4

Reanimado por un whisky en el salón y engullida la cena en el hotel, Andrew se dirigió a las oficinas de Machray por la calle principal, que estaba abarrotada de hombres con rifles en la mano y los chaquetones puestos. Había unos cuantos formados en abanico frente al edificio, en cuya fachada bailaba la luz de unas antorchas sujetas verticalmente en latas vacías de queroseno. Sobre el umbral de la puerta, en letras grabadas en el ladrillo, se leía: MACHRAY.

La gente volvía la cara hacia él cuando pasaba, y algunos gritaban:

—¡Ahí está Livingston! ¡Ahí viene Andy Livingston!

Manos extendidas buscaban estrechar la suya.

—¿Qué te parece todo esto, Andy? —gritó uno, y otro dijo—: ¡Dicen que casi te matan!

Su vecino Feeney lo cogió del brazo, y al detenerse se vio de pronto en el centro de un nutrido grupo de gente que quería saber lo que había pasado.

Dentro del edificio los hombres se hacinaban aún más apretadamente entre un hedor a cuerpos sudorosos.

—¡Ahí está Andy Livingston! —gritó alguien.

—¡Bienvenido al centro de operaciones! —retumbó la voz de Machray.

Estaba en pie detrás del escritorio cubierto de mapas, llevando su corta casaca de lana con estrellas de capitán, falda escocesa y escarcela, cinturón de cartuchera con un revólver enfundado. En la mesa, junto a los mapas, había un casco cubierto con tela caqui.

—¡Silencio ahí fuera, caballeros, por favor! —gritó—. ¡El presidente y el capitán están conferenciando! —Dirigiéndose a Andrew, dijo—: Venga por aquí y echemos una mirada a los datos de que disponemos. —Señaló en el mapa con el dedo y prosiguió—: Una locomotora, un vagón de pasajeros y un furgón de carga pasaron por aquí sobre las tres de la madrugada. A uno de los telegrafistas le picó la curiosidad lo suficiente para indagar en el asunto. Cincuenta hombres armados salieron del poblado de Presle, y se apearon en las cercanías de Big Fork. —Su dedo se clavó dos veces más en el mapa—. Sabemos que se dirigieron al sur hacia la cabaña de los Crowe, donde se los encontró usted. —Trazó la ruta en el mapa, y se irguió—. ¿Y adónde se dirigirían después?

—¿Al rancho Fire Creek? —aventuró.

Machray y él se miraron, el escocés con el ceño fruncido y rascándose la barbilla. Él le preguntó qué pensaba hacer.

—He convocado a algunos muchachos para celebrar un consejo de guerra. Oiga, ¿ha visto la cantidad de gente que espera ahí fuera? «Densa como las hojas de otoño que salpican los arroyos de Vallambrosa»,[36] ¿eh?

Fuera se oyó un creciente alboroto, gritos, un mensaje repetido. Dentro del edificio empezaron a anunciar:

—¡Están en el CK! ¡Se han refugiado en el CK!

Uno asomó la cabeza por la puerta para transmitir la noticia a Machray, que trazó la ruta en el mapa.

—Han acampado en casa de Mogle, entonces. Bueno, eso nos queda muy a mano. ¿Dickson?

—¡Aquí estoy, Capitán!

—Corre a casa de la señora Benbow e informa a la dama de que sus chicas y ella están encargadas de dar de comer a estos hombres. No puedo sacarlos de la ciudad sin nada en el estómago. Carne en conserva, sandwiches, café, lo que pueda ofrecerles. ¿Dónde está el tendero? ¿Parkinson?

—¡Aquí, Lord Machray! —gritó un hombre desde el pasillo.

—¡Abra su establecimiento a la señora Benbow y lleve la cuenta de lo que compre!

—¡No se preocupe por la cuenta, Lord Machray! ¡Invita la casa!

Hubo vítores para Parkinson. En la puerta, uno de ellos dijo:

—¿Y con las chicas de la señora Benbow, Machray? ¿Tampoco hay que pagar la cuenta?

Machray lo miró fijamente; parecía rebosante de satisfacción.

—En los regimientos escoceses tenemos un viejo proverbio, muchachos. «¡Una copita de ron antes de la batalla, pero nada de coños hasta después!»

