Andrew cabalgaba con Joe Reuter en dirección oeste a lo largo de los meandros secos del Signal Creek, buscando caballos perdidos, cuando oyeron unos secos estallidos, como petardos chinos. Se detuvieron a escuchar.
Los ojos de Joe lo miraron con preocupación desde una máscara de polvo.
—Parece por donde los Crowe.
Siguieron cabalgando, pasando ahora apresuradamente frente a las erosionadas paredes de una cadena de cerros, hasta detenerse de nuevo en una elevación desde donde se dominaba la hondonada cubierta de hierba en que se habían instalado los Crowe. Un grupo de árboles coronaba un altozano al otro lado del viejo campamento vaquero, y la línea de álamos señalaba el curso del arroyo. Su corazón latía despacio pero con fuerza mientras, guiñando los ojos, observaba los diminutos penachos de humo, apoyándose con ambas manos en el pomo de la silla. Sin duda eran detonaciones, hombres entre los árboles disparando sobre la cabaña, que devolvía el fuego.
—Hay un montón de ellos, Andy —observó Joe.
Tenía la garganta reseca.
—¿Qué vamos a hacer para ayudarlos?
Joe se pasó el guante por la boca, dejándose un rastro de suciedad en la mejilla.
—No creo que podamos hacer nada, Andy.
Él miraba fijamente los brotes plomizos, acompañados de un crispado chisporroteo.
—Recuerdo cuando vinieron por mi padre —continuó Joe—. Yo sólo era un mocoso por entonces, pero no olvidaré aquel día. Y luego Chally.
Cicero seguía torciendo la cabeza de modo que él debía tirar continuamente de las riendas. El caballo pinto de Joe también retrocedía.
Respiró hondo y dijo:
—Manda a Feeney y a su hijo a buscar ayuda. Y sigue cabalgando para decírselo a Machray.
Los encendidos ojos de Joe lo miraron fijamente.
—¿Qué vas a hacer tú?
Sacó el rifle de la funda.
—Intentaré acercarme un poco. A lo mejor puedo ponerlos nerviosos.
A los peces chicos más les vale asociarse, había dicho Davey Crowe; ahora parecía una especie de pacto.
—¡No vayas!
—Ellos nos echarían una mano si tuviéramos problemas.
—Yo no voy, Andy. ¡Antes entraría al galope en el infierno con un traje de celuloide!
—Sólo quiero que vayas a buscar a Feeney. Y a Machray.
Con una maldición Joe hizo restallar la fusta y su caballo se puso de patas, dio media vuelta y se lanzó velozmente por donde habían venido. Andrew hizo avanzar a Cicero, bajando por un barranco poco profundo, por donde, agachándose, tenía la sensación de que pasaría inadvertido. Joe le había preguntado lo que pensaba hacer. No tenía la menor idea, salvo dar la impresión, disparando y cambiando de sitio, de que había más de un tirador, aunque la situación fuese desesperada.
Desmontó y apoyó el rifle sobre la silla. Calculó el alcance a unos ochocientos metros y realizó dos disparos, apuntando muy por encima de los penachos de humo que se elevaban sobre el grupo de árboles. Poniendo a Cicero al trote, volvió a hacer fuego al cabo de veinte metros. Repitió varias veces la operación, animándose a sí mismo para acercarse más a la cabaña de los vaqueros. Ahora oyó el silbido de las balas sobre su cabeza, y una le pasó tan cerca que se agachó. Rechinando los dientes, hizo avanzar de nuevo a Cicero, y apoyó el cañón del arma sobre la silla.
El aire se le escapó de los pulmones con un jadeo cuando vio a los jinetes, figuras en forma de estrella que se movían rápidamente en una dirección que le cortaría la retirada hacia los cerros, ocho, nueve, diez en total.
Cicero se movió nerviosamente en círculo cuando trató de montar, pero cuando estuvo en la silla, no necesitó insistir para que emprendiera una carrera vertiginosa. No podía creer que se hubiera alejado tanto de la seguridad de los cerros.
Los pálidos riscos se irguieron finalmente frente a él, uno con un tono rosáceo de escoria y rastrojos que crecían desordenadamente en la cumbre como una cabellera despeinada.
Las balas le pasaban silbando como abejas furiosas, y agachó aún más la cabeza hacia el oscilante cuello de Cicero. De pronto se encontró a la sombra de los cerros. El caballo gruñía ahora a cada paso, levantando con los cascos polvo de arcilla de la inclinada pendiente, tropezando en una ocasión. Entonces rebasaron la cumbre y empezaron a bajar por el primer desfiladero.
—¡Bien, Cicero! —dijo—. ¡Buen chico!
El sudoroso caballo volvió a trastabillar. Gimiendo, empezó a cojear; entonces Andrew se detuvo, jadeando y dando arcadas.
