En la gran inauguración del matadero, tres días antes de que empezara el rodeo de la nueva Asociación Ganadera, Andrew no se molestó al ver que el préstamo que había hecho a Machray se había gastado en frivolidades: fuegos artificiales, la chimenea engalanada con banderines rojos, blancos y azules, una banda de música, un partido de béisbol entre equipos importados en el campo de detrás del matadero. Las reses que iban a sacrificarse estaban en corrales, sacudiendo los cuernos y mugiendo, con los vaqueros sentados en los travesaños de la cerca, vigilándolos. El redoble de tambores hacía un eco desigual.
Hombres y mujeres paseaban entre los edificios, con el gran establo que se había incendiado ya reconstruido, aún con tablones apilados frente a las paredes. Dos trabajadores desnudos hasta la cintura alimentaban el horno. Más allá crecía el flujo del tráfico, con aglomeración de calesas y carruajes ligeros, los hombres con bombín, unos cuantos sombreros de seda, muchos de ala ancha o gastados de tanto servir para el trabajo, granjeras con vestidos de algodón a cuadros y cofias para el sol. Vio a ganaderos que debieron de haber secundado la invasión al menos tácitamente, con sombrero blanco y anticuada levita negra, algunos con sus mujeres, el viejo Pet Jarvis en el pescante de un carruaje sin muelles, su anciana esposa a su lado luciendo su sombrero negro con una sola pluma roída por la polilla y el rostro sobresaliente y afilado como un hacha.
Tal vez había tenido razón Machray, y las celebraciones y la compra de ganado fueran el camino de la reconciliación en las Bad Lands. Miembros de la antigua Asociación que no habían participado realmente en la invasión podían mezclarse tranquilamente con sus antiguos enemigos, pero los que había visto subir en fila la colina desde el CK a los carros, los irreconciliables partidarios de la Regulación, irradiaban odio como un campo magnético.
Desde luego no se veía a ninguno mientras se abría paso entre la aglomeración de personas que le sonreían, le dirigían inclinaciones de cabeza o lo llamaban por su nombre, tanto «Andy» como «señor Livingston». Había mujeres que lo saludaban desde los pescantes de los carros, y pasó frente a tres chicas de la señora Benbow vestidas con sus mejores galas de domingo, entre ellas Maizie, que dejó de agitar un abanico chino para descubrir sus labios brillantes y guiñarle un ojo. Más instrumentos se sumaban ahora al tambor batiente, la tuba con su hondo brío, y otros tonos agudos que se alzaban imparables. En un estrado junto a la larga rampa de acceso al matadero, los componentes de la banda de música de Miles City se sentaban con el rostro sudoroso y abierta la casaca con adornos de flecos, las trompas reluciendo al sol. Fuegos artificiales estallaban en el aire, coros de gritos femeninos e interjecciones de asombro siguiendo la alta descarga y la lluvia dorada del cohete.
Fred Rademacher estaba de espaldas contra la pared en la esquina del edificio, el ala del sombrero sobre los ojos, un pie apoyado en el muro. Daba vueltas entre los dedos a un cigarrillo manufacturado.
—Hola, Fred.
Fred se metió el cigarrillo en la comisura de la boca y lo miró sin expresión.
—Vaya, si es nada menos que el presidente de la Asociación Ganadera de las Bad Lands. Vais a realizar un rodeo dentro de poco, según tengo entendido.
—Así es. Y vosotros poco después.
—Exac… tooo —repuso Fred—. Oye, me han dicho que esos rodeos conjuntos se ponen bastante desagradables a veces.
—¿Tanto como los procedimientos judiciales en Mandan?
—En absoluto —repuso Fred, con una tenue sonrisa—. Supongo que te habrás enterado.
Un jurado de acusación en Mandan había imputado por asesinato a veintisiete pistoleros «sin nombre». Mientras, habían puesto en libertad bajo palabra a los hombres del territorio y, a los de Texas y Colorado, bajo fianza. No había muchas esperanzas de que triunfara la justicia.
