25 de agosto de 1880
Canning, el ayudante del sheriff, había sido la esperanza de Warlock. Durante el tiempo que desempeñó el cargo llegamos a creer, con ese eterno optimismo humano, que se realizaban progresos, aunque moderados, hacia la implantación de una especie de orden público en Warlock. Desde luego era, con mucho, el mejor de la variopinta proliferación de agentes que se habían encargado de nuestra cárcel.
Canning era una persona decente, un individuo respetable, más bien prudente, como es natural, pero honrado. Se ocupaba de nuestros problemas diurnos y nocturnos, de las reyertas, de los mineros borrachos y los vaqueros con especial tendencia a irrumpir a caballo en el salón, el cuartucho de una meretriz o los billares, y a emprenderla a tiros con los brazos de las arañas de cristal.
Al escribir ahora sobre Canning, vuelvo a preguntarme cómo nos las arreglamos para que alguien quiera ser ayudante del sheriff, un puesto peligroso y a menudo fatal, a cambio de una mísera paga. No logramos que permanezcan mucho tiempo en él. Reciben su ínfimo salario durante un par de meses, y mueren, o se van, o ni siquiera se quedan el tiempo necesario para cobrarlo. Uno de ellos, en realidad, huyó el mismo día que tomó posesión del cargo, dejando la estrella sobre la mesa de la cárcel a la espera de su sucesor. También los hemos tenido malos; Brown, el anterior a Canning, era un bravucón insolente y borracho, y Billy Gannon el Niño se granjeó considerable fama y gratitud por ventilárselo en una reyerta de salón en San Pablo, valle abajo.
Canning debía de saber, además, que algún día tendría que enfrentarse con algún miembro de la cuadrilla de San Pablo, al incurrir, por prudente que fuera, en la enemistad, o en el simple desagrado, de Curley Burne o Billy Gannon, de Jack Cade, Calhoun, Pony Benner, uno de los hermanos Haggin, o incluso del propio Abe McQuown. No me extrañaría que, en alguna de sus peores pesadillas, hubiera visto a toda esa banda de maleantes del valle atacándolo todos a una.
Ni siquiera ahora existe una opinión unánime entre aquellos de nosotros que los consideramos como elementos indeseables en Warlock. Hay quienes dirán que Cade es el único verdaderamente «malo» de esa gente, acaso también Calhoun cuando lleva una copa de más; otros pensarán que Luke Friendly es un fanfarrón, y Pony Benner quizá tenga malas pulgas a veces, pero que Billy Gannon, cuando se le trata, es un chico estupendo, Curley Burne un amigo fiel y sin preocupaciones, y que a McQuown no se le puede tildar de cuatrero, puesto que sus incursiones en México para traerse ganado no se pueden calificar exactamente de robo.
Por muchos hombres honrados que mueran a sus manos, o que obliguen a marcharse por miedo, siempre habrá, según parece, quienes defiendan que sólo son jóvenes llenos de vida, traviesos, amantes de las diversiones, quizás un tanto atolondrados; e incluso yo mismo he de reconocer que entre ellos hay muchachos agradables. Y a pesar de que conviertan muchos sábados por la noche en frenéticos carnavales de violencia con derramamiento de sangre incluida, y de los múltiples asaltos a la diligencia y sustracciones de reses, siempre estarán sus partidarios para afirmar que no suelen robar a sus vecinos (debo admitir, asimismo, que Matt Burbage, cuyas tierras lindan con las de McQuown, no lo culpa de expoliar su ganado); que limitan sus incursiones depredatorias al otro lado de la frontera; que no son ellos quienes asaltan las diligencias, sino bandidos solitarios de más al este que se ocultan por estos lares para huir de la justicia; que, en realidad, las cosas podían ir mucho peor si Abe McQuown no mantuviera a raya a esos bravucones de San Pablo, y así sucesivamente. Y tal vez tengan razón, en parte.
