El doctor Wagner, con el maletín en la mano, vio surgir a los jinetes entre el blanquecino polvo de la calle y el cielo de la noche. Torcieron hacia el oeste, dirigiéndose al promontorio de las afueras, uno de ellos bastante adelantado, los demás agrupados a su espalda. La lánguida música de la armónica de Curley Burne se mezclaba con el amortiguado ruido de los cascos, mientras caballos y jinetes se perdían en la oscuridad.
Estaba claro que se iban de la ciudad. No había habido tiroteo, ni necesidad de su maletín de remedios ni sus modestos conocimientos médicos. Oyó que alguien suspiraba de alivio cerca de él.
Giró sobre sus talones y se abrió paso entre el gentío apiñado en la acera.
—Doctor —lo saludó uno.
—¡Doctor! —dijeron otros, siguiendo su ejemplo—. Buenas noches, doctor.
A su espalda, el piano del Glass Slipper empezó a tintinear alegremente.
—¿Qué ha pasado, doctor? —le preguntó impaciente Buck Slavin, cogiéndolo del brazo.
—El comisario ha hecho soltar el revólver a Curley Burne en el Glass Slipper. Todos los vaqueros se han marchado de la ciudad.
Slavin dejó escapar una exclamación de asombro y complacencia. El médico se soltó el brazo y apresuró la marcha, porque tenía que contárselo a Jessie, que lo estaba esperando. Cruzó Broadway. En el porche del hotel Western Star, la silueta de varios hombres se recortaba contra las ventanas amarillas.
—¿Qué ha ocurrido, Wagner? —le preguntó MacDonald, con su áspera voz.
Una oleada de animadas voces procedentes de la manzana central excusó al médico de no contestar a la pregunta del director de la mina Medusa. Cruzó apresuradamente Main Street. No existía motivo aparente para no portarse con cortesía, pensó, irritado consigo mismo. Cuando los mineros acudían a él con sus quejas y agravios, les explicaba, pacientemente, que los métodos de MacDonald no eran sino política de la compañía, práctica habitual; pero eso no dejaba de ser pura hipocresía, porque él compartía su odio hacia MacDonald.
Torció por Grant Street hacia el alto y estrecho edificio del General Peach. Una lámpara brillaba en la habitación de Jessie, en la planta baja, a la derecha del portal. Las demás ventanas estaban a oscuras, con los inquilinos en el centro de la ciudad para presenciar los disturbios, y ver uno de los duelos que constituían al mismo tiempo la principal fuente de entretenimientos de Warlock y su maldición. «Esta vez se han llevado un chasco», pensó.
Un tanto jadeante, subió al porche por los escalones de madera, abrió la puerta y depositó el maletín en medio de la densa oscuridad de la entrada.
—¡Jessie! —llamó, pero antes de que hubiera terminado de pronunciar ese nombre, las sombras se aclararon y ella apareció en la puerta de su habitación.
—No he oído nada —dijo ella con voz queda.
—No ha habido tiroteo —informó él con una sonrisa trémula e insegura.
La siguió al interior de su habitación y se sentó en la lujosa butaca encarnada que había junto a la puerta. Jessie permaneció en pie frente a él, delgada y erguida con su mejor vestido negro de cuello y puños de encaje. Tenía las manos cruzadas sobre la cintura. Sus cabellos, peinados con una perfecta raya en medio, le caían casi hasta los hombros en cilíndricos tirabuzones castaños que oscilaban sobre sus mejillas cuando inclinaba la cabeza hacia el visitante. Su rostro triangular estaba contraído de ansiedad. Algunos consideraban poco agraciadas sus facciones, incapaces éstas de descubrir la luminosidad que desprendían.
—Cuéntame —pidió, en tono suplicante.
—No lo he visto, Jessie. Había ido a recoger el maletín. Pero por lo que sé, el comisario ha hecho soltar el revólver a Curley Burne, aprovechando la ocasión para anunciar sus intenciones a McQuown. No ha habido alboroto, y McQuown y su gente se han ido de la ciudad.
