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Años después, cuando Jeff Hardy oía que se referían al Batallón como «los invasores», objetaba que ellos no habían sido los asaltantes, sino al revés. El Batallón había intentado proteger a las Bad Lands de los invasores. El tiempo lo había puesto todo patas arriba, lo que una vez estuvo mal ahora estaba bien, y lo que estaba bien, mal. Incluso él, que había sido uno de los «invasores», dejó finalmente de protestar y aceptó ese nombre. Era mejor que los «encapuchados», o los «sin nombre», como también los llamaban.

Él tenía entonces dieciséis años. Había asistido a algunas reuniones de la Asociación, estuvo en el Batallón cuando los hombres recibían instrucción, y lo acompañó al rancho CK.

Más adelante averiguó algunas cosas que no había entendido por entonces. Él sabía lo mismo que sus amigos, que se había producido un tiroteo entre inspectores de pastos y una banda de cuatreros, en el que resultaron muertos dos inspectores. Todo el mundo estaba al tanto de que los cuatreros se estaban haciendo más fuertes y atrevidos. No había vuelta de hoja. Se había contratado a los inspectores para proteger el ganado y los derechos de pasto de los miembros de la Asociación, y las fuerzas del orden habían sufrido una derrota por parte de las fuerzas de la anarquía. Tal derrota no debía quedar impune, había dicho su padre.

Tras su victoria los cuatreros se sintieron lo bastante fuertes para constituir su propia asociación y anunciar unas fechas para su rodeo anteriores a las del legítimo. Asistió con su padre a una reunión de la Asociación de Ganaderos en el Eight-bar de Lamey. Recordaba el chirriante sonido de las sillas contra el piso de madera y las ásperas voces de los hombres y la peste agridulce de la ira. Los hombres se levantaban para gritar que aquello era un robo descarado, lo del rodeo anticipado. Que lo mismo daría regalar las Bad Lands a los malditos ladrones. A uno de los cuatreros que según se sabía había participado en la refriega en que Conroy y Cletus resultaron muertos lo nombraron capataz del rodeo, y a Andy Livingston presidente de la asociación de cuatreros. Los ladrones de ganado habían celebrado su asamblea en el matadero de Machray, y oyó decir a Roy Huggins que aquella construcción ardería mejor la segunda vez que la primera.

Hubo muchos insultos contra Andy Livingston por traidor y por ser un político barato que buscaba votos para cuando el Territorio se convirtiera en estado. Fred Rademacher se levantó para decir que Andy Livingston no sería presidente de la nueva asociación si le hubieran permitido ser miembro de la antigua, pero el viejo Jim hizo callar a gritos a su hijo.

Más adelante, cuando se preocupó de saber cómo consideraba «la historia» aquella «invasión», averiguó algunos hechos que explicaban el motivo de que todo el mundo estuviera tan inquieto en las Bad Lands. Los ganaderos de Texas estaban encontrando dificultades para negociar nuevos derechos de pasto con los Consejos Tribales. Una de las tribus había contratado a un abogado muy caro para que negociara en su nombre, y otras estaban siguiendo su ejemplo. En la Franja Cheroqui, y en las tierras de los arapahoes-cheyenes, pedían dos centavos por media hectárea, lo que en terrenos muy extensos ascendía a cantidades ruinosas. Algunos ganaderos se negaban a aceptar tales contratos, mientras otros firmaban tranquilamente y se dedicaban a cercar tierras que no eran suyas. Entretanto los colonos penetraban cada vez más en tierras indias para reclamar parcelas, con idea de abrir las reservas al asentamiento. Eso no ocurría en las Bad Lands, aunque se tratara de algo parecido, allí no había problemas entre los ganaderos y los indios, los granjeros y el Gobierno, con el Presidente amenazando con enviar a la caballería para echar a los colonos y cancelar todos los contratos de pastoreo en territorio de las reservas si los ganaderos no llegaban a un acuerdo con los Consejos Tribales. Y si el Presidente llegaba a cometer esa locura, a los enormes rebaños del sur sólo les quedaría el camino del norte.

De modo que eran momentos de preocupación para los ganaderos del norte. Entonces los cuatreros mataron a dos inspectores de pastos.

Como el padre de Petey Lamey era presidente de la Asociación de Ganaderos, Petey recibía más información interna que Jeff, cuyo padre no hablaba mucho de los asuntos de la Asociación.

Petey le dijo que el jefe de los antiguos Reguladores, los que habían matado a Matty, había sido Ash Tanner. Cuando pasaron a ser inspectores de pastos, con Jake Boutelle de capitán, el viejo Ash se volvió loco de resentimiento. Y por eso atacó a Boutelle, que había tenido que matarlo en defensa propia.

