Gannon presencia un enfrentamiento

De pie junto a su hermano en la barra del Glass Slipper, John Gannon miró a aquellos que tenía alrededor: Pony Benner, con su mezquino y contrahecho rostro; Luke Friendly, a quien, al menos, podía descartarse por jactancioso y fanfarrón; Jack Cade, de rasgos sombríos, amargos y crueles, y a quien siempre había temido; Calhoun, de quien había aprendido a no fiarse, como de un crótalo que aparece a distancia suficiente pata atacar; a Curley Burne, que, junto con Wash Haggin, había sido amigo suyo y cuyo festivo y desahogado lenguaje había tratado de remedar alguna vez, y cuyos andares desenvueltos había visto que Billy imitaba ahora. Observó a Abe McQuown, con su afilado y frío semblante, cubierto por la barba roja. Una vez, debía de tener la edad de Billy, había admirado a Abe más que a nadie en el mundo.

Ahora estaba otra vez con ellos, y trataba de sonreír a su hermano. Billy parecía más delgado y más alto con su camisa cruzada de franela y sus estrechos pantalones de mezclilla. Era el calco de una fotografía suya de cinco años atrás: la misma altura, el mismo peso, los mismos movimientos, rápidos y un tanto inseguros, que reconocía como suyos de otro tiempo, aunque ahora los de su hermano eran más firmes; el mismo rostro delgado, decidido, de intensa mirada, con la única diferencia del bigote que se estaba dejando y la nariz recta, mientras que él la tenía torcida hacia un lado, deforme y con el puente roto. Billy estaba observando a Abe McQuown.

—Blaisedell ya debe de estar llegando a Bright’s —dijo Pony con su voz chillona, y Luke Friendly se echó a reír y miró hacia las puertas batientes.

—Ni lo sueñes, Shorty —repuso Wash Haggin, guiñando un ojo a Gannon. Tenía un gran bigote, mientras que su hermano gemelo iba, o solía ir, bien afeitado, y era silencioso y reservado. Chet se había quedado en casa, había contestado Wash, indignado, cuando Gannon le preguntó por él—. Blaisedell andará por aquí —prosiguió Wash, dirigiéndose a Pony—. Ese caballo es de otra raza.

Abe sonrió y echó la cabeza hacia delante para encender un cigarro. Al resplandor de la cerilla, su piel era pálida y fina como un pergamino engrasado. Largas arrugas, severamente trazadas, le cruzaban las mejillas hasta perderse en su barba. Apagó el fósforo, lanzó una bocanada de humo, alzó la cabeza y se encontró con la mirada de Gannon.

—Me alegro mucho de verte de vuelta, Bud —le dijo Abe, sonriendo de nuevo.

Sus ojos brillaban como esmeraldas húmedas. Le dio la espalda con indiferencia, y Cade se inclinó hacia él para musitarle algo. Abe respondió con un movimiento de cabeza.

Gannon vio las anchas facciones del vigilante, que los miraba fijamente.

—¿Qué pasa? —preguntó a Billy.

—Nuevo comisario —respondió su hermano—. Clay Blaisedell, un pistolero de Fort James. El Comité de Ciudadanos lo ha contratado para que nos eche de la ciudad. Esta noche veremos quién se larga.

—Pues yo creo que no va a salir corriendo —opinó Wash alegremente—. Es el que mató a Big Ben Nicholson —explicó a Gannon—. Y por eso, un escritor del Salvaje Oeste le regaló un par de Colts con cachas de oro.

Gannon asintió con la cabeza, observando el frío y joven perfil de Billy.

—No tiene muchas posibilidades de ganar, ¿verdad? —observó, en tono más seco de lo que pretendía.

—Bueno —repuso Billy con gesto hosco—. Sólo vamos a plantarle cara.

