4

A medida que agosto avanzaba el sol se iba convirtiendo en enemigo, hosco y feroz en un cielo metálico. La temperatura alcanzaba los cuarenta y cinco grados a la sombra, los arroyos Fire Creek y Box Creek llevaban el cauce seco, y el río se había reducido a un hilillo que discurría entre bancos de barro endurecido. El ganado estaba continuamente en movimiento por la llanura en busca de agua.

Una mañana se elevó hacia el oeste una columna de humo por detrás de los cerros, y Andrew y Chally se pusieron rápidamente en marcha con palas e impermeables para apagar las llamas, y una lata de queroseno para iniciar otro fuego que frenara el primero creando una zona yerma. Era el primer incendio que Andrew veía en los pastos.

El humo se vencía hacia delante sobre dos cuñas de llamas que corrían por una pendiente de varios kilómetros de anchura. Amarraron a un árbol los nerviosos caballos y se apresuraron a combatir el avance de las llamas que mordisqueaban la hierba seca con pequeños fogonazos de ignición y chisporroteos de humo. Sudando y tosiendo, lograron detener uno de los focos, pero el otro prosiguió su marcha mientras ya asomaba otro por detrás. Chally agitaba su impermeable con una especie de furia mientras Andrew procuraba seguir su ejemplo. Pronto vio que habían llegado más hombres, el granjero Feeney con Buddy, y otros también, hasta que hubo siete trabajando en la orilla del fuego, Chally con una antorcha de queroseno iniciando fuegos controlados, mientras Andrew y los demás —con aspecto de granjeros— luchaban contra la propagación del incendio.

Llegaron dos jinetes, conduciendo un novillo delante de ellos. Eran los hermanos Crowe, los recién llegados de Texas. Sacrificaron al animal y con un hacha abrieron el cuerpo en sentido longitudinal. Uno le ató el lazo a las patas delanteras, el otro a las traseras, montaron y espolearon a los caballos a lo largo del borde del fuego, arrastrando la sangrienta res en ángulo oblicuo. Se lanzaron frente a las llamas hacia la izquierda, para volver luego sobre sus pasos, arrastrando el cuerpo del animal, que rebotaba contra el suelo e iba apagando efectivamente la margen del incendio. En medio del aire acre Andrew y su grupo de granjeros continuaron sacudiendo los brotes de llamas aisladas con palas e impermeables. La saliva se volvía espeso alquitrán marrón en la boca. Chally fue por más queroseno.

Los hermanos Crowe continuaron arrastrando el cuerpo de la res por el renegrido borde del fuego hasta que el viento cesó y ya no hubo más humo elevándose. Andrew fue a darles las gracias, encaminándose al sitio donde estaban en cuclillas, a cierta distancia de los granjeros, a la sombra de un cedro bajo, llevándose a los labios una oscura botella de agua. Eran mellizos, de bigote negro y facciones morenas, achatadas, consumidas por el viento; uno se llamaba Davey, el otro Ben.

—¿Crees que lo han hecho a propósito? —preguntó uno de ellos, mirándolo con ojos entornados. La posibilidad lo dejó pasmado.

—Ya lo hemos visto antes —apuntó el otro, enjuagándose la boca con agua y escupiéndola—. Allá, en Texas.

—Sería una medida estúpida, si de lo que se quejan es que quedan pocos pastos.

Sentados sobre los talones a la sombra, se encogieron de hombros, primero uno, luego el otro.

—¿De dónde salen esos granjeros? —preguntó el primero.

—El más alto registró una parcela al norte de mi rancho, junto al río. No conozco a los demás, aunque los he visto en la ciudad.

—Sé de colonos que también han incendiado pastos —observó el otro.

—Entonces no creo que hubieran venido a ayudar para combatir el fuego.

Los hermanos volvieron a encogerse de hombros.

—¿Adónde ha ido Chally?

—A buscar más queroseno. No sé por qué no ha vuelto ya.

