Tres colonos con rifles y cargados de cananas en bandolera se lanzaron sobre Bill Driggs al doblar un recodo, llamándolo encapuchado, y, cuando no se dignó dirigirles la palabra y siguió cabalgando, lo derribaron de la silla de un disparo.
Así que ahí estaba, en el suelo, con un brazo roto y el otro con un tiro de escopeta, sangrando como un cerdo mientras los colonos discutían a su alrededor sobre si debían rematarlo o simplemente dejar que se muriera desangrado. Al final lo subieron a la silla y lo ataron, aunque un bizco que mascaba tabaco manifestó la opinión de que era mucha molestia para nada. Le dolía tanto que sólo la mitad del tiempo era consciente de lo que pasaba, y luego maldecía sin poder rascarse la nariz cuando se le posaba una mosca, con el brazo derecho ardiéndole como un atizador al rojo vivo.
Al principio lo dejaron en una cabaña de adobe que olía a agua estancada y repollo hervido. Siempre había alguno sentado junto a él, metiéndole en el ojo el cañón del rifle. Lo habían amarrado con más de quince metros de cuerda de cáñamo y les preguntó qué creían que podía hacer, tirar la cabaña a patadas, o arrancarles los cojones a mordiscos, aunque prometió hacer ambas cosas si le daban tiempo. Al principio era difícil saber qué brazo le dolía más, el derecho, ardiente e hinchado, o el izquierdo, como incrustado de astillas frías, pero a medida que transcurría la noche estaba claro que el que se llevaba el premio era el que había recibido el disparo. Cuando se durmió empezó a oír sus propios ronquidos, y si le daba la gana se ponía a gemir, por mucho que le gritaran para que dejase de hacer ruido. Aquellos colonos hacían que los mercenarios del Batallón pareciesen caballeros encopetados, aunque uno de ellos que tenía hechuras de ser humano le aflojó las ligaduras y le observaba el brazo con bastante preocupación.
Al día siguiente lo llevaron a Pyramid en un carro sin muelles donde se zarandeaba continuamente sin poder agarrarse a ningún sitio y no hacía otra cosa que agitarse de un lado para otro, con la sensación de que pronto reventaría y se le saldrían las tripas como yemas de huevos recién cascados, cosa que tampoco le importaba mucho, aunque intentaba recostarse sobre el brazo roto porque tenía el otro hinchado como una calabaza. A veces se oía roncar como una sierra circular. Nunca se había encontrado tan mal.
Parecía que los granjeros habían tomado la ciudad, pandillas de tipos escuálidos, con monos de trabajo y sombreros abollados, se agrupaban en torno al carro para reírse de él, y algunos hablaban de colgarlo. Cuando les dijo que se llamaba Bill Driggs, no sabían quién era. Acabaron encerrándolo en el almacén de la tienda de Parkinson, donde se puso a roncar sobre un montón de sacos de arpillera, y Doc Micklejohn fue a verlo y le dio un buen trago de whisky, y luego un líquido de sabor dulzón que le dio arcadas al tragarlo y lo precipitó en un gran remolino descendente hasta que ya no se oyó roncar más.
Cuando recobró el sentido estaba en una cama con una luz amarilla brillante que entraba por los visillos de una ventana. Allí tumbado, bramando como un toro, vio lo que le habían hecho. Aunque el brazo había desaparecido le seguía ardiendo, nervios al rojo vivo en toda su extensión, codo, antebrazo, muñeca y dedos. Cuando Doc Micklejohn volvió a verlo, llevándole whisky, le dijo que lo mataría para acabar con sus sufrimientos después de haberle arrancado brazos y piernas. Doc le dejó la botella de whisky y se la bebió como si se sacudiera en la cabeza con un martillo. Unas veces estaba despierto y otras sin sentido, envuelto en una ardiente mancha de dolor, con rostros diferentes parloteando frente a él, y en una ocasión, le pareció, Cora sentada a su lado enjugándole la cara con agua templada y un paño, aunque puede que lo hubiera soñado. Como fuese, lo trasladaron desde allí a la cárcel de Mandan.
Allí tenía una celda para él solo. En otra había un mestizo que se había roto una pierna saltando del tejado de la cárcel en un intento de fuga. El mestizo chillaba de vez en cuando:
—¡Me han hecho daañoo!
Y seguía aullando hasta que acudía el carcelero y golpeaba los barrotes con una porra. El mestizo se callaba durante un rato, pero luego empezaba otra vez.
—¡Me han roto la pieeerrnaa!
El carcelero venía de nuevo pisando fuerte y golpeaba los barrotes con la porra, y a veces entraba en la celda y atizaba al mestizo, que, cuando el otro se marchaba, se ponía a murmurar:
—¡Me han hecho daañoo!
Pensó que antes de volver a Pyramid Flat para arrancar los brazos a Doc Micklejohn estrangularía a aquel mestizo.