Hubo un estallido de carcajadas. Machray guiñó ampliamente el ojo a Andrew, que observó las caras sonrientes vueltas con devota adoración hacia Machray, sabedor de cómo debía ganarse el mando. Aquellos mismos hombres habían elegido por unanimidad a Andrew Livingston como presidente de su asociación, pero seguirían a Machray en la batalla.

En el despacho empezaron a entrar hombres convocados al consejo de guerra: Cheyenne Davis, de rostro moreno y enorme nariz; Johnny Goforth, con su sombría mueca, fogoso y en tensión, como un purasangre; Strake, el granjero, con el sombrero en la mano. Machray ofreció cigarros y el humo pronto dio un tinte azulado a la habitación. Señalando con un lápiz el rancho CK, Machray explicó la situación.

—Si tienen a Cutter de jefe estamos de suerte —observó Goforth.

—Puede que desde el punto de vista militar no sea tan estúpido como en otros asuntos, Johnny —objetó Machray—. Vamos a ver: Sabemos cuántos son. Cincuenta, más algunos muchachos de la zona. Johnny ha contado unos setenta en total. Cincuenta texanos, chusma en su mayoría, cabría imaginar. Ningún compromiso verdadero con nada salvo con su propia integridad personal. Sin embargo, no hay que subestimar al adversario.

—Con los que he tenido que enfrentarme parecían bastante comprometidos —observó Andrew. Goforth esbozó su sonrisa.

—¡Pandilla de asesinos! —masculló Cheyenne Davis—. ¡Yo digo que los esperemos apostados en un barranco!

Strake apoyó la sugerencia, asintiendo con la cabeza y mascando el espléndido habano de Machray.

—Esperad un momento —dijo Machray—. Será mejor que definamos cuál es nuestro propósito. ¿Livingston?

—Nos estamos defendiendo —afirmó.

—Ellos tienen la intención de seguir asesinando, como han hecho con Ben y Davey Crowe —aseguró Davis.

—Sabemos cuántos son, conocemos sus propósitos y podemos calibrar su calidad —resumió Machray—. Lo que desconocemos es su próximo destino. Si estuviéramos seguros de que se dirigirán hacia aquí, sólo tendríamos que localizar el barranco del señor Davis y esperarlos. O podríamos cabalgar a su encuentro. ¿A qué distancia está el rancho de Mogle?

—A tres horas a caballo —contestó Goforth.

—Eso es lo que hay que hacer —secundó Strake.

—Mejor pongamos cuatro horas, con este gran contingente —calculó Machray—. Veamos: el enemigo debe estar en pie y de camino adondequiera que se dirija al amanecer. —Consultó su reloj de oro—. Así que será mejor que emprendamos la marcha a las tres…, digamos las tres y media. Entonces estaremos en nuestros puestos para cuando vayan a echar la primera meada.

—¿Ha pensado en lo que vamos a hacer, Machray? —preguntó Davis.

—Vamos a detenerlos y ponerlos bajo custodia —contestó Andrew—. Han asesinado a dos hombres.

—Está en lo cierto —dijo Machray a Davis—. Además, supongo que hay una ley contra la importación de ejércitos privados incluso en el deplorable marco jurídico de este territorio. Los detendremos a todos y los conduciremos a Mandan para que los juzguen. Creo que es lo único que podemos hacer.

—La justicia está de nuestro lado y no del de esos cabrones —observó Davis.

—Creo que sí —repuso Andrew—. No hemos venido aquí en secreto, a altas horas de la noche. Nos hemos armado únicamente para defendernos. Sólo nos hemos reunido para protegernos de la trama criminal que se ha urdido contra nosotros. No hemos asesinado a nadie, ni tampoco es ésa nuestra intención.

—¡Eso! ¡Bien dicho! —exclamó Strake.

—¡Hable por sí mismo! —masculló Davis—. Porque yo puedo formular otros cargos aparte de ésos. Algunos pueden ser chusma texana, pero otros son pura y simplemente encapuchados. ¿Sabe lo que algunos de los de ahí fuera piensan de lo que está pasando en las Bad Lands? Creo que se sienten bastante dispuestos a matar a cualquiera que se haya propuesto asesinarlos a ellos. ¡Se merendarán a esa banda del CK y luego escupirán los botones! ¿Cómo se propone impedírselo?