Hombres y mujeres pasaban frente a ellos en gran número, charlando y empujándose. Muchos lo saludaban, pero no a Fred.
—El gran favorito entre los colonos, según veo —dijo Fred.
—Pero ¿el tuyo no?
Fred inclinó la cabeza a un lado cerrando un ojo, en una parodia de pensarlo a conciencia.
—Oh, yo no lo consideraría de ese modo —contestó al cabo.
—¿Cómo está tu padre?
—Recuperándose. Blasfema mucho. Aún tiene atragantada mucha bilis.
Sintió una chispa de miedo aun cuando Boutelle estaba muerto. La ira lo invadió poco después del miedo; también había otros llenos de bilis.
—Participaste en aquella incursión, según comprobé.
—Sí —contestó Fred.
Se oyó el estallido de otro cohete y Andrew observó cómo Fred Rademacher seguía su rastro con mirada indiferente.
—Aprobabas lo que hacían, entonces.
—No —dijo Fred, volviéndose a un lado para escupir—. Comoquiera que sea, hay cosas más espesas que el agua. La gente con quien comes en la cocina, por ejemplo.
Con un estruendo, la banda dejó de tocar. Fred observó la ascensión de otro cohete.
—¿Estaba yo en la lista, Fred? —preguntó. Le irritó que le costara trabajo decirlo.
—No sé —contestó Fred—. Yo nunca la he visto. —Miró a Andrew con ojos como ardientes agujeros en la cara—. Probablemente. Había algunos que te la tenían jurada.
—¿Hardy?
Fred se encogió de hombros.
—Pobre hombre. Se murió de repente. Te diré cómo está mi padre, Nueva York. Está tan enfadado con Yule Hardy por haberse muerto que casi no puede hablar de ello. Lo mismo que con la deserción de Bill Driggs. Aunque bastante menos que con Machray y contigo.
Volvió a sentir el filo del miedo, con su sabor metálico.
—Tú y yo reaccionamos del mismo modo aquella otra vez —dijo Andrew. Carraspeó—. Supuse que pensabas igual que yo. Dijiste que también lo dejarías.
—Y lo hice —repuso Fred—. Lo hice —repitió, alzando la voz mientras la banda atacaba una marcha militar—. Entonces ocurrió esto. De perdidos, al río. Para ti es más fácil, Nueva York.
Alzó un ojo hacia los fuegos artificiales. Andrew vio a la señora Benbow, de busto prominente, con un lustroso vestido negro, más alta que los que la rodeaban, apresurada, el rostro pálido y contraído; pasó frente a ellos como si no estuviera conectada a la tierra.
—¿Sabes qué es más espeso que el agua? —inquirió Fred, arrastrando las palabras—. El agua de las Bad Lands. Demasiado gorda para beber y demasiado fina para la labranza. No me presiones, Andy. Estoy aquí, ¿no?
—Te lo agradezco.
—¿Cuánto paga ese grandullón?
—Cuatro veinte.
—No está mal, en vista de cómo anda el mercado.
Andrew hizo ademán de marcharse.
—Andy —dijo Fred—, ten cuidado, ¿oyes?
—De acuerdo —contestó. El miedo lo zarandeó como una ola—. Gracias, Fred.
—Dile al escocés que también se ande con ojo.
—Se lo diré, pero no creo que sea su estilo.
—Bueno, pues haz que sea el tuyo —concluyó Fred, mirando en dirección opuesta como dando por terminada la conversación.
Mientras se unía a la multitud que se dirigía hacia los establos y al pie de la rampa, tuvo una enorme sensación de fragilidad. La banda seguía tocando. En el campo del otro lado resonó el chasquido de un bate, vio el arco que describía la pelota en lo alto, hombres que corrían y oyó una voz que gritaba débilmente: ¡La tengo! ¡La tengo!