El médico de Mandan fue un par de veces a verle el muñón y afirmó que la operación había sido necesaria y estaba bien hecha, aunque resultaba difícil averiguar cómo podía saber que era necesaria sin haber visto lo que faltaba. El médico le confeccionó un cabestrillo más cómodo para el otro brazo de modo que pudiera utilizar la mano para comer, y se sentaba a observarle la mano gris que ni siquiera parecía suya, salvo que cuando pensaba en mover los dedos, se movían efectivamente.
El carcelero venía a veces a sentarse con él, un irlandés menudo con cara de simio que con sólo tres presos no tenía mucho que hacer. Al resto del Batallón, que se había rendido, lo habían instalado en hoteles. Era un misterio que sólo él estuviera en la cárcel, pero el carcelero le explicó que aquello no era lo bastante grande para meterlos a todos, así que los habían alojado en hoteles. El sheriff estaba nervioso por si molestaba a alguien. Era mala suerte que hubieran venido separados. Mala suerte, desde luego.
Se dio cuenta de que el carcelero lo llamaba «la invasión», y le preguntó cómo habían visto el asunto en Mandan.
—Pues, primero nos dijeron que había una numerosa banda de cuatreros que andaba armando alboroto allá en las Bad Lands —explicó el carcelero—. Y los ganaderos de allí tuvieron que contratar a unos cuantos tipos duros para meterlos en cintura.
—Eso es lo que me dijeron a mí, también.
El carcelero tenía una curiosa costumbre de chasquear la lengua en el paladar.
—Pero entonces resultó ser lo contrario. Una pandilla de Texas armando una del demonio, de modo que la gente de las Bad Lands tuvo que agruparse para detenerlos y traerlos aquí. Difícil estar seguro de algo en estos tiempos.
—Yo tenía un amigo que decía que en cuanto se tenía la seguridad de algo, ya estaba uno vendido.
—Ah, ¿sí? —repuso el otro.
El mestizo empezó a aullar y, refunfuñando, el carcelero se marchó.
Una vez estaba dando una cabezada y se despertó, lanzando primero una rápida mirada al brazo derecho por si sólo lo había soñado, y luego alzó la vista y se encontró con Jake Boutelle, que había entrado en su celda. Jake llevaba un buen traje de calle, acababa de cortarse el pelo y llevaba el bigote engominado en las puntas, pero era raro verlo sin canana ni artillería defensiva.
Boutelle se sentó frente a él en un taburete.
—Bill, si todos permanecemos unidos, nadie tendrá problemas.
—Ah, ¿sí?
Boutelle sacó una elegante cajetilla de puros y le ofreció uno.
Él negó con la cabeza.
—Bill, podríamos sacarte de aquí si pensáramos que no hay resentimientos. Si estamos unidos, no nos colgarán ningún delito.
Él dijo que le importaba poco a quién colgaran, si es que llegaban a eso.
Boutelle se echó a reír.
—No van a colgar a nadie ni nada parecido. Esos tipos tienen los mejores abogados que se pueda encontrar, y amigos en las altas esferas.
Se puso el cigarro entre los dientes y lo encendió, bizqueando un poco en la operación.
—¿Quieres decir que se van a librar?
Unos cuantos texanos tendrían que pasar un par de meses en la penitenciaría por excederse en el cumplimiento de las órdenes, dijo Jake, pero eso sería todo.
—Tendrías que ver el ambiente que hay en el hotel, Bill. Chicas todas las noches, whisky, champán y buenos puros. El cocinero es una verdadera maravilla. Bueno, Bill, algunos hay que la han tomado contigo por dejarnos como nos dejaste. No voy a mentirte en eso.
—Pues te creo, Jake.
Estaba medio tumbado y medio sentado en el jergón, observando el movimiento de sus dedos grises.
—Les he dicho que tienes más motivos que ninguno para estar rabioso con Machray, por lo que te ha pasado.
Eso no lo entendió. Se le quedó mirando a los ojos, que parpadeaban como los de una tortuga.
—¿A qué te refieres exactamente, Jake?
Boutelle señaló con el dedo a su brazo ausente.
—Incitó a esos granjeros contra nosotros, a eso me refiero. Eso fue cosa suya y de Andy Livingston. Sé que tienes cuentas pendientes con Machray. Y otros las tienen con Livingston.
Boutelle seguía parpadeando de aquel modo, como si estuviera muy cansado, si duda de tanta actividad en el hotel con mujeres y champán. Pero se le ocurrió que había algo más. Boutelle parecía viejo.
Boutelle le preguntó si se había enterado de que Yule Hardy había muerto.
No lo sabía, y la noticia le impresionó.
—Murió de un ataque al corazón —dijo Boutelle—. Se cayó redondo al suelo, según dicen.
—Durante el tiroteo ya vi que no tenía buen aspecto, pero supuse que tenía la misma enfermedad que yo.
—¿Qué quieres decir con eso? —replicó Jake, rápidamente.