McQuown es un personaje enigmático, sin duda. Su padre y él son dueños de unas tierras tan extensas y fértiles como las de Matt Burbage, y, a primera vista, podrían ser unos rancheros apreciados y respetables. Desde luego no parecen más prósperos, con el desorden en que viven. Abe McQuown es un individuo barbirrojo, flaco y taciturno, que irradia una explosiva aureola de poder y una resolución sin objeto preciso. Tiene unos ojos verdes, saltones, que, según dicen, son capaces de lanzar chispas o paralizar a un hombre a quince metros de distancia; de mediana estatura, complexión ligera y brazos largos, camina curiosamente echado hacia atrás, como un joven cadete, las manos apoyadas en el cinturón con adornos de plata, la barba pegada al pecho, y los verdes ojos lanzando rápidas miradas a diestro y siniestro. Paradójicamente, sin embargo, manifiesta una timidez que le confiere cierto encanto, y hablando con él es difícil no considerarlo un tipo estupendo. Su padre, el viejo Ike, a resultas de un balazo que recibió en la cadera hará unos seis meses en una expedición para robar ganado, ha quedado paralítico de cintura para abajo y, según dicen, se está muriendo. Pues adiós y buen viaje; es una verdadera bestia, un ser mezquino y repugnante.
Como decía, Canning debía de barruntar el enfrentamiento. Al recordarlo, lo siento enormemente por él, al tiempo que me pregunto lo que pensaría el astuto y cruel McQuown. ¿Qué clase de amenaza veía en Canning? ¿Simplemente la que un hombre con autoridad representa para la supremacía de otro? Según todas las apariencias, se llevaban bien. Lo cierto es que Canning nunca interfirió en las actividades de McQuown, ni se metió con él. Era demasiado prudente para eso. Canning era una persona querida y respetada por la mayoría de la gente, y un hombre de la inteligencia de McQuown debió de tenerlo en cuenta, porque ¿existe en alguna parte alguna persona importante que no desee ser la más admirada? ¿Y cometerá esa persona un acto despreciable sin tratar de distorsionarlo en su propio beneficio?
Pondré por escrito, pues, lo que pienso: que McQuown escogió con tino el momento, el lugar, la ocasión; que todo fue meticulosamente planeado; que McQuown no es simplemente un joven brioso, travieso y con ganas de vivir, ni un muchacho consentido y obstinado; sino que, además y por encima de todo, estaba celoso del prestigio que había adquirido su esbirro Billy Gannon al despachar a aquel ayudante del sheriff odioso y bravucón, y aspiraba a emular su hazaña.
Hará cosa de un mes, Canning tuvo que habérselas con un joven vaquero llamado Harms. Era un sábado por la noche y Harms se presentó en la ciudad con la paga de un mes, que pronto perdió jugando al faraón en el local de Taliaferro. Con el estómago lleno de whisky pero sin un céntimo ya en el bolsillo, y sin más medios de diversión, el vaquero se desahogó plantándose en medio de Main Street y disparando a la luna los seis tiros de su revólver, cosa no muy censurable en realidad. Canning, sin embargo, se acercó a él, acto que tampoco puede reprochársele al agente de la ley, y, con cierto peligro para su propia integridad, forcejeó con Harms con objeto de despojarlo del escandaloso Colt. Al final tuvo que golpear al muchacho por encima de la oreja con el arma para tranquilizarlo, lo que cabe calificar como un procedimiento aceptable. Canning condujo luego a Harms ante el juez Holloway, quien lo obsequió con una noche de alojamiento en la cárcel. Liberado a la mañana siguiente, Harms emprendió el regreso al valle, pero por el camino se cayó del caballo, que lo llevó a rastras, y murió. No cabe duda de que en buena parte su muerte se debió al golpe que había recibido.
Fue una pena. Todos los que nos paramos a pensar en ello lo lamentamos mucho, y estoy seguro de que Canning lo sintió más que nadie. Sin embargo, en este turbulento rincón del mundo, esas cosas pasan, y no se consideran sino como un desafortunado incidente.
