Morgan y su amigo

En su despacho, situado en la parte trasera del Glass Slipper, Tom Morgan se ponía una camisa de lino limpia y se hacía el nudo de la corbata a la tenue y última luz del día. Desde el espejo, la imagen de su pálido rostro con el cabello plateado liso y brillante y el negro trazo del bigote, le devolvía la mirada, inexpresiva y enigmática. Se puso un chaleco de flores, la corta funda sobaquera, bien pegada al costado con su Colt Banker’s Special, y encima una elegante chaqueta negra de paño fino.

Luego se sirvió un dedo de whisky de la licorera que tenía sobre el escritorio y se enjuagó la boca, alzando la vista y mirando el insustancial cuadro de una mujer desnuda generosamente echada sobre una colcha marrón, que colgaba, con acusada inclinación, sobre la puerta interior del Glass Slipper. Levantó su vaso vacío hacia ella, con un saludo formal, y tragó el whisky que mantenía en la boca. Como si hubiera sido una señal, el piano empezó a tintinear a un ritmo acelerado al otro lado de la puerta, las notas agriamente amortiguadas por el creciente murmullo de la animación vespertina.

Salió y pasó al Glass Slipper. Aún no habían encendido la gran araña de cristal. A su derecha, la larga barra del bar estaba cubierta por una hilera de espaldas masculinas, y frente a ella el espejo reflejaba una sucesión de rostros, pero los mineros aún no habían empezado a llegar y sólo había una mesa en que se jugaba al faraón. Dos camareros servían ajetreadamente whisky y cerveza. El Profesor, erguido y estrecho de hombros, estaba sentado al piano, las manos brincando a lo largo de las teclas, con un vaso de whisky frente a él. Se volvió y sonrió nerviosamente a Morgan, moviendo hacia arriba el pequeño mechón de su perilla. Murch, concentrado en la partida de faraón, la escopeta descansando en las ranuras de los brazos de su alta silla, lo saludó con un movimiento de cabeza. Morgan le devolvió el saludo y, al pasar, dirigió una inclinación de cabeza a Matt Burbage y al doctor Wagner, a Basine, al cajero y al crupier, que tenía la mirada oculta bajo la visera. Se sentó a una mesa desocupada en un rincón, a la izquierda de las puertas batientes, y levantó dos dedos hacia uno de los camareros.

Había una baraja en la mesa, y empezó a ordenar las cartas por palos y números, moviendo rápidamente las blancas y largas manos. Cuando acabó de clasificarlas, cortó, volvió a cortar, y barajó. Frunció el ceño al ver el resultado. Apareció el camarero con una botella y dos vasos, pero él, sin alzar la vista, siguió ordenando los naipes, cortando y barajando como antes. Esta vez las cartas habían quedado en perfecto orden. Las miró con más hastío que agrado. Tenía treinta y cinco años, pensó de pronto, sin motivo aparente; estaba casi acabado. Se sirvió un poco de whisky y se lo llevó a los labios, pero sólo lo probó, y paseó la mirada por el Glass Slipper. Siempre era lo mismo, aquí o en Fort James, en esa ciudad o en cualquier otra. Se había alegrado de vender el local y trasladarse cuando Clay le dijo que iba a hacerse cargo del puesto de comisario en Warlock; tenía ganas de marcharse, ansiaba un cambio, pero el cambio no venía. Aquello era más de lo mismo, y él ya estaba casi acabado.

Las puertas batientes se abrieron hacia dentro y entraron Curley Burne y uno de los Haggin. No lo vieron, y él observó cómo pasaban en dirección a la barra, Curley Burne con el sombrero mexicano colgando a la espalda de un cordón que llevaba sujeto al cuello. El lugarteniente y el primo de McQuown se abrieron paso hasta el mostrador. Y McQuown en persona aparecería esta noche, según había dicho Dechine. Sintió un anticipado placer, que rayaba el entusiasmo.

Se puso a considerar el leve nerviosismo que rebullía en su interior como una peculiaridad orgánica, observando las cabezas que se volvían disimuladamente hacia los recién llegados, y escuchando el heterogéneo y compacto rumor de los hombres que bebían, discutían, susurraban y cotilleaban, y los breves silencios de la cercana partida de faraón cuando se descubría una carta, seguidos del quebradizo sonido de monedas y fichas. Las notas del piano titilaban entre aquella barahúnda como esquirlas de brillante cristal. El sonido del dinero, pensó, volviendo a alzar el vaso.