Petey también sabía lo del «Comité de los Cinco». En él estaban su padre; el comandante Cutter, que había servido con el general Sherman y tenía más condecoraciones, según su padre, que Lord Machray; Jim Rademacher; Pard Yarborough; y alguien más que abandonó el comité y fue sustituido por Roy Huggins. El Comité de los Cinco estaba a cargo de los Reguladores y, después, de los inspectores de pastos, y cuando decidieron contratar al Batallón con el fin de echar para siempre de las Bad Lands a los cuatreros, el Comité también lo acogió bajo su responsabilidad. Su padre era el presidente, y el comandante Cutter, el jefe del Batallón.

En aquella reunión, Lamey concedió la palabra a su padre, y él se había sentido orgulloso al verlo allí de pie, tranquilo y teniendo a la sala en un silencio absoluto mientras paseaba la mirada por el rostro de cada uno de los presentes. Dijo que de todos era conocido su amor a la paz y su moderación, la asamblea entera compartía esas virtudes, pero ahora se requerían medidas fuertes. El Comité de los Cinco proponía que se reclutara sin demora un «Batallón de Reguladores», de modo que entrara en funciones antes del rodeo ilegal. Había que seleccionar cuidadosamente a cincuenta hombres, que el comandante Cutter debía entrenar y dirigir, y a los miembros de la Asociación se les impondría una contribución sobre la base del número de cabezas de ganado que poseyeran para sufragar los gastos. No sería barato, añadió sombríamente su padre, pero el Comité garantizaría su eficacia. El tiempo era fundamental, porque faltaban menos de seis semanas para el «rodeo de los cuatreros».

La votación fue unánime, y se invitó al secretario a que lo consignara en el acta de la asamblea. Pero Petey Lamey le dijo después que no se había convocado a la reunión a algunos miembros que habrían votado en contra, hombres como Machray y Blaikie, sin contar, por supuesto, al fallecido Ash Tanner.

El comandante Cutter y Roy Huggins fueron a reclutar hombres a Texas, y Yarborough se dirigió a Denver, donde tenía amigos. Su padre lo llevó con él a un sitio llamado Presle, un poco al oeste del Río Rojo en el Territorio de Dakota. Allí estaba el Batallón, al que cada día se sumaban más hombres. Eran tipos duros, pero algunos le cayeron simpáticos. Un tal Big George Roberts, que era famoso con el revólver de seis tiros, le prometió que le enseñaría a disparar, pero nunca lo intentó, porque estaba más interesado en beber whisky.

El comandante Cutter llevaba a cabo la instrucción en un campo a las afueras de la ciudad, y pronunciaba discursos sobre táctica, en contra del whisky y a favor de la disciplina, aunque no podía hacer mucho con aquellos hombres de Texas y Colorado cuando se desmandaban, salvo amenazarlos con cortarles la paga. Su padre también soltaba sermones, por la noche, después de cenar, cuando el comedor del hotel estaba abarrotado, oliendo a repollo hervido, patatas cocidas y sudor agrio. Los hombres del Batallón eran muy protestones. Se quejaban de la comida, del trabajo y de las obligaciones que les imponía el comandante Cutter. Eran grandes aficionados a escupir, además, lanzando continuos salivazos a las escupideras, y eructaban y se tiraban pedos cuando les venía en gana. Se llenaba de orgullo cuando guardaban silencio como los miembros de la Asociación en cuanto su padre les dirigía la palabra. Sabía que debía haber sido estadista, en vez de ganadero en aquellos tiempos revueltos.

Lo miraban fijamente, en silencio, masticando la comida despacio, como vacas rumiando, mientras él les explicaba que la perfección armoniosa sólo podía lograrse mediante su expansión general, y que todo hombre decente tenía el deber de asegurarse de que así fuera. Un hombre honrado siempre era responsable de sus actos, decía, que jamás tendrían mala intención. Pero tampoco caería en el yerro de la inacción, cuando era preciso actuar.

—La contravención del orden natural ha causado envidia hacia la posición o la propiedad, así como miedo a perder posición y propiedad ante la envidia de hombres anárquicos —declaró su padre—. Debemos restaurar el antiguo orden y la autoridad de antaño. ¡Tenemos que volver al imperio de los instintos naturales!