—¡Livingston! —Machray, haciendo bocina con las manos, lo llamaba desde la rampa—. ¡Venga para acá, amigo mío!
Logró abrirse paso entre la masa de granjeros y vecinos de la ciudad que contemplaban los fuegos de artificio desde la rampa. La banda tocaba con entusiasmo. La mano de Machray sepultó la suya.
—¡Un día grande, Livingston! Gracias a usted, se lo agradezco.
Machray llevaba falda escocesa, calcetines altos, relucientes polainas blancas, la casaca militar con las condecoraciones. Iba con la cabeza descubierta, y por primera vez Andrew observó que su cabello rubio estaba salpicado de hebras plateadas. Machray proyectó hacia delante su voluminoso y redondo mentón, sonriendo.
—Todo es bullicio y alegría. Música, fuegos artificiales, juegos campestres, algunas melodías ruidosas…, ¡y habrá baile después!
Subió la rampa delante de Andrew y entró en el cavernoso y fresco recinto del matadero, que retumbaba con las voces de los trabajadores. Cogió un mazo a un hombre de rostro encarnado con un inmaculado delantal blanco y lo blandió en alto.
—Voy a sacrificar al primero de la serie, instruido en las sutilezas de la operación por este experto, ¿eh, señor Lumpkin? Venga a echar un trago de whisky para templar el ánimo, Livingston.
Bebieron de una botella marrón guardada en un maletín de cuero junto con un revólver cargado. Las debilitantes oleadas de miedo volvían a inundarlo a intervalos, pero el calor del whisky era estimulante. Le transmitió a Machray la advertencia de Fred Rademacher.
—Ah, Livingston, mire, todos tenemos nuestra pequeña deuda, que debemos pagar antes o después. No vale la pena preocuparse, a mi entender.
La banda atacó otra marcha militar, y Mary Hardy apareció en el recinto con un vestido negro aguatado por delante y por detrás, un sombrero negro decorado con uvas de cera, y un corto velo. Se detuvo, atisbando en la penumbra con una mirada miope.
—¡Ah, estás ahí! —la llamó Machray, consultando su reloj.
Machray pasó a grandes zancadas frente a ella hasta llegar a lo alto de la rampa, donde empezó a dar instrucciones a grandes voces para que se le oyera por encima de la música. Mary Hardy se acercó a Andrew sesgadamente, sonriendo, apoyando una mano en la otra, con un parasol colgado de la muñeca.
—Sentí enterarme de la muerte de tu padre —le dijo.
—Ah, ¿sí? —repuso ella—. Él te habría matado a ti, de haber podido. —Permanecía a cierta distancia de él, sonriendo pero sin mirarlo directamente—. Me voy de aquí en el tren del anochecer.
—Al Oeste, entonces.
—Al Oeste.
Se alejó de él para dar un pequeño paseo en círculo en torno a la amplia estancia, mirando alrededor mientras balanceaba el parasol.
Él fue a reunirse con Machray, que saludaba a la gente que subía por la rampa, Pet Jarvis y su mujer, Blaikie con un resplandeciente sombrero nuevo, los directivos de la Asociación Ganadera de las Bad Lands y sus esposas, granjeros y pequeños rancheros que habían formado parte de la Gran Partida, vecinos de la ciudad. Vio vaqueros del Ring-cross con sus mejores galas, un grupo de empleados de la oficina, a Dickson de uniforme, la gaita bajo el brazo como un ganso de cuero. Machray recibió a gritos a la señora Benbow, que venía acompañada por el pequeño pistolero con su bombín de copa baja. Ella puso reparos pero Machray siguió haciendo señas y llamándola hasta que él bajó la rampa y luego empezaron a subir los dos, rodeados del murmullo de desaprobación de las señoras. La banda había dejado de tocar y Dickson empezó a deambular de un lado para otro con aire militar y apretando la gaita con el brazo, pasando los dedos por el tubo del instrumento. Empezó a oírse un agudo son marcial.