—La misma que tienes tú, también. Te diré lo que tengo pendiente con Machray, Jake. No sé tú, pero yo odio a quien me quita un derecho. —Bostezó, como si aquello no tuviese mucha importancia, mientras Boutelle exhalaba un humo azulado—. Dime con quién andas y te diré quién eres…, ¿te acuerdas de ese viejo refrán, Jake? Recuerdo que una vez maté a un petirrojo, que andaba con malas compañías. Y Matty Gruby también se juntó con quien no debía. Y me acuerdo del viejo Ash Tanner, borracho y despotricando, hablando sobre estar seguro de las cosas. Y ni por asomo había ni puñetera cosa de la que se pudiera estar seguro. ¿Tú estás seguro de algo, Jake?
Boutelle parecía confuso por sus desvaríos. Bill apoyó el brazo sobre las piernas y movió los dedos. A veces se le dormían, de modo que le preocupaba que tuvieran que amputárselo como el otro, con lo que sólo sería un muñón.
—Qué curioso —prosiguió—. Un vez me dijo Cora que por cien dólares podría hacer que me mataran. Tú me compraste vivo por cien. Eso debe de ser más o menos lo que valgo. Claro que entonces tenía un brazo a cada lado.
Boutelle se inclinó sobre él.
—Nuestro acuerdo era cien dólares de anticipo, Bill. Recibirías el resto cuando te despidieras. Eso lo sabes.
Se encogió de hombros.
—Podrías conseguir ese dinero, todavía.
Suspiró.
—¿Me estás diciendo que tú, el Comité, la Asociación o quienquiera que sea, va a pagarme el resto de mis quinientos dólares si salgo y mato a Machray por ellos?
—Yo pensaba que lo harías por ti, Bill —repuso Boutelle, echándose hacia atrás con las manos cruzadas en una rodilla y el puro entre los dientes—. Algunos piensan que no es tarea para un manco.
—Creí que me conocías bastante bien —contestó, suavemente—. Deberías saber que no puedes pagarme para que mate a un hombre, Jake. Eres capaz de engañarme para que haga algo, pero no soy un asesino. Por eso os dejé allí; ¿es que no lo entendiste? Y otra cosa, Jake, él no me ha hecho lo del brazo. Has sido tú, metiéndome en malas compañías; tú y tu banda. Me lo he hecho yo mismo, por cien miserables dólares. ¡Vaya, qué barato me vendo!
Boutelle se le quedó mirando con los ojos guiñados por el humo, mientras él seguía recostado en el jergón tratando de no jadear de dolor.
—Te voy a decir, también, por qué Ash sacó el arma contra ti, Jake. Era un hombre orgulloso. Tú convertiste en encapuchados a sus Reguladores. Malas compañías. Le arruinaste, y también me has arruinado a mí; pero tú mismo no eres más que eso, pura ruina. —Sacudió la cabeza ante su propia estupidez—. A mí me preocupaba la ruina de las Bad Lands. Machray poniendo alambradas, y otros robando tierras, y la caza desaparecida, mientras venían vacas, y colonos. Debería haberme preocupado por la ruina de las personas. Eso es lo que ha pasado, no han sido ni Machray ni Livingston, has sido tú y tu banda. Lo que compras es el alma de la gente, Jake, cuando les pagas para que hagan lo que quieres. Y maldito seas por eso, Jake Boutelle.
Boutelle se puso cansinamente en pie. Su rostro no tenía buen color.
—Bueno, si tú no lo haces, ya lo hará otro.
—¿Qué puedo hacer contigo, Jake, para que lo entiendas?
Boutelle dejó caer el puro y lo pisó; sacó una moneda del bolsillo y golpeó en los barrotes para llamar al carcelero.
—La ruina eres tú, Bill —dijo—. Tú sí que lo eres. Te he dado la oportunidad de volver en recuerdo de Yule Hardy, pero ya no eres lo bastante hombre.
Se levantó del jergón y lo agarró de la garganta con su única mano, la izquierda, tirando del rostro de Boutelle para acercarlo al suyo, jadeando, intentando aprovechar el momentáneo desequilibrio de su cuerpo. Boutelle ni siquiera manifestó sorpresa, se le quedó mirando con los ojos desorbitados mientras se le desencajaba la mandíbula. Emitió una especie de chillido.
Él permaneció firme con las piernas separadas y el muñón agitándose como un ala mientras le apretaba el cuello con su mano gris. A Jake se le puso el rostro morado. Bill pensó que si se le iba a desprender el brazo al menos sería por una causa decente, pero por lo visto iba a resistir. Oyó venir corriendo al carcelero, el tintineo de llaves. Entonces el carcelero estaba a su espalda, pegándole con la porra. Siguió apretando hasta que el rostro de Boutelle se puso negro. El carcelero le sacudió en el muñón y casi se desmayó, y los tres perdieron el equilibrio y cayeron al suelo, con Boutelle debajo y la mano de él aún cerrada sobre la garganta del pistolero.