Aquellas noches sentía un hormiguillo por si alguien eructaba o se tiraba un pedo y los demás empezaban a reírse, con lo que su padre habría quedado en ridículo. Pero nunca ocurrió nada por el estilo, aunque se daba cuenta de que el comandante Cutter se impacientaba, sacando el reloj como si fuera una señal para que su padre supiera que se estaba alargando demasiado, y Roy Huggins, frunciendo el ceño, se rascaba con los dedos el abultamiento de carne morena que le sobresalía por debajo de la barbilla.

Cuando su padre se ponía a hablar así, siempre sentía una presión entre los omóplatos, como si hubiera permanecido demasiado tiempo exageradamente erguido.

Un día oyó hablar de Bill Driggs a su padre y a Pard Yarborough, porque había corrido la voz de que Jake Boutelle iba a traerlo para que se uniera al Batallón.

—¿A qué viene tanto júbilo? —inquirió Pard—. ¿Cuándo ha sido Bill amigo de los ganaderos? Un borracho alborotador, estúpido como él solo.

—Yo me sentiré muy aliviado si Bill está de nuestra parte y no de la otra —repuso su padre.

—¿Y por qué, Yule? —preguntó Pard. Estaba un poco sordo y tenía la costumbre de darse una palmada en la oreja cuando no entendía algo.

—Ah, quizá porque él vino aquí primero.

—¿Aquí? ¿Te refieres a las Bad Lands? Supongo que habrá algunos sioux que te discutirán eso.

—Hombres blancos —respondió secamente su padre.

—¿Qué me dices de los franchutes?

—Gente decente —sentenció su padre, dando media vuelta y marchándose.

Había disensiones entre su padre y Pard Yarborough, así como entre todo el mundo y el comandante Cutter. Por su parte lamentaba estar en el mismo bando que Roy Huggins. Cuando Bill Driggs apareció, tenía un brazo roto en cabestrillo, estaba de un humor agrio y desagradable, y no se relacionaba con los demás, aunque bebía whisky con un tipo de Colorado que conocía de tiempo atrás.

Jeff y su padre volvieron a las Bad Lands para ocuparse de que todo estuviera dispuesto por allí, y el Batallón salió de Presle en un vagón oscurecido, con avituallamiento y municiones en un furgón de carga. Debían recibirlo en un apeadero llamado Big Fork Station, a unos sesenta kilómetros al oeste de Pyramid, a la salida del sol. Petey Lamey y él estuvieron allí, con tres carretas y sus correspondientes conductores abrigados con pieles de búfalo para protegerse del frío, y otros que llegaron por la noche con monturas, Fred Rademacher y un vaquero con una recua considerable.

En el verde amanecer apareció el tren, justo a su hora, primero la vibración en los raíles que esperaban desde hacía un buen rato, escuchando por turnos, y luego las densas columnas de humo blanco, de sólido aspecto, mientras ellos aguardaban con las manos enguantadas en las axilas, dando patadas en el suelo y exhalando bocanadas de vaho. La locomotora avanzó majestuosamente hacia ellos y se detuvo chirriando, traqueteando y soltando vapor con un silbido. Los hombres del Batallón empezaron a saltar del vagón de pasajeros con las sillas de montar y el petate, protestando del frío y sacudiendo las manos para activar la circulación. Llevaban pistolas y cananas en bandolera, con rifles enfundados, y el comandante y Boutelle se movían entre ellos, asignándoles montura entre la recua de caballos.

El comandante Cutter tenía el pecho angosto y prominente y llevaba un sombrero blanco que parecía tan alto como la mitad de su persona. Intentaba dirigirlo todo, irritando a todo el mundo con sus gritos y sus órdenes; de modo que Jeff y Petey se apartaron de su vista. Estaban de pie junto al fuego con Fred Rademacher cuando Bill Driggs se abrió paso hacia ellos, sacando media cabeza a todo el mundo, el brazo roto en un cabestrillo hecho con un amplio pañuelo rojo, y una expresión en el rostro como si todo marchara tan mal como cabía esperar, y además fuese a empeorar.

—Jeff —le dijo—. ¿Quieres decirme qué estamos haciendo con esta banda, tu padre, tú y yo?

Contestó que no lo sabía. Los tipos de alrededor le echaron una mirada con el ceño fruncido, porque Bill había hablado alzando la voz y de todos modos no era muy popular. Bill quería ensillar un caballo y él lo ayudó. Ya había llegado su padre, con Jim Rademacher y Yarborough, e iban andando a lo largo de la vía con Huggins y el Comandante, discutiendo por algo, el viejo Jim agitando los brazos y Huggins dándose puñetazos en el pecho.

—Han cogido a un gato montés por el rabo —observó Bill—. Y sin mucho rabo donde agarrar, además.