Creo que hay una doctrina en las Indias Orientales según la cual el más inconsecuente de nuestros actos configura nuestro destino, y así ha sido en el caso del pobre Canning. Aparece, entonces, un nuevo enviado de la providencia, una semana o diez días después, en la persona de Lige Harrington, individuo engreído, fanfarrón más ridículo que peligroso, y uno de los adláteres menos importantes de McQuown. Harrington se proclamó amigo íntimo de Harms, y su vengador. Saltaba a la vista cuál era su pretensión: labrarse una reputación a expensas de Canning, y adquirir prestigio entre los de San Pablo. Bien cargado de valor líquido, Harrington intentó matar a Canning, pero en un abrir y cerrar de ojos fue despachado, metido en un cajón y enterrado en Boot Hill[2].
Una vez más, a mi entender, a nadie le importó mucho. Esa clase de estúpidas bravuconadas debe de ser la pesadilla de cualquier agente de la ley. Y no me sorprendería que Canning tuviera una horrible visión de cómo el Bien lleva consigo la semilla del Mal, y el Mal su particular precariedad para un hombre de su posición. Porque, en definitiva, ¿qué es el Bien y el Mal, sino cuestión de opiniones? Desde luego hubo quienes afirmaron que Canning había asesinado al desventurado Harms, así como a su vengador Harrington, por estúpido e insignificante que fuera. ¿Acaso la sospecha de culpa, por leve que sea, no prefigura ya una degradación?
Y me pregunto si Canning no vio la telaraña que empezaba a envolverlo ni la araña roja que, poco a poco, iba tejiendo los hilos. Porque pronto se propagaron rumores. Más le habría valido marcharse de la ciudad. La amenaza, anónima al principio, al cabo de un tiempo se asoció al nombre de McQuown. ¿Quién otro, si no?
Yo había oído habladurías sobre un conflicto inminente entre Canning y McQuown, pero los desechaba, las tildaba de murmuraciones sin sentido. En cierto momento, no sabría decir cuándo, me di cuenta de que no lo eran; lo comprendí al igual que todo Warlock, con una sacudida de funesta ansiedad, como una cuerda que se estira de pronto y emite un zumbido al tensarse. He dicho que Canning era un hombre prudente. Si hubiera sido lo bastante juicioso, se habría marchado de la ciudad cuando los rumores empezaron a circular, mientras podía hacerlo sin excesiva merma de su prestigio. Pero ya había ido demasiado lejos. Se había labrado una reputación, como hombre y como pistolero. Estaba atrapado en sus propias redes, tanto como en las de McQuown. No se marchó a tiempo, y McQuown salió anteayer de San Pablo y vino con todos sus hombres.
Estuvieron toda la noche alborotando por la ciudad. No tan desenfrenadamente, sin embargo, como para salirse de lo normal, lo que considero, asimismo, como un signo de astucia por parte de McQuown: había motivo, aunque quizá nada urgente ni absolutamente justificado (¡según nuestros criterios!), para que el ayudante del sheriff interviniera. Pero Canning no se metió en líos; aquella noche no lo vimos salir a la calle.
Para entonces, sin embargo, se veía venir; ayer por la mañana había curiosos deambulando por la calle, y Canning acudió temprano a la cárcel. Yo me quedé mirando por la ventana tan ansiosamente como el resto de Warlock, en aquella tensión angustiosa y funesta, esperando que se escenificara el conflicto.
Ya era mediodía cuando McQuown apareció en medio de Main Street con su camisa de gamuza y su reluciente sombrero de copa alta, avanzando con aire desdeñoso entre el fino polvo de la calle. Efectuó unos disparos al aire y se puso a gritar, lanzando provocaciones como: «¡Sal a la calle, ya has asesinado a demasiadas personas decentes!», etcétera. Canning salió de la cárcel y yo —no más cobardemente, he de decir en mi defensa, que cualquier otro ciudadano de Warlock— cerré la tienda y me dirigí a mis habitaciones de la planta alta, en donde podía observarlo todo desde un ángulo más estratégico y con mayor seguridad. Desde allí vi a Canning caminar con paso firme hacia McQuown. Volvió la cabeza una vez, y a su espalda, casi ocultos entre las sombras de los soportales, vi a dos hombres. Reconocí a uno de ellos, Pony Benner, por su corta estatura, y el otro me han dicho que era Jack Cade, esbirros ambos de McQuown.