—Por el dinero —brindó en voz no muy alta.

Al cabo de un tiempo descubres que es lo más importante, porque con él puedes comprar alcohol y comida, ropa y mujeres, y además dinero llama a dinero. Luego, llegas a la conclusión de que el alcohol es innecesario y la comida no es lo principal, que tienes toda la ropa que puedes utilizar y has conseguido todas las mujeres que has deseado, y que lo único que te queda es dinero. A raíz de lo cual aún quedaba por hacer otro descubrimiento. Y él acababa de hacerlo, ése también.

Sin embargo, pensó, dejando en la mesa el vaso sin beber y volviendo de nuevo la mirada a los dos tipos de la barra, aún había un par de cosas que merecía la pena ver. Los ojos que por casualidad se encontraban con los suyos en el espejo de detrás del mostrador miraban hacia otro lado; ya no caía bien a nadie, como siempre, y eso le gustaba, como también se alegraba de su desagrado y sorpresa al saber que Clay era su socio, que el comisario era amigo suyo. Todavía quedaban algunas cosas por ver.

Basine había bajado la araña y estaba encendiendo las mechas con el chisquero de largo mango. La estancia se iba iluminando de manera perceptible a medida que brotaban y se extendían las pequeñas llamas. Observó que las notas del piano ya no se filtraban entre el ruido del ambiente; el Profesor se acercaba hacia él, con su lustroso terno negro.

—¡Y bien, señor! —exclamó el Profesor, tomando asiento frente él. Sus ojos eran como brillantes abalorios—. Parece que esto va a llenarse muy pronto, ¿verdad?

—Pues sí, señor. Eso parece, Profesor.

—Vaya, este local está teniendo bastante éxito aquí, señor Morgan. Quién lo hubiera dicho, con la decepción que nos llevamos al llegar. Bonita ciudad, desde luego, pero ruidosa. —Se echó hacia delante, en actitud cómplice, y añadió—: Pero veo que esta noche han venido dos hombres de McQuown. ¿Se esperan problemas, señor?

—Siempre hay que esperarlos, Profesor —repuso, con el mismo aire de complicidad—. Por costumbre.

El Profesor rió de un modo socarrón, pero parecía consternado. Volvió a inclinarse hacia delante mientras Morgan barajaba otra vez las cartas y las distribuía para hacer un solitario.

—He estado pensando, señor Morgan.

—Vaya, ¿qué ocurre, Profesor?

—Ya me conoce, señor Morgan. Llevo dos años trabajando con usted, aquí y en Fort James, y soy una persona honrada. Y ya sabe, cuando veo que una cosa está mal hecha, tengo que decirlo. Mire usted, señor, aquí se está malgastando el dinero. ¡Usted, señor Morgan, lo derrocha conmigo!

El Profesor hablaba en un tono dramático, pero Morgan no levantó la vista de las cartas.

—¿Cómo es eso, Profesor?

—Señor Morgan, soy un hombre sincero, sin pelos en la lengua, y tengo que decirlo. Nadie puede escuchar el piano con la algarabía que aquí se forma. Es un derroche de dinero, señor, y he decidido comunicárselo.

—Toque más fuerte —sugirió Morgan.

Ahora había caído en la cuenta, y se sintió molesto. Taliaferro, el dueño del Lucky Dollar y el French Palace, ya estaba otra vez detrás del pianista. Echó las cartas rápidamente, rojo sobre negro, negro sobre rojo, los ases saliendo uno tras otro; haciéndote trampas a ti mismo, pensó, cuando aparecieron los reyes, la dama con el rey, el valet con la dama, el diez con el valet…, ¿qué sentido tenía jugar? Pero siguió volviendo y agrupando los naipes, haciendo trampas y riéndose de sí mismo. Su último día, pensó, llegaría cuando ya no fuera capaz de burlarse de sí mismo.

El Profesor lo miraba fijamente, con el rostro contraído como a punto de echarse a llorar.

—¡Pero si toco lo más fuerte que puedo, señor! —exclamó con voz trémula y dolida.

