La cárcel

El sol, deformado y rojizo, se hundía sobre el anguloso espinazo de los Dinosaurios cuando Pike Skinner entró en la cárcel. Deteniéndose en el ancho arco de la puerta, carraspeó y dijo:

—Creo que McQuown va a venir esta noche.

Dentro estaban el juez Holloway y Peter Bacon, Carl Schroeder, echado hacia atrás en la silla frente a la puerta del calabozo y agarrado a los barrotes con una mano para no caerse, y el viejo Owen Parsons, el carretero del Establo de Kennon, en cuclillas y apoyado contra la pared.

Schroeder asintió una vez con la cabeza, volviendo cuidadosamente la silla a su posición normal y estirando una pierna con un movimiento tranquilo y parsimonioso.

—Algo he oído sobre eso —dijo. Luego añadió—: Alguna vez tenía que volver.

—Ahora mismo estábamos diciendo —terció Peter Bacon— que eso no es incumbencia de Carl.

Se inclinó a recoger las virutas, amontonándolas entre los pies.

—Seguro que no entra en tus atribuciones, Carl —se apresuró a añadir Skinner.

Nadie miró a Schroeder. Al oírse ruido de cascos y ruedas por la calle, Parsons lanzó un escupitajo. La escupidera emitió una grave resonancia. Bacon alzó la cabeza y echó una mirada a la puerta, al tiempo que Skinner se volvía a observar una calesa que pasaba por la calle, sus radios encarnados y amarillos destellando al girar a la última luz del sol.

Skinner introdujo los pulgares en la canana manchada de sudor que colgaba de sus anchas caderas, y se balanceó sobre los talones. Era un individuo alto, corpulento, cargado de hombros, que llenaba todo el umbral. Los otros observaron cómo se quitaba el sombrero y lo sacudía una vez contra la pierna. Antes de entrar, miró de soslayo el papel rectangular clavado en la fachada, y puso mala cara. Tenía un rostro poco agraciado, rojizo y bien afeitado, y unas orejas grandes y protuberantes.

—Blaisedell, que sale otra vez de paseo con la señorita Jessie —explicó.

—Un hombre bien parecido —observó Peter Bacon, asintiendo con la cabeza.

—Morgan y él son amigos —terció Owen Parsons con desaprobación—. Me han dicho que son socios en el Glass Slipper, y que ya lo fueron antes en un local de Fort James.

—¿Y qué importancia tiene, que sean socios? —inquirió Skinner, que era miembro del Comité de Ciudadanos, frunciendo el ceño.

Se apartó a un lado para dejar paso a Arnold Mosbie, el mulero de la compañía de transportes. Las apuestas facciones de Mosbie, tostadas por el sol, quedaban desfiguradas por una gran cicatriz que le atravesaba de arriba abajo la mejilla derecha.

—Me han dicho que Dechine ha ido por la ciudad anunciando que McQuown y los suyos van a venir esta noche —dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Schroeder se abstuvo de hacer comentarios. El juez alzó los ojos hacia el abollado cuenco de la lámpara, que colgaba sobre su cabeza. Peter Bacon dijo, con un suspiro:

—Eso es lo que estaba diciendo Owen.

—Abe se lo ha pensado mucho antes de venir —observó Mosbie.

—¿Qué más te da que Blaisedell sea amigo de Morgan, viejo? —preguntó Skinner a Parsons.

Parsons escupió, haciendo resonar la escupidera, y se tiró de la barba, manchada de tabaco, con los dedos.

—Morgan es un fullero hijo de puta.

—Eso no quiere decir que Blaisedell también lo sea.

—Tal vez no.

—Todo el mundo tiene derecho a tener amigos —dijo Bacon.

—Bueno, y si Blaisedell lo es, ¿qué? —intervino Mosbie, con su fuerte y áspera voz—. Está aquí para combatir a los hijos de puta, y para eso tal vez tenga que serlo él también. Un verdadero cabrón que se cargó a Ben Nicholson y echó de Fort James a aquellos tejanos alborotadores, que todavía estarán corriendo, según me han dicho; ésa es la clase de hijo de puta que necesitamos por aquí.

El juez cruzó las manos sobre el vientre y giró los turbios ojos para observar cómo Schroeder se toqueteaba la estrella que llevaba en el chaleco. Un polvo blanquecino penetraba en la cárcel cada vez que algún jinete pasaba por la calle.