Muy pronto, ya a plena luz, arrancó el tren en dirección oeste dejando tras de sí una estela de humo. Otro grupo de hombres apareció a caballo, Lamey, Mogle, Pelke, Hazel Cole y algunos otros, provistos todos de rifles y cartucheras, Mogle con orejeras contra el frío. Traían una carreta con suministros, sobre todo comida, y hubo una larga discusión sobre si el Batallón debía ponerse en marcha o quedarse a desayunar, con los hombres queriendo comer y los ganaderos ponerse en movimiento.

El comandante despotricaba y profería amenazas, pero al final el cocinero tuvo que freír tocino y hacer café antes de que nadie se pusiera en marcha. Jeff vio a Bill Driggs sentado en una peña con el humo del café ascendiendo frente a su rostro como si fuera un diablo, Jake Boutelle circulando con aire arrogante entre los texanos, y su padre, que parecía empequeñecido aquella mañana, envuelto en su sobretodo como una salchicha. Petey y él estaban con Fred Rademacher en cuclillas sobre la hierba helada, que brillaba al sol como esquirlas de cristal. Petey preguntó a Fred si sabía adónde se dirigían primero. Iban por los hermanos Crowe, contestó Fred, que eran quienes habían matado a Conroy y Cletus. Se habían refugiado en un viejo campamento de vaqueros no muy al sur de allí. Los Crowe eran los primeros en la «lista de la muerte».

Era la primera vez que oía aquellas palabras, y sintió que el corazón le daba un brinco en la garganta, como un sapo. Sabía de alguien que había estado antes que los hermanos Crowe en la lista de la muerte, y ese alguien era Matty Gruby. Aquella fue la primera vez que se topó con el rompecabezas al que no dejaría de dar vueltas durante el resto de su vida, por qué un día los Reguladores cometían el acto más horroroso del mundo linchando a una persona, y al siguiente todo el mundo, tú y la gente que conocías y en quien confiabas, considerabais ese mismo acto necesario e inevitable.

Al ponerse en marcha, todos los texanos cabalgaban juntos, los de Colorado un poco aparte, y los hombres de las Bad Lands formando un grupo en la retaguardia, salvo Boutelle y el Comandante, que iban en cabeza. Unas veces él cabalgaba junto a Petey, y otras con su padre, y durante un rato con Bill Driggs, que iba dando sorbos de un frasco que llevaba en la silla, que según él era un «calmante» para su brazo malo. Su amigo de Colorado, Eddie Park, contaba historias de las antiguas conducciones de ganado como si hubieran ocurrido cien años atrás en un país diferente.

En cuanto el sol estuvo alto, empezó a hacer calor y todo el mundo empezó a quitarse chaquetones y sobretodos. Los texanos se quejaban de un territorio en donde primero te congelabas y luego te asabas. Las carretas se habían quedado atrás y no había agua. A Petey y a él los enviaron por ella.

Al volver, cada uno con una garrafa, oyeron los disparos. El Batallón había llegado a la cabaña de los hermanos Crowe, y los texanos disparaban contra otros texanos.

Uno de los hermanos cayó nada más empezar el tiroteo, y el otro lo arrastró al interior. Era una cabaña de troncos, muy pegada al suelo, con una puerta a un lado y una ventana al otro, pero con agujeros en ambos extremos por donde podían sacar un rifle. Los de dentro estaban lanzando un montón de plomo.

La mayor parte del Batallón se encontraba entre los árboles de un altozano, mirando a la cabaña de los vaqueros, pero otros cabalgaban de acá para allá de manera desorganizada. Los miembros de la Asociación se habían situado al fondo, fuera de tiro, a la sombra. Pard Yarborough deambulaba de un lado para otro comentando con impaciencia que aquello se parecía a la batalla de Chancellorsville, pero otros estaban medio tumbados en el suelo, fumando y charlando.

Avanzó a gatas entre los árboles para llevar la garrafa a los hombres que disparaban. Veía el polvo que saltaba en la herbosa arcilla del tejado, y el humo que salía por la puerta, por donde respondían al fuego los Crowe. A cierta distancia de la cabaña había un corral, donde los tiradores ya habían matado a todos los caballos. Más allá, pastaba el ganado. Era curioso, se había cansado pronto del tiroteo, y tenía sueño; no había dormido la noche anterior, cuando la espera había tenido más emoción que la realidad de hoy.