—¿Taliaferro? —aventuró Morgan.

El Profesor se pasó la lengua por los labios.

—Pues bien, señor, es Wax, ese individuo que trabaja para el señor Taliaferro. Ya sabe que el señor Taliaferro ha traído un piano para el French Palace, pero por aquí no hay nadie que lo sepa tocar aparte de mí. Han estado tras de mí, señor Morgan, pero usted sabe que yo no dejaría de trabajar para usted ni aunque me pagaran el doble, aunque, bueno, he estado pensando, según le decía, que como es un despilfarro tocar aquí sin que se me oiga con todo este escándalo…, he pensado que bien podría irme al French Palace y que sea el señor Taliaferro quien malgaste su dinero.

—Es usted demasiado bueno para tocar el piano en una casa de putas, Profesor —contestó Morgan, clavando los ojos en él hasta que el pianista se levantó y volvió lentamente hacia el piano.

Morgan observó a un hombre a quien no había visto antes, que nada más entrar se acercó a la mesa de faraón y se situó a la espalda de Matt Burbage. El recién llegado llevaba unos polvorientos pantalones de confección y una camisa manchada de polvo y sudor. No iba armado, era delgado, no muy alto, de rostro enjuto y afeitado y nariz ganchuda y prominente. Se inclinó para decir algo a Burbage y se enderezó bruscamente, los labios fruncidos en una forzada sonrisa. Al dar media vuelta para dirigirse al mostrador, alguien gritó:

—¡Eh, Bud!

Haggin se abalanzó sobre el recién llegado y Curley Burne se aproximó y le dio una palmada en la espalda.

—¡Pero si es Bud Gannon! —exclamó Burne. Y, poniéndolo entre medias de los dos, lo condujeron a la barra.

Morgan los observó por el espejo. Le habían dicho que Billy Gannon tenía un hermano en otra parte, no sabía dónde. Entró un grupo de mineros, hombres corpulentos, pálidos y barbudos con gorros de lana, botas fuertes y ropa de un azul descolorido, dos de ellos luciendo fajines encarnados. Resultaba difícil distinguirlos, pero eran buenos clientes. Clay apareció tras ellos con su levita negra.

Clay mantuvo separadas las puertas batientes mientras se detenía durante una fracción de segundo, y en ese instante, sin apenas notarse que movía la cabeza, echó un vistazo a derecha e izquierda con aquella mirada azul, profunda, que todo lo abarcaba. Seguidamente se dirigió a la mesa de Morgan y se sentó a un extremo; se quitó el sombrero negro y lo depositó en la silla de al lado.

—Buenas noches —saludó.

—Que sean buenas. Porque ahí tenemos a dos o tres muchachos de San Pablo, en la barra —dijo Morgan con una sonrisa.

—Ah, ¿sí? —dijo Clay con interés—. ¿McQuown?

—Se supone que aparecerá esta noche.

—Ah, ¿sí? —repitió Clay. Sacó un poco el labio inferior y enarcó las cejas—. No me había enterado. Creo que debería prestar más atención a mis deberes, en vez de andar paseando en calesa por ahí.

Ahora se oía bastante bien el piano del Profesor. Morgan veía las miradas que observaban a Clay por el espejo. Murch había movido ligeramente el cañón de la escopeta, de forma que ahora apuntaba a los tres del mostrador.

—Qué calor ha hecho hoy —dijo Clay.

Apoyó un pie en la silla donde había dejado el sombrero. Bajo el negro tejido de la levita su camisa estaba deslucida.

—Bastante —convino Morgan, asintiendo con la cabeza. Mientras servía whisky en el segundo vaso, observó los labios de Clay, fruncidos en una media sonrisa por debajo del espeso y rubio bigote, en forma de media luna—. Y la noche promete ser calurosa.

Clay sonrió torciendo la boca y ambos levantaron los vasos al mismo tiempo.

—Salud.

—Salud —brindó Morgan, y bebió—. ¡Míralos! —añadió, indicando a los parroquianos del Glass Slipper con un movimiento de cabeza—. Están todos a la que salta. Si se quedan por aquí, a lo mejor ven morir a un hombre: tú o uno de los de McQuown. Sólo que un trozo de plomo perdido les puede agujerear la piel. Pero ya han pagado la entrada y es hora de que empiece el espectáculo. ¿Te gusta esta ciudad, Clay?