Machray se había erguido hasta sacar la cabeza a todos los demás.

—¡Se lo diré, amigo mío! Me han elegido para capitanear a esos tipos de ahí fuera, y eso es lo que haré, dirigirlos. ¡Se merendarán a quien yo diga, y escupirán cuando yo les diga que escupan, o se quedarán aquí!

—Pues si lo único que vamos a hacer es detener a alguno, yo prefiero quedarme —replicó Davis—. Dejar que te disparen sin responder al fuego…

—Y eso hará si yo se lo ordeno —concluyó Machray—. ¡Y desde luego se quedará aquí!

—¡Y un cuerno me quedaré! —rezongó Davis—. ¡A mí me gusta apretar el gatillo, Machray, y en eso no soy el único!

—Usted pondrá el gatillo a mi disposición, señor Davis —replicó Machray. De brazos cruzados, Goforth miraba fríamente a Davis.

—De acuerdo —cedió Davis, haciendo una mueca.

—Muy bien, creo que es hora de comunicar la decisión a la asamblea —concluyó Machray. Se puso el salacot caqui, ajustándoselo con un golpecito y los condujo afuera entre los hombres apiñados en el pasillo. Frente al edificio, a la luz de las antorchas, hubo unos vítores prolongados. Cogió a Andrew del brazo y lo empujó hacia delante—: Esto es cosa suya, Livingston.

Después no recordaba exactamente lo que dijo a la silenciosa masa de hombres. Empezó asegurando que se encontraban en buenas manos. Machray, que había aceptado tomar el mando, había sido, como sin duda sabía todo el mundo, capitán del Ejército Británico, condecorado por su valor y herido en Egipto. Tenían un dirigente honorable y experimentado, y la responsabilidad de ellos consistía en comportarse también con honor. Sus enemigos eran pistoleros contratados por los mismos hombres arrogantes y asustados que habían organizado la banda de Reguladores, los encapuchados, para extender el terror por las Bad Lands hasta que los hermanos Crowe les dieron su merecido. Que acababan de ser asesinados por aquellos pistoleros.

Los allí reunidos, en su mayoría miembros de la Asociación Ganadera de las Bad Lands, iban a mostrarse más moderados que sus perseguidores, miembros de la antigua asociación. No se convertirían en «Reguladores». Hostigarían a la fuerza enemiga si intentaba volver de nuevo a las Bad Lands, la perseguirían en caso de que huyera, la capturarían y la conducirían a Mandan, en donde sus componentes serían juzgados y su culpa quedaría establecida en justicia antes de que recibieran su castigo. Debían demostrar en todos los aspectos que su causa era más legítima que la de sus enemigos, que estaban actuando al margen de la ley.

Cuando acabó y dio un paso atrás entre Cheyenne Davis y Johnny Goforth, hubo un breve silencio. Entonces Machray agitó su salacot y gritó:

—¡Bravo, Livingston!

Todos le hicieron eco con entusiasmo.

Después de lo cual pasaron al salón, donde se acodaron en la barra, los demás parroquianos haciéndoles sitio. En el cálido salón recordó la cordialidad de la noche que pasó con Joe Reuter y los Crowe en la cabaña, el afecto creado entre hombres que dependen unos de otros frente al enemigo. Hubo palmadas en la espalda, aclamaciones, amenazas, bravatas e inquietud, pero estaba orgulloso de percibir entre la gente la misma dignidad que la noche en que se fundó la nueva asociación.

Muy pronto, sin embargo, se oyó fuera un estrépito metálico y salieron, apiñándose de nuevo en la calle. Había hombres montando y agrupándose a la luz de las antorchas, mientras Machray, con poderosa voz, los dividía en tres grupos, el suyo en vanguardia, Cheyenne Davis en medio, y Andrew encabezando la retaguardia. Observó a Machray cabalgando en cabeza, sobresaliendo entre los demás y coronado con el casco redondo de su salacot. Mary Hardy apareció de pronto, toda de negro, con un sombrero en que oscilaba una larga pluma negra, y se puso a cabalgar al lado de Machray. No le sorprendió verla allí.