Canning prosiguió su avance, pero al cabo de unos metros aminoró el paso. Recobró enseguida el ritmo, pero sin convicción. Echó a correr por Southend Street, cogió su caballo del Corral Acme, propiedad de los hermanos Skinner, y huyó de Warlock.
Los ojos me ardieron de rabia y vergüenza al comprobar que no había en Warlock un hombre que saliera a la calle con un Winchester para enfrentarse a aquellos demonios que acechaban a Canning por la espalda, y al ver a McQuown, que echándose hacia atrás el sombrero blanco soltaba una carcajada, como si acabara de ganar una partida a las cartas. Y me siguen escociendo todavía.
Anoche los honrados habitantes de Warlock cerraron a cal y canto la puerta de sus casas, y no dejaron ninguna luz encendida por miedo a los disparos. Los vaqueros deambularon por las calles, peleándose, gastándose ruidosas bromas, y disparando a la luna las veces que les vino en gana. Sólo se calmaron, como garañones, cuando se dirigieron en tropel al French Palace y a los burdeles de Peach Street. Tras un breve respiro volvieron a armar un espantoso jaleo, que duró hasta la madrugada, cuando la tomaron con las carretas que transportaban a los trabajadores a las minas, y soltaron a las mulas y las echaron de la ciudad. Se apropiaron de la calesa del médico y junto con la carreta de riego se lanzaron por Main Street en desenfrenada carrera, haciendo muchas otras diabluras. Antes de mediodía se marcharon a San Pablo con gran jolgorio, dejando agonizante a nuestro pobre barbero con un balazo en los pulmones. Pony Benner le disparó porque, al parecer, le cortó en la mejilla al afeitarlo.
Así se divertían los revoltosos muchachos, y así ponían en práctica sus infames juegos, echando a un buen hombre de esta ciudad y asesinando a un pobre e inofensivo individuo a quien se le había ido la mano con la navaja porque estaba absolutamente aterrorizado.
No creo que hubiéramos movido un dedo por Canning, porque su vergüenza también era nuestra. McQuown ha de conocer bien nuestra cobardía, y contar con ella, y menospreciarnos por eso. Así debía ser, y por eso nos despreciábamos a nosotros mismos. No obstante, y lo mismo que con Canning, un acto intrascendente puede haber desencadenado fuerzas adversas contra McQuown. La muerte de nuestro desgraciado barbero ha exacerbado los sentimientos y la voluntad de una forma nunca vista por aquí. Aunque no podamos pregonar nuestra indignación por la vergonzosa conducta de Canning, porque también nos señala a nosotros, sí estamos en condiciones de expresar nuestra justa cólera por el asesinato del barbero.
El Comité de Ciudadanos se reúne esta noche, convocado para defender la paz y la seguridad en Warlock, no en nombre de la justicia, sino del sentido común, porque si la ciudad se ve negativamente afectada por la anarquía, la violencia y el crimen, sus consecuencias también las sufrimos nosotros, los comerciantes. Además, Warlock no cuenta con otro posible guardián. Cabe esperar que el Comité de Ciudadanos esté en condiciones, en esta ocasión, de recobrar la compostura y hacer, por fin, algo de provecho.
