8

Antes de ponerse en camino para cumplir su misión en Pyramid Flat en nombre de Lady Machray, Andrew recibió otra delegación con peticiones. Vinieron cuatro jinetes en fila india bajando por los cerros del norte. Llamó a Chub Sawyer, uno de los nuevos vaqueros que había contratado, y se apostaron con rifles en el porche, pero cuando se aproximaron más vio que uno de ellos era Feeney, con su maltrecho sombrero, junto con otros granjeros que habían ayudado a apagar el incendio de los pastos. Colgó el rifle en los cuernos de alce clavados en la pared y Chub apoyó el suyo en la pared nada más pasar la puerta.

Los cuatro detuvieron los caballos en un semicírculo, hombres de rostro afilado y ropa de trabajo muy gastada, ninguno con revólver, pero todos con la culata de un rifle sobresaliendo de una funda o de una manta sobre la silla. Los saludó con un movimiento de cabeza, pues había olvidado sus nombres.

—Nos hemos enterado de lo de su socio —dijo Feeney. Hubo un silencio incómodo. Él asintió calladamente.

—Hay un tipo por el arroyo de Black Tail que también tuvo un enfrentamiento con los Reguladores —dijo uno de los otros, el individuo mal encarado del que Buddy Feeney había hecho comentarios desfavorables.

—¿Y qué pasó?

—Se ha marchado del territorio.

Se disculpó por preguntarles su nombre otra vez. El mal encarado era Bert Kettle, el del bigote rojizo Charley Strake, y el otro, un individuo de mirada ardiente, descarnado como un esqueleto, se llamaba Willis Eigen. Desmontaron y le estrecharon la mano. Chub, según observó Andrew, no ocultaba su desdén de vaquero hacia los granjeros.

Todos habían recibido amenazas menos Strake, dijo Feeney, algunos entregadas por jinetes con la cabeza cubierta con sacos de harina.

—Oh, espero que me llegue el turno —dijo Strake, enseñando unos dientes podridos al sonreír.

—No todos los colonos de por aquí han recibido avisos —puntualizó Eigen—. Hemos hablado entre nosotros, ya ve. Pero a todos los que tenemos unas cuantas reses, menos a Charley, nos han amenazado.

Chub desapareció en el interior de la casa, donde Andrew le oyó hablar con el cocinero. Los granjeros permanecieron en pie con el sombrero en la mano hasta que Andrew sacó unas sillas; luego se sentaron ceremoniosamente en semicírculo frente a él, como alumnos en una clase, los sombreros sobre las rodillas.

—Las advertencias de los encapuchados están poniendo muy nerviosas a nuestras mujeres —dijo Kettle—. Creíamos que sólo nos amenazaban a los colonos, pero supusimos que a usted también, puesto que mataron a su socio.

—Recibimos un aviso. Creímos que era un farol.

Salió el cocinero a tirar el agua de la palangana de fregar, y Andrew preguntó a sus visitantes si les apetecía café. Su ofrecimiento fue bien acogido.

—Nos preguntábamos si además de usted había otros que también hubieran recibido avisos —dijo Feeney.

Contestó que los Crowe, que él supiera.

—Los hermanos que arrastraron el cadáver del ternero por el fuego. Acaban de venir de Texas con un rebaño.

Todos asintieron a la vez.

—El de Black Tail tenía un rebaño considerable —dijo Kettle—. Y hay un individuo en Fat Man que tiene un centenar de cabezas. Seguro que ya lo ha recibido, aunque no lo diga.

—Primero pensamos que sólo se dirigían a pequeños colonos como nosotros —dijo Strake, con su rápida sonrisa.

—Aquí creímos que sólo amenazaban a pequeños rancheros como nosotros —repuso Andrew.

Todos rieron. Se levantaron más o menos a la vez, haciendo chirriar las patas de las sillas, y se arremolinaron en torno al cocinero, que salía con las tazas y una humeante cafetera esmaltada de azul.

Cuando todos se hubieron sentado de nuevo, Feeney, con su prominente nuez subiendo y bajando, observó:

—Resulta muy difícil enterarse de las noticias por aquí, a menos que uno se pase el día haraganeando por la ciudad.