Una vez que su propia compañía se alineó, salieron todos de Pyramid bajo un cielo alto, de estrellas como diamantes. La gélida luz de la luna caía sobre las rodadas de los carros en la arcilla grisácea. De cuando en cuando volvía la cabeza hacia la abrigada doble fila de hombres que lo seguían, los cuellos subidos por el frío, el cañón de los rifles lanzando destellos. Ahora, cabalgando entre los contrastados tonos de luz de luna y las negras sombras de la noche, su discurso de horas antes le pareció demasiado simple, del mismo modo que las sombras perderían su marcado contorno cuando llegaran al CK con la luz del amanecer, desdibujándose y cobrando un carácter impreciso que ya temía.

En algún punto de la vanguardia empezó a sonar la gaita, enviándole escalofríos que le subían por la parte interna de las piernas.

* * *

Con las primeras luces observaron los edificios del CK desde una loma de forma cóncava, una casa alargada de troncos con tres chimeneas a espacios regulares y un porche techado a todo alrededor. Frente a ella estaba el barracón, una estructura de los mismos volúmenes pero sin porche. Cien metros más allá había un establo de madera y un corral en donde las cabezas de los caballos se removían y agitaban. Salía humo de dos de las chimeneas formando una gasa que se extendía a baja altura sobre las construcciones del rancho.

Había tres carretas toscamente alineadas, y un hombre bajó lentamente por la parte de atrás de una de ellas para avivar una hoguera, rezongando en el aire inmóvil. Aparecieron otros, respirando vaho. Enseguida, la zona entre los edificios y en torno a los carros se llenó de gente que se movía. Y de pronto cesó todo movimiento, como si se hubiese paralizado la escena, los rostros como pálidas manchas vueltos hacia ellos en el montículo.

Con ayuda de Mary Hardy, Machray ató un pañuelo blanco a un palo. Llevándolo en alto, bajó trotando la cuesta en el bayo hacia los Reguladores, reunidos en torno al fuego y moviéndose entre las carretas. Andrew ya había contado más de cincuenta y tres.

Machray ofrecía una espléndida estampa con el salacot y la casaca de corte militar. Se había quitado los zahones y llevaba falda escocesa, medias a cuadros y polainas. Un hombre fue a su encuentro en un caballo blanco y negro; se detuvieron frente a frente, Machray manteniendo en alto su bandera de tregua, los dos caballos caracoleando nerviosamente hasta describir un semicírculo. Finalmente Machray subió trotando la colina, mientras el otro volvía al CK. Los cascos dejaban un oscuro surco en la hierba helada.

Deteniéndose junto a Cheyenne Davis y Andrew, Machray les informó:

—Les he dado media hora.

Mary Hardy permanecía sobre su silla de mujer a unos veinte metros de distancia, con la cabeza inclinada, observando los edificios del CK. Machray consultó su reloj de oro. Por el Este había más luz. Alguien dejó caer el rifle con un ruido metálico que perturbó el silencio. Machray dio instrucciones a Davis sobre dónde apostar a sus hombres, debía desplegarlos a plena vista a la derecha, mientras Andrew hacía lo mismo con los suyos a la izquierda: situando a cada hombre de modo que, si llegaba a producirse un tiroteo, no se disparasen entre sí al hacer fuego sobre las construcciones del rancho.

Mientras dirigía a sus sesenta hombres en sentido paralelo al movimiento de Davis, vio que Machray había situado a su propia compañía en lo alto de las lomas gemelas para que los Reguladores pudieran apreciar el tamaño de las fuerzas dispuestas contra ellos.

Estaba claro, sin embargo, que no pensaban rendirse. El CK bullía de actividad. Habían colocado las carretas en línea entre los dos edificios, amontonando troncos frente a ellas. El jinete del caballo blanco y negro, que debía de ser el comandante Cutter, era el que estaba al mando de todo, trotando de acá para allá para dirigir la maniobra, y se oían estridentes fragmentos de sus órdenes. El CK empezaba a parecerse a un fuerte.

