Bill Driggs había tenido mala suerte desde que no dio su merecido al hombre que lo había derribado de un puñetazo. Nada más llegar a la granja de su cuñado en Indiana se cayó por la parte de atrás del carro y se rompió el brazo. Así que allí estaba, con el brazo entablillado y en cabestrillo, sin servir para nada, y a sí mismo menos que a nadie. Hacía ejercicio levantando vasos de whisky.
Le dio por disparar a los grajos. Se posaban en un peral del huerto como si todos los cuervos del país tuvieran que estar precisamente en aquel árbol para charlar y despotricar con un ruido que le recorría la médula como una persiana desenrollándose de golpe. Eran los pájaros más asquerosos del mundo, todos chillando a la vez en el huerto de la granja de cerdos de Ollie Prout.
Se había comprado un pequeño revólver niquelado y salía al huerto a disparar a los grajos del peral. Su hermana tenía un gato gris, aún cachorro, que le había tomado cariño, y cuando sacaba el revólver del cajón de la cómoda y los grajos estaban armando jaleo, Minino lo seguía pegado a sus talones, emitiendo ruiditos que no eran tanto un ronroneo como pequeños maullidos de alegría y sin dejar de mover la punta del rabo, que llevaba bien alto.
Abatía un grajo casi a cada disparo, ante lo cual el árbol entero parecía vibrar con el estremecimiento de sus congéneres, que dejaban de alborotar al menos durante medio minuto. Luego volvían a maldecirse unos a otros.
Minino echaba a correr a cada detonación, y cuando el grajo muerto caía al suelo, se lanzaba sobre él y lo llevaba arrastrando hasta los pies de Driggs, igual que un perro de caza, pavoneándose y restregándose contra sus botas, ronroneando y emitiendo entrecortados maullidos. Solía tener una buena fila de grajos a sus pies antes de que la bandada recordara que debía atender un asunto en otra parte y remontara el vuelo en una densa nube, dejando el peral y el terreno de alrededor salpicado de mierda gris.
Matando grajos practicaba con la pistola, y cuando apuntaba solía guiñar los ojos imaginándose que las criaturas que enviaba derechas al infierno eran seres diferentes.
Una vez, sin embargo, miró lo que Minino le había llevado y vio que no era un cuervo, sino un petirrojo, de vientre anaranjado y las patitas encogidas y muertas. Y entonces dejó de matar grajos.
Ayudaba a su hermana en sus tareas, y a Prout, con los cerdos, lo mejor que podía. Su hermana se preocupaba de que no hiciera excesos con el brazo malo, y Prout se la tenía guardada desde que se cayó del carro y lo consideró un inútil. A aquel apestoso culogordo de Indiana podía darle sopas con honda sólo con el brazo bueno, y siempre que trabajaban juntos estaba tentado de demostrárselo.
No era muy agradable ir a la ciudad y meterse en el salón de Moonan para trasegar whisky con el dinero que le prestaba su hermana, porque enseguida se ponía a pensar en Machray y en Cora. Además era mal bebedor, siempre había tenido un carácter pendenciero, y más de una vez lo habían advertido de que no armara alboroto si no quería que lo echaran del salón.
En Moonan fue donde Jake Boutelle lo encontró. Boutelle tenía aspecto de haber prosperado, con un traje elegante, botas nuevas y una especie de joya en el prendedor de la corbata, entrando con un paso muy ufano y saludándolo con la cabeza, sin darle importancia, como si ambos siguieran en las Bad Lands y acabaran de verse ayer.
—Te has roto el brazo —observó Jake.
Él contestó que así era.
Se sentaron a una mesa al fondo del salón y Jake, inclinándose hacia él con las manos entrelazadas, le miró a los ojos y dijo:
—Bill, Connie ha muerto. Asesinado por cuatreros.
Eso le sobresaltó. Connie había sido un buen tipo en otro tiempo, aunque sospechaba que alguna que otra vez también robaba ganado por su cuenta.
—Hay que disculpar algunas cosas en los tipos que andaban por ahí en los viejos tiempos, ya no quedan muchos.