Jessie se pasó la punta de la lengua por los labios. Cuando sonrió, músculos diminutos tiraron de las comisuras de su boca.
—¡Ah, qué bien! —exclamó con voz curiosamente apagada. Se volvió a medias, y apoyó una mano en el borde de la mesa—. ¿Ha estado…? ¿Se ha lucido, David?
—Seguro que sí. Aunque, como ya te he dicho, no lo he visto.
—¡Ah, qué bien! —repitió Jessie.
El médico apartó la vista de ella, y miró a la librería que albergaba la colección de Scott, con sus relucientes títulos dorados; a los grabados y litografías que colgaban de las paredes —Bonnie Prince Charlie[10], en heroica pose; Cuchulain[11], luchando contra las olas; la Tumba de Santa Helena—; al escritorio curvo que había junto a la cama, sobre la cual colgaban dos daguerrotipos, uno de Jessie cuando era niña, con los mismos tirabuzones y los ojos recatadamente inclinados sobre un librito que sostenía amorosamente entre las manos. El otro era de su padre, de tristes facciones enmarcadas en el perfecto triángulo del bigote y la barba bien cuidada, sentado frente a un telón de fondo estampado que se extendía a su espalda hasta una ilusoria lejanía.
—¿Estás enfadado, David? —preguntó Jessie.
—¿Por qué había de estarlo?
Ella se sentó en el negro sofá de crin de caballo, las manos aún enlazadas sobre el talle. Se había enfadado, pensó él, porque Jessie había adivinado muy fácilmente sus celos.
—No te enfades conmigo, David —le pidió ella.
Y él se conmovió a su pesar, por la ingenuidad infantil que siempre mostraba cuando estaba a solas con él; por su simpatía y su dulce falta de malicia, que eran sus mejores armas, y, al mismo tiempo, su armadura contra los hombres violentos. Ella le sonrió, con el incisivo entendimiento que siempre lo sorprendía. Luego sus ojos se apartaron de él, y, aunque siguió sonriendo, sabía que estaba pensando en Clay Blaisedell, el hombre que un día apareció ante ella como surgido de entre las páginas de una de las novelas con cubierta de piel de becerro y título dorado del ciclo de Waverley.
Ella ladeó la cabeza, escuchando algo que él no podía oír.
—Cassady está tosiendo otra vez —observó.
—No puedo hacer nada más por él, Jessie. Nunca ha tenido remedio. No sé cómo aún sigue con vida.
Las facciones de Jessie se entristecieron. Sabía que la compasión era tan auténtica como todo en ella, y que a la muerte de Cassady sus lágrimas serían verdaderas, y sin embargo se preguntaba si realmente la impresionaba todo aquello. Siempre había tenido la sensación de que la muerte no podía afectarla, como tampoco le hacían mella los hombres violentos. Él mismo había odiado siempre la enfermedad y la muerte, así como todos los males que la naturaleza infiere a la humanidad. Pero la actitud de él era cada vez menos distante; odiándolos, había llegado, poco a poco, a odiar profundamente Warlock, en donde la muerte era tan corriente que podía pasar por una broma pesada, y sobre todo, a aborrecer las minas, que eran lo que verdaderamente destruía a los hombres. Pero por encima de todo odiaba a la Medusa, la más destructiva; y ésa era la razón asimismo de que odiara a su director, MacDonald.
Pero a Jessie, a su vez, tampoco le era ajena la muerte. Se había pasado la infancia cuidando a su padre, que se fue muriendo poco a poco, y ahora se había ocupado en Warlock de más moribundos de los que ya podía contar, cogiéndoles la mano cuando exhalaban el último aliento discreta y bravamente, como solían hacerlo si estaba a su lado, porque sabían que eso era lo que ella deseaba, aunque otros lloraban, maldecían o luchaban contra la muerte, como si pudieran ahuyentarla o acallarla. Y ahora, en la última semana o así, el médico comprobó que se había prendado de Clay Blaisedell, que se había enamorado de él inmediatamente, de manera tan rotunda y natural como cabía esperar del Ángel de Warlock. Y se preguntó si eso tampoco llegaría a afectarla.