Andrew hizo desmontar a sus hombres tras una elevación, con los caballos agrupados en un corral de cuerdas, y los desplegó a lo largo de la loma. Se veía a los hombres de Davis en una disposición similar, y los de Machray se habían retirado detrás de los promontorios gemelos. El sol, grueso y anaranjado, apareció por el Este, brumoso en la parte inferior, separándose de manera perceptible de la recortada extensión del terreno. Vio que venían más jinetes por la dirección de Pyramid Flat. Hubo un chillido de gaitas. Restallaron disparos de rifle, y vio las pequeñas ráfagas de humo gris por todo el recinto del CK.

—¡Fuego! —gritó.

Los rifles crepitaron a su alrededor. Se tumbó en la hierba húmeda con la culata contra la mejilla, guiñando el ojo a lo largo del cañón para fijar el punto de mira sobre una silueta en cuclillas. Alzó con cuidado la hoja de la mira frontal; había calculado el alcance de tiro a doscientos metros. La culata se le clavó en el hombro. La silueta se puso a cubierto de un salto, el rostro medio vuelto hacia él, el polvo dispersándose donde había dado la bala. Accionó la palanca y volvió a apuntar, pero esta vez no encontró blanco. Poco a poco el estrépito del tiroteo fue cediendo hasta convertirse en esporádicos intercambios. Algunas balas silbaron sobre su cabeza.

Durante la mañana fue dos veces un equipo con una lata de agua de veinte litros y cazos. Llegó otro con pan y sardinas. A mediodía se produjo una conmoción; había llegado un carro con los cadáveres de los Crowe. Se acercó a verlos, el tronco calcinado de Davey, la cabeza y los miembros desaparecidos, el cuerpo de Ben Crowe con sus trece heridas y la terrible mueca en el rostro. La nota encontrada en el bolsillo de Ben fue pasando de mano en mano, las últimas palabras de Ben a un lado y el mensaje de los Reguladores al otro. Los hombres permanecieron inmóviles en torno al carro con el sombrero en la mano mientras Dickson marchaba tras el parapeto de las lomas tocando música fúnebre.

—Queman a la gente, los hijos de puta —decían los combatientes cuando volvían de ver los cadáveres.

Continuaban viniendo jinetes por la dirección de Pyramid Flat, con aspecto más andrajoso y con más barba que los del contingente original, como si los recién llegados vinieran de más lejos, de concesiones más pobres. Si en la primera asamblea de la nueva asociación se asombró de la cantidad de granjeros y pequeños rancheros que vivían ocultos entre los cerros y tajos de las Bad Lands, ahora su sorpresa era aún mayor.

Durante todo el día estuvieron llegando carros con suministros, agua y munición: fruto de la labor de intendencia de Strake. Machray vino a caballo a inspeccionar su formación, y condujo a Andrew detrás del corral de cuerdas donde habían agrupado los caballos.

—Livingston, los ánimos están muy excitados desde que han visto los cadáveres de esos pobres. Creo que ha sido contraproducente traerlos aquí. He dado órdenes para construir una fortaleza móvil. Un carro blindado. Se tardará un tiempo en terminarlo, y esperemos que los ardores asesinos se hayan aplacado para entonces. ¿Puede usted controlar a sus hombres?

Contestó que no estaba seguro.

Machray lo miró con frialdad.

—¡Pues debe estarlo, caballero! Livingston, a usted y a mí nos han elegido para el cargo que ocupamos en función de determinadas cualidades intelectuales y morales, que otros quizá no hayan sido tan afortunados de poseer. Debemos poner en práctica esas virtudes. He enviado varios mensajes al sheriff de Mandan para que venga aquí y tome el mando, considerándonos una partida de ayudantes, pero estoy seguro de que se demorará todo lo que pueda. Entretanto, si siguen en ese estado de ánimo, estos tipos son capaces de exterminar hasta el último hombre de ahí abajo.

—Los de ahí abajo se lo habrán buscado.

Machray le lanzó otra mirada y empezó a pasear de un lado para otro, las manos cruzadas a la espalda. Andrew suspiró y dijo:

—Creo que podría controlar a mis hombres si tuviera tiempo para conocerlos.

—Tardaremos bastante en poner nuestra máquina en funcionamiento —observó Machray.