—No lo tiene tan mal aquí dentro —terció Wash. Señaló con el pulgar y explicó—. Me han dicho que Morgan, aquel de allí, es pariente suyo; en cualquier caso, son socios en este local. Y ahí hay una carga de perdigones —añadió, señalando al vigilante—. Quiera Dios que sean para pájaros. Y eso sin contar a los crupieres, los camareros y quién coño sabe a cuántos más. Dicen que Morgan tiene muchos en su haber. Es un enfrentamiento bastante justo.

Cade dio por concluida su conversación con Abe y volvió a ponerse frente a la barra, de espaldas a los demás. Calhoun vigilaba la puerta, pasándose la uña del pulgar por la nariz sin ternilla.

—Billy —dijo Abe—, qué te parece si echamos una partida, Curley, Wash, tú y yo.

Billy asintió con un seco movimiento de cabeza y, junto con Wash y Curley, siguieron a Abe. Se sentaron al fondo, más allá del piano, y entonces un grupo de mineros se levantó apresuradamente de la mesa de al lado. El Profesor dejó caer las manos con estrépito, arrancando un áspero acorde al instrumento, y se levantó a su vez, tropezando, al marcharse, con Calhoun y Friendly, que se dirigían al final de la barra, y deshaciéndose en disculpas. Pony Benner se acercó con petulancia al puesto del vigilante. Los parroquianos se agolpaban en la puerta, queriendo salir.

Gannon se sintió apesadumbrado al quedarse solo frente a la barra, observando, en el espejo, cómo había distribuido McQuown a sus hombres. En la mesa, Billy se sentaba de cara al mostrador, entre Abe y Wash, y Curley frente a él, de espaldas al salón. Recordó que su padre, al morir, le había encargado que cuidara de su hermano hasta que se hiciera mayor. Pero Billy había crecido demasiado deprisa para él, y su seis tiros ya había acabado con la vida de Jim Brown, el ayudante del sheriff. Su responsabilidad se había diluido ya hacía mucho en incapacidad, y la alarma que ahora sentía al mirar por el espejo se debía más a la indignación y al desaliento que al temor. Él había huido de aquella crueldad implacable y sin objeto, en la cual la vida humana sólo era parte de un juego, que nunca, por lo que él sabía, había sido limpio. Había creído que yéndose de allí podría escapar de todo aquello. Pero después de haber pertenecido a la cuadrilla de McQuown era imposible escapar, y tampoco podía eludir su memoria, poblada de pesadillas, del recuerdo de lo que había hecho un día, él junto con todos los demás, en Rattlesnake Canyon, nada más pasar la frontera; y no podía huir de sí mismo.

El Glass Slipper continuaba vaciándose. Los parroquianos abandonaban el mostrador y las mesas de juego, sin prisa aparente, pero a un ritmo constante, juntándose en la puerta y saliendo atropelladamente. El jugador, Morgan, avanzó frente a la barra contra el flujo de salida, su pelo plateado brillando con suavidad bajo la luz de la araña, el rostro mortalmente pálido cruzado por el negro trazo del bigote. Sostuvo brevemente unas miradas glaciales a su paso y desapareció por una puerta detrás del mostrador, más allá de donde estaban Calhoun y Friendly.

En aquel momento Gannon percibió un espeso silencio. Vio que los clientes agolpados frente a las puertas de lamas se apartaban para despejar la entrada y dejar paso a un hombre vestido de negro, con un sombrero también negro. Detrás de él iba Carl Schroeder.

Carl se detuvo entre el tropel de los que salían, pero el otro entró. Debía de ser Blaisedell, un individuo alto y corpulento, de brazos largos y una manera de andar a caballo entre el orgullo y la arrogancia. Su boca ligeramente sonriente se enmarcaba entre la gruesa curva del bigote y un prominente y redondeado mentón. Por un instante, los ojos más intensamente azules que Gannon había visto nunca se cruzaron con los suyos. El comisario se detuvo en un hueco que había en la barra, entre él y Jack Cade, que estaba inclinado sobre su vaso.