Casi se le vencieron las piernas al saltar de la silla, mientras sacaba de un tirón el rifle de la funda. Fue corriendo a una grieta entre dos peñascos erosionados, introduciéndose en una especie de estancia, larga y estrecha, que recibía la sombra de otros cerros más altos, con una pared acanalada a un lado y una estrecha y desmigajada lámina de arcilla al otro. Jadeando como si fueran a estallarle los pulmones, se desabrochó la tira de cuero que aseguraba el revólver en su funda y, apoyándose contra la pared de tierra, se pegó la culata del rifle a la mejilla y apuntó más allá de Cicero, que permanecía inmóvil con una pata delantera un poco alzada para mantenerse en equilibrio sobre la punta del casco, la cabeza gacha y las riendas arrastrando.
Tres de ellos aparecieron juntos en el espacio entre los cerros. Cuando disparó, uno desapareció al instante de la silla, mientras los otros se detenían bruscamente, los caballos alzándose en dos patas. Apretó de nuevo el gatillo, maldiciéndose por la prisa. El primer caballo pasó velozmente frente a su campo de visión, la bota del jinete visible pero el hombre colgando del otro lado como un caballista de circo. Luego desapareció. Cicero cojeó unos pasos tras él, para volver a detenerse. Los otros dos jinetes volvieron a surgir, fuera de tiro, justo cuando aparecían los demás, todos retrocediendo en desorden mientras él disparaba al conjunto.
Hubo un silencio inmenso, aunque al cabo de un momento se reanudó el lejano chisporroteo. Con rápidos movimientos de cabeza examinó su fortaleza, un corredor de paredes de arcilla que torcía de tal manera que debía inclinarse a un lado para ver hasta el fondo. La silueta cruciforme de un halcón flotaba en el aire, muy alto. Al menos estaba a la sombra, no a pleno sol; ya tenía la garganta reseca de sed. Contó las balas de la canana, acariciando con los dedos sus bordes metálicos, suaves como monedas. Le quedaban veinticinco, más cuatro en el revólver.
Se apartó de su puesto y echó a correr, agachado, hacia la entrada trasera de la estancia, donde había un montón de terrones de arcilla desprendidos. Debía tener cuidado de que el jinete que había pasado velozmente frente a él no se pusiera subrepticiamente a su espalda. De vuelta en el otro extremo se introdujo de nuevo en la grieta y apuntó el rifle hacia el espacio entre los cerros por donde había desaparecido el grupo principal, pero lanzando frecuentes miradas a su espalda. Los minutos pasaban muy despacio.
El polvo le saltó a los ojos un momento antes de oír la detonación. Hizo fuego… a nada y soltó una maldición. Pero al cabo atisbo la copa de un sombrero detrás de una cresta baja, disparó, y vio que el sombrero se alejaba dando vueltas.
—Veintitrés —le dijo una voz al oído.
Trotó hacia la entrada trasera para hacer un reconocimiento, y luego volvió.
Cicero había desaparecido de su campo de visión. Jadeaba sin parar.
El sol se elevó en su curso hasta que su refugio quedó inundado de luz y calor. El sudor se le metía en los ojos, y se arrancó un botón de la camisa para ponérselo en la boca y chuparlo. Trotaba continuamente de un lado para otro. Ya había localizado a tres, uno, al que había dejado sin sombrero, tras la elevación de poca altura, otro más allá, y el tercero en la cima de un barranco, parapetado tras un peñasco de arcilla. Los oyó llamarse unos a otros, texanos por el acento. No había señales del caballista de circo.
Los que tenía localizados se habían ocultado tan bien que sólo hacía fuego para impedir que avanzaran; pero siguió disparando.
—Doce —le dijo la voz al oído.
Intentaba humedecerse la boca chupando el botón con el trozo de hilo colgando. A lo lejos había frecuentes pausas en el tiroteo sobre la cabaña de los Crowe, pero siempre volvía a reanudarse. El texano que se encontraba más lejos se dejó caer rodando por el barranco para ponerse a cubierto más abajo, y él disparó y vio volar el polvo, un instante demasiado tarde. Había otro más arriba, según veía ahora. Con las piernas como el plomo trotó de nuevo hacia la entrada trasera, y esta vez atisbo la punta de una bota sobresaliendo al borde de un talud de arcilla. Disparó y la bota desapareció de la vista.
—Nueve.
Volvió dando bandazos por el camino de siempre para meterse de nuevo en la grieta, la culata del rifle apoyada en la mejilla. El sol se ocultó bruscamente.