Hubo otro silencio, hasta que Strake dijo:

—Nos han dicho que hubo una escaramuza y murieron algunos encapuchados.

—Dos de ellos resultaron muertos —confirmó él.

—¡Bien, aleluya! —exclamó Kettle—. ¡Alguien les ha plantado cara! Fueron esos Crowe, ¿verdad?

Él asintió, cogiendo con ambas manos la taza caliente.

—¡Aleluya! —repitió Kettle.

—Pensábamos preguntarle si es usted miembro de la Asociación de Ganaderos —dijo Eigen.

Él contestó que no le habían permitido asociarse.

—Así que esto es cosa de los grandes ganaderos, ¿no? —dijo Feeney. Él asintió una vez más.

—Bueno —terció Strake—. No sé si yo pensaría lo mismo. Venimos aquí los primeros y ahora aparece un montón de recién llegados ocupándolo todo.

—Señor Livingston —intervino Eigen, inclinándose hacia delante—. Voy a decirle a qué hemos venido. Queremos pedirle consejo. La Asociación ha anunciado que el rodeo será el mes que viene y suponemos que no les gustará que nosotros andemos por ahí. Nos preguntamos si está usted en la misma posición.

—En esa misma, exactamente.

—Pero le permitirán enviar un representante, ¿no? —dijo Eigen.

—Antes quizá sí, pero me temo que con la escaramuza de los Crowe se ha declarado un estado de guerra.

Eigen se echó hacia atrás en la silla, silbando quedamente.

—Nos han dicho —dijo Strake— que tienen un libro de marcas, y que no van a reconocer ninguna que no esté registrada. ¡Si hacen eso, se llevarán nuestras reses como si se las sirviéramos en bandeja!

—A lo mejor podríamos formar una alianza de ranchos y realizar nuestro propio rodeo —sugirió Eigen—. ¿No tendrían entonces que enviar sus representantes a nuestro rodeo? ¿Y no les quedaría más remedio que aceptar los nuestros en el suyo?

—Lo que creas que van a hacer y lo que ellos decidan hacer son cosas muy diferentes, Willis —objetó Kettle.

—¡Yo creo que si se apropian nuestras vacas de esa manera, serán unos simples cuatreros! —se quejó Strake.

—Eso los molestará mucho —dijo Feeney—. Ver que pueden… caer en el robo de ganado.

Andrew recordó cuando Davey Crowe dijo que en Texas habían aprendido que a los peces chicos más les valdría asociarse.

—Podríamos fundar otra asociación —propuso—. Formada por quienes han quedado al margen de la ya existente.

—Hemos estado pensando en eso, señor Livingston —convino Eigen—, pero no sabemos cómo hacerlo.

—Tenemos entendido que usted cuenta con cierta experiencia política en el Este —dijo Feeney.

Los cuatro rostros lo miraban en tensión.

—Sé cómo hacerlo —afirmó—. Constituiremos un comité y convocaremos una reunión con el propósito de crear una nueva asociación de ganaderos en las Bad Lands. Yo presidiré el comité hasta que se hayan elegido los cargos pertinentes. ¿Es a eso a lo que han venido?

Strake y Feeney le sonrieron. Kettle dijo:

—Pero ¿cómo hacemos para constituir ese comité?

—Pensamos que si ponemos anuncios en la ciudad, simplemente los arrancarán —añadió Eigen.

—Entonces, pondremos otros.

—Será mejor que busque un local espacioso —concluyó Strake en tono excitado—. ¡Porque se sorprenderá de cuánta gente aparece!

* * *

Machray estaba tumbado en el diván de la habitación de la señora Benbow, con las pesadas cortinas echadas y una lámpara encendida. Con el edredón subido hasta el cuello, tenía la barba del color del óxido. El escocés lo fulminó con la mirada mientras intentaba transmitir el encargo de Lady Machray: que ella no era responsable de las restricciones que le habían impuesto sus patrocinadores. Cuando concluyó, Machray dijo:

—Le pido que se ocupe de sus asuntos, amigo mío.

—Yo esperaba que, si hay un malentendido…

—No hay ningún malentendido —afirmó Machray—. Es imposible entender mal a una partida de hipócritas sanguijuelas.