Machray pronunció su discurso desde lo alto de la rampa, con un acento, observó Andrew, más escocés que nunca en su día de bullicio y alegría. Andrew vio cómo lo miraba la señora Benbow, el rostro severo pero con un ligero tono rosáceo en las mejillas, Mary Hardy mirándolo también y apretando el parasol contra el pecho. Otros más habían subido por la rampa para entrar en el recinto mientras hablaba Machray, Fred Rademacher entre ellos. Cuando acabó, Machray alzó los brazos ante los congregados y gritó:
—¡Tráelos ya, Johnny!
Una fila de ganado de cara blanca salió por la puerta de un corral, conducida por Johnny Goforth, mientras la multitud se apartaba de su camino.
—¡Abran paso, por favor, damas y caballeros! —gritó Machray.
Los novillos serpentearon entre la multitud hasta el pie de la rampa y empezaron a subir. Machray entró en la penumbra de la nave, cogió un mazo y adoptó una postura que imitaba la del «Hombre del azadón» de Millet, esperando el primer novillo. Hombres y mujeres se habían aglomerado a su alrededor en cerradas filas, dejando apenas espacio frente a él. Mary Hardy estaba allí, así como la señora Benbow con su acompañante, Wax, ganaderos y granjeros. Machray alzó el mazo.
Andrew vio a Jeff Hardy agachado junto a Pet Jarvis, pálido, con una línea de bigote rojizo como una mancha sobre el labio superior. Los ojos del muchacho estaban fijos en él, igual que el tercer ojo del cañón de un reluciente y pequeño revólver.
Miró a la muerte, unos ojos entornados hacia él a lo largo de un brillante tubo metálico. Aquellos ojos se detuvieron en los suyos durante un instante interminable. Flaquearon entonces, y el cañón del arma se desvió hacia Machray, que había dejado caer el mazo. Hubo gritos. Jeff tenía la boca desencajada, como dando voces de advertencia con los demás. La pistola crepitó con un solo y brusco estallido que resonó por el espacio cavernoso.
Un vaquero dio un puñetazo en la cara a Jeff, que se desplomó en el suelo, brazos y piernas hacia arriba. Alguien dio una patada a la pequeña pistola, alejándola con un ruido metálico. Goforth, el rostro descolorido como un hueso viejo, dio dos rápidos pasos y apuntó al muchacho con el revólver. Wax estaba agachado con una mano dentro de la levita.
—¡No! —ordenó Machray con voz ahogada.
Se llevó la mano al vientre, haciendo una mueca, la señora Benbow a su lado con el rostro blanco como el papel. Mary Hardy, con la mano en la boca, miraba fijamente a su hermano, encogido en el suelo. Hubo un silencio en el interior del matadero, un clamor creciente en el exterior.
—¡Maldito seas! —dijo Machray, apretando los dientes—. ¡Me has matado!
Se quitó la mano de la chaqueta, de donde brotaba la sangre como otra condecoración. Se examinó la mano ensangrentada con repugnancia y volvió a apretársela en el costado.
—¡Ha pervertido a mi hermana! —dijo Jeff, con voz casi inaudible.
—¡Por amor de Dios! —se quejó Machray—. ¡Me han asesinado por una trivialidad!
Goforth apartó de un empujón a la señora Benbow y rodeó a Machray con el brazo, mientras Dickson se acercaba para sujetarlo por el otro lado, diciendo: «Capitán, Capitán…». Machray se tambaleó hacia la claridad de las puertas y la fila inmóvil de novillos con sus fantasmales hocicos en la sombra. Andrew oía la agitada respiración de Machray. No pudieron sujetarlo cuando se precipitó hacia delante, cayendo como un árbol talado.
Lo llevaron a casa de la señora Benbow y Goforth fue a caballo a buscar al doctor Micklejohn, que se había ausentado de la ciudad para asistir a una granjera en el parto.