A lo mejor todo dependía de Clay Blaisedell, pensó, sintiendo un nudo en la garganta.
Jessie escuchaba otra vez. Ahora también él oyó la tos profunda, indefensa, apagada. Por el pasillo llegó el eco de pasos que se acercaban presurosamente, y Jessie cogió la lámpara de bronce que descansaba en un pañito de color claro sobre la mesa.
—¡Señorita Jessie! —gritó Ben Tittle en el umbral—. ¡Ya está otra vez igual!
—Sí, ya voy, Ben. Estoy con el doctor Wagner, que acaba de venir.
Salió apresuradamente con la lámpara, mientras él recogía el maletín y la seguía por el pasillo, de mala gana; Cassady no hacía sino acrecentar aún más su impotencia. Las sombras oscilaban y se estremecían a lo largo del corredor mientras Jessie avanzaba, lámpara en mano, hacia la estancia situada en la parte de atrás, que ella había convertido en hospital. Tittle cojeaba tras ella con su pie lisiado y torcido, a consecuencia del cual no lo habían readmitido en la Medusa, y ahora trabajaba para Jessie como enfermero y chico de los recados.
Cuando él entró, Jessie ya estaba inclinándose sobre el catre de Cassady. Tittle le sostenía la lámpara. Filas de camas se perdían entre las sombras, y sus ocupantes se incorporaban para ver cómo Jessie llenaba un vaso con agua de una olla y lo acercaba luego a los labios de Cassady. La tos continuaba, gruesa y mortífera en el quebrantado pecho del minero.
—Parece que está en las últimas, Doc —dijo Buell con voz queda desde el catre situado junto a la puerta—. En tres ocasiones hemos creído esta noche que se moría, y habría sido un verdadero descanso, que Dios me perdone si lo ofendo.
El médico asintió sin apartar los ojos de Jessie, que ponía la mano sobre el pecho de Cassady; nunca había conocido a otra mujer capaz de hacer eso, de no ser una curtida enfermera profesional.
—¡Bebe! —ordenó Jessie—. Bébetelo, Tom, por favor. ¡Bebe todo lo que puedas!
Hablaba con urgencia, incluso con enfado; y Cassady bebió, y se atragantó. Bajo un cerco de rizada barba, su piel se estiraba sobre los huesos de la cara, y sus pecas resaltaban sobre la límpida y cetrina tez como aguijones de abeja en una manzana. El agua le resbalaba por la barba.
—Para, Tom —dijo Jessie—. Prueba otra vez. —Y al ver que Cassady empezaba a jadear de una manera horrible, exclamó—: ¡Haz algo, David!
Al beber podía sufrir un ahogo y morirse, igual que en un acceso de tos, pensó el médico, pero no se movió. Cassady no se salvaría simplemente porque Jessie se lo ordenara. Los jadeos y la tos cesaron. Jessie se incorporó.
—¡Ya está, Tom! —dijo, como si solamente hubiera intentado apartar de un niño a un obstinado animal doméstico—. Ahora mejor, ¿verdad?
El médico cogió la muñeca de Cassady. El pulso era casi imperceptible. Cassady miraba fijamente a Jessie con veneración en los ojos. Era imposible que aquel hombre viviera más allá de un par de días, y, bien sabía Dios, muy pronto habría otro que necesitaría su catre. Siempre hacían falta camas, porque siempre había hombres destrozados, aplastados por un desprendimiento de piedras, el derrumbamiento de un túnel o la avería de un montacargas, envenenados en la trituradora de minerales o apuñalados o heridos de bala, cuando no con la mandíbula desencajada o la cabeza rota en alguna pelea del salón.
