6

Las enfangadas orillas del río, cuarteadas en ondulados rombos, tenían una coloración parda y dorada. Los álamos susurraban desalentados. Thorny aminoraba el paso. Todo signo de vida parecía suspendido en las Bad Lands al calor de la tarde.

Llegó a la vista de los pastos cercados de Yule Hardy, su mejor ganado pastando en la hierba parduzca. Más allá estaba la casa del rancho, y la serie de corrales y cobertizos. Aflojó el rifle en la funda al alcanzar el camino trillado en donde se encontró por primera vez con Hardy en la calesa. No había señales de actividad en torno a los edificios, y la quietud le producía escozor en la nuca.

La señora Hardy apareció en el porche con un rifle, entornando los ojos contra el resplandor del sol. Iba de negro, con una cinta de terciopelo en torno al cuello, y llevaba el pelo en apelmazados tirabuzones que parecían pegados a su cráneo. Alzó el rifle y apoyó la culata en la mejilla.

Él tiró de las riendas, Thorny bailando hacia un lado. El cañón del rifle siguió sus movimientos.

—Baje eso, señora Hardy. —Ella bajó ligeramente el arma—. Quiero hablar con su marido.

—Tiene suerte de que no se encuentre aquí, señor Livingston.

—¿Por qué dice eso?

Ella dejó caer la culata del rifle, que resonó junto a su bota.

—Hace como si no lo supiera, caballero. ¡Confiábamos en usted!

—¡Yo no he traicionado su confianza, señora Hardy!

—¡Los vieron!

—Yo quería dibujar a su hija, como usted bien sabe, y ella tenía interés en que lo hiciera. Para alguno de mis bocetos posó ligera de ropa. Le aseguro que todo se desarrolló de manera profesional.

Ella alzó una mano para protegerse los ojos del sol.

—Sí, ya se sabe cómo ejercen la profesión artistas y modelos.

—¡Le aseguro, señora Hardy, que lo han interpretado mal!

Ella se apoyó contra la pared de la casa, como si sufriera un desmayo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó él.

Ella asintió con la cabeza, que siguió moviendo sin sentido, sosteniendo el rifle al costado.

—He supuesto que quizá no fuese lo que parecía. Que usted… Ella se mostraba… testaruda, últimamente. —Se enderezó y prosiguió—: Para nosotros es como si estuviera muerta. Una vez fui lo bastante estúpida como para soñar que usted podría casarse con ella. Pero naturalmente usted tenía en la cabeza algo muy distinto que una simple ranchera con la mano lisiada, que confiaba en usted. Y cuyos padres lo invitaban a comer…

—Señora Hardy —Andrew apenas podía contener la voz—, ¿quiere decirme que han asesinado a mi socio porque no he cumplido los planes que tenía usted? ¿O porque parecía confirmar sus sospechas? ¿Dónde está su marido, señora?

Ella se pasó una mano frente a la cara, como quitándose una telaraña. Tenía un aire ceniciento, agotado.

—No sé dónde está. Siempre anda… por algún sitio.

—¿Pensando en cómo echar de los pastos a quien ellos crean que no debe estar aquí?

—Están convencidos de que todos nos arruinaremos si continúan viniendo más rebaños, y más granjeros… —Se interrumpió, y luego concluyó—: No quiero contestar más preguntas.

—¿Entonces es que están organizando un grupo más amplio de Reguladores?

Ella se limitó a sacudir la cabeza. Volvió a levantar el rifle.

—Dígame lo que está ocurriendo, por favor, señora Hardy. Su información podría salvar vidas.

—No diré más…, ya he dicho demasiado. ¡Pero si quiere seguir con vida, señor Livingston, le sugiero que se marche de las Bad Lands inmediatamente!

Tiró de las riendas, haciendo girar a Thorny. Cuando miró atrás la señora Hardy seguía en el porche con el rifle, la negra silueta titilando en las ondas de calor.

* * *

Joe Reuter y Davey Crowe estaban sentados en el travesaño superior de la cerca del corral, fumando. Varias docenas de reses levantaban polvo arremolinadas en el amplio corral nuevo, a medio kilómetro más allá, junto al arroyo, en lo que había constituido el último proyecto de Chally. Tiró de las riendas y les contó lo que había averiguado.

—Parece que la cosa se pone interesante —observó Davey, alzando en el cabestrillo el brazo herido.

—Interesante para irse a otra parte, diría yo —repuso Joe.

—Y yo que pensaba que habíamos dejado hecha polvo a esa pandilla.

—A lo mejor sólo los hemos impulsado a tomar más medidas.

—Impulsado, ¿eh? —dijo Davey—. Puede que sí, pero lo que considero insultante es que nos pongan en el mismo saco que a los granjeros.

—¿Qué vamos a hacer, Andy? —preguntó Joe con aire taciturno.

Contestó que no lo sabía, aparte de contratar a un par de vaqueros más, que de todos modos necesitarían para el rodeo, con rifles.

—Parece que viene gente —anunció Davey Crowe.

Dos jinetes habían salido de entre los álamos junto al río y cabalgaban por los bancales de parda maleza, uno sentado de extraña manera en la montura. Resultó ser Lady Machray, en una silla de mujer; con ella iba un vaquero de buena estatura.