La organización de la que en principio surgió el Comité de Ciudadanos se llamaba, quizá más apropiadamente, Comité de Comerciantes de Warlock, incluyendo al doctor Wagner en su calidad de propietario de la Oficina de Ensayo de Minerales, a la señorita Jessie en su condición de dueña de una casa de huéspedes, y al juez en tanto agente, dentro de su magistratura, de una empresa comercial[3]. Hace algún tiempo, sin embargo, cuando resultó evidente que la concesión del estatuto de ciudad a Warlock, y por tanto de algún tipo de administración, no era inminente, se resolvió que el comité original ampliara sus atribuciones. Como constituíamos la única organización existente, aparte de la Asociación de Directores de Minas, nosotros, los comerciantes, parecíamos destinados a poner en marcha una especie de asamblea de gobierno provisional.
De inmediato se propuso el tradicional estilo de gobierno ciudadano. Se acogió la sugerencia con un entusiasmo muy democrático que, no obstante, decayó rápidamente. Yo mismo, que fui quien formuló la propuesta, enseguida la consideré a todas luces impracticable en esta ciudad, un lugar en donde las pasiones se desbocan por el menor motivo, y los hombres van armados del mismo modo con que llevan sombreros para protegerse del sol, y en donde una enorme proporción de habitantes pertenece a la clase baja e ignorante, si es que no son fugitivos perseguidos por la justicia.
Están, por ejemplo, los mineros, que constituyen el grueso de la población. ¿Acaso son lo bastante inteligentes y responsables para confiarles el voto? No lo son, creemos nosotros, quizá con cierto sentimiento de culpa. Luego están los intereses de la prostitución, del juego, del salón; cierto es que Taliaferro y Hake pertenecían al Comité de Comerciantes, pero ¿podríamos otorgarles a ellos y a sus empleados de dudosa reputación un poder proporcional al de otros ciudadanos más respetables? Asimismo se suscitó la cuestión del ámbito territorial que debía tener la ciudad-estado. Si habíamos de incluir a los rancheros del valle de San Pablo, ¿qué haríamos con gente como Abe McQuown, por no hablar de los Haggin, Cade y Earnshaw, hacendados todos ellos al menos a pequeña escala, y al mismo tiempo azote de Warlock?
Así pues, nuestro proyectado estado fue reduciéndose paulatinamente, hasta convertirse en una especie de club de acceso restringido a la gente decente, a los ciudadanos biempensantes, a la élite de la población; llegó a circunscribirse, en definitiva, a los comerciantes de Warlock: es decir, a nosotros mismos, sólo que con unas cuantas adiciones, porque la ciudad ha crecido entretanto, y una nueva denominación: «Comité de Ciudadanos de Warlock». Debemos actuar, ahora, o abandonar toda pretensión a utilizar ese nombre.
La situación es verdaderamente absurda. Keller[4] nunca aparece por aquí. No somos de su incumbencia, asegura con firmeza. Cuando alguien se acerca a Bright’s City, ya sea por su cuenta o como miembro de los numerosos subcomités instituidos, para exponerle nuestros argumentos, a él y al propio general Peach[5], sobre el asunto de la aplicación de la ley en Warlock, Keller sostiene que, en su opinión, el territorio que se extiende más allá de los montes Bucksaw no pertenece al condado de Bright, y que el general Peach y sus asesores están actualmente trabajando en la delimitación de las fronteras del nuevo condado, que pronto quedará establecido. Warlock recibirá entonces el estatuto de ciudad, y se convertirá, desde luego, en la capital del condado. Eso ocurrirá el día menos pensado, asegura; un día de éstos, repite una y otra vez. Pero ese día sigue sin llegar. Keller puntualiza, cuando empiezan a darle la lata, que al presentarse para el cargo no hizo campaña para conseguir nuestros votos, y que no nos prometió nada, lo cual es cierto; y que él nos ha facilitado algunos de sus ayudantes, cuando podíamos haberlos contratado de nuestro bolsillo, cosa que también es cierta.
