Warlock estaba situada en una meseta alcalina muy blanca, bajo un cielo metálico, con el semicírculo de los montes Bucksaw al este. Al atardecer, cuando recibían los oblicuos rayos del sol que se ponía tras las lejanas cumbres de los Dinosaurios, los edificios de estructura de adobe y tablones gastados por el tiempo adquirían una suave coloración amarillenta, y negras sombras de afilados contornos se abrían como fosas en los ángulos adonde ya no llegaba la luz.
El calor era como una manta; tenía dimensión y peso. Una densa neblina causada por el polvo y la canícula desdibujaba los contornos de la ciudad. A lo largo de Main Street circulaba perezosamente una carreta de riego con una cisterna de herrumbroso color que iba dejando una estrecha y brillante estela de agua a su paso. Pero en Warlock el polvo apenas tenía tiempo de asentarse. Enseguida volvían a levantarlo, tan ligero como el aire, las ruedas armadas de hierro, los cascos de los caballos, los tacones de las botas. Se alzaba, permanecía en suspensión y luego se lo llevaba el viento, que lo dejaba caer continuamente sobre la cárcel y el almacén al por menor de Goodpasture; sobre el Lucky Dollar, el Glass Slipper y los salones más pequeños, sobre el Billiard Parlor, el hotel Western Star, el Boston Café y el Banco Warlock y el Oeste; sobre las casas del Row, los burdeles baratos de Peach Street, el Establo de Kennon y los almacenes de carga; sobre la estación de diligencias de Buck Slavin y el Corral Acme de los hermanos Skinner, en Southend Street; sobre el Almacén de Forraje y Grano y la casa de huéspedes General Peach, en Grant Street; sobre las casuchas de cartón alquitranado de los mineros, las carretas y los jinetes que pasaban y los peatones que iban por la calle. Se metía en los ojos de los viandantes, cubriéndolos con un lustre blanquecino y convirtiendo en barro el sudor de su rostro.
Senderos, caminos de carretas y diligencias confluían en la ciudad como torcidos radios en el polvoriento cubo de una rueda: desde las minas de plata de los montes más próximos de la sierra de Bucksaw: la Medusa, Sister Fan, Thetis, Pig’s Eye y Redgold; desde el villorrio de Redgold y su trituradora de minerales; desde el más lejano poblado del valle de San Pablo y el río del mismo nombre; desde Welltown, al noroeste, por donde pasaba el ferrocarril; desde Bright’s City, la sede administrativa del territorio.
El polvo se levantaba, también, por los caminos por donde pasaban viajeros: un buscador de oro montado en su burro[8]; un grupo de jinetes procedentes de San Pablo; grandes carromatos de altas ruedas, repletos de mineral, que descendían de las minas; cargamentos de troncos para los túneles de las minas, que se arrastraban desde los bosques de los Bucksaw septentrionales; una diligencia procedente de Bright’s City; y más cerca, en el camino de Welltown, un jinete solitario que ascendía lentamente entre los desparramados peñascos hacia el promontorio de las afueras de Warlock.
Para contrarrestar la pendiente, John Gannon cabalgaba inclinado cansinamente hacia delante, la mano apoyada en la polvorienta y sudorosa cruz de la yegua torda que había comprado en Welltown, instándola a coronar la última colina del accidentado terreno y rebasar la cumbre, después de lo cual, y a la vista de la ciudad, aceleraría el paso. Gannon echó una ojeada a la derecha por el camino cuajado de roderas que conducía a Boot Hill, el cementerio, y al vertedero, en donde vio unas botellas de whisky centelleando al sol y un montón de papeles agitados por el viento.
La yegua trotó lenta y pesadamente frente a las cabañas de los mineros, situadas a las afueras de la ciudad. Más allá, descollando sobre ellas, se divisaba la parte posterior, alta y de estrechas ventanas, del French Palace. Una mujer lo saludó con la mano desde una de las ventanas, y le dijo unas palabras que se perdieron en el viento. Gannon se apresuró a mirar al frente, volviendo a apoyar la mano en la cruz de su montura. En Main Street torció a la izquierda y, con un ruido sordo, los cascos de la yegua se hundieron en una gruesa capa de polvo.
Cuando pasó frente a la cárcel, el letrero emitió un chirrido, balanceado por una ráfaga de viento. Apenas podía leerse; castigado por el tiempo, cubierto de polvo, salpicado por racimos de perforaciones, indicaba con humildad la sede de la ley en Warlock:
AYUDANTE DEL SHERIFF
CÁRCEL
Tirando de las riendas, Gannon giró a la izquierda, recorrió Southend Street y por último entró en el Corral Acme. Nate Bush, el mozo de los hermanos Skinner, salió a su encuentro. Bush cogió las riendas cuando el jinete hubo desmontado, escupió a un lado, se limpió el bigote y, sin mirarlo directamente, dijo a Gannon:
—De vuelta, ¿eh?
