, tratando de enfocarlo todo a partir de ahí.
—Como un rayo, vaya que sí. Nunca he visto a nadie que desenfundara tan rápido y tuviera tanto dominio de sí mismo para no apretar el gatillo. Me alegro de estar aquí para contarlo.
Abe no se volvió, no habló.
—Bueno, de todos modos se veía venir —prosiguió—. Warlock tenía que terminar hartándose. Se han hecho cosas que a mí me habrían puesto furioso, desde luego. Como lo de Pony; es un tipo insoportable. A veces creo que no está en su sano juicio. Parece que Warlock estaba esperando a alguien como Blaisedell.
—Yo vine aquí antes que él —declaró Abe con voz ahogada—. Pero ahora se atreve a decir quién se va y quién se queda en Warlock.
—¡Vamos, Abe! —exclamó Curley. No sabía cómo seguir, pero ya no podía aguantar más y tenía que decírselo a las claras—. ¿Qué es lo que te pasa, Abe?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Abe.
No se atrevía a echar en cara a Abe que hubiera colocado a Jack Cade en una posición desde donde pudiera disparar a Blaisedell por la espalda.
—Bueno, antes solías venir con nosotros a disparar contra latas de tomate colocadas sobre los postes de la cerca. Y la mayoría de las veces ganabas, pero en alguna ocasión también perdías; eso le pasa a cualquiera. Y también echabas pulsos con nosotros cuando nos poníamos a hacer el tonto. Pero ya no lo haces. —El potro negro arrancó a medio galope, pero cuando lo alcanzó, Curley prosiguió—: Como si ahora fueras demasiado importante para perder. —Parecía que se le atragantaban las palabras—. Como si con perder una sola vez en algo fueras a quedar mal, o alguna estupidez por el estilo. Como… —Carraspeó—. Tengo la impresión de que esta noche no soportabas la idea de perder.
Esta vez Abe se volvió a mirarlo y Curley picó espuelas para ponerse a su altura.
—Abe —le dijo—. Allí donde tengas posibilidad de ganar, también podrás perder. Porque así son las cosas, Abe —prosiguió—. Me parece que sé un poco lo que te pasa. Pero digamos que sigues siendo el hombre más importante del valle de San Pablo y de Warlock también. Eso no significa que seas el más importante del territorio ni por asomo. Y digamos que haces intervenir al viejo Peach y a la Caballería, los aniquilas a todos y le arrancas la cabellera al general, ¿qué ganarías con eso? ¿Qué falta te haría, entonces, ser el más importante?
Le pareció que Abe se echaba a reír, y se animó.
—Mira, Curley —repuso Abe—. La última vez que vi la cabeza de Peach, no me pareció que estuviera muy poblada. Ahora que lo pienso, a lo mejor fue por eso por lo que Espirato se llevó a sus apaches de aquí: cuando vio que el Padre Tiempo se le había adelantado y ya no podía arrancarle la cabellera a Peach.
Él también rió. Parecía el Abe de antes.
—¿Viene Bud Gannon con los otros?
—Se ha quedado en la ciudad.
—Ah, ¿sí? —repuso Abe. Cuando volvió a hablar, su voz era sombría—. Sé que algunos se han vuelto contra mí.
—¡No es así, Abe! —protestó Curley.
—Sí que lo es. Como Bud. Y Chet; ya has visto cómo se ha quedado en casa. Y esta noche me he dado perfecta cuenta en Warlock. Pero tú eres incapaz de echarte atrás.
—Nunca he podido hacer otra cosa —dijo Curley quitándose importancia—. Aunque esta noche he retrocedido, y me alegro.
—Yo no podría haberlo hecho —dijo Abe—. Supongo que sabrás que por eso he dejado que lo hicieras tú.
Curley asintió débilmente. Pensó de nuevo en Cade, y recordó cómo habían actuado para echar a Canning; había intentado apartarlo de su mente, pero esta noche todo estaba muy claro. Le daba rabia por Abe.
—Por supuesto que lo sabía —dijo—. Pero, qué coño. Abe…, maldita sea si me considero un cobarde por haber retrocedido esta noche. O por el hecho de que tú…
—Llega un momento en que no importa lo que pienses de ti mismo —lo interrumpió Abe—. Así es, ya lo ves. A lo mejor, lo importante es lo que piensan los demás. —El caballo negro volvió a adelantarse y él gritó—: ¡Vamos a casa!
Curley espoleó a Spot, poniéndolo al trote ligero, pero durante todo el camino fue detrás de Abe.
Cuando salieron de las caballerizas, los perros empezaron a ladrar y a saltar alrededor de sus piernas. Curley lanzó un suspiro al mirar la achaparrada casa del rancho, en una de cuyas ventanas brillaba una pálida luz. Por detrás se elevaba el monolito de la chimenea de la antigua residencia, reducida a cenizas tras un incendio. La solitaria edificación parecía increíblemente alta y estrecha contra el cielo nocturno, apuntando a las estrellas con su estructura de piedra y desmoronada argamasa. No le sorprendería que la chimenea se derrumbara un día, pese a los postes que la apuntalaban, y los hiciera pedazos a todos.