—¡El tiempo que pasa en esta casa cuando no lo necesitan! —se quejó entre dientes la señora Benbow.
Andrew permaneció inmóvil mientras la madam y Dickson desnudaban a Machray y trataban de detener el flujo de sangre del feo y pequeño orificio que parecía mucho menos fatal que la cicatriz roja y blanca que tenía en el hombro. Pero cada vez que lograban ajustarle una venda veían cómo se teñía de rojo.
Andrew se apoyó en las volutas de bronce de la cama de la señora Benbow, mientras la madam se sentaba en una silla baja y Dickson iba a mirar por la ventana, haciendo muecas y moviendo el puño de arriba abajo como para materializar la presencia del médico con aquel movimiento de bombeo. Machray pareció animarse y pidió whisky.
Se bebió el vaso de un trago y se limpió los labios con el dorso de la mano. Lanzó una mirada centelleante a Andrew y la madam.
—¡Santo cielo! ¿Es que hasta en mi lecho de muerte he de estar rodeado por mis acreedores? —Entornando los ojos, miró a Dickson, que estaba en la ventana—. Dickson, tóqueme una pieza, ¿quiere, amigo mío?
—A la orden, Capitán —dijo Dickson, que salió al pasillo a desfilar, tocando temas y variaciones. Siempre que se detenía, Machray se incorporaba y gritaba:
—¡Dickson! ¡Siga tocando!
Una vez llamaron a la señora Benbow para que fuese a la puerta y Andrew la vio conferenciar con Wax.
Machray guiñó un ojo a Andrew.
—El médico vendrá enseguida, Machray —dijo él fríamente.
—¿Y qué va a hacer aquí? —inquirió Machray—. ¿Iluminar la habitación con esa reluciente probóscide suya? No quiero falso consuelo, amigo mío. Por dentro no soy más que una puñetera salchicha sanguinolenta. ¡Cora!
Ella acudió a su lado con presteza, inclinándose sobre él; afuera, los pasos de Dickson y la aguda música, más alta, pasando, disminuyendo.
—¿Qué has hecho con Mary Hardy, amor mío?
—Creo que se marcha en el tren del Oeste, Machray.
Machray rió.
—¿Y se marcha por propia voluntad, tesoro? ¿O porque Wax la ha llevado del brazo?
La señora Benbow tardó tanto en hablar que Andrew pensó que no tenía intención de contestar. Pero al cabo dijo:
—Wax ha ido para asegurarse de que no cambia de opinión.
—Ah, tú nunca me has mentido —dijo Machray, cerrando los ojos. La cogió de la mano—. No me dejes ahora, cariño.
—No —repuso ella, con una mano en la de Machray, la otra en su garganta. Miró fríamente a Andrew.
Se apartó de la cama para correr las cortinas de la ventana. Afuera, al último sol de la tarde, había un grupo de hombres distribuidos en abanico frente a la acera entarimada, el rostro alzado hacia él. Todos eran miembros de la Gran Partida. Examinó la calle en busca de alguna señal del médico, sintiendo que cerraba el puño como Dickson.
—Livingston, ¿dónde tiene su lapicero y su cuaderno? —dijo Machray—. Debe dibujar esto. ¡Un hombre agonizando! ¡Sin duda es algo que vale la pena reproducir! Trae al señor Livingston papel y lápiz, ¿quieres, cariño?
Ella encontró un lapicero, y arrancó el frontispicio en blanco de un volumen de poemas de Shelley. Apoyándose en el libro, Andrew trazó unas rápidas líneas. Machray cerró los ojos y la señora Benbow volvió a sentarse. Dickson desfilaba por el pasillo.
—Enseñar a morir al rústico moralista —murmuró Machray. Luego añadió—: «¡Dulce et decorum est… pro patria mori!» ¿Sabe latín, Livingston?
—Conozco a Horacio.
—«O lente, lente, currite noctis equi.»
—Y a Ovidio.