Pero cuando volvió a gatas a donde estaban los miembros de la Asociación, de pie en torno a las carretas, que finalmente habían llegado, sentía una especie de ahogada ansiedad. Allí había sesenta hombres o más, disparando contra dos, y uno de ellos malherido. Le venían a la cabeza libros que había leído, y poemas como «Horacio en el puente»,[35] en donde quienes formaban el gran ejército eran los villanos y los cobardes, y los héroes quienes les hacían frente. Y no era el único a quien se le revolvía el estómago, porque sabía que Petey Lamey pensaba lo mismo, y Fred Rademacher, y también Bill Driggs, que permanecía sentado bajo una de las carretas, vuelto de espaldas y bebiendo. Comprendió entonces para qué servía el whisky, era la forma de darte golpes en la cabeza cuando no te gustaba lo que estaba sucediendo pero no podías hacer nada para impedirlo.

Dio un paseo con su padre para contemplar la disposición de la «batalla». Miembros del Batallón disparaban entre los árboles y por abajo, desde la orilla de un arroyo. Dos de ellos se habían apostado detrás del corral, cerca de la cabaña, y, en la pradera donde pastaban las reses, había cuatro caballos ensillados; de modo que había hombres que avanzaban hacia la cabaña a cubierto de la alta hierba. Mirando a través del humo de los disparos, su padre tenía un aspecto enfermizo, el rostro amarillento y surcado de sudor, y no dejaba de quitarse las gafas para limpiarse los cristales.

Cuando se sentaron a descansar en el suelo junto a los carros mientras proseguía el tiroteo, su padre se puso a hablar de un tal Obispo Wilson. Mogle y Yarborough se detuvieron a escucharlo, y el comandante Cutter también, aunque pronto sacó el reloj, lo miró con el ceño fruncido y se alejó apresuradamente. Driggs, que había salido de debajo de la carreta, estaba sentado con las largas piernas estiradas, con el brazo bueno cruzado sobre el pecho para frotarse el hombro del brazo roto. El cocinero, repantigado en el pescante, tenía la cara tapada con un polvoriento sombrero negro.

El obispo Wilson había dicho que era fundamental que los hombres de buena voluntad razonaran para que prevaleciera la Sublime Voluntad. Su padre sacó el pañuelo y se enjugó el rostro. El peligro, prosiguió, era que la gente tendía a confundir la rutina con la razón. En The Nation había leído que era inútil intentar que tus vecinos aceptaran tus propias creencias por la fuerza, había que aceptarlos tal como eran. Él no estaba de acuerdo con eso, declaró, cuando las propias creencias constituían la razón y la voluntad del Dios de la Naturaleza. Siguió frotándose la cara con el pañuelo empapado.

—Bueno, para eso estamos todos aquí, supongo, Yule —dijo Mogle.

—La acción siempre entraña riesgos —continuó su padre—. Pero no actuar, que es más fácil, puede resultar aún más peligroso.

—Eso es verdad, seguro —repuso Pard Yarborough, poniéndose en cuclillas. Hubo una nueva andanada de tiros. Jake Boutelle se acercó a ellos a paso lento.

—Desde luego ninguna acción puede ser beneficiosa si no se basa en la razón —siguió su padre—. En primer lugar nunca se puede ir en contra de la luz; con lo que me refiero a la luz de la razón. Y en segundo lugar, hay que asegurarse de que esa luz, por el contrario, no sea oscuridad.

Jeff volvió a sentir el dolor entre los omoplatos, preguntándose si su padre había caído gravemente enfermo. Tenía mal aspecto, enjugándose el sudor de aquel modo.

—A mí me preocuparía esa oscuridad, Yule —dijo de pronto Bill Driggs.

—Va a oscurecer antes de que nos marchemos de aquí, eso seguro —terció Boutelle.

—Ojalá Cutter se lanzara contra esos chicos de una vez —rezongó Moogle.

Su padre proyectó la barbilla hacia delante y miró a Bill Driggs.

—Es falso orgullo negarse a echar una mano en lo que parece una acción excesiva, cuando dicha acción se ha decidido a la mejor luz.

—Bueno, quizá sea ése todo el orgullo que quepa tener a estas alturas —repuso Bill—. No has hecho nada bueno con esto, Yule.

—No… —empezó a replicar su padre.

Bill inclinó hacia él sus desagradables facciones, arrugadas y contraídas.

—Me parece que lo único que hay que hacer es abandonar y largarse.

—¡No! —exclamó su padre, tras lo cual Bill le dio la espalda y se agachó para sentarse.

Su padre, sudando, con la cara pastosa y aspecto decaído, se apoyó contra la rueda de la carreta. Pero cuando Jim Rademacher le preguntó si se sentía mal, negó con la cabeza.