—Bueno, me voy al barracón —anunció.
—Entra, tomaremos un whisky —lo invitó Abe con voz sombría.
Uno de los perros empezó a aullar, rebozándose en el suelo frente a él. Subieron los empinados escalones del porche, y Abe tiró del cordón del pasador, abriendo la puerta con el hombro.
—¿Qué coño estás haciendo aquí, padre?
Entrando detrás de él, Curley vio al anciano sobre su jergón en el suelo. Estaba incorporado sobre un codo, con el escuálido cuello crispado por la tensión. Tenía un Winchester sobre las piernas, una damajuana y un quinqué en el suelo junto a él. Su poblada barba parecía lana muy blanca a la luz de la lámpara, y su boca era curvilínea y rosada como la de un gatito.
—No has estado fuera mucho tiempo, ¿verdad? —dijo McQuown padre—. ¿Crees que voy a quedarme en esa habitación para morir abrasado?
—¿Abrasado? —repuso Abe. Cogió el quinqué del suelo y lo puso encima de la oronda estufa. Contra la luz de la lámpara, el tubo de la estufa parecía estar al rojo vivo—. Todavía no te has muerto. ¿Abrasado?
—Eso es lo que he dicho, abrasado —replicó el anciano—. Don Ignacio va a acabar enterándose de que me dejas solo. ¿Crees que no va a enviar a alguno de sus asquerosos asesinos mexicanos para prender fuego a mi jergón?
Qué extraño, pensó Curley, que aquellos hombres, asesinados seis meses atrás en Rattlesnake Canyon, tuvieran la culpa de que casi todos ellos odiaran a los mexicanos. Era muy extraño.
—Hay tres hombres ahí, en el barracón —dijo Abe.
Cogió la damajuana, se la ajustó a la boca y bebió un largo trago. Se la pasó a Curley y fue a sentarse en un viejo asiento de calesa, que hacía las veces de sofá junto a la pared.
—También los quemarán a ellos —sentenció el viejo—. Son más taimados que los apaches. De todos modos, a esos hijos de puta del barracón no los despierta ni una estampida que se les echara encima. —Sus ojos destellaron hacia Curley—. ¿Qué ha pasado allá arriba?
Junto al asiento de la calesa, Curley oyó un sonido agudo acompañado de un silbido metálico. Al volverse vio a Abe que se inclinaba a recoger su cuchillo de monte, clavado en el suelo. Abe lo lanzó de nuevo, la hoja desprendiendo flamantes destellos a la luz del quinqué.
—Deje que le cuente —dijo Curley al anciano—. Me enfrenté a él como un valiente. En el Glass Slipper, con armas por todas partes para cubrir a ese cabrón. «¡Veamos si te has puesto pálido de miedo, comisario!», lo desafié.
—Pero hijo —intervino el viejo—, ¿cómo has dejado que Curley…?
—¡Chitón, Padre McQuown! Soy yo quien lo está contando. ¿Que cómo lo consintió? Pues porque sabe que soy el tipo con más sangre fría de San Pablo, y en aquel salón llevábamos todas las de perder. —Sintiéndose ridículo, se puso en cuclillas y oyó que Abe lanzaba otra vez el cuchillo contra el suelo. El viejo lo miró fijamente mientras él desenfundaba con brusquedad el Colt y disparaba un balazo a la ventruda estufa—. No me importa decir que nunca nadie ha visto desenfundar más rápido. Veloz y…
Se interrumpió, se incorporó, emitió un suspiro y enfundó el revólver.
—¿Lo mataste de un tiro? —quiso saber el viejo.
—Sacó mucho antes que yo —dijo Curley, echando una mirada al sofá.
Había esperado una carcajada de Abe, algo que aligerara un poco la tensión; sabía que Abe tendría que aguantar la bronca del viejo. Pero Abe se limitó a lanzar de nuevo el machete. Esta vez la punta no se clavó y el cuchillo fue repiqueteando por la estancia hasta resonar contra una pata de la estufa. Abe no hizo movimiento alguno para recogerlo.
—Os echó de la ciudad. Seguro —jadeó el anciano.
—Desde luego que sí —afirmó Abe, severamente.
El anciano se recostó en el jergón, aspirando aire entre los dientes.
—Mi hijo huyendo.
—Sí —repuso Abe, apretando los labios.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —gritó el anciano.
—Sí.
—Voy a ir yo —amenazó el padre—. A ver quién me echa.
—Andando, vas a ir —replicó Abe.