Desde más allá de los riscos hubo una rápida sucesión de apagados estallidos que cesaron de pronto, dando paso a un tremendo silencio. La desesperación le dio retortijones en las tripas. Quizá si se rendía, si no hubiera herido a ninguno, podrían… Apareció un triángulo azul de una camisa, el hombre que estaba en lo más alto del barranco. Alzó con cuidado la mira frontal hasta situarla por debajo del triángulo, rechinó los dientes, se mantuvo firme y apretó el gatillo. El trozo de azul desapareció con un alarido.
—Ocho —musitó la voz en su oído. Y entonces gritó—: ¡Te he dado, hijo de puta!
Una bala le pasó cerca del sombrero y, dando un traspié, se pegó nuevamente a la pared de arcilla. Ahora había un hombre en la cresta de uno de los cerros. Debía mantenerse cerca de la cara interna. Otra bala se aplastó de pronto en la arcilla, muy cerca, mientras volvía a cargar. Ahora no le quedaban más que tres balas en la canana, cuatro en el revólver.
Alguien gritó su nombre.
Con una sacudida, movió el cañón del rifle y vio a un hombre que venía por la izquierda, el caballista de circo, cojeando, las manos bien alzadas por encima de la cabeza. Sin sombrero, medio calvo, el rostro sin afeitar. Tras él iba Machray montado en un alto alazán, la escopeta levantada sobre la cabeza del caballo y apuntando a la espalda del hombre. Avanzaban despacio, el caballista de circo lanzando en una ocasión una cautelosa mirada por encima del hombro.
—¡Livingston! —gritó Machray.
—¡Aquí! —De sus labios endurecidos no salió sonido alguno—. ¡Aquí!
El rostro de Machray se volvió inmediatamente hacia él bajo el ala del sombrero.
—No deje de apuntar a este chico —le dijo—. Si alguien me dispara, destrócele el hígado. ¿Dónde están los otros?
El caballista de circo lo miró con un rostro enteramente inexpresivo mientras él le apuntaba a la hebilla del cinturón.
—Hay uno en lo alto de aquel cerro. Dos en el barranco, arriba, y otro detrás de aquel talud; los demás, delante, me parece.
—Esto es lo que vamos a hacer —dijo Machray—. Vamos a ir hacia usted muy, muy despacio, con este amigo mío abriendo paso y alineado con el cañón de mi escopeta, sí, eso es, muchacho —dijo, mientras el texano avanzaba cojeando—. Luego, cuando me sitúe entre usted, Livingston, y esos cabrones de ahí, saldrá a incorporarse a nuestra pequeña comitiva. Después de lo cual daremos la vuelta con toda tranquilidad, con mi amigo aún encabezando la marcha, muy despacio y con calma. Y le meterá una bala en el espinazo si alguno de esos otros tipos intenta siquiera amenazar mi integridad. ¿Entendido, Livingston?
—Entendido.
—¿De acuerdo, amigo mío?
El caballista de circo murmuró algo, las manos aún muy arriba.
—¿Entendido, los de ahí? —bramó Machray. No hubo respuesta—. Adelante.
El alazán se movió de lado, dando la vuelta, el caballista de circo haciendo un quiebro para mantenerse al frente. Le había arrancado la punta de la bota de un disparo, observó Andrew con satisfacción. Un calcetín ensangrentado asomaba por el agujero. Machray chasqueó los dedos, y, apuntando con el rifle, Andrew salió de la grieta para apostarse junto al estribo de Machray.
—¡Marrrrrrrrchennn! —vociferó Machray—. Con calma y tranquilidad —añadió, bajando la voz.
El caballista de circo, con otra cautelosa mirada por encima del hombro, avanzó cojeando. El alazán lo siguió de cerca, con Andrew frente al estribo de Machray, apuntando con el rifle a la espalda del que abría la marcha. En esa formación avanzaron por el sinuoso sendero entre los cerros. Andrew no miró atrás.
El caballo del texano estaba trabado a un matorral y Machray desató las riendas y tiró del animal. Al cabo de un kilómetro Andrew montó, y Machray y él cabalgaron juntos, dejando que el texano volviera cojeando hacia sus compañeros.
Machray picó a su alazán y se puso al trote.
—Un golpe de suerte que me encontrara con Reuter —dijo—. ¡Por pura casualidad! Ahora debemos hacer algo por esos pobres diablos.
Él dijo que pensaba que ya era demasiado tarde.
Machray se alzó sobre los estribos para agitar el sombrero cuando Goforth apareció frente a la sombra de un cerro, al galope. El capataz tiró de las riendas, haciendo que su yegua se pusiera de patas. Su rostro era una máscara de polvo, los ojos claros y centelleantes.
—Ya han concluido su faena y han seguido adelante —les informó—. Parece que son unos setenta. O les hacemos frente o nos largamos, diría yo.
—Bueno, larguémonos de momento —dijo Machray—. Ya combatiremos con mejores posibilidades.