La rabia ciega en que tantas veces parecía caer Machray le revolvía el estómago y dio media vuelta para marcharse. Pero entonces se giró de nuevo y miró a los centelleantes ojos verdes del escocés.

—¿Sabe lo que está ocurriendo en los pastos? —preguntó.

—¿Qué está pasando en los pastos, hombre? —preguntó Machray, bostezando ruidosamente.

Le contó lo de los avisos de los Reguladores, el asesinato de Chally Reuter, el ataque contra los Crowe y la muerte de Ash Tanner. Machray bien podía estar dormitando, los ojos cerrados, el rostro contraído por marcadas arrugas. Soltó un eructo. La señora Benbow volvió a aparecer, para quedarse escuchando junto a la puerta, tirando con una mano del collar de negras cuentas que le daba tres vueltas a la garganta. En determinado momento de la exposición de Andrew, volvió a desaparecer.

—¿Tiene conocimiento de todo esto, Machray?

Con un gesto, Machray contestó que no y volvió a bostezar.

—Esos tipos me odian a muerte. Han puesto precio a mi cabeza. Mantienen reuniones secretas.

—Hardy es uno de los cabecillas, al menos.

—Sin duda.

—¿Podemos incluirlo a usted en nuestro bando?

—¿Y qué bando sería ése?

—¡El de los que están en su lista de la muerte!

Machray rió con arrogancia.

—Dándose aires, ¿eh? ¡Yo soy la lista! ¡He encabezado todas las listas que han hecho! El invitado invisible a todas las mesas, tema de sus más íntimos pensamientos y sus artimañas más astutas. ¡Conspirando con mis enemigos de Chicago, según creo!

—Repito mi pregunta.

—La respuesta es no —sentenció Machray—. No le aconsejo que cuente conmigo. Una señora que conozco me ha dicho que soy un farsante, un fracasado, un cerdo, un libidinoso y un hijo de Belial. Antes que yo tocara a mi hijo, preferiría que lo hiciera un leproso. Una deshonra conocida desde Edimburgo a la Cochinchina. ¡No, no, no puede contarse conmigo para nada!

De pronto pareció más animado.

—Claro que —prosiguió— podría poner fin a todo este miserable asunto en un abrir y cerrar de ojos. Empezando a comprarles el ganado a seis dólares los cuarenta y cinco kilos. Sin forzar el margen de beneficios. Sí, sí, podría acabar con todos esos preparativos bélicos de una elegante manera cristiana simplemente comprándoles ganado para mi matadero. Amigos sonrientes que van del brazo, rencillas olvidadas, enemigos estrechándose la mano y pidiendo perdón, dulzura y armonía por todas partes, tolerancia y buenos argumentos. Me han dicho que los daños causados por el incendio no son tan graves como se creyó al principio, aunque desde luego aún no he acabado los corrales. Pero no hay problemas insuperables. Salvo el dinero. ¡Estoy sin blanca, Livingston! ¡Sin dineeeeeeeeero! Oiga, ¿no querrá prestarme lo necesario para comprar los rebaños a esos viejos cabrones sedientos de sangre y aplacarlos, eh?

—Antes preferiría verlos en el infierno —replicó.

—¡Ah! —exclamó Machray—. A lo mejor no es usted el perfecto caballero cristiano por quien le tomaba.

—¡Son como perros rabiosos!

—¡No, no, Livingston! —dijo Machray, con los ojos firmemente cerrados—. ¡Sólo unos pobrecitos asustados! ¡Y yo, un hombre cuya inteligencia todo lo abarca, sin poder hacer nada! ¡Me he convertido en un monumento oxidado! Debería estar al frente de un ejército para acabar con las hordas de Paynim. Concediendo mis favores a las multitudes de huríes del Este en vez de joder con meretrices de pueblos donde para el ferrocarril. ¡Debería estar arreglando el destino de reinos e imperios, y aquí me tiene, reducido a pensar en cómo sacrificar animales para el consumo!

—Voy a pedirle un favor.

—Pídamelo.

—Va a haber una reunión de pequeños ganaderos que se han visto excluidos de la Asociación existente, y por tanto del rodeo, y de otros que se sienten amenazados por los Reguladores. No hay un local lo bastante grande para celebrar la reunión salvo la sala de su matadero.