—¡Iré arrastrándome, por Dios! —exclamó el viejo McQuown, irguiendo de nuevo la cabeza—. A ver si alguien se atreve. Me he paseado por Warlock cuando no era más que un sitio junto a la carretera donde Blaikie, el viejo Gannon y yo solíamos quedar para ir a Bright’s. Íbamos juntos a por los apaches de los Bucksaw, que abundaban como pulgas. Los repelimos un montón de veces, además, antes de que nadie hubiera oído hablar siquiera de Peach. A veces me llevaba a mi hijo, pensando que le iba a servir de algo, y ahora resulta que lo echan de…
—Por cierto, ahora que menciona a Gannon —lo interrumpió Curley—, Bud ha vuelto de Rincón. Lo hemos visto en la ciudad.
—Bud Gannon nunca ha valido gran cosa —sentenció el viejo, recostándose de nuevo—. Billy es distinto; un muchacho que a cualquier hombre le gustaría como hijo. Y estaría orgulloso de él.
—Bueno, Padre McQuown, pues él también se largó con nosotros. Puede que no tan deprisa como yo, pero se marchó de todos modos.
—¿Y mi hijo? ¿Echó a correr? —masculló el anciano, y Abe le lanzó una maldición.
Curley dio un buen trago a la damajuana, observando cómo los dedos del viejo toqueteaban el Winchester mientras Abe lo maldecía, larga y ásperamente.
—Algún día tendrás que responder ante el Señor de todas esas maldiciones —dijo al fin McQuown padre—. Maldices a tu padre cuando está lisiado y no puede hacerte tragar los dientes. Hace falta padre y madre para ser hombre o caballo, pero ¿cómo se puede tener un hijo que es medio hembra?
—Te diré cómo —replicó Abe con voz apagada y tensa—. Cruzando un mulo y una mula, como hicieron contigo.
—Insultas a tu padre, además de a tus abuelos, ¿verdad? Tendrás que responder de eso, también.
—Ante ti, no —replicó Abe.
—Responderás ante otro Padre, distinto de mí.
—Es posible que deba responder por haber matado a una pandilla de mexicanos por lo que te hicieron. Pero no por llamarte lo que todo el mundo sabe que eres, y el Señor también.
Mientras los escuchaba allí de pie, tratando de sonreír como si sólo estuvieran bromeando, a Curley se le ocurrió que lo más conveniente era marcharse. Ya llevaba demasiado tiempo en la casa; había visto el principio, sin saber siquiera que era el comienzo, y no quería ver el final. Abe era un hombre a quien había querido y respetado como a ningún otro, y así seguía siendo, pero últimamente no quería ni pensar adonde iría a parar. O quizá debiera quedarse a ver, pensó, sintiendo una especie de pánico.
Fuera, los perros volvieron a ladrar, y en el patio se oyó ruido de cascos.
—No se han largado tan deprisa como tú —observó el anciano.
—Son unos mexicanos de Don Ignacio, que han venido a prenderte fuego en el jergón —soltó despiadadamente Abe—. ¡Por Dios, cómo vas arder y qué peste vas a dejar!
El ruido de cascos, de ladridos y aullidos disminuyó, alejándose hacia las caballerizas.
—Me voy al barracón —dijo Curley, simulando un bostezo—. Buenas noches, Padre McQuown. Abe.
—Mañana iremos para allá, después de cenar —anunció Abe.
—¿Adónde? —preguntó el viejo—. ¿Qué pretendes hacer ahora?
—De esa forma —prosiguió Abe, ignorando a su padre—, pasaremos Rattlesnake Canyon al caer la noche. Díselo a los muchachos.
Curley se echó el sombrero hacia atrás y se pasó los dedos por el pelo.
—¿Hacienda Puerto? —preguntó—. Creía que pensabas dejar eso en paz durante una temporada, Abe. La última vez nos persiguieron un buen trecho y no nos llevamos muchas cabezas que digamos. La cosa se está poniendo muy fea.
—Esta vez llevaremos más gente.
—Mira, Abe, dicen que Don Ignacio tiene ahora un verdadero ejército. Cualquier día nos estarán esperando. Si nos cogen…
—¡Maldita sea! —exclamó Abe, abalanzándose hacia él—. ¡No pasará nada porque yo iré con vosotros! Sólo os pillan cuando no voy yo. ¡Uno atravesado de un balazo y otro muerto, y tenéis que venir corriendo a buscarme para que os los quite de encima!
Curley había traído a casa al anciano aquella vez, dejando muerto a Hank Miller; y se había negado a volver con Abe y los demás a tender una emboscada en Rattlesnake Canyon. Abe no se lo había perdonado, ni a él ni a Bud Gannon, que se había marchado de San Pablo poco después. Y Abe, pensó, ni siquiera se había perdonado a sí mismo. Rattlesnake Canyon los seguía consumiendo a todos.
—Muy bien, Abe, se lo diré —dijo al tiempo que salía y cerraba la puerta.
Se quedó en el porche mirando las estrellas más allá de la vieja chimenea. Debería marcharse, pensó. «Tendría que largarme ahora mismo.» Mientras bajaba con paso cansino los escalones y se dirigía al barracón, sacó la armónica y empezó a tocar. Su música ponía una nota triste en la noche.