Aquella tarde Andrew envió a sus hombres en grupos de cuatro a contemplar la construcción del «Arca de la Justicia», lo que sirvió para aplacar su impaciencia. Los operarios iban amarrando con alambre árboles jóvenes en capas cruzadas sobre el chasis de un carro, reforzándolos con balas de heno y apilándolos hasta una altura de dos metros. Entretanto, otros fabricaban bombas de dinamita. Machray cabalgaba de un lado para otro con su omnipresente habano, y Mary Hardy lo acompañaba con su negro vestido de montar y la oscilante pluma en el sombrero. Siempre que se cruzaban, la muchacha dirigía a Andrew una majestuosa sonrisa.

Los hombres hacían prácticas empujando el enorme peso del Arca por la espalda de la loma, fuera del alcance del CK. No había forma de saber si el fuego nutrido desde tres direcciones tenía algún efecto en los invasores, aunque por los binoculares de Machray los troncos cercanos a las ventanas parapetadas estaban tan copiosamente perforados que parecían pimenteros. Andrew, por su parte, después de su primer disparo ya no intentaba apuntar a un Regulador al descubierto, sino que se limitaba a apretar el gatillo de cuando en cuando para aumentar la intensidad del fuego. Dickson seguía tocando la gaita, cuyo sonido debía de poner los nervios de punta a los hombres sitiados.

Al caer la tarde Machray llamó a Andrew para que presenciara la primera salida del Arca de la Justicia. Hubo un periodo de calma cuando apareció en lo alto de la colina, luego todo el fuego del CK se concentró en la máquina cuando se precipitó hacia delante impulsada por doce hombres con todas sus fuerzas. Se detuvo cuando uno de ellos volvió cojeando con un tobillo roto de un disparo. El único herido hasta entonces fue depositado inmediatamente en la carreta hospital, con Mary Hardy y Doc Micklejohn atendiéndolo. El médico había traído la noticia de que habían capturado a uno de los invasores: nada menos que Bill Driggs.

El Arca se averió enseguida, y al parecer no podían moverla hasta realizar ciertas reparaciones al amparo de la oscuridad.

—¡Un aplazamiento! —gritó Machray en tono dramático, golpeándose la frente con la mano—. ¡La palabra misma es como una sentencia de muerte! ¡Tendremos que desplegar nuestras líneas para asegurarnos de que no intentan romper el cerco!

Ordenó disparar a los caballos de los Reguladores. Empezaron a caer en el corral, pateando, alcanzados por tiradores de primera.

La matanza de los caballos y la noticia de que Bill Driggs formaba parte de los Reguladores, deprimió a Andrew, que siguió con la tarea de desplegar a sus hombres antes de la puesta de sol.

Machray apareció a la caída de la noche, para declamar frente a los asombrados granjeros:

Pobres desdichados sin ropa, dondequiera que estéis,

Expuestos al aguacero de esta cruel tormenta,

¿Cómo pueden vuestros miembros hambrientos

Vuestra cabeza sin abrigo, los agujereados harapos

Protegeros de un tiempo como éste?[37]

Dio instrucciones a Andrew para que organizara las guardias, y le transmitió su esperanza de que los invasores se rindieran por la mañana.

—Será una noche larga y deprimente para esos muchachos —concluyó, picando espuelas y alejándose.

Aquella noche, sentado frente a la hoguera por detrás de la cresta de la loma, Andrew conoció a algunos de sus hombres. Todos eran extraños menos Buddy Feeney, que permaneció a su lado, con su gastado mono de trabajo y su maltrecho sombrero, pero con un rifle que parecía bien conservado y con su sempiterna sonrisa de conejo. Los demás, también, eran granjeros salvo por el pequeño ranchero, de más edad, duro y realista. Había dos que no hablaban inglés, alemanes de Prusia que habían ido a las Bad Lands movidos por los anuncios del ferrocarril sobre tierra barata de maravillosa fertilidad. Al interrogarlos con su alemán de colegial, no parecieron lamentar su decisión de inmigrar. Otros eran del Sur, de Nebraska o Pensilvania; algunos criaban ganado, el de más edad con treinta cabezas, pero eran minoría. Todos, sin embargo, habían sentido terror ante la fama de los capuchones blancos, aunque hasta hoy no los habían visto, cuando corrían para ponerse a cubierto detrás de las carretas en el CK, y los odiaban con ganas. Los llamaban «quemahombres». Algunos no conocían aún el frío de las Bad Lands, otros habían pasado un invierno, dos o tres, varios. Se sorprendió discutiendo con ellos sobre si las Bad Lands eran más adecuadas para la agricultura en vez de para la ganadería.