—¡Me obliga a ponerme de su lado, entonces! —exclamó Machray, soltando una carcajada—. Muy bien. Ya tiene usted su sala de reunión.

* * *

Así nació la Asociación Ganadera de las Bad Lands, en la cavernosa y resonante sala del matadero de Machray, donde proliferaron irónicos chistes sobre aquella sede y el tufillo a infierno de los carbonizados restos del incendio. Andrew se puso en pie sobre una silla para dirigirse a los más de trescientos morenos y curtidos asistentes que tenían los ojos fijos en él, unos de pie, otros en cuclillas o sentados en el suelo de tablones. En dos bancos se sentaba una docena de mujeres con sus bonetes, y los hombres se extendían hasta la vasta oscuridad que imperaba más allá del resplandor de los faroles. Machray, recién afeitado y elegantemente vestido, permanecía en pie junto a su silla en el estrado, los brazos cruzados, un puro sin encender sobresaliendo entre los dientes.

Andrew Livingston fue elegido presidente de la nueva organización. Se designó vicepresidente a un agresivo ranchero de corta estatura llamado Cheyenne Davis, cuyo nombre recordaba Andrew de la misma lista de la muerte en que, para su conmoción, había figurado el nombre de Chally Reuter, y secretario al granjero Eigen, que había sido maestro de escuela. Se recabarían cincuenta centavos por cabeza de ganado en el rodeo de la nueva asociación, que se programó con dos semanas de antelación con respecto al de la antigua Asociación, con Ben Crowe de capataz. Andrew logró mantener los debates al margen de conjeturas ociosas, tales como el nombre de sus perseguidores, y de amenazas de responder a la violencia. Jamás había asistido a una asamblea en donde, tras una primera enumeración de injusticias, existiera tan poco rencor y discrepancia. Cuando todo acabó hizo cola con Machray para firmar en el registro de asistentes, entre los granjeros y sus mujeres, los pequeños rancheros y ciudadanos interesados, que le sonreían y tendían la mano para estrechar la suya o tocarle el hombro, llamándolo por su nombre. Saludaban a Machray casi del mismo modo, y a juzgar por cómo se pavoneaba, Andrew vio que al escocés no le molestaba.

En la mesa donde estaba la lista de asistentes, junto con pluma y tinta, Machray escribió su firma, amplia y fluida como la de John Hancock,[33] de la siguiente manera: «George Eustace Balater, Widewings». Andrew firmó debajo con su nombre, a escala más pequeña. Cogiéndolo del brazo, el escocés lo condujo a través de la abarrotada y resonante sala donde los faroles proyectaban reflejos claros y lanzaban profundas sombras.

—Bueno, Livingston, ya lo ha conseguido. La pelea está a punto de empezar, ¿sabe? Se detuvo para declamar:

Entonces, con sus rasgos verdaderos, el belicoso Harry

Asumiría la apostura de Marte; y a sus pies,

Atados con correas como perros, el hambre, la guerra y el fuego

Listos para ser empleados.[34]

—¿Por qué debe ser así? —preguntó él.

—Vamos, hombre…, no pueden tolerar un rodeo anterior al suyo. ¡Sencillamente no se lo pueden permitir!

* * *

Rancho Fire Creek,

23 de agosto de 1884

Querida Cissie:

Los recortes de periódico que me enviaste sobre el escándalo de Rudolph Duarte me han entristecido mucho, porque sentía una admiración desmesurada por ese hombre. Me pregunto si te das cuenta de que me vine a las Bad Lands movido en buena parte por sus historias de aventura y «búsqueda» en el Lejano Oeste. Ahora lo han sorprendido sobornando a funcionarios del Ministerio del Interior para conseguir información que, supuestamente, para él habría sido un juego de niños deducir. Supongo que su posición con sus ricos patrocinadores se ha vuelto precaria con la falta de éxito de las minas de plata de Nuevo México. ¡Y otras acusaciones más graves de corrupción por venir! Sin embargo nunca olvidaré cómo era en Cambridge, su rostro menudo encendido de entusiasmo, los ojos centelleantes, llevándose las manos a las solapas de la chaqueta para tirar de ellas como si quisiera arrancarse la estrecha prenda del cuerpo mientras las palabras brotaban de sus labios. Predicaba el resplandeciente sueño del Lejano Oeste como medio para la regeneración del país y como la adecuada búsqueda que debía emprender su juventud. Ahora esa visión del Oeste ha quedado oscurecida por los mismos tejemanejes y especulaciones maliciosas que arruinaron el sueño de los Padres Fundadores y al propio Rudolph Duarte.

