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Era un mes cargado de problemas. Primero la marcha de Bill Driggs, que si bien había sido un alivio, dejó a Cora con la vaga pesadumbre de que algo había quedado inconcluso. Luego hubo una serie de crímenes. Chally Reuter muerto a tiros por los Reguladores en una pelea, y Cletus y Conroy en otra. La historia que contaban las chicas era que estos últimos fueron reclutados por Boutelle como inspectores de pastos para la Asociación —que, según decía Wax, estaba contratando ladrones de caballos para enfrentarse con ladrones de reses— y resultaron muertos en una escaramuza con una banda de cuatreros. Luego se suicidó la mujer de Ash Tanner, que se volvió agresivo, y Boutelle lo mató en una pelea de salón, después de lo cual el pistolero desapareció del mapa, seguramente por miedo a los amigos de Ash. En conjunto había sido la peor época que podía recordar en Pyramid.

Ella había puesto su granito de arena admitiendo a Mary Hardy en la casa, y algunos de sus clientes más antiguos se volvieron por eso en su contra. Algunos le dijeron que había hecho una horrible faena al pobre Yule Hardy, acogiendo a su hija en el local, donde todo el mundo conocería su vergüenza. Había que echar de la ciudad a la chica. A Cora no le importaba decir sin rodeos que Yule Hardy era un hipócrita, y le daba lástima su hija. Conocía bien a los tipos como Yule Hardy por su larga experiencia con alcaldes, jefes de policía, concejales, regidores y predicadores, que sermoneaban contra los males de la prostitución durante el día y se colaban por la puerta trasera exigiendo un polvo gratis por la noche. Aunque ya no le chocaba mucho en dónde o en quién preferían los hombres meter aquel precioso bulto suyo, casi había llegado a escandalizarse la noche que Mary Hardy le contó su historia, sollozando como si fuera a hacerse pedazos. No la creyó del todo, aunque el hecho de que una chica tan bien educada como aquélla supiera tales cosas era un misterio, a menos que fuera por experiencia. Como a ella la habían engañado con hábiles mentiras en bastantes ocasiones, situaba cierto tipo de informaciones, y a determinadas personas, en un limbo donde no existía la credulidad ni la incredulidad.

Habría mandado a Mary Hardy con viento fresco de haber creído que sería una fuente de problemas en la casa. No soportaba a las quisquillosas, pues cuando en un local había discusiones los hombres empezaban a quedarse en casa, donde ya tenían que soportar el mal carácter de sus mujeres. Pero Mary tuvo el buen sentido de ganarse la amistad de las demás chicas, y todo el mundo disfrutaba oyéndola tocar el órgano y cantar en el salón. Pasaron buenos ratos, cantando todos juntos, aunque a veces Mary le daba grima haciéndose pasar por una chica más joven de lo que era, casi una niña. Habría ganado toneladas de dinero para las dos si hubiera decidido llevar clientes a la planta de arriba. Aún no se había ido con ninguno, pero recibía buenas propinas, los hombres echándole tintineantes monedas en el gorro de terciopelo que ponía encima del órgano cuando tocaba. Estaba ahorrando para marcharse de las Bad Lands.

Debería haber sabido que tarde o temprano Machray empezaría a tener pensamientos lascivos hacia Mary Hardy. Al principio, nada más instalarse allí, se encerró en la habitación de ella y parecía empeñado en beberse todo el whisky del local. No hacía más que despotricar de lo lindo contra su mujer, llamándola «la judía» o «la zorra Judas», y contra sus patrocinadores, «la asquerosa cuadrilla de Shylocks». Habían sido grandes amigos, espléndidos, le dijo, cuando todo iban a ser beneficios procedentes del Gran Filón del Buey, con pasto libre y crecimiento natural, hasta convertir el matadero en capital de la industria cárnica mundial, pero al menor indicio de un revés se le echaban encima como agentes judiciales. Pero con quien más resentido estaba era con su mujer que, según él, lo había traicionado. Luego empezó a inquietarse por su salud. Llamaba al doctor Micklejohn dos o tres veces al día, para que le mirase el dedo meñique del pie, que le dolía tremendamente, o el corazón, que le latía en la barriga en lugar de en el pecho, donde debía, o echara un vistazo al orinal donde meaba, porque su pis tenía un color extraño. Doc lo auscultaba y examinaba a través de sus pequeños lentes redondos con montura de acero, rascándose aquella nariz que parecía una breva demasiado madura en donde hubieran encontrado cobijo los gusanos, y afirmaba que en su opinión no había nada fuera de lo normal, aunque siempre le recetaba Tónico Estomacal Sachem. Doc estaba más ocupado que de costumbre, atendiendo llamadas para asistir en el parto a mujeres de granjeros o a chiquillos con calentura. Machray se enfurecía cuando Doc no estaba, como si fuese su asistente personal, igual que Dickson, que se pasaba el día en la cocina hablando con Daisy y bebiendo café.