—Bueno, Andy Livingston, a todos nos gustaría criar ganado como usted —dijo uno de ellos—. Pero para eso hace falta algo que la mayoría de nosotros no tiene.

Cuando preguntó qué era ese algo, el hombre se limitó a pasarse el pulgar por los demás dedos, sonriendo, y los que escuchaban la conversación rieron.

Preguntó si odiaban a los grandes ganaderos, o sólo a los jefes de los encapuchados. Esta vez contestó el de más edad, rascándose la barba incipiente con el pulgar.

—Quizá no tanto. A lo mejor a todos nos gustaría ser grandes ganaderos. Y en ese caso actuaríamos como ellos. Aunque nadie quisiera pensar que acabaría quemando gente.

—Me parece que siempre recordaré al que han quemado —intervino Buddy Feeney—. La otra vez que lo vi nos ayudó a apagar un incendio en los pastos. Y ahora, quemado de esa manera.

Uno de ellos lanzó una maldición. Andrew sentía en la cara el brillante calor de la hoguera. El hombre mayor se agachó para acercarse más al fuego, los ojos como agujeros negros en su rostro.

—Observará usted —dijo a Andrew— que es fácil saber cuánto tiempo lleva alguien en este país. Esos cabezas cuadradas de ahí… —señaló a uno de los alemanes con un gesto del pulgar— odian por naturaleza a todo aquel que esté por encima de ellos porque en la madre patria nunca podrían ponerse a su altura. Uno está arriba, y otro abajo; así son las cosas, y así serán siempre. Pero en este país ese odio es inútil, porque con un poco de suerte, quizá sólo a base de tiempo y mucho trabajo, uno puede superarse. —Sonrió, un tercer agujero oscuro en su rostro, éste adornado con una incompleta dentadura—. Bueno, ya es un poco tarde para un viejo cabrón como yo, pero tengo dos hijos. Cuentan con buenas posibilidades. Así que ahora no albergo tanto odio.

Unos estaban de acuerdo con eso y otros no. Habló uno con acento sureño.

—En este país están haciendo lo mismo que en los demás, viejo. Con esos quemahombres que vamos a echar de ahí por la mañana. Como llegaron antes, emplearán todas sus fuerzas para impedir que vengan otros. Lo he visto en Texas, y he comprobado que aquí pasa lo mismo. Los odio a muerte, tanto que sólo con pensarlo se me pone mal sabor de boca, y mi familia lleva tanto tiempo en este país que ya ni siquiera sé quién vino de dónde.

Al amanecer el Arca de la Justicia, ya reparada, inició su nuevo avance dando tumbos colina abajo, atascándose durante largos minutos por algún que otro impedimento, sus progresos recibidos con vítores, y sus atascos con gruñidos. Los Reguladores siguieron concentrando su fuego en la máquina, aunque con menor intensidad cada vez, como si pensaran conservar munición para el asalto final. Los sitiadores no disparaban, fascinados por el Arca, con su avance titubeante y sus súbitos parones. Por fin llegó al pie de la colina, a terreno llano, deteniéndose una vez más, con los hombres agachados detrás, descansando.

Machray apareció en su bayo en lo alto de la loma, agitando la bandera blanca para parlamentar. De inmediato, otra bandera blanca salió entre la barricada. Machray cabalgó colina abajo, y el comandante Cutter trepó sobre los troncos para ir a su encuentro. Empezaron las negociaciones.

* * *

Con ayuda de Buddy Feeney, situó a sus hombres a intervalos regulares por un lado del camino de carros, lleno de surcos, mientras Cheyenne Davis hacía lo mismo por el otro. La compañía de Machray, más numerosa, estaba desplegada en la loma, a su espalda, Machray montado en su caballo con un puro sesgado sobre el mentón, el ala del salacot dándole sombra en los ojos. Mary Hardy montaba a mujeriegas a su lado, con la pluma del sombrero oscilando y torciéndose bajo la suave brisa que se había levantado.