—Quinientos dólares al mes, me han dicho que le paga el Comité de Ciudadanos —dijo Parsons—. Quinientos, y lo que Carl…

—¡Cuatrocientos, maldita sea! —lo interrumpió Skinner—. Por Dios, cómo lo tergiversan todo las habladurías en esta ciudad. Oye, viejo, ¿acaso no habrías aceptado tú el puesto por cuatrocientos dólares al mes?

Tim French, que trabajaba en el Almacén de Forraje y Grano, entró en la cárcel y se detuvo más allá de Skinner. Tenía un semblante redondo y alegre, y unos ojos luminosos, como los de un muchacho.

—¿Te has enterado, Carl?

Schroeder asintió brevemente con la cabeza y, con el mismo movimiento tranquilo y parsimonioso, volvió a echarse hacia atrás en la silla.

—Me he enterado. Va a venir un tal McQuown.

Hubo un silencio que rompió French al decir:

—He visto a Bud Gannon por la calle. Creí que estaba en Rincón.

—Ha vuelto —repuso Schroeder—. Acaba de llegar, hace una hora.

—Por lo visto, McQuown calcula que va a necesitar toda la ayuda que pueda conseguir —observó Mosbie—. Es agradable ver nervioso a Abe.

—Nunca he oído que Bud Gannon fuera un pistolero a sueldo —arguyó desdeñosamente Skinner.

—Johnny es un buen tipo —afirmó Schroeder—. Me da igual que sea hermano de Billy o de quien sea. Se marchó de ahí abajo.

—Pero ha vuelto —observó Parsons, mientras sonreía con acritud.

—Lo han despedido del empleo que tenía en Rincón —explicó Bacon.

—Esperaré a ver qué sucede —anunció Parsons—. Parece que ha vuelto en el momento más conveniente para McQuown —emitió un gruñido y prosiguió—: Aguardaré también a ver lo que ocurre con Blaisedell. Puede que no sea un hijo de puta, pero hasta ahora lo único que le he visto hacer es jugar al faraón y beber whisky con Morgan. Aparte de salir de paseo en calesa con la señorita Jessie Marlow. Él…

Se calló, porque estaba hablando el juez.

—Cualquier hombre —empezó a decir el juez, haciendo una pausa para que le prestaran atención—. Todo hombre —prosiguió— que esté por encima de los demás y no tenga responsabilidades ante una instancia superior, es un hijo de puta. —Los fue mirando fijamente, uno tras otro, la mejilla retorciéndose en torno a la gran verruga, la boca contraída en una mueca de desdén—. Superior a él y a todos los demás, es decir, la ley. —Luego volvió a mirar a Schroeder y añadió—: Que está por encima incluso de aquellos que la consideran una impostura. Porque la ley es para todos, no sólo para lanzarla contra aquellos a quienes se odia a muerte.

Schroeder se había sonrojado, pero dijo sin calor:

—A ésos no los veo desde donde estoy sentado, juez.

—Desde donde estás sentado miras en dirección a San Pablo —dijo el juez—. Así que, ¿dónde está la ley?

—En un libro, juez —contestó gravemente Tim French.

—Todavía no ha nacido hombre que supiera lo que estaba jurando cuando se prendió esa insignia —continuó el juez—. A lo mejor te creías que jurabas acabar con Abe McQuown y su gente, ayudante. Pero no era eso lo que juraste.

Las patas delanteras de la silla que ocupaba Schroeder golpearon ligeramente el suelo; su mano, aún aferrada a un barrote de la puerta de la celda, estaba pálida por la presión. Sin alterarse, repuso:

—Juez, fui a ver al sheriff Keller y le dije que me venía para acá porque Bill Canning se había largado y nadie quería sustituirlo. He venido para evitar que Abe McQuown hiciera que la gente se marchara o muriese a manos de un hijo de puta como él y Cade, Benner, Billy Gannon o Curley Burne. Eso es lo que juré y, tanto si le gusta como si no, en Warlock la ley sigue estando en un libro, como ha dicho Tim. —Soltó una breve carcajada y añadió—: Aunque ahora mismo tenga una sensación de hielo en las tripas.

Los demás, en silencio, evitaron su mirada, excepto Peter Bacon, que seguía con los ojos fijos en su amigo.

—Muchacho —dijo—, me parece que podías dejar las cosas en manos de Blaisedell.

—No es tu obligación, Carl —apuntó Tim French.