—De vuelta —confirmó él.
—Supongo que McQuown los está haciendo volver de todas partes —añadió Bush en tono seco y agresivo; seguidamente dio media vuelta y condujo a la yegua hacia el abrevadero.
Gannon se quedó mirándolo. Se sentía entumecido y fatigado después de todo un día bajo aquel sol infernal, agobiado y molesto por su regreso mientras observaba la espalda de Nate Bush, cuidadosamente vuelta hacia él. Había estado tratando de convencerse de que no volvía para meterse en líos, pero en Rincón se enteró de que Warlock había contratado a Clay Blaisedell para ejercer el cargo de comisario; comprendía, sin necesidad de que se lo dijeran, que la misión del hombre fuerte de Fort James era enfrentarse a Abe McQuown. Y él conocía a Abe McQuown. Había trabajado para él —hasta en Rincón lo sabían—, y en Warlock jamás lo olvidarían. Billy, su hermano, seguía estando a sueldo de McQuown.
Escupió en el pañuelo y cerró los ojos mientras intentaba quitarse el polvo de la cara. Luego se encaminó despacio a Main Street; se detuvo en la esquina, frente a la tienda de Goodpasture, cuando pasaba una carreta por la calle, con el polvo levantándose bajo los cascos de las mulas y saliendo a chorros de las ruedas como si fuera líquido. Volvió la cara y sopló para no tragar polvo de Warlock, recordando su olor y su gusto punzante; cuando la polvareda se asentó tras el paso del vehículo, apareció ante su vista una tenue silueta que se apoyó en el poste del soportal de la cárcel. Era Carl Schroeder; tras el desánimo por el recibimiento del mozo de cuadra, olvidó que había gente en Warlock a quien le gustaría ver de nuevo. Empezó a cruzar la calle en diagonal, mientras Carl lo observaba fijamente, hasta que alzó la mano.
—¡Pero, bueno, si es Johnny! —exclamó Carl mientras Gannon se dirigía a él por el entarimado de la acera. La callosa y enjuta mano del ayudante del sheriff estrechó la del recién llegado—. ¿Cómo van los trenes en Rincón, Johnny?
—Yendo y viniendo. ¿Qué llevas ahí, Carl, en el chaleco?
Carl Schroeder bajó la vista y cogió la estrella, volviéndola hacia arriba para verla bien. No sonrió. Su rostro cansado y tenso, de facciones corrientes y melancólico bigote, parecía más viejo de lo que Gannon recordaba.
—Bill Canning puso pies en polvorosa y yo intento llenar el vacío que dejó. Conocías a Bill, ¿no?
—No. No lo conocía.
—Supongo que has estado fuera una buena temporada. —Carl dirigió a Gannon una rápida mirada, no del todo casual, y luego apartó la vista—. Canning vino después de que mataran a Jim Brown.
Gannon asintió con la cabeza. Su hermano Billy había matado a Jim Brown. En los seis meses que había pasado en Rincón, la única carta que había recibido de Billy era una extraña mezcla de arrogancia y justificación por el hecho de haber liquidado al ayudante del sheriff. «Un hijo de puta, malhablado y fanfarrón —le escribía Billy—. Se lo tenía bien merecido. Todo el mundo dice que se lo había ganado. Abe asegura que lo habría despachado él mismo, si yo no me hubiera adelantado.»
—Vamos dentro a sentarnos —propuso Carl, dando media vuelta y entrando en la cárcel.
Cuando se disponía a seguir a Carl, Gannon leyó el anuncio escrito con esmero en un papel rectangular clavado en la pared de adobe, junto a la puerta:
SE NECESITA 2.° AYUDANTE
VER A SCHROEDER
El letrero chirrió sobre su cabeza movido por otra ráfaga de viento. El juez Holloway lo miraba fijamente desde la penumbra de la cárcel, con su enfermizo rostro más sombrío, más delgado, más surcado de venillas rojas, con la verruga o el lunar de la mejilla semejante a una tachuela clavada en la carne, su abotargado cuerpo encorvado sobre la arañada mesa de pino, que hacía las veces de estrado. La muleta que sustituía a la pierna que perdió en Shiloh descansaba contra la pared, a su espalda, con el sombrero colgando del apoyabrazos. Peter Bacon, el conductor de la carreta de riego, estaba sentado en la parte de atrás, junto a la puerta del callejón, con una navaja y un trozo de madera gris en las manos.