—Es un amante que habla con su dama —explicó Machray a la señora Benbow. Se aferró a su mano—. Quiere que el tiempo pase muy despacio cuando está con ella.
La música había cesado. Dickson asomó por la puerta el desesperado rostro, mirando a Andrew con las cejas enarcadas, la barbilla señalando la ventana, con gesto inquisitivo. Él alzó la vista y sacudió la cabeza.
—«Timor mortis conturbat me» —recitó Machray.
—No sé quién escribió eso.
—El viejo Dunbar. Cuando estaba enfermo y tenía miedo. ¡Dickson!
—¡Sólo puedo repetirme a mí mismo, Capitán!
—¡Repítase, entonces!
—¡Sí, señor! —dijo Dickson, retirándose.
La señora Benbow estaba inclinada sobre Machray, quitándole las vendas ensangrentadas. Andrew miró por la ventana. Timor mortis: el aliento que cesa, el flujo de la sangre y las funciones que se detienen, el corazón que apaga sus latidos, los pulmones silenciados, el calor que abandona el cuerpo, dejándolo frío y pálido como el mármol, y con la misma dureza. Con la mano doliéndole por el lápiz, trazaba líneas sin pensar, la mujer morena inclinada sobre el moribundo como una monja con su cofia, el hombre con el torso desnudo, manos y pies cruzados como la efigie de un cruzado. Era como si en el escenario de sus sentidos hubieran eliminado el decorado, dejándole la mente perceptiva y sensible como un nervio, la doliente monja de mármol sobre el lord de mármol, el gaitero de mármol en el pasillo, y sólo su mano y su ojo vivos para reproducir la escena.
¿Era posible captar algo del significado de la vida sin temer a la muerte? ¿Y no podría ser que ese significado consistiera simplemente en que no tenía sentido? Una vez, en otro lecho de muerte, con su padre gritando tras aquel terrible rictus sonriente, decidió que una deidad que urdiera tal tortura escapaba a cualquier razonamiento comprensible, a menos que tuviera la naturaleza diabólica de lo peor de la humanidad. Dios bien podría ser, tal como mantenían algunas iglesias, todo Sustancia, pero no era una Persona a quien se pudiera venerar, y mucho menos amar. Más adelante, viendo a su esposa y a su hija tendidas en la hierba de aquella orilla, lívidas y serenas, no muertas por la tortura sino sólo absurdamente apagadas, concluyó que nada obedecía a una razón. Se aterrorizó tanto que su entera condición existencial fue presa del horror, como una tortuga privada de su concha o Blackie en las arenas movedizas, con todas sus demás emociones supeditadas únicamente a eso.
Ahora había visto un revólver que, tras apuntarle con toda intención, cambió de dirección. Era el otro aspecto de una moneda que hasta el momento no sabía que tuviera dos caras, aunque había sido por la más pura casualidad que fuera Chally, y no él, a quien sorprendieron los Reguladores en el rancho Fire Creek.
Cuando volvió la atención a la hoja de papel para bosquejar el detalle de la cabeza recostada sobre la almohada, Machray, alzando la voz, recitó:
¡Una ley han dictado en la ciudad de Edimburgo;
En la sala del tribunal de Edimburgo,
Los gilipollas que estén de pie cometen una infracción
Y son culpables de una grave transgresión![38]
—¡Dadme más whisky, y os haré un brindis sin igual! —exclamó Machray. La señora Benbow le sirvió, y él alzó el vaso—: ¡Por las Bad Lands! Que limitan al Norte con el Caos Primigenio. Por el Oeste, con la Divina Armonía. Por el Norte, con la Música de las Esferas, ¡y por el Sur, con el Día del Juicio! Déjanos solos un ratito, cariño. Quiero hablar con Livingston de hombre a hombre.
Ella se marchó de la habitación, entre un murmullo de faldas. Cuando cerró la puerta al salir el sonido de la gaita cesó.