Entonces hirieron a alguien. Hubo gemidos y hombres que corrían hacia el arroyo seco, gritando de un lado para otro. Trajeron al herido desde los álamos, un texano llamado Dudley, y lo pusieron a la sombra, debajo de la carreta, una docena de hombres arremolinándose y entorpeciéndose unos a otros. Dudley tenía el brazo roto y la cara manchada de sangre por donde se había pasado el brazo, sangraba mucho. Le arreglaron el brazo y detuvieron la hemorragia mientras Dudley no dejaba de gemir.

Inmediatamente hubo otro alboroto y se reanudó el tiroteo. Corrió la noticia de que habían aparecido más cuatreros que disparaban al Batallón desde los cerros. El comandante Cutter empezó a dar brincos y gritar nombres hasta que tuvo a diez hombres montados con un texano llamado Johnson a la cabeza. Cabalgaron en abanico hacia los cerros.

Entretanto su padre se había sentado con el sobretodo por encima. Poniéndose en cuclillas frente a su padre, Jim Rademacher lo miró entornando los ojos.

—Jeff, será mejor que cojas una de esas carretas y lleves a tu padre y a Jack Dudley al médico.

Jeff asintió con la cabeza.

—¿A Doc Micklejohn? —preguntó, aunque sabía que el médico siempre estaba en el local de la señora Benbow en Pyramid Flat, y su padre no querría ir allí.

Jim Rademacher se le quedó mirando durante un momento. Por fin sugirió:

—Supongo que podrás parar al tren del Oeste y llevarlos a Miles City.

—No abandonaré la expedición —afirmó su padre.

—Vas a ser una carga, Yule. Te vas con Dudley.

Su padre sacudió la cabeza, parecía aplastado contra el suelo con el abrigo por encima. Entonces lo miró a los ojos y él supo lo que decir y hacer.

—Me quedaré aquí, padre. Uno de los dos debe estar con el Batallón.

Sabía que aquello estaba bien, aunque había sentido un gran alivio ante la idea de llevar a Dudley y a su padre al ferrocarril. Se sentó en el suelo junto a él mientras Bill Driggs seguía en cuclillas a la sombra de la última carreta, mirando a otra parte. Hubo un silencio, en el que distinguió débiles detonaciones por los cerros. El comandante Cutter, Pard Yarborough y Roy Huggins salieron discutiendo del bosquecillo, el Comandante golpeándose la pierna con la fusta.

Se reunieron en torno a su padre, diciendo que se estaba acabando el día y al parecer los Crowe aguantarían hasta la caída de la noche. Había que hacer algo. Su padre permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, y no parecía escucharlos.

Los otros decidieron que lo único que podía hacerse era prometer una recompensa de cien dólares a quien incendiara la cabaña. A Petey y él los enviaron a difundir la noticia.

No parecía haber interesados hasta que un tipo llamado Smitty se acercó desde el arroyo para decir que si subían la prima a cien dólares por cabeza, su socio y él lo harían.

Los miembros del Comité empezaron a discutir, pero al final se pusieron de acuerdo. Entretanto todo había quedado tranquilo por el lado de los cerros, aunque de vez en cuando se oía alguna detonación. Estaba preocupado por su padre, que seguía sentado en el polvo esperando con tremenda paciencia a que lo llevaran al médico.

Smitty y su socio juntaron maleza seca y la ataron, formando una enorme pelota. La engancharon al extremo de los lazos, montaron y arrastraron la pelota de broza hacia la cabaña hasta donde se atrevieron a acercarse. Poniéndose a cubierto, encendieron la maleza y se lanzaron a galope tendido hacia la cabaña con la bola en llamas, sujetos al costado de los caballos como los indios. Pasaron uno a cada lado de la cabaña de modo que la bola de fuego se aplastó contra la puerta y allí se quedó pegada. Luego soltaron los lazos y siguieron cabalgando hasta ponerse fuera de tiro.

Contempló la operación detrás de un tronco, en cuclillas. Casi dio un grito de alivio al ver que del interior de la cabaña salía un palo que empujó la bola hasta desprenderla. A todo su alrededor los hombres maldecían y disparaban hasta que vio que volaban astillas. Entornando los ojos miró al sol que cada vez descendía más hacia el oeste mientras la bola de fuego se convertía en un humeante montón. Luego volvió donde los carros. La tentativa de incendiar la cabaña de los cuatreros lo había dejado tembloroso y mareado.

Su padre estaba de pie junto a uno de los carros, cada mano metida en la manga contraria del sobretodo. Habían encontrado a un hombre de Colorado, que tenía una fuerte diarrea, para que lo condujera, y estaban descargando los suministros que llevaba para distribuirlos entre los demás. Dudley ya estaba tendido en el carro, gimiendo.