—Vaya, Bud Gannon —dijo Peter, enarcando una ceja.
—Peter —saludó él—. Juez.
El juez no respondió.
—¿Cómo va el telégrafo, Bud? —inquirió Peter.
Hacía mucho tiempo que nadie lo llamaba «Bud», pero el nombre le resultaba tan familiar y desagradable como el polvo de Warlock. Sintió que el rostro se le contraía en una mueca compungida y ridícula.
—Bueno, eso lo he dejado —contestó.
—¿Has vuelto para quedarte, entonces? —quiso saber Carl, volviéndose hacia él. Acto seguido, subiéndose la canana, preguntó quedamente—: ¿Aquí o en San Pablo, Johnny?
Gannon se restregó las manos en las polvorientas perneras de los pantalones.
—Bueno —dijo, interrumpiéndose un instante al ver en los ojos de Carl un destello severo, incisivo—. Pues, en San Pablo, supongo. Lo único que sé manejar aparte del telégrafo es el hierro de marcar reses.
Peter bajó la cabeza y siguió sacando punta a la madera. El juez, absorto en sombrías cavilaciones, observaba la línea de la postrera luz solar que a duras penas entraba en la cárcel. Carl puso el pie sobre la silla que había junto a la puerta del calabozo.
—¿Cómo es que lo has dejado, Johnny? —preguntó—. Parecía que ibas a hacer algo de provecho.
—Me despidieron —explicó él. Podía oír sus tácitas preguntas. Y pese a no tener ninguna obligación de contestarlas, prosiguió—: El tipo con el que aprendía el oficio falleció de repente, y contrataron a otro que trajo su propio aprendiz.
Y estaba prácticamente seguro, tal como sospechaban Carl y Peter, de que habían contratado a otro porque sabían que él había trabajado antes con McQuown. Pero ya había dicho bastante, y vio que ambos asentían con la cabeza, casi al unísono, aparentemente sin mucho interés.
Carl apartó la vista y miró a la pared donde los anteriores ayudantes del sheriff habían garabateado su nombre en el enjalbegado con unos trazos parduscos. El de Carl se había añadido en último lugar. Encima estaba escrito W. M. CANNING, y luego, con grandes y retorcidas letras, JAMES BROWN, y más arriba, B. EGSTROM. El primero de la lista era E. D. SMITHERS, muerto a tiros por Jack Cade en una violenta reyerta que se produjo en el Lucky Dollar. Gannon fue testigo de los hechos.
—Matt Burbage tal vez necesite peones —anunció Peter Bacon, sin alzar la vista de su labor—. Suele venir a la ciudad los sábados por la noche.
—Gracias —repuso Gannon—. Bueno, me parece que voy a tomarme un whisky.
Nadie se ofreció a acompañarlo. Los dedos del juez tamborilearon sobre la mesa.
—Nos hemos buscado un comisario —informó Peter.
—Eso he oído. ¿Ha consentido Peach en dar a Warlock el estatuto de ciudad?
—No —contestó Carl, sacudiendo la cabeza—. Lo ha contratado el Comité de Ciudadanos. Un pistolero de Fort James. Se llama Clay Blaisedell.
Gannon asintió. Un pistolero de Fort James contratado contra Abe McQuown y su cuadrilla; contra Billy, que formaba parte de ella. La ciudad se había vuelto contra McQuown.
Warlock no sólo olía y sabía a polvo, sino a miedo también, a temor y rabia, como un peligroso animal que gruñe y apesta en su jaula. A eso había vuelto, a un sitio que sólo había cambiado para peor desde que él se marchó. Y ahora, la ciudad aguardaba.
—¿Problemas? —preguntó a Carl con voz queda.
—Todavía no —respondió Carl en el mismo tono, alzando la mano para tocar la apagada estrella de cinco puntas que llevaba prendida en el chaleco.
Su rostro, aún de perfil, vuelto hacia los nombres de la pared, reflejaba claramente ira y miedo, angustia y determinación.
Cuando Gannon se volvió para marcharse, los congestionados y ardientes ojos del juez, de amarillenta esclerótica, se alzaron hasta cruzarse con los suyos. Nadie dijo nada a su espalda. Afuera, bajo el sol que entraba por la parte inferior del soportal, los tacones de sus botas resonaron por el entarimado en dirección a la manzana central.
Por la noche, pensó, no pararía hasta encontrar a Matt Burbage. Aunque sería inútil. Había sido de la cuadrilla de McQuown, y no tendría más remedio que volver con él, a San Pablo. En una ocasión llegó a pensar que se había librado de ellos.