—¡Dickson! —gritó Machray, y la música se oyó de nuevo.
Andrew dejó el boceto, el libro y el lapicero, y se sentó junto a la cama. La silla aún mantenía el calor de la señora Benbow.
—¿Percibe el hedor de la sangre? —preguntó Machray—. Es el olor de nuestra condición mortal, Livingston.
—Lo sé.
—¡Imagínese, ese cabroncete enloquecido matándome cuando un montón de diablos han sido incapaces de hacerlo! Bueno, es una lección…, nada bueno puede salir de tentar a una muchacha a la que doblas la edad con visiones del paraíso. ¡La virgen soberana sólo es para un cliente! —Su carcajada se tornó en suspiro—. Mire, Livingston, me ha prestado usted dinero y no se lo puedo devolver. Lo cierto es que en mi conciencia pesa menos quedar en deuda con usted que con esa mujer. Porque no me quedará nada. Mandarán a alguien para que lleve el rancho, el matadero y todo lo demás, y supongo que algo sacarán, pero me parece que no harán caso de las demandas de la regenta de un prostíbulo.
—¿Quiere que la indemnice yo?
—No vacilaría en pedírselo, ya sabe, porque le he prestado un servicio, pero creo que es demasiado orgullosa. Me temo, Livingston, que siendo mujer, sus pérdidas resultarán muy valiosas para ella. Pero voy a pedirle que haga lo que pueda por ayudarla. Y por supuesto habrá que enviar telegramas. Milly, los judíos. Marston sabrá.
—Haré lo que pueda.
Machray guardó silencio durante un tiempo.
—¿Y qué va a hacer después?
—No estoy seguro.
—Pesimista sobre el futuro de estas tierras —dijo Machray—. Demasiado resentimiento. Yo creía que un tipo de buena voluntad lograría abrirse paso entre tanta mala sangre, pero el odio está muy arraigado por aquí. No le estoy aconsejando que se marche, cuidado, sólo que…
—Creo que no debo abandonar a quienes han depositado su confianza en usted y en mí.
—Sí, señor. Buen hombre.
Su voz se empañó. Pareció dormitar. Una estruendosa campana y un solo silbido anunciaron la llegada a Pyramid Flat del tren del Oeste. Oyó que Machray reía entre dientes.
—Unos vienen y otros se van, ¿eh? —dijo Machray.
—¿Tiene usted miedo? —preguntó Andrew de pronto.
—No mucho, ya sabe. Le dije que ya lo había vivido antes, por breves momentos. Cierto pesar por no haber alcanzado la inmortalidad, pero desde luego sólo es una vanidad vergonzosa. —Guardó silencio y luego prosiguió—: Creo que si un hombre ha vivido su vida plenamente no ha de tener miedo, ¿comprende? Livingston, me he trajinado a tantas mujeres que ya ni me acuerdo. Espléndidas negras, con esa maravillosa fragancia suya. Mujeres respetables, también. He combatido contra hombres valientes. Y perdido una fortuna. He amado la poesía. Construido una casa. Plantado árboles. Engendrado un hijo. No, no ha de tener miedo quien no ha vuelto la espalda a la vida. Me molestaría presentarme ante mi Hacedor para decirle que no he vivido adecuadamente la vida que me ha dado. ¡Eso sí!
—Yo creo que a mi Hacedor no le perdonaría la muerte.
—¡Ah, Él ha cometido algunos errores, sin duda! —exclamó Machray—. La inclinación de la eclíptica es uno de ellos, según una opinión generalizada. ¡Pero la muerte, no, hombre! ¡Piense en la sobrepoblación, sin ella! ¡Y fíjese! ¡Nos ha dado la diferenciación de los sexos! ¡Y la poesía!
—En cuanto a la inmortalidad —repuso Andrew—, piense en la impronta que deja usted en otros.