Sería piadoso dejar morir a Cassady. Pero Jessie profesaba una filosofía mucho más severa. A diferencia de él, no consideraba la muerte como una iniquidad; para ella era un fracaso, y se negaba a creer que hubiera una voluntad menos fuerte que la suya. El médico también conocía su insistencia en el deber, y se preguntaba si no se negaría a dejar morir a Cassady porque su misión como Ángel de los Mineros, el Ángel de Warlock, era precisamente ésa, hasta el límite de sus fuerzas y de su voluntad. Tal vez, pensó él, con cierta culpa, esa determinación le impedía sentir interés alguno por Cassady o por cualquier otro individuo, como simples personas, haciendo que únicamente las viera como objetos de su cuidado y prueba de sus buenos oficios.
El médico sacudió la cabeza hacia ella cuando Cassady intentó hablar.
—Calla, Tom —susurró Jessie, sonriendo al moribundo—. No debes hablar, dice el doctor. Es hora de que duermas un poco.
Cassady sacó la pálida lengua, chasqueándola contra los resecos y descoloridos labios. Cerró los ojos. A la luz de la lámpara, gotas de agua derramada relucían como joyas entre su barba. Jessie dio la olla a Ben Tittle y le cogió la lámpara. La levantó para distribuir la luz por la estancia y sonrió a los demás ocupantes del hospital.
—Y ahora procuraréis guardar silencio, ¿verdad, muchachos? Hay que dejar dormir a Tom.
—Pues claro, señorita Jessie —dijo el joven Fitzsimmons, sosteniendo contra el pecho las vendadas manos.
—Sí, señorita Jessie —convinieron los demás, en voz baja—. No haremos ruido, señorita Jessie. Buenas noches, señorita Jessie. Buenas noches, Doc.
—Buenas noches, muchachos.
El Ángel de Warlock se dirigió a la puerta. Al andar, hacía crujir sus faldas. Todos se la quedaron mirando.
—Doc —musitó MacGinty, cuando salió Jessie. Su afilado rostro, picado de viruelas, estaba alzado hacia el médico; no parecía tan febril esta noche, pensó el doctor al ponerle la mano sobre la seca frente y asintiendo con satisfacción—. Supongo que se ha enterado de que Frank pidió a MacDonald una aportación para… —MacGinty hizo un gesto con los ojos hacia Cassady—. Pero MacDonald contestó que si él contribuía, cuando tuviéramos un accidente pensaríamos que la Medusa nos debía algo.
—Frank cometió una estupidez.
—La madera les queda muy arriba para traer bastantes pilastras de entibación —terció Dill—. Pero cuando reventamos no les cuesta nada.
El médico se limitó a asentir, brevemente. Le costaba trabajo mirarlos a los ojos. A veces era aún más difícil que tratar de disculpar a MacDonald y a los propietarios de la mina.
—Vendré por la mañana —anunció—. Buenas noches.
—Buenas noches, Doc.
Cogió el maletín, cruzó el umbral y cerró la puerta al salir. En medio del pasillo, vio a Jessie hablar con Frank Brunk, un minero a quien MacDonald había despedido hacía un mes.
—No durará mucho —decía Frank con su voz grave—. Está destrozado. Es imposible.
—Si quiere, lo conseguirá —replicó Jessie.
Alzó la lámpara y Brunk se echó atrás, como repeliendo la luz. Era un individuo robusto, voluminoso, de rostro cuadrado, bien afeitado y tez rojiza. Llevaba un cuchillo de monte colgando del ancho cinturón.
—Hola, Doc —saludó—. Mire, fui a ver a MacDonald y le pedí sin rodeos que…
—Sabías que era inútil pedírselo.