Volvió hacia el otro grupo. La conversación con los granjeros resultó difícil, pues era evidente que su sitio estaba con los Crowe, y el interés común que había concitado sus esfuerzos ya no existía. Condujo a su grupo a dar otra vuelta por la extensión de hierba ennegrecida en busca de señales de llamas o humo, pero el incendio parecía enteramente apagado. Buddy Feeney se mantuvo cerca de él, la pala al hombro como un soldado con su rifle.

Le preguntó dónde se habían instalado los otros granjeros.

—Al otro lado del río, sobre todo —contestó Buddy—. Mi padre y ellos se ayudan mutuamente en la construcción. Ese que tiene mala cara no es nada simpático.

—Al menos ha venido a ayudar.

—Sí, han venido todos. Sólo que unos son mejores que otros.

* * *

Seguía sin haber señales de Chally cuando volvió al rancho Fire Creek. Cabalgó entre algunas reses de la Lazy-N que pastaban en la parda hierba, vio una cierva saltando en arco y alejándose en zigzag. Finalmente avistó los guiños luminosos de las ventanas de la Casa Grande, que destellaban al último sol de la tarde. Brownie seguía aflojando el paso, de modo que tuvo que aguijar al prudente caballito para que fuera más deprisa.

—¿Chally? —llamó.

No hubo respuesta. El caballo de su socio estaba atado al poste del corral. Entonces lo vio. Chally yacía contra el travesaño más bajo de la cerca, en el pecho un rectángulo blanco, y sangre.

Brownie se negó a acercarse más, y él desmontó. Parecía que una fuerza descomunal lo había arrojado contra la cerca; tenía un brazo sobre el travesaño y el otro debajo del cuerpo. En su rostro había una expresión de bestial ferocidad, los labios estirados sobre los dientes, los ojos destellantes. Bajo el papel, su camisa estaba empapada en sangre, y su revólver relucía entre el polvo, donde se le había caído de la mano. Nunca huiré de los encapuchados, había dicho Chally.

Oyó la entrecortada respiración de alguien; era la suya. Sintió la viva presión de la cuerda que Jake Boutelle le había puesto al cuello. Se encontró montado en Brownie de nuevo, dirigiéndose a galope tendido al cruce del río, encaminándose a Pyramid Flat y al tren del Este. Pero finalmente dejó que el jadeante y sudoroso caballo se pusiera al paso, y giró al oeste en dirección a la casa de los Reuter.

* * *

Volvió aquella noche con Joe y el viejo. Llevaron el cadáver de Chally a la casa y lo cubrieron con una manta. Les ofreció whisky.

El viejo apoyó el ángulo agudo de una nalga contra la mesa, bebió, se pasó el dorso de la mano por la boca, y luego por los ojos. Joe se derrumbó en la butaca, en el rincón junto a la puerta.

—Bueno, era buen chico —dijo el viejo—. Aunque no diré que a veces era un problema gordo. Tenía mal genio.

Joe asentía mirando el vaso.

—Provocar un incendio y esperar a ver si pillaban a alguien solo —observó.

—Supongo que lo mismo podría haberme tocado a mí —repuso Andrew.

Ambos asintieron. Puede que Chally forzara la situación, como él hizo una vez; pero entonces no comprendió la coyuntura en que se encontraba.

—Habría que decírselo al sheriff —sugirió sombríamente Joe.

—No puede hacer nada —objetó el viejo—. Nadie puede hacer nada hasta mañana. Lo llevaremos a casa. Supongo que es donde él querría estar.

—Creo que ha sido Jake Boutelle —dijo Andrew.

Los enrojecidos ojos del viejo se movieron hacia él.

—Difícil saberlo —sentenció.

* * *

A última hora de la mañana envolvieron el pesado cuerpo en una manta y lo cargaron en un mulo, vendando finalmente los ojos al animal para amarrarlo a la silla. El viejo apartó a los otros dos para atarlo él mismo.