—Bueno, no es más que una ciudad —observó Clay, encogiéndose de hombros.

—Sólo una ciudad —repitió Morgan, volviendo a sonreír en el momento en que entraba Jack Cade—. Más pequeña que la mayoría y casi igual de aburrida. Más calurosa que muchas, y más polvorienta, pero con un buen hatajo de facinerosos. No simples turistas, como aquellos tejanos de Fort James.

—¿Quién es ése? —preguntó Clay con aire pensativo, mientras Cade se abría paso hacia la barra, el moreno rostro con barba de varios días, el sombrero de corona redonda perfectamente centrado en la cabeza y el Colt enfundado en una pistolera baja.

—Jack Cade —le informó Morgan; se había preocupado de conocer a la gente de McQuown. Cade apartó a un minero de un codazo para reunirse con los demás en el mostrador—. El que está a su lado es Curley Burne, el segundo de McQuown. El de los pantalones de confección debe de ser el hermano de Billy Gannon, y el último es uno de los mellizos Haggin, primos de McQuown. Uno es zurdo y el otro diestro. Ése es el zurdo, pero he olvidado su nombre.

Clay asintió, observándolos ahora con un ligero brillo en los ojos azules, y un poco más de color en las mejillas. Había disminuido el ruido en el local, y muchos parroquianos se dirigían a la puerta. El médico y Matt Burbage abandonaron la mesa de faraón. Al salir se toparon con otro grupo de mineros que entraban.

—Doc —saludaban los mineros al médico—. Buenas noches, Doc. Según he oído, van a necesitarlo más tarde.

Clay volvió a sonreír. Luke Friendly entró. Le acompañaba un hombrecillo arrogante, mal encarado, que andaba contoneándose como un marinero por cubierta con el mar encrespado. Se reunieron con los otros, momento en que el hombrecillo se volvió a mirar a Clay, escupiendo acto seguido al suelo.

—Sospecho que ése bien podría ser Pony Benner, el que mató al barbero tiempo atrás —dijo Morgan—. No lo había visto hasta ahora. El más alto es Friendly[9]. De nombre, no de carácter. Pero ten cuidado con Cade. Es mal sujeto.

—Eso me han dicho.

—McQuown se hace esperar para que te pases un rato mordiéndote las uñas. No lo hará a tu modo, Clay. Pondrá un tirador a tu espalda, ése es su estilo. No pierdas de vista a Cade.

—Bueno, Morg, lo haré a mi manera. Y estaré atento por si ponen a alguien.

—Salud —dijo Morgan, encogiéndose de hombros y alzando el vaso.

—Salud —repuso Clay, asintiendo; y acto seguido, bebieron.

—Espero que te hayas puesto los revólveres de oro. Se van a llevar un buen chasco si no los ven relucir.

Se rió, y Clay también, con ganas.

—Bueno, son para los domingos. Hoy es día laborable.

Carl Schroeder se acercaba a la mesa, y Clay se puso cortésmente en pie.

—Buenas noches, ayudante —le saludó, tendiéndole la mano.

Schroeder la estrechó y contestó:

—Buenas noches, comisario.

Dirigió un leve gesto con la cabeza a Morgan y se sentó, echándose el sombrero hacia atrás. Sobre las bronceadas mejillas, su frente húmeda presentaba un aspecto pálido y descolorido. A lo largo de la mandíbula le sobresalían pequeños músculos, como chinchetas de tapicería.

—Me quedaré de servicio esta noche, comisario —anunció Schroeder con una voz tensa que era como un tartamudeo—. No soy gran cosa con el revólver, pero tal vez le sirva de ayuda.

—Sabía que podía contar con usted, ayudante —contestó Clay. Se detuvo un momento y, frunciendo el ceño, prosiguió—: Pero en el fondo, esto no es de su incumbencia. No le pagan por esto, dicho sea sin intención de ofender.

—El dinero no es el único motivo para hacer las cosas, comisario —puntualizó Schroeder.

Bajó la vista, frotándose las manos como si le picaran.

—Morg, ¿quieres pedir otro vaso y…?