Andrew cabalgó a su encuentro. Lady Machray llevaba un traje de montar color ciruela con un coqueto sombrero a juego, un ala prendida con un alfiler para revelar un despliegue de cabellos cobrizos. Lo saludó alzando la fusta de montar.

—¿Podría hablar un momento con usted en privado, señor. Livingston? —preguntó. Tenía una reluciente franja de pecas surcándole la pequeña nariz.

Tras ayudarla a desmontar, la condujo a la Casa Grande, por donde ella deambuló con breves y rápidos pasos, como un pequeño poni, mirándolo todo y golpeándose la pierna con la fusta.

—Una casita rústica y encantadora —declaró, terminando su recorrido y encarándose con él—. Señor Livingston, he venido a pedirle ayuda. Mi marido me ha dejado. Ha fijado su residencia en el prostíbulo de la ciudad. Ha abandonado absolutamente sus empresas comerciales.

—Dígame lo que puedo hacer, por favor, Lady Machray.

Ella apartó el rostro, una vena tirante sobresaliendo en la piel de gardenia de su cuello.

—Me temo que el señor Beavey me ha traído un informe que sólo puede conducir a un resultado. Han impuesto restricciones a mi marido y él declara que no puede aceptarlas. Por tanto, para molestarme, se ha mudado a ese nuevo domicilio.

Andrew tuvo la impresión de que había ensayado el discurso y que su comportamiento también estaba planeado, pues se puso a andar de nuevo frente a él con sus breves pasos. Se volvió de pronto con ojos centelleantes, aferrando la fusta con ambas manos.

—¡Así que ahora me encuentro al cargo de asuntos de los que no poseo el más mínimo conocimiento! ¡Y que no me importan nada! —prosiguió—. ¡Es una afrenta! Si se ha mantenido hasta ahora ha sido por el continuo apoyo de mi padre. Pero eso se ha terminado. ¡Se acabó! —afirmó, girando sobre sus talones y dando otro paseo para volver después—. Entretanto he invitado a mucha gente a una cacería que mi marido prometió organizar. Personas muy importantes, cuyo tiempo es valioso y que deben ajustar sus planes con antelación. Lord y Lady Glazebrook. El conde Fitz-James. Sir Edward Usher. El señor y la señora Terence Dunne. Debo enviar telegramas para cancelar la invitación. ¡Es, sencillamente, una atrocidad! Señor Livingston, creo que mi marido lo considera su único amigo en las Bad Lands.

Desfiló una vez más por la habitación, dándose en la pierna con la fusta y gesticulando con una mano diminuta y enguantada.

—Puede que escuche algún consejo referente a su salud. Una vida vergonzosa, de borracho, con riesgo de enfermedades. Creo que se echó a perder en África, señor Livingston. Le encanta obsequiarme con sus historias sobre el harén que allí mantenía. Mujeres negras, señor Livingston. Se ha convertido en un vicioso. Prefiere vivir en un sitio de perdición… —Se interrumpió y, tras una breve pausa, prosiguió—: Sencillamente, no lo entiendo. Quizá podría darme un consejo de amigo, señor Livingston. ¿Por qué es así?

—No lo sé, Lady Machray.

—Creo estar en condiciones de afirmar que jamás he tenido lo que considero un pensamiento impuro. Me parece que él no los tiene de otro tipo. ¿Son todos los hombres así, señor Livingston, o es que disfruta incomodándome?

Su rostro estaba contraído como un puño diminuto y apretado, y una lágrima brotó de manera casi cómica de sus ojos.

—Señor Livingston, creo que me odia simplemente porque mi padre le ha prestado dinero y ha convencido a otros para que hagan lo mismo. ¡Y perderán su inversión!

—¿Está segura de eso, Lady Machray?

—Completamente. Ah, esos grandes sueños suyos, que es capaz de tejer como esplendorosos tapices. Pero ya no le interesa construir su imperio. Sencillamente se ha aburrido, como un niño malcriado harto de sus juguetes. En el fondo de su ser considera que las empresas comerciales están por debajo de los Machray, aunque reconozca la necesidad del dinero. ¡Eso sí! Pero sencillamente no sé lo que va a ser de él. La estructura financiera se desmorona, hay que proceder a una reorganización. ¡Qué informe puedo transmitir a mi padre salvo que deja la administración de su rancho en manos de subordinados, igual que la reconstrucción del matadero después de aquel terrible incendio que él considera sabotaje, mientras se lanza de pronto a nuevos proyectos, como el de su preciosa línea de diligencias a Black Hills! ¡Y ya ni siquiera eso, desde que se ha enclaustrado en ese local!

»Desde luego no tengo intención de quedarme aquí para convertirme en el hazmerreír de todo el mundo, supervisando sus negocios, para que luego me desprecien por mis tribulaciones tildándome de tendera por naturaleza y herencia. ¡Y tampoco deseo que mi hijo tenga contacto con un borracho depravado, cliente asiduo de prostitutas! ¡No, señor Livingston, nos marcharemos de aquí en cuanto pueda hacerlo de manera responsable!

Su boca, semejante a un capullo de rosa, se frunció en un pequeño y apretado círculo de dolor. Se le quedó mirando a los ojos.

—Dígame qué quiere que haga, Lady Machray.

—¿Podría usted ir a ese sitio e intentar que George entre en razón?

Le prometió que lo haría.