Sin esperanzas, por tanto, de recibir ayuda de arriba, hartos de la violencia de McQuown y su cuadrilla de San Pablo, varios miembros del Comité de Ciudadanos hemos decidido exponer con firmeza en la reunión de esta noche que nuestra única solución reside en contratar a un Agente de la Autoridad con carácter retribuido. Se trata de una práctica corriente, y hay una serie de famosos pistoleros disponibles para tales puestos si la paga es lo bastante elevada. Los contratan grupos como nosotros, o consistorios de ciudades más legítimas y afortunadas, y cobran sus honorarios o bien mensualmente o mediante un régimen de recompensas.
Algo debe hacerse, y no hay nadie capacitado para ello aparte del Comité de Ciudadanos. Esta noche se verá si los más decididos de entre nosotros superamos en número a los tímidos. Creo que todos nos hemos llevado un buen susto ante la huida de Canning, y el miedo a veces engendra su propia determinación.
26 agosto de 1880
Al fin, según parece, algo se ha hecho. La reunión de anoche fue tranquila y breve; todos estuvimos de acuerdo, excepto el juez Holloway. Hemos mandado llamar a un comisario, tras contraer la obligación de aflojar el bolsillo con objeto de ofrecerle una considerable suma de dinero al mes. Se trata de Clay Blaisedell, en la actualidad comisario de Fort James. No conozco mucho sus hazañas, sólo que fue él quien mató a Big Ben Nicholson, el bandido tejano, y que es bastante famoso; nombres como el suyo surgen de cuando en cuando como un meteoro, adscritos a toda clase de delirantes historias de intrépidas hazañas.
Le hemos hecho una oferta sin par, para que cumpla su cometido de manera sin igual. Tal es, al menos, la reputación de nuestro futuro comisario, que fue uno de los cinco famosos agentes de la autoridad a quien Caleb Bane, el escritor, regaló hace poco un par de Colts Frontier con cachas de oro, por ser los más eminentes en su especialidad, y también, desde luego, los más lucrativos para Bane en su condición de cronista de hechos heroicos. Un digno acto de gratitud por parte de Bane, sin duda, aunque cínicamente se rumorea que a cambio les pidió sus antiguos revólveres, plagados de muescas, para vendérselos a coleccionistas de recuerdos sombríos obteniendo así una considerable ganancia en la operación.
De manera que hemos llamado a Clay Blaisedell: no para que sea comisario de Warlock, ya que desde el punto de vista legal no existe tal lugar, ni tal cargo; sino para que actúe como comisario por designación del Comité de Ciudadanos de un limbo oficial[6]. Ésta es nuestra tercera medida, y la más osada, como gobierno por defecto de este lugar; o como autoridad local «por aceptación», término que el juez Holloway suele utilizar para referirse a su calidad de juez, pues tampoco él tiene carácter oficial. Nuestra primera iniciativa fue construir la pequeña cárcel de Warlock mediante suscripción entre nosotros, con la esperanza de que la presencia de dicha estructura ejerciese cierta influencia apaciguadora en la población. No ha tenido tal efecto, si bien ha demostrado su utilidad al menos en dos ocasiones como fortaleza en la cual los ayudantes del sheriff podían buscar refugio de ciertos malhechores con tendencias asesinas. La segunda fue adquirir un carro de bombeo, y garantizar una parte del salario de Peter Bacon, que se ocuparía de conducir la carreta de riego de Kennon al tiempo que ejercía el cargo de jefe de bomberos. Los impuestos no resultan menos penosos bajo otro aspecto.
Escribo con ligereza sobre las que han sido decisiones demasiado graves para que las tomaran hombres mediocres como nosotros, pero me siento optimista y esperanzado, y los miembros del Comité de Ciudadanos, si es que puedo erigirme en su portavoz, nos sentimos muy orgullosos de haber superado el miedo de ofender a los vaqueros, y nuestra natural reticencia a prescindir de parte de las ganancias que obtenemos de ellos y de los mineros, y también de nuestras recíprocas relaciones comerciales, realizando por fin el intento de contratar a un Hombre. No quiera el destino que a nuestro salvador se lo ventilen unos bandoleros por el camino y llegue aquí con las botas por delante de la artillería.