Y Kermit Darcy ya no está con nosotros. Desde luego, lo del pobre viejo no ha sido algo inesperado. Te agradezco que insistieras para que hiciese las paces con él antes de su muerte, y estoy seguro de que ver al chico le sirvió de consuelo. No dejo de preguntarme quién cuidará ahora de la profusión de plantas del invernadero en que vivió sus últimos años.

La Parca también nos ha visitado aquí. Han asesinado a mi «encargado». Apenas puedo escribir sobre ello, y de todos modos te resultaría inexplicable. En realidad, no es comprensible bajo ningún concepto salvo el de las pasiones que discurren por las Bad Lands y las tempestades que ahora debemos cosechar. Tampoco ha sido el suyo el único asesinato. Personalmente he presenciado uno a sangre fría, en una reyerta de salón, el de un viejo ganadero llamado Ashley Tanner. Ahora mismo acabo de volver de su funeral.

Tanner era un hombre tan irascible, poco razonable e intolerante como Kermit Darcy, pero también con un concepto inquebrantable de la dignidad, y me siento honrado de haberlo conocido. Parece que estoy escribiendo su epitafio.

Por dos veces en su vida Tanner recibió la misión de capitanear una fuerza de voluntarios contra ladrones y granujas que abusaban de hombres honrados en territorios sin ley, y en ambas ocasiones vio la rectitud de sus esfuerzos corrompida por el comportamiento de otros. En el tiempo que llevo en las Bad Lands he visto organizado el segundo de los denominados «Comités de Regulación». El primero persiguió al menos a dos ladrones de caballos de la región, cogiéndolos con las manos en la masa en ambos casos, y, según creo, se habría dispersado una vez cumplida su tarea si se hubiera cumplido la intención de su dirigente; quizá lo hubieran convocado de nuevo en algún momento, para combatir alguna futura carencia de la ley en esta región. No voy a justificar los actos de su banda de linchadores, y sin embargo no veo qué otra cosa puede hacerse en un lugar que dista ciento cincuenta kilómetros del sheriff más cercano, que por otra parte nos evita.

Pero hay una maldad inherente en esas fuerzas policiales al margen de la ley. Parece un proceso implacable que la bondad que hay en algo se vea reducida, con el tiempo, al menor denominador común de la mezquindad humana que exista en ese momento. Es un proceso que a Tanner le gustaba resumir con una frase materialista. También es la Segunda Ley de la Termodinámica.

De modo que la función de los Reguladores ha cambiado, ya no persiguen a cuatreros y ladrones de caballos sino que acosan a los recién llegados a los pastos. Y por eso ha muerto Chally Reuter, y Ash Tanner también, en una protesta inútil y suicida contra eso en que se han convertido sus «Reguladores»: instrumentos del dragón del inmovilismo. Conozco a esos canallas. Su jefe es uno que me amenazó cuando me mudé a esta cabaña, se llama Jake Boutelle. Tras él, entre otros, está mi vecino y antiguo amigo, Hardy.

Seguramente ningún villano salvo Yago se habrá considerado nunca como tal, y todo el mundo tiene los mejores motivos para sus actos. Los pastos deben conservarse y evitar que haya un exceso de ganado, lo que arruinaría a todos los ganaderos de por aquí, grandes y pequeños, antiguos y nuevos.

Además, acabo de oír el punto de vista contrario al que yo mantengo sobre la situación: que los Reguladores son, en realidad, inspectores de pastos de la Asociación de Ganaderos, que, asimismo, los ha nombrado representantes suyos, lo que les confiere estatuto jurídico, ¡con la función de vigilar el ganado en los pastos, y a sus enemigos: los cuatreros y abigeos!

¡Y como tal, por ese razonamiento, así me clasifican a mí!

Ayer fue, me parece, el día más satisfactorio que he experimentado en la vida pública. He vuelto a la política, con ánimo de venganza…