—Whisky —pidió.

Un renuente camarero se lo sirvió. El ruido de la botella al ponerla en el mostrador sonó muy fuerte, como la palmada con la moneda en la madera. El camarero, con las manos sobre el delantal, retrocedió rápidamente. Luego no se oyó nada.

Gannon vio por el espejo que Curley Burne estaba en pie y había dado media vuelta para situarse a la derecha de McQuown, de cara a la sala. De modo que no iba a ser Billy; pero no sintió alivio.

Curley estaba sonriendo. En sus negros rizos titilaban destellos. Billy y Wash seguían sentados con las manos sobre la mesa. McQuown barajaba las cartas, emitiendo un sonido como el de la tela al rasgarse.

—¡Eh, señor comisario! —dijo Curley.

Con el rabillo del ojo Gannon observó cómo el comisario se llevaba el vaso a los labios y apuraba el whisky de un trago. Luego volvió a poner el vaso en el mostrador, y se dio la vuelta.

El rostro de Curley mostraba una falsa expresión avergonzada.

—Comisario —prosiguió—. Me pregunto si podría presentar una reclamación.

Blaisedell asintió una vez con la cabeza, cortésmente.

—Supongo que me toca a mí, comisario —prosiguió Curley—. Hay muchas quejas sobre lo mismo por aquí; pero la gente ha desaparecido no sé cómo y me lo han dejado a mí. Esas cachas de oro de sus pistolas, comisario. Hacen daño a los ojos.

Alguien soltó una estridente carcajada.

La puerta por donde había desaparecido Morgan estaba ahora abierta, y el jugador se apoyó en ella con indiferencia.

—Y desde luego, en lo que a mí respecta, comisario —prosiguió Curley—, no me gustaría nada que se me irritaran los ojos por culpa de esas cachas de oro. Brillan mucho al sol y todo eso. Un tío sin buena vista no vale nada. Me han dicho que en Warlock últimamente ha habido casos de irritación aguda.

—No tiene más que cerrarlos —sugirió Blaisedell, con su voz grave, pero aún en tono amable.

—¡Ah, comisario! —exclamó Curley, con mohín de disgusto—. Si anduviera por ahí con los ojos cerrados, estaría tropezando y dándome golpes continuamente. ¡Y haría el ridículo! Comisario, por favor, ¿no podría dejar de sacar tanto brillo a las culatas, manoseándolas un poco menos, como dicen que suele hacer?

—Bueno, supongo que sí. Siempre que las cosas vayan bien en la ciudad.

Curley asintió con seriedad, pero en sus mejillas se habían formado dos largos pliegues. Blaisedell permanecía con las piernas separadas, los brazos sueltos a los costados. Gannon observó a Jack Cade, con la cabeza ladeada, los labios pálidos y estirados sobre los dientes. Carl Schroeder estaba solo junto a las puertas batientes; parecía como si le doliera algo.

—Comisario —dijo Curley, alzando la voz—. ¿Y si alguien le pintara las culatas de negro?

—Podría resultar —contestó Blaisedell.

Echó a andar, no directamente hacia Curley, sino un poco a su derecha, y Gannon comprendió que el comisario no se había movido hasta calcular la geometría trazada por las diversas posiciones. Gannon empezó a avanzar disimuladamente a lo largo del mostrador en dirección a la puerta. Pasó frente a Jack Cade, pero su antiguo compinche lo agarró del brazo y lo inmovilizó, situándolo entre el vigilante y él mismo. Se quedó mirando el sudoroso rostro del vigilante y el enorme y redondo cañón de la escopeta.

—Pero ¿quién lo iba a hacer? —inquirió Blaisedell, dando otro paso hacia Curley.