Hay que contratarlo, como dijimos anoche, para que imponga el Orden Público en Warlock. Pero en realidad se le contrata, aunque nadie lo diga en voz alta, para que se enfrente a los de San Pablo. Por supuesto, nos hemos preguntado infinidad de veces lo que debe hacerse contra la legión de indómitos vaqueros de McQuown. Al tratarse de una pregunta sin respuesta, como personas sensatas que somos, hemos dejado de formularla. No exigimos Orden Público tanto como Paz y Seguridad, y una ciudad en donde la gente pueda dedicarse a sus asuntos sin miedo a encontrarse con una bala perdida, disparada en una pelea que no le atañe en absoluto, ni a hacer un gesto insignificante que incurra en el desagrado homicida de un vaquero borracho. El comisario de Warlock deberá ser, en efecto, como su nombre indica un verdadero Diablo[7].
No se sabe cuándo llegará, si es que acepta nuestra proposición, cosa de la que estamos seguros. En cualquier caso, rezamos para que así sea. Clay Blaisedell es nuestra esperanza en estos momentos. Creo que nos hace falta, en él, no ya un hombre de un valor puro y temerario, sino una persona que sepa infundir coraje a esta ciudad, que es, al fin y al cabo, la simple suma de cada uno de nosotros.
1 septiembre de 1880
Evidentemente Canning se las ha arreglado para transmitir alguna de sus limitadas cualidades. Carl Schroeder, que era, según tengo entendido, su más íntimo amigo, ha dejado su puesto de guardia armado en la línea de diligencias de Buck Slavin, para asumir el cargo de ayudante del sheriff, por una tercera parte de su paga. Está loco. Que Dios proteja a tales locos, porque nosotros no lo haremos.
8 septiembre de 1880
¡Blaisedell ha aceptado nuestra oferta! Llegará dentro de unas seis semanas. Esa tardanza es lamentable, pero es de suponer que Fort James necesita dotarse de un sustituto adecuado antes de su partida. Por otra parte, se dice que McQuown y su cuadrilla están en México, en una expedición para robar ganado, de manera que Warlock quizá siga siendo una ciudad habitada para cuando llegue nuestro hombre.
21 septiembre de 1880
Ha llegado un jugador llamado Morgan y ha comprado el Glass Slipper a Bill Hake, que se ha marchado a California. El nuevo propietario de la más antigua casa de juego de Warlock ha traído dos asistentes; un tipo gigantesco, bizco, que desempeña las funciones de vigilante y factótum en general; y otro bajito, resplandeciente, semejante a un pájaro, sobre cuyo cometido no estaba seguro hasta que descubrí que Morgan había importado para su miserable y desprestigiado establecimiento (además de una magnífica araña de luces que mejora en mucho el interior del Glass Slipper) un piano, y el hombrecillo es su «profesor». Se trata del primer instrumento de ese tipo que hay en Warlock, y la música que sale del salón es una maravilla y una alegría para la ciudad, así como una desesperación para Taliaferro y su Lucky Dollar. Se rumorea que Taliaferro también va a traer uno, ya sea para el Lucky Dollar o para el French Palace, poniéndose así a la altura de la competencia.
Morgan es un individuo bien parecido, de cabello prematuramente gris, aire sarcástico y carácter reservado. Su comportamiento, como recién llegado, ha sido objeto de numerosos comentarios, y los modales con que trata a sus parroquianos no parecen buena práctica comercial en un lugar en el que sólo pueden hacerse amigos o enemigos. Pero la música de su «profesor» continúa siendo muy admirada.
11 octubre de 1880
McQuown y varios de sus compinches, entre los que no se encontraba Benner, el asesino del barbero, han vuelto un par de veces a la ciudad. Su comportamiento ha sido impecable, como si estuvieran abochornados por sus últimos excesos, y fueran conscientes de la actitud hostil que en general se les muestra por aquí. O puede que McQuown se haya enterado de que hemos contratado los servicios de una Némesis.