—Puede que sí —dijo Brunk—. A lo mejor sólo quería dejarle claro lo hijo de… Disculpe, señorita Jessie.
—¿Qué le pediste, Frank? —inquirió Jessie.
—Bueno, pues, en realidad le dije que la Medusa debería pagar parte de los cuidados que necesita Tom Cassady.
—Tom no tiene que preocuparse por eso, Frank.
—Claro —repuso Brunk, asintiendo brevemente con la cabeza; sus ojos parecían pozos de sombra—. De todas maneras no creo que vaya a durar mucho —añadió—. Pero yo sí me preocupo por eso, señorita Jessie. Y fue la Medusa quien lo aplastó.
—Estás empezando a hablar como Lathrop —dijo Jessie.
—Y a lo mejor MacDonald ordena a Jack Cade que me eche de la ciudad también, ¿no? —replicó Brunk—. Bueno, yo sólo digo que va a haber jaleo cuando Tom muera, eso es todo.
—¿Y hace falta que muera para que haya jaleo? —inquirió el médico.
—Eso duele, Doc —se quejó Brunk, lanzándole una mirada de reproche. Apoyó la espalda contra la pared y añadió—: ¿Cree usted que eso es lo que quiero? Sólo sé que lo único que todos queremos es que nos ayuden.
—He intentado hablar con Charlie MacDonald sobre la entibación —dijo Jessie, poniendo una mano en el brazo de Frank—. Pero a mí no me resulta más fácil convencerlo. Él…
—Con todos mis respetos, señorita Jessie, ya cederá —la interrumpió Brunk—. Es un hecho, Doc. Yo soy un triste minero de tres al cuarto. Igual que todos. Somos unos sucios e ignorantes picadores y zafreros, como todo el mundo sabe. Nadie presta atención cuando las bestias tratan de hablar. Tendremos que formar el sindicato.
—Pues hacedlo —replicó el médico, con una irritación que ni él mismo entendía—. Qué más da que os rompáis la cabeza luchando por formar un sindicato que en las galerías de la mina.
—No es lo mismo —contestó Brunk.
—Frank —terció Jessie con su voz serena—, mi padre solía decir que la gente podía conseguir lo que quisiera, si lo deseaba de verdad. No hay más que echar un vistazo a la historia para ver ejemplos de lo que consiguen los hombres cuando ponen el corazón en ello. Iba a escribir un libro sobre eso, y había recopilado artículos para empezar a redactarlo: las hazañas imposibles que realizan los hombres cuando ponen toda su voluntad en…
—No es eso —la interrumpió Brunk, con rudeza.
—Podrías ser más educado, Frank —dijo Jessie.
El médico vio cómo se le ensanchaban las pupilas. Frank se pasó la mano por la boca.
—Lo siento. Pero no es así, señorita Jessie. No podemos formar un sindicato porque no tenemos fuerza suficiente, y nunca la tendremos, y nuestra voluntad no tiene nada que ver. Eso es todo —exclamó con acritud—. Jim Lathrop era un buen hombre, hizo todo lo que pudo, y la única recompensa que recibió por sus esfuerzos fue que un matón a sueldo lo echara de la ciudad. ¡Con mucha fuerza de voluntad! —concluyó con desdén.
—A Jim Lathrop le faltaba valor —sentenció Jessie.
—¡Joder! —exclamó Brunk—. ¡Eso no se lo he oído decir a nadie, señorita Jessie!
Jessie tenía las facciones contraídas cuando miró fijamente a Brunk, la lámpara firme en la mano, su pecho elevándose y descendiendo, y toda la energía de su determinación en los ojos.
Brunk parpadeó y murmuró en tono de disculpa:
—Lo siento, señorita Jessie —se excusó, suspirando y con voz contrita—. Me parece que esta noche tengo los nervios de punta.
—Está bien, Frank —le contestó Jessie—. Sé que Tom Cassady es amigo tuyo. Y que Jim Lathrop también lo era.