Gannon notó el movimiento del brazo de Cade a su espalda. Instintivamente, sin apartar la mirada del cañón de la escopeta, propulsó el codo hacia atrás y dio un manotazo al Colt de Cade, al tiempo que daba un grito ahogado cuando la aguda punta del percutor se le clavó en la membrana del pulgar y el índice. Forcejeó para mantener el revólver hacia abajo, mirando ahora con ojos desorbitados hacia la mesa, viendo, más allá de la ancha espalda de Blaisedell, la mano de Curley precipitándose hacia su seis tiros; y pudo apreciar también la más veloz sacudida de los faldones de la levita de Blaisedell. La mano derecha de Curley se detuvo, sin que el reluciente cañón de su revólver hubiera alcanzado totalmente la vertical, y movió la izquierda hacia delante para protegerse el vientre con los dedos extendidos. Tenía el rostro contraído en una mueca que parecía una sonrisa estereotipada, pero que expresaba conmoción y terror mientras sus ojos no se apartaban de la mano de Blaisedell, fuera de la vista de Gannon. En ese mismo instante en que el tiempo parecía haberse detenido, McQuown se echó hacia delante, apartándose de Curley, Wash se irguió con rigidez y Billy se quedó completamente quieto con las manos levantadas a unos quince centímetros de la mesa. Gannon lo vio mirar a la derecha, por donde Morgan había sacado una escopeta de cañones recortados, con la que apuntaba a Calhoun y Friendly. Seguidamente, al volverse de nuevo hacia el vigilante, alcanzó a ver, por detrás de la alta silla, el rostro perplejo y furioso de Pony Benner, que miraba boquiabierto a Blaisedell.

—¡Uuuyy! —oyó murmurar a Curley.

El aliento de Jack le quemaba en la nuca. La presión hacia arriba del revólver contra su mano cedió, y el percutor se le desprendió de la carne. Vio que Blaisedell dirigía a Curley un imperioso gesto con la cabeza.

Con una sacudida de la mano Curley soltó el Colt, que cayó al suelo causando un ruido aparatoso. Blaisedell guardó el revólver en la funda oculta bajo los faldones de la levita. No tenía la culata de oro, observó Gannon.

Notó sangre, cálida y pegajosa en la palma de la mano; se la apretó fuertemente contra la pernera del pantalón, aún de espaldas a Cade. El sudor le escocía en los ojos, y al levantar la mirada observó que al vigilante le chorreaba por la barbilla. Había apartado un poco el cañón de la escopeta. Cuando miró hacia la puerta, vio que Carl Schroeder había desaparecido.

—McQuown —dijo Blaisedell. McQuown estaba sentado de perfil, la cabeza inclinada hacia delante, con profundas sombras entre las arrugas de sus mejillas. Hizo como si no hubiera oído. Blaisedell repitió—: McQuown.

Billy dirigió una ardiente mirada a su jefe, y Abe McQuown, lentamente, empujó la silla hacia atrás y se puso en pie. Se volvió despacio, con una mano apoyada en el respaldo de la silla, moviendo los ojos espasmódicamente de un lado a otro, las ventanas de la nariz ensanchándose y contrayéndose al ritmo de su respiración. La barba le temblaba, como si intentara sonreír. Morgan volvió a apoyarse tranquilamente en el quicio de la puerta, la escopeta de cañones recortados bajo el brazo.

—McQuown —dijo Blaisedell, por tercera vez. Seguidamente añadió con su profunda voz, en tono neutro—: Me llamo Blaisedell y soy el comisario de esta ciudad. Me han contratado para mantener el orden.

Guardó silencio, y esperó, en una pausa calculada para que McQuown hablara si quería, pero no lo suficiente para obligarlo. Entonces miró en torno, como dirigiéndose ahora a todos, en medio del tenso silencio.

—Como en esta población no hay ley establecida, tendré que mantener la paz como mejor pueda. Y de manera tan justa como sea posible. Pero hay dos cosas que quiero dejar bien claras ahora mismo y que cumpliré a rajatabla. La primera es ésta —endureció el tono y prosiguió—: Mataré a cualquiera que provoque un enfrentamiento a tiros en un lugar donde haya otros que puedan resultar heridos, a menos que él me mate a mí primero.