Machray permanecía en el diván de su habitación con sus enormes y pálidos pies sobresaliendo de la manta, sin afeitar, con una barba parduzca, apestando a whisky, echando cabezadas, leyendo, recitando poesía, o cantando melodías escocesas que la mayoría de las veces eran indecentes. Enviaba a Dickson a Widewings a que le trajera libros, pero ella observó que nunca avanzaba mucho con la lectura, dejando el libro a un lado y pidiendo otro.

Ella disfrutaba con sus historias de las guerras en Sudáfrica, Abisinia y Egipto, y de su niñez en Escocia. En muchas aparecía una chica a la que acababa poseyendo, en ocasiones nativas feroces a quienes domaba en la cama. Una de ellas era una princesa abisinia, a la que volvía una y otra vez.

A veces contaba anécdotas en la cena, con Daisy trayéndole vino y platos a rebosar, y ella se sentaba a su lado en una especie de aturdimiento entre la impaciencia y el gozo, el asco y la felicidad, porque aun apestando, medio borracho y sin afeitar, seguía siendo más hombre de lo que ella podía aspirar en la vida.

Lo que más le gustaba era que recitase poesía. Podía declamar durante una hora seguida y no repetirse nunca, la voz grave y baja, o rápida y cantarina, el sonido inglés de las palabras haciendo que el vulgar americano pareciera insulso. Algunos de aquellos poemas le encantaban de tal manera que los memorizó, pensando que podría recitarlos con él, aunque nunca llegaba a hacerlo. El que más le gustaba era uno oscuro y sencillo:

Oh, amor, ¡seamos sinceros

El uno con el otro! Pues el mundo, que parece

Extenderse ante nosotros como una tierra de sueños

Tan variado, tan bello, tan nuevo,

No tiene realmente gozo, ni amor, ni luz

Ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor;

Y estamos aquí como en un llano sombrío

Arrastrados por confusas alarmas de batallas y fugas,

Donde ejércitos ignorantes se enfrentan de noche.[32]

Ese poema, y otros, hacía que se considerase mejor de lo que siempre había pensado ser. Aquellas palabras la habían hecho sentir como ningún hombre, con caricias. Le daban la impresión de que albergaba algo bueno en su interior, algo que no había tenido muchas oportunidades de manifestarse pero que estaba allí de todos modos. Otras veces se daba cuenta de que aquello no la hacía distinta a las demás chicas, que suspiraban por unos amores perdidos que en realidad eran fruto de su imaginación, y lloraban al cantar canciones sentimentales haciendo corro en torno al órgano mientras tocaba Mary Hardy.

Al principio no la necesitaba mucho en la cama. Lo achacó al whisky, porque era consciente de que el alcohol tenía ese efecto en los hombres. Sabía cómo resultarle atractiva, y aunque a veces se lo impedía el orgullo, en ocasiones se sorprendía en cierta postura, con el busto puesto en determinado ángulo, o, inclinándose sobre él para estirarle la manta, con el pelo rozándole la mejilla. O se hacía un moño sobre la cabeza para dejar al descubierto la nuca, que sabía que él admiraba. Una vez Machray le dijo que ojalá pudiera inventarse la manera de follársela por allí.

Se puso muy contenta cuando empezó a llamarla a la cama, con frecuencia cuatro o cinco veces al día, estirándose, o acariciándose y diciendo: «Me muero de ganas por una mujer grande, señora Benbow».

Pero también empezó a desear a otras chicas, y ella tuvo que organizar un harén para su real majestad. «Mándeme a Birdie, señora», le decía, o «Quiero a Maizie, señora B., por favor». A veces pedía dos a la vez. Ella no se permitía desaprobar las preferencias de un hombre, pues se ganaba la vida atendiéndolas, dentro de lo razonable, desde luego, y sabía que un hombre con la moral baja necesitaba mantener el aparato entre las piernas de una mujer.

Puede que no le hubiera importado mucho si Machray se hubiese limitado a pasar por turno por todas las chicas de la casa. Pero Mary Hardy era un caso diferente de las demás, no una puta, sino una especie de huésped, joven, bonita y educada. Una vez Machray soltó una poesía delante de ella, y la chica respondió con otra. Era como si tuvieran un lenguaje que sólo pudieran entender ellos dos. Ahí fue cuando debió de tener el sentido común de poner a Mary Hardy de patitas en la calle.

Porque una mañana Machray se despertó a su lado con el manubrio hinchado como una porra, y diciéndole en tono excesivamente obsequioso: «Señora Benbow, esta mañana tengo ganas de una virgen».

Ella dijo que nunca se le ocurriría tener una virgen en la casa, y a juzgar por lo que contaban las chicas no cabía duda de que no había ninguna. Aquella vez fue capaz de disuadir a Machray con bromas, o quizá se avergonzara él un poco cuando se liberó de la porra al orinar por primera vez en el día. Pero al día siguiente volvió otra vez a la carga: «Resulta tan encantador para un hombre, señora B., desflorar a una virgen».

Aquel día lo que quitó a Machray de pensar en esas cosas fue la visita que le hizo Livingston.