—Gracias —dijo Machray, cerrando los ojos de nuevo—. Quizá pueda decirle a esa mujer que vuelva para cambiarme este húmedo y apestoso asunto que tengo sobre el vientre.
Llamó a la señora Benbow para que pasara y se quedó de nuevo frente a la ventana. Veía el anaranjado resplandor de puros y cigarrillos entre la multitud de hombres congregados en la calle y la nube de humo del tren en la estación, al cual Mary Hardy, acompañada por Wax, ya habría subido. Machray guardó silencio mientras la señora Benbow le cambiaba el vendaje. En la penumbra de la habitación Andrew apenas distinguía el rostro del escocés.
—No veo —dijo Machray, con total naturalidad.
—Está oscureciendo Machray —repuso la señora Benbow.
Andrew cogió el lapicero y el papel, y empezó a dibujar más detalles, pero él tampoco veía mucho y le temblaba la mano. Hubo alboroto en la calle y al mirar afuera vio hombres que corrían. Más allá del bajo perfil de los tejados, en la dirección del matadero, había un resplandor. Vio cómo brincaban las llamas. Habían prendido fuego al matadero. Echó las cortinas y las sujetó.
Así que Machray tenía razón, no podía quedarse en las Bad Lands. No era cuestión de valor, sino de la demasiada mala sangre que fluía calladamente, demasiada bilis, demasiado odio, que, cuando menos, debía infectar la voluntad de los odiados tanto como el de los que odiaban.
—Escucha, querida —dijo Machray, con una voz tan queda como la de las palomas en los aleros—. Tengo un poema para ti. No digo que sea original, pero es todo para ti…
Anoche bebí una jarra de vino
En un lugar que nadie vio;
Anoche yacieron en este pecho mío
Los negros rizos de Cora.[39]
La señora Benbow, el rostro inclinado en un triángulo sobre el pecho de Machray, murmuró una protesta. En el mismo momento Andrew oyó el entrechocar de los enganches de los vagones, la campana y el prolongado silbido, el primero de los lentos y crecientes resoplidos de la salida del tren del Oeste. Vio cómo Machray alzaba la mano para acariciar el hombro de la mujer, y se atrevió a lanzar otra mirada a las cortinas para entrever una luz rojiza que destellaba más allá de los tejados.
La voz de Machray continuó:
Los monarcas tomáis el Este y el Oeste
Desde el Indo a Savannah;
¡A mí dadme la posibilidad de asir
La evanescente forma de Cora!
Entonces despreciaré encantos imperiales,
La Emperatriz o la Sultana;
¡Mientras goce en sus brazos del postrer embeleso,
Me quedaré con Cora!
—¡Machray! —musitó la señora Benbow, inclinándose aún más sobre él—. ¡Déjelo ya!
En el pasillo la música había cambiado, convirtiéndose en marcha fúnebre.
—¡Escuchen! —exclamó Machray—. ¿Oyen lo que está tocando ahora? ¡Sabía que tocaría eso cuando se le hubiera acabado el repertorio! —Andrew le oyó jadear, y luego decir en un murmullo—: ¡Livingston, temo que Milly consienta demasiado al mocoso y lo convierta en un perfecto cretino!
Pensó que Machray se echó a reír entonces. Observó la cabeza del moribundo sobre la almohada, el sólido y pálido cuello estirado. Escuchó el susurro de la respiración.
—¡Machray! —musitó la señora Benbow—. ¿No debería rezar?
—¿Rezar? —repitió débilmente Machray—. ¡Pues claro que debería rezar! —Hizo una pausa, jadeando, antes de empezar—: Ante, apud, ad, adversus…
La segunda vez, Andrew se unió a él en la familiar regla nemotécnica del latín. La voz de Machray se fue apagando. Ya no se oía el tenue hilo de su aliento.
—¡Machray! —gritó.
—Vaya, hombre —murmuró el escocés—. He estado a punto. Es como la otra vez. Un tipo todo hecho de luz. ¡No pasa nada, Livingston!