Su padre lanzó una mirada a Bill Driggs, y luego a él.

—Incluso cuando se ha decidido una acción a la mejor luz —le dijo— siempre es posible encontrar cien razones para no comprenderla.

—Sí, señor —le contestó.

—Te han educado para comprender las cosas —continuó su padre, con el rostro reluciente de sudor—. Te han educado para buscar siempre la mejor iluminación, ¿no es cierto, hijo mío?

—Sí, señor —repitió.

—Hay cosas que no pueden perdonarse con honor. No pueden tolerarse. —Sí, señor.

Pensó que su padre debía de estar hablando de Mary. Una mano salió de la manga del sobretodo y palmeó la suya. No recordaba una sola vez en que su padre lo hubiera tocado así. Se le ocurrió que se estaba muriendo.

—Busca siempre la mejor luz, hijo. Y ejecuta la acción que hayas decidido emprender bajo esa luz.

—¿De qué era de lo que Mary hablaba, padre, cuando tuvimos que marcharnos del valle? De que quemaban una cruz. «Jinetes de la noche», dijo que eran. En el patio, allí.

—No es posible que te acuerdes —repuso su padre, el labio superior estirándose sobre los dientes—. No eras más que un niño.

—¿Por qué hacían eso?

—Eran una pandilla de estúpidos paletos, y nosotros gente instruida. Aristocracia.

—¿Aristócratas como Lord Machray, quieres decir?

Su padre se le quedó mirando con los ojos sin gafas en las sudorosas órbitas, y sacudió la cabeza.

—No, claro —dijo con suavidad—. Como Lord Machray, no.

La mano volvió a palmear la suya y, arrastrando los pies, su padre se dirigió a donde lo esperaban unos hombres para ayudarlo a subir al pescante. Arrastraba la pierna tullida como nunca lo había visto.

Vio cómo el carro volvía por el camino por donde habían venido desde la vía férrea. Su padre, en el pescante junto al hombre de Colorado, no se volvió a mirar.

Con el fracaso de Smitty y su socio de prender fuego a la cabaña, y el sol cada vez más bajo, todo el mundo estaba con los nervios de punta, y el tiroteo había subido de volumen hasta que aquello volvió a parecer una batalla de verdad. Los hombres pedían agua y munición y Jeff se movía por el bosquecillo con la garrafa y un saquito de arpillera con balas. Hacia el norte seguía divisándose el polvo de la carreta.

Smitty y su socio estaban preparando otra pelota de ramas secas. Le prendieron fuego y de nuevo arrancaron al galope hacia la cabaña, igual que la vez anterior. Avistó brevemente a uno de los Crowe en el umbral de la puerta, disparando mientras los dos jinetes pasaban a toda velocidad. Esta vez, en lugar de soltar los lazos, se arrojaron al suelo mientras los caballos mantenían las cuerdas tirantes, pegando la bola de fuego al costado de la cabaña. Y ahora prendió. A todo su alrededor, los hombres, con los rifles amartillados y apuntando a la puerta, esperaban que los Crowe salieran corriendo. Porque estaba claro que tenían que huir o morir quemados.

Un hombre salió corriendo con el rifle en la mano. Todo el mundo empezó a disparar a la vez, mientras la voz del comandante Cutter resonaba por encima del estruendo.

—¡Matadlo! ¡Matadlo!

Entonces el cuatrero cayó tendido al suelo, abatido como un animal, la camisa ensangrentada. El Batallón volvió a amartillar los rifles esperando a que el otro saliera corriendo a su vez, pero pronto se hizo evidente por el olor que se estaba quemando dentro de la cabaña, de la que ascendían grandes llamaradas entre un humo grasiento.

Jeff bajó por la colina con los demás para mirar al que habían cazado a tiros. Estaba de espaldas, y en su rostro no había señal alguna, pero tenía los labios estirados sobre unos dientes amarillentos con una expresión semejante a la de un puma gruñendo. Bill Driggs, que había ido con él y seguía apretándose el hombro con la mano, se quedó mirando al cuatrero muerto.

—¿Éste es uno de los que se cargó a Connie Conroy y Bob Cletus? —inquirió, con el feo rostro contraído como el de todos los demás, por el olor, pero de peor manera.

—Éstos son —contestó Boutelle—. Y ahora nos ha tocado hacer lo mismo con ellos.

—Y bastante nos ha costado —murmuró Yarborough.