—No, para mí no. No, gracias —repuso el ayudante del sheriff. Parecía muerto de miedo. Estaba de espaldas a la barra y miraba incómodo a su alrededor; luego preguntó—: ¿Puede ver si John Gannon está con ellos, Morgan?

—Ahí está —contestó el jugador, recogiendo de nuevo las cartas.

Schroeder descubrió los dientes en una especie de mueca. Clay se puso en pie. Llevaba el Colt oculto a la vista, bajo los faldones de su levita negra.

—Podríamos pasear un poco por la ciudad, ayudante —sugirió—. No hay razón para quedarnos aquí de brazos cruzados y ponernos nerviosos.

Schroeder se puso apresuradamente en pie y Clay cogió su sombrero.

—A lo mejor tengo que despacharlos yo mismo —intervino Morgan—, si empiezan a armar escándalo.

Schroeder lo miró con fijeza y Clay le sonrió. Morgan los vio marchar mientras sacaba un cigarro del bolsillo interior de la pechera y se lo ponía entre los dientes. Schroeder se pegó como una sombra a los talones de Clay.

En cuanto se fueron, Murch indicó a Basine que lo sustituyera en la vigilancia. Se bajó pesadamente de la alta silla y se acercó a Morgan. Parecía una carpa, con aquellos ojos saltones y la gran hendidura de la boca.

—¿Va a pasar algo aquí? —preguntó Murch con su áspera voz.

—Sí.

—¿Cómo quieres llevar la situación?

—Di a Basine que se ponga detrás del mostrador. Tú cubrirás a Cade. Ellos pondrán a uno a su espalda. A Cade, lo más probable. Encañónalo con la escopeta, quienquiera que sea, y dispara si se mueve.

—¡Cristo bendito! —masculló Murch—. ¡No puedo apretar el gatillo de esa cosa con tanta gente aquí dentro! Haría puré a la mitad de la clientela. Yo…

—Disparas en cuanto alguno haga un solo movimiento a espaldas de Clay —concluyó Morgan, apretando los dientes. Miraba fijamente a los ojos de Murch—. No me importa a quién hagas puré.

—Entendido —repuso fríamente Murch. El piano volvió a sonar de nuevo. Murch sirvió whisky en el vaso que había dejado Clay; su garganta se movió al tragar. Luego preguntó—: ¿Qué estará rumiando el Profesor?

—Taliaferro quiere que vaya a tocar su nuevo piano al French Palace. Ese Wax lo ha estado intimidando.

—Eso no está bien —comentó Murch.

—Wax sólo trabaja para Taliaferro, y Taliaferro se ha traído un piano y no tiene quien lo toque.

Murch asintió impasible.

—¿Cómo lo arreglamos, Tom?

—Ya veremos —contestó Morgan—. Vuelve a tu puesto. Lo que te he dicho sobre si intentan disparar por la espalda va en serio, Al.

Murch asintió de nuevo. El sudor perlaba su frente como un delicado fleco bajo su pelo ralo. Volvió junto a la mesa de faraón.

Morgan se sirvió otro trago, se recostó en el respaldo de la silla, y esperó.

Ya había oscurecido cuando apareció McQuown, con una camisa de gamuza de color claro, sonriendo con simpatía, la cabeza inclinada y la barba roja pegada al pecho. La luz de la lámpara arrancaba destellos a los grandes adornos plateados de su cinturón. Con él iban Billy Gannon y Calhoun. Billy se parecía a su hermano, pensó Morgan, salvo que era seis u ocho años más joven; en su labio superior brotaba un incipiente bigote juvenil, y tenía la nariz recta, los ojos más pequeños y cautelosos. Sus andares eran un remedo de la zancada lenta y petulante de Curley Burne.

Morgan saludó con la cabeza a McQuown cuando los tres se dirigieron al mostrador. Billy dio un grito de sorpresa y se precipitó hacia su hermano para abrazarlo, mientras McQuown lanzaba una indiferente mirada por el local. Ahora se apresuraba más gente hacia la salida. Cuando los ojos de McQuown se encontraron por un momento con los suyos, Morgan le sonrió.

—Muy bien, McQuown —murmuró, con voz apenas audible—. Clay Blaisedell no va a seguir tu juego, pero yo sí; y se me da mejor que a ti.