—Bob Cletus también. Los dos.
Él le preguntó qué pintaban aquellos dos, liándose a tiros con cuatreros.
—Inspeccionando los pastos para la Asociación —dijo Jake—. ¿Te acuerdas?
—Parece un trabajo peligroso por esa paga.
Se había alegrado tanto de ver a Jake, sólo porque era un conocido de las Bad Lands, que se había olvidado de lo que habían hablado una vez. ¿A qué había venido desde tan lejos?
—Texanos —dijo Jake en tono solemne—. Hombres duros, forajidos. Toda una banda.
Prosiguió diciendo que habían llegado a las Bad Lands manadas enteras procedentes del sur, y granjeros en masa, también, que robaban terneros sin marcar de forma escandalosa, mientras los bandidos de Texas andaban disparando. Todo el mundo estaba inquieto, y la Asociación hecha una furia.
—Bill, la Asociación no puede permitir que dos de sus mejores hombres mueran de ese modo.
Eso podía entenderlo.
—Supongo que tuve suerte al marcharme cuando lo hice —repuso—. Todo se estaba yendo a la mierda.
Jake volvió a inclinarse como antes sobre la mesa, y mirándolo directamente a los ojos, anunció:
—He matado a Ash Tanner, Bill.
Eso le produjo otra conmoción, no porque hubiera tenido especial amistad con Ash, pues era tan cascarrabias y difícil de tratar como él. Sino porque Ash y él habían sido los últimos veteranos. Ahora él se había marchado de las Bad Lands y Ash estaba muerto. Tuvo la sensación de que todo se había ido acelerando desde que se marchó.
—¡Arremetió contra mí como un loco, Bill! Escupiendo plomo por todas partes. ¡Borracho! Aquella india suya se había suicidado, y la única explicación posible es que al perderla se volvió loco de remate. No podía hacer otra cosa que matarlo o dejar que me matara. Cualquiera podrá decírtelo.
—¡Fiuú! —exclamó—. Parece que han matado a todo el mundo menos a Lord Much-a-caca.
Boutelle sacudió la cabeza, se enderezó y se sirvió más whisky.
—¿Qué quieres de mí, Jake?
Boutelle adoptó un aire pensativo, dio un sorbo al vaso y dijo:
—Están reclutando hombres de valía para echar a esos forajidos texanos de las Bad Lands. Los que se cargaron a Connie y Bob.
—¿Quiénes?
—Pues, la Asociación, pero Yule Hardy, Ted Cutter y yo estamos al mando. Hay un comité que nos apoya, Yule Hardy, Pard, Jim Rademacher y otros cuantos. Les he dicho que al primero que tenemos que contratar es a Bill Driggs.
—No veo de qué os va a servir un tipo con el brazo roto.
Removió el brazo en torno al cabestrillo formado por un pañuelos de colores. A veces le dolía a rabiar, pero el whisky lo mantenía tranquilo.
Boutelle le sonrió.
—Cuando te vi así a punto estuve de dar media vuelta y largarme. Creo que con un solo brazo valdrás el doble que cualquier otro.
Esa observación le vino bien para levantar la moral. Pensó en lo mucho que odiaba a Ollie Prout y lo que le molestaba pedir dinero a su hermana para whisky. Pero seguía sin entender.
—Lo que me intriga —dijo despacio—, es por qué has venido a buscarme desde tan lejos. El empeño que tienes en meterme en ese asunto de inspeccionar los pastos. ¿A qué viene esto, Jake?
—Si hubieras aceptado el trato, Connie y Bob estarían vivos. Eso es lo que creo, Bill. —Boutelle lo miró a los ojos de nuevo y prosiguió—: Ya me conoces. No soy un individuo sentimental, pero ya no quedamos muchos veteranos en las Bad Lands. Los antiguos van muriendo y vienen otros nuevos. Bill, los nuevos no son nada buenos.
¡Cuidado!, pensó.
—¿Cuánto dinero hay de por medio? —preguntó.
—Quinientos dólares más primas. Cien con sólo decir que vienes.
Dijo que iría.