Boutelle se había puesto en cuclillas para sacar un papel ensangrentado que sobresalía del bolsillo del muerto, y lo limpió en la manga de la camisa del cadáver. Los hombres se arremolinaron a su alrededor para leer por encima de su hombro lo que estaba escrito. Driggs se lo cogió y leyó en voz alta:

Bueno, chicos, me parece que esta vez me habéis cazado. Davey ha muerto hace poco. No le habría gustado lo del incendio. Supongo que algunos de los pajarracos de ahí fuera serán texanos que ya han hecho esto antes. Nos marchamos de Texas por culpa de pájaros del mismo plumaje, pero en todas partes hay bribones como ellos. Ojalá pueda quitar a unos cuantos de en medio antes de que ellos me den a mí. Bueno, ahí vienen otra vez.

Huggins cogió el papel a Driggs y, con un trozo de lápiz, escribió en el reverso: «3-7-77» y «MUERTE A LOS CUATREROS», y volvió a guardar la nota en el bolsillo de Crowe. Driggs permaneció en silencio, observando sus movimientos, su rostro aún más alargado y feo. Al cabo de un momento dio media vuelta y se alejó del grupo que se había formado en torno al cuatrero muerto.

La cabaña ardía como una tea de pino, y el hedor era insoportable. Pensó que iba a vomitar, y se apartó de los demás, congregados en tres grupos, los texanos, los de Colorado y los miembros de la Asociación. Driggs volvió cabalgando por detrás de los árboles en un pequeño poni blanco y negro. Los pasó por la derecha. Boutelle lo llamó, preguntándole adónde iba.

—A la ciudad —contestó Driggs.

—¡No, no te vas! —aulló el comandante Cutter, y todo el mundo se volvió a mirar mientras Bill Driggs seguía su camino entre ellos y la cabaña en llamas.

—¡Bill! ¡Detente, ahora mismo! —dijo Boutelle, dando un par de rápidos pasos tras el poni—. ¡Bill! —gritó, con el rostro crispado como el del cuatrero muerto.

Driggs tiró de las riendas del poni moteado, para el que parecía demasiado grande, y volvió la cabeza.

—No sé si la culpa de que me vendiera fue tuya o del whisky, pero yo no me dedico a esto, a lo que habéis hecho aquí.

—Te has alistado, Bill —repuso Boutelle, en voz baja.

—No, me he despedido.

—No vas a despedirte —insistió Boutelle en tono más suave aún.

Jeff permaneció inmóvil con los hombros doloridos por la tensión mientras observaba a Driggs medio girado en la silla con el brazo roto envuelto como un ala de pollo en el sucio pañuelo. Bill paseó la mirada por los grupos de hombres que rodeaban al muerto entre la peste dulzona de la carne quemada. Los ojos de Bill, fríos como bolas de cristal, se encontraron un instante con los suyos.

—No creo que este grupo haya caído tan bajo como para disparar a un hombre por la espalda —dijo Bill, enderezándose en la silla y picando espuelas al poni. Boutelle desenfundó el revólver.

—¡Dispara! ¡Mátalo! —dijo el comandante Cutter con su aguda voz. Driggs siguió cabalgando sin mirar atrás.

A Jeff se le había hecho un nudo en la garganta que de nuevo le impedía respirar. Cuando trató de pensar a la mejor luz, según las recomendaciones paternas, pensó que su padre también habría ordenado a Boutelle que disparase. Pero Boutelle no apretó el gatillo.

—Bill nunca delataría a nadie —dijo alguien con voz trémula, y fue como si el apretado nudo se deshiciera. Cuando Driggs se encontró a cincuenta metros de distancia, Boutelle volvió a guardarse el revólver en el cinturón.

Uno de los hombres de Colorado observó que el día ya había concluido, y no podían hacer otra cosa que montar el campamento.

—No vamos a acampar aquí con esta maldita peste —objetó Smitty. Otro hombre precisó que allí tendrían menos frío que en ninguna otra parte, y otro que, según había oído, más calor aún hacía en el sitio adonde habían ido los cuatreros. Hubo algunas carcajadas.

Viendo cómo Bill Driggs se empequeñecía cada vez más en el poni en dirección a Pyramid, Jeff no entendía por qué sentía aquella rabia. De haber sido Boutelle lo habría matado por desertor.

Mientras el sol se iba poniendo discutieron sobre si acampar allí o seguir más adelante. Al fin decidieron ir hasta el próximo refugio, que era el CK de Mogle, y habían iniciado la marcha cuando vieron que regresaba el grupo de los cerros. Parecía que no volvían todos. Sólo contó nueve caballos, y uno de ellos venía con la silla vacía.