Gannon vio lágrimas de rabia en los ojos de su hermano. Billy se puso en pie y McQuown le lanzó una mirada nerviosa. Morgan describió un pequeño semicírculo con la escopeta. McQuown tenía el rostro como la grana.

—La segunda —prosiguió Blaisedell— es una medida acordada por el Comité de Ciudadanos. Lo anunciaré otra vez, por si no se ha corrido la voz. Si un hombre busca problemas, o trata de causarlos y no ceja en su empeño, se le expulsará de la ciudad. Eso es lo que en algunas partes llaman orden de destierro. Yo me encargaré de que se cumpla. Todo aquel que vuelva a la ciudad después de que haya sido expulsado, tendrá que vérselas conmigo. —Hizo otra pausa, pero McQuown tampoco habló esta vez, y concluyó—: Eso es todo lo que tengo que decir, McQuown. Salvo que usted y sus hombres serán bien recibidos aquí, siempre que no alteren el orden público.

—¡Bien dicho! —gritó alguien en la puerta.

Eso fue lo único que se oyó. McQuown echó a andar de pronto. Avanzó por el salón a paso lento pero firme. Al pasar a la altura de Calhoun y Friendly, les hizo una seña con la cabeza; ellos lo siguieron. Blaisedell dio media vuelta para observarlos y Gannon le vio el rostro de perfil: tranquilo, seguro y orgulloso.

—¡Blaisedell! —gritó Billy. Se le quebró la voz—. ¡Saca el arma, Blaisedell!

Se agachó, inclinándose hacia delante, con las manos suspendidas a la altura de las caderas.

—Billy —murmuró Gannon, en voz apenas audible; trató de sacudir la cabeza.

Vio que Morgan alzaba la escopeta. Blaisedell no se movió.

—Ve con ellos, hijo —dijo suavemente Blaisedell, sin moverse.

Billy siguió en su sitio, estirando el labio superior sobre los dientes; se giró bruscamente cuando Wash le tocó con la mano. Entonces, volviendo la cabeza por encima del hombro, McQuown dijo:

—Vamos, Billy.

Y Billy dejó caer las manos a los costados. Los hombres agolpados a la entrada se apartaron ahora para dejar paso a McQuown, y luego a Calhoun, Pony Benner y Friendly, que salieron tras él. Wash y Billy pasaron junto a Gannon, y Curley se agachó a recoger su revólver, que enfundó con una floritura. Al salir, Billy clavó la mirada en Blaisedell, y Wash, que lo seguía torpemente, miró a Gannon con los ojos exageradamente abiertos. Curley salió el último, dirigiendo a Blaisedell un pequeño gesto de saludo. Estaba pálido, pero adoptaba un aire despreocupado.

Entonces Blaisedell se giró en redondo para mirar cara a cara a John Gannon. El vigilante tenía la cabeza inclinada, mirándolo desde su puesto elevado, y Morgan lo observaba desde la puerta al final del mostrador. Todos tenían los ojos fijos en él; sintió como un golpe en el estómago, y lentamente también se dirigió a la salida, detrás de los otros. A su espalda se reanudó de pronto el murmullo del Glass Slipper, que volvía a la vida.

Los demás se habían detenido en la penumbra de la acera. Cuando salió, metiéndose con cuidado la mano en el bolsillo, que aún sangraba, vio a Curley junto a Abe. Oyó la risa nerviosa de Curley.

—¡Uuuyy, Abe! ¡Rápido de verdad!

Gannon dejó que las puertas se balancearan tras él. En su vaivén, le golpearon en la espalda, sin fuerza. Jack Cade estaba sentado en la baranda, tenía la cabeza inclinada bajo su sombrero de copa redonda. Se levantó y se dirigió a él, sus rasgos indistintos en la oscuridad.