Se oyeron pasos en la entrada, se disculpó y se apresuró por el pasillo, llevándose la luz.
—¿Es que no sabes comportarte como una persona civilizada? —increpó el médico a Brunk—. ¿Ni siquiera tienes en cuenta todo lo que hace por vosotros?
—Dios sabe lo mucho que nos ayuda —convino el minero con su voz grave y cansada—. Y también lo que usted hace, Doc. Pero… —Brunk se detuvo.
—Pero ¿qué?
El médico dejó el maletín en el suelo y se acercó al minero. En la penumbra apenas distinguía las facciones de Brunk.
—Pero bien sabe Dios que no deberíamos ser unos despreciables individuos que viven de la caridad —gruñó Brunk—. Somos personas como todos los demás. Si lo único que merecemos es caridad, la gente nos tendrá aún en menor estima. Nosotros…
—Un momento —lo interrumpió el médico—. Déjame decirte una cosa. ¿A quién reprochas el hecho de que viváis de la caridad? ¿A Jessie? ¿Tiene la culpa MacDonald de que Cassady no haya ahorrado dinero y tenga que acogerse a la caridad? Un minero gana mucho más que cualquier otro trabajador de Warlock. ¿Habéis pensado alguna vez en ahorrar algo? Reconozco que los salones, las salas de juego y el Row son trampas pensadas para despojaros del jornal. Pero ¿debéis caer en ellas todos los días de cobro? Ahorrar es bueno para el espíritu: virtud sumamente rara entre vosotros. Si ahorráis alguna paga os evitaréis vivir de la caridad, ya que tanto te disgusta esa situación.
—Si tuviéramos un sindicato, podríamos…
—No tenéis suficiente moral para formar un sindicato.
Brunk guardó silencio unos instantes antes de proseguir:
—No digo que no tenga usted razón, Doc. Pero hay algo más. Para crear un sindicato necesitamos ayuda, y debe prestárnosla gente respetable. Como usted.
El médico había reiterado a Brunk en más de una ocasión que no se comprometería a ayudarlos a crear el sindicato de mineros; y se había repetido a sí mismo, otras tantas veces, que no había razón para que lo hiciera. Y dijo con determinación:
—Yo soy médico, Frank. Y nada más.
—Eso es un poco raro. Porque yo soy minero, pero también soy un hombre.
Él no respondió; recogió su maletín.
—Bueno, no se preocupe —dijo Brunk amargamente—. No lucharán cuando muera un hombre, porque no tienen esa moral que usted pregona, pero puede que un día de éstos les rebajen el jornal. Todavía no he conocido a alguien que no luche por dinero.
Brunk se alejó de él, dirigiéndose al hospital. Con el maletín en la mano, el médico se encaminó rápidamente al vestíbulo, para subir las escaleras que conducían a las habitaciones de la segunda planta del General Peach. Frente a la puerta abierta, en el porche, un grupo de hombres charlaba en la oscuridad.
Al empezar a subir la escalera miró por la puerta de Jessie, que ella siempre dejaba abierta cuando tenía visita, en atención al decoro. Estaba rígidamente sentada en el sofá de crin de caballo, con las manos cruzadas en el regazo y el rostro iluminado. Nada más pasar el umbral vio una manga de la chaqueta negra de Blaisedell, apoyada en el brazo de la lujosa butaca roja.
—Han sido bastante razonables —decía Blaisedell—. Como casi todo el mundo, cuando se habla con claridad. No sé hasta qué punto se puede confiar en McQuown, pero tampoco lo conozco.
La voz de Blaisedell cesó por un momento y Jessie lanzó una mirada hacia la puerta. El médico siguió subiendo la escalera. A su espalda la conversación se reanudó, pero ya no distinguía sus palabras. Ya en su habitación, mientras llenaba un vaso de agua y vertía en él una cuidadosa medida de gotas de láudano, dejó de oír sus voces.