Con el comandante Cutter a la cabeza, los Reguladores fueron saliendo entre los troncos y carretas que formaban la barricada. Uno llevaba un brazo en cabestrillo, otro una pierna vendada, un tercero iba en camilla cubierto con una manta gris. El acuerdo los obligaba a dejar las armas en el CK, dentro de una carreta, y ahora subían desarmados por la cuesta entre dos filas de hombres. Andrew contó sesenta y ocho. Primero iba el Comandante, erguido y orgulloso, el mentón hacia delante y mirando al frente, luego una doble fila de mercenarios andrajosos. Tras un espacio venían los ganaderos, Yarborough, Mogle, Huggins; no vio a Yule Hardy. Al pasar, Jake Boutelle le lanzó una mirada centelleante con sus ojos negros. Fred Rademacher caminaba junto a su padre, que llevaba un brazo vendado. A Jeff Hardy lo acompañaba otro muchacho. Todos iban cansados, con aire arrogante, caminando pesadamente por el sendero de carros entre las filas de sus captores. Varios iban cojeando, y dos, de vientre prominente, se quedaban a la zaga. Andrew estudió la forma típica del viejo ganadero de vientre de melón, caderas estrechas y nalgas fláccidas. El último lo miró y escupió un salivazo de tabaco.

La yegua negra de Mary Hardy bajó caracoleando la colina para ponerse a cabalgar tras los hombres de Davis en paralelo con su hermano.

—¿Dónde está pa-padre? —preguntó, con voz firme.

La respuesta de Jeff fue inaudible. Mientras miraba a su hermana sus ojos revelaban un miedo cerval.

¡Puta! —exclamó una voz desde las filas de los ganaderos, y Jeff dio media vuelta, los puños apretados, fruncido el sucio triángulo de su rostro.

¡Quemahombres! —gritó uno de los granjeros, y Jeff se volvió hacia él con una sacudida, jadeando, la boca abierta.

—¡Silencio! —ordenó Andrew al granjero. Hizo un gesto perentorio con el brazo a Mary Hardy, y la yegua negra se retiró. Arriba, montado en su bayo, Machray miraba hacia abajo con rostro inexpresivo.

—Puta —dijo otro ganadero con la mayor naturalidad, y Jeff Hardy se volvió de nuevo, como si hubieran tirado de él con una cuerda.

—¡Seguid adelante en silencio, hijos de puta, si sabéis lo que os conviene! —gritó Cheyenne Davis, acabando con aquello.

Los carros estaban más allá de la loma, y hacia allí condujeron a los invasores. Eigen, el secretario de la Asociación Ganadera, escribió sus nombres mientras hacían cola para subir a los carros, donde se desplomaban a pleno sol. Finalmente los cinco carros empezaron a avanzar en fila, chirriando, detrás de Machray y Mary Hardy, las compañías cabalgando a cada lado y por detrás, seguidas por más carros.

Apiñados en los carros, caderas y hombros pegados, manos entre las rodillas, los ganaderos miraban a Andrew, que cabalgaba al costado. Sentía el rencor como una opresión en el aire, y se preguntó si sería posible alguna vez recobrarse de aquel odio, semejante a una enfermedad cancerosa. En cada carro, un par de rostros sucios e impasibles lo miraban fijamente, el de Jeff Hardy sudoroso y desencajado. Se encontró con los ojos negros y duros de Boutelle; el pistolero le hizo un gesto cortante e imperioso con la cabeza, y él se acercó.

—Cuando esto acabe iré a buscarlo —dijo Boutelle.

—Lo estaré esperando.

Algunos alzaron la vista en el carro. Otros desviaron deliberadamente la cabeza.

—No le servirá de nada —replicó Boutelle.

—Entonces quizá sea mejor que me espere usted a mí.

Los ojos de Boutelle se achinaron en su moreno rostro; en su boca se dibujó una mueca como una cuchillada.

—¡Ja! —exclamó.

Andrew tiró de las riendas y se alejó, cabalgando a cierta distancia de la lenta caravana de carros, que serpenteaba entre las colinas sobre sus chirriantes ruedas, rodeado por la Gran Partida.