—¡Maldito seas, cobarde hijo de puta! —masculló Cade—. ¡Por Dios, que voy a cortarte esa condenada mano derecha con la que has interferido…!

Gannon retrocedió un paso. Billy se abalanzó sobre Cade.

—¡Cierra el pico! —gritó, al borde de la histeria—. ¡Tenías que haber cubierto al vigilante! He visto que querías disparar a Blaisedell por la espalda, hijo de…

—¡Quietos! —dijo Curley, mientras Wash se interponía entre Cade y Billy—. Abe se marcha, chicos. Vámonos ya, en vez de quedarnos aquí discutiendo entre nosotros.

Echó a andar tras McQuown, con el sombrero mexicano colgado a la espalda por el cordón del cuello. Abe estaba ya a media manzana de distancia, camino del Corral Acme.

El grupo que Gannon tenía delante se disolvió cuando Billy y Wash se apartaron a un lado. Gannon escudriñó el rostro de Jack Cade: sin juzgarlo, porque lo conocía bien desde tiempo atrás; y ahora comprendió, también, que McQuown había asignado a Cade aquella posición para que disparara a Blaisedell por la espalda, una argucia que había fallado. Alzando despacio la mano, Cade se llevó el pulgar a la boca, lo introdujo bajo los dientes delanteros y volvió a sacarlo con gesto brusco.

—Algún día te arrancaré ese dedo de un balazo, Jack —aseguró Billy, con voz más calmada. Y añadió, dirigiéndose a su hermano—: ¡Vamos, Bud!

Gannon pasó frente a Cade y se agachó al pasar bajo la baranda de atar los caballos para reunirse en la calle con los demás. Billy le rodeó los hombros con el brazo; lo sintió tenso como un alambre.

—Volvemos a San Pablo con el rabo entre las piernas —observó Wash.

—¿Os habéis fijado en ese condenado Morgan? —inquirió Luke Friendly en tono ofendido—. Sacó ese puto cañón corto de Dios sabe dónde y nos apuntó antes de que pudiéramos rechistar siquiera.

Cade lo alcanzó y se puso al lado de Benner.

—¿A quién van a desterrar primero? —preguntó, suscitando algunos juramentos.

—Esta vez se ha salido con la suya —terció Pony en tono estridente—. ¡Pero ya habrá otra ocasión!

—No sé cómo se nos ha ocurrido intentar la maniobra en ese jodido local —reflexionó Friendly—. No teníamos muchas posibilidades.

Gannon caminaba con dificultad a través del polvo, entre su hermano y Wash Haggin, con la pesada carga del brazo de Billy sobre los hombros. Nunca se había sentido tan cansado, y su temor por Cade se difuminaba entre la repugnancia que le inspiraban todos ellos. En cabeza, solitaria, desapareció la silueta de Abe McQuown entre las sombras de la esquina, frente al almacén de Goodpasture. A su espalda oyó unas risas apagadas, y Billy maldijo entre dientes.

—¡Eh, Curley Burne! —gritó alguien—. ¿Has visto bien esas pistolas de oro?

—¡Serán hijos de puta! —masculló Calhoun.

Curley, que iba delante con aire despreocupado, entonó una triste melodía con la armónica. Gannon recordaba aquel instrumento, y a Curley tocándolo en el barracón en noches tranquilas; ésa era una de las cosas agradables. No eran muchas.

Y de pronto se dio cuenta de que no quería volver con ellos a San Pablo. Aminoró la marcha; sentía en su interior la misma terquedad que dominaba en ocasiones a Billy, y que ahora se tensaba como un lazo en torno a su cintura obligándolo a detenerse. El brazo de Billy se soltó de su hombro. Gannon se volvió a mirar a su hermano.

—Me parece que voy a quedarme en la ciudad, Billy —le dijo.