—No he dicho que lo fuera —repuso Schroeder—. Sólo… —Guardó silencio un momento, mientras los demás se removían inquietos. Emitió un largo suspiro y prosiguió—: Sólo si lo obligan a marcharse. Si lo echan de la ciudad para seguir avasallándola como antes. —Volvió a detenerse y su rostro se endureció—. Me parece que eso sí será de mi incumbencia. Y supongo que, llegado el caso, usted no me diría que hiciera la vista gorda, ¿verdad, juez?

El juez movió la cabeza con un gesto que podría haber sido de aquiescencia, pero no abrió la boca. Skinner, con cierto apuro y alzando un poco la voz, dijo:

—Bueno, Carl, creo que puedes contar con que Clay Blaisedell no va a salir huyendo.

—Hubo unos tejanos que intentaron echarlo de Fort James —recordó French—. Me parece que le va a hacer tragarse los dientes.

—Esperaré a ver lo que pasa —dijo Parsons.

—Como todo el mundo, Owen —intervino Bacon.

—Pues a mí, Blaisedell me parece una persona decente —se pronunció Mosbie—. No creo que se considere superior a nadie, pese a ser lo que es —y prosiguió—: Confío en que le vaya bien esta noche. Espero que sea un buen comisario y que Carl no tenga mucho trabajo.

Los labios de Schroeder se crisparon por debajo del descolorido bigote cuando alzó la mirada hacia los nombres de sus predecesores, grabados en la pared.

—No —contradijo el juez—. No será tarea fácil para Carl, si está dispuesto a llevarla a cabo. Y no basta con que Blaisedell parezca decente. Porque su misión consiste en matar, y en juzgar qué hombres merecen la muerte. Lo mismo que el Comité de Ciudadanos. —Lanzó una furiosa mirada a Skinner, que intentaba interrupirlo, y concluyó—: ¡No, no es suficiente!

—¡Maldita sea! —replicó Skinner—. ¡Por Dios santo! Usted es miembro del Comité de Ciudadanos, lo mismo que yo. Y tiene que someterse a la decisión de los demás, o, en caso contrario, callarse. Blaisedell no le cuesta nada a usted.

—Sí me cuesta —repuso el juez con voz ronca.

—¡Viejo farsante, borracho de mierda! —exclamó Skinner—. Si no es para whisky, nadie ha conseguido nunca sacarle dinero. ¡Estoy harto de su maldita cháchara! ¡De todos modos, es usted tan juez como yo!

—Por aceptación —puntualizó el juez. Parecía nervioso. Con gesto torpe abrió el cajón de la mesa, que tropezó con su barriga, sacó una botella de whisky y empezó a quitarle el corcho con la uña del pulgar. Entonces, al ver que todas las miradas se cernían sobre él, cambió de idea y dejó la botella frente a él—. Sólo por aceptación, en esta ciudad desamparada por la ley.

—Bueno, Carl, yo sólo quiero decir —terció Tim French— que debes dejar que Blaisedell se encargue de estos asuntos, porque para eso le pagan buen dinero. Si esta noche hay un enfrentamiento, es cosa suya.

—Desde luego —convino Schroeder.

Mosbie, con el moreno rostro aún más teñido de rubor, sentenció:

—Hay otros, Carl, pero ahora te has posicionado claramente en contra de McQuown.

—Aquí no hay un solo hombre que no esté contigo —declaró solemnemente Skinner—. Incluido yo. Y tampoco hay ninguno que no retroceda a la hora de pelear. Eso está demostrado.

Nadie agregó nada. El juez permanecía inmóvil, con la vista fija en la botella de whisky.

—Pero estamos contigo de todos modos —concluyó Skinner.

Se sacudió el sombrero en la pierna y se volvió para marcharse, pero se detuvo.

—Ahí fuera he puesto un letrero de que se necesita gente —dijo Schroeder en tono incisivo—. Keller dice que si hace falta otro ayudante, lo puedo nombrar.

Skinner emitió un violento gruñido y salió rápidamente a la calle. Sus tacones fueron resonando por el entarimado, alejándose. Owen Parsons se puso en pie y estiró los brazos mientras Peter Bacon se agachaba a recoger las virutas. No se le vio la cara cuando habló.

—La gente está avergonzada, muchacho. Espero que la próxima vez que alguien necesite ayuda, se la presten.

—Bah —murmuró Schroeder. Le temblaba el bigote, y su voz aún tenía un deje amargo—. Puede que presten ayuda, pero no he oído que alguien se la haya ofrecido a Blaisedell esta noche. —Se pasó la mano por la boca—. Ni siquiera yo. Y puede necesitarla de verdad.