—Vaya modo más horroroso de volver a casa —masculló.

Joe estaba en cuclillas frente a la borrosa maraña de huellas de cascos en la tierra gris junto al corral, y Andrew se inclinó sobre él. Sus ojos lagrimeaban como si estuviera acatarrado. Joe señaló con el dedo.

—Esa herradura tiene un clavo medio suelto. ¿Ves esas marcas en el suelo?

—Vamos tras ellos —dijo Andrew.

—El rastro ya está muy frío —repuso Joe, levantándose rápidamente.

—¿Y qué iba a hacer usted si los alcanzara? —inquirió el viejo.

—Sabría quiénes han sido.

—A estas alturas ya se habrán dispersado, seguro —dijo Joe.

—Quizá no hayamos sido la única visita de su programa —aventuró Andrew.

—Pues si tiene alguna posibilidad, deles un tiro en la tripa de mi parte —pidió el viejo—. Ese chico puede haberse llevado hace tiempo algunos terneros sin marcar, pero eso no es motivo para matarlo a tiros como un perro.

Siguieron el rastro de cinco o seis caballos durante varios kilómetros hacia el Este. Una vez, cuando desmontaron para observar unas marcas en el polvo al fondo de un barranco, preguntó a Joe:

—¿Qué ha querido decir tu padre con eso de que Chally se llevaba terneros sin marcar?

Joe alzó rápidamente la vista, con las facciones tensas.

—Pues que Chally hacía esas cosas.

—¿Más que eso?

Joe se encogió de hombros. Luego afirmó con la cabeza.

Sintió un sinuoso escalofrío en la frente. Antes de que pudiera decir algo, Joe añadió:

—Bueno, estaba visto que iba a ser ganadero, sabes. ¡Y de los buenos! Pero no tenía cheques de banco para extender. Así que empezó a hacer lo que todo el mundo hacía. Cogió unos cuantos terneros sin marcar, robó algunas reses, y amañó las marcas hasta que tuvo suficiente para ponerse en marcha. Y entonces apareciste tú. Pero por lo visto no lo han olvidado.

—Ya entiendo —dijo, poniéndose en cuclillas sobre el polvo y mirando el rastro de los hombres que habían asesinado a Chally Reuter.

* * *

Estaba seguro de que si los Reguladores habían hecho una segunda visita habría sido a los hermanos Crowe, de modo que, abandonando la lenta operación de rastreo, cabalgaron directamente hacia donde se habían asentado los texanos, en un antiguo campamento invernal de vaqueros cerca de la cabecera del Box Creek.

En la alta planicie donde una línea de álamos señalaba el curso del arroyo, había un corral y una cabaña de maderos deteriorados por la intemperie, con una voluta de humo subiendo en espiral por la chimenea. El sol arrancó un destello al cañón de un rifle.

—¡Alto ahí!

Andrew se identificó, y uno de los hermanos les hizo señas de que avanzaran.

El otro Crowe salió de la cabaña, el brazo izquierdo en cabestrillo.

—Los Reguladores han matado a Chally Reuter —informó Andrew, desmontando—. Éste es su hermano. Pensábamos que podrían haber pasado por aquí.

—Han pasado —repuso el primer hermano. Ambos llevaban idénticas camisas a cuadros y sucios pantalones vaqueros—. Hirieron a Davey.

Se estrecharon la mano. Ben tenía unos ojos claros, fríos, muy severos; su hermano parecía de trato más fácil.

—Chally ha sido el único individuo que nos ha dirigido una palabra amable en las Bad Lands —dijo Davey a Joe. Su herida no era grave, según dijo, sólo le habían arrancado un trozo de músculo que dolía como el demonio cuando movía el brazo.

—Estábamos esperándolos —explicó Ben—. Herí a uno en el hombro, creo. Pensé que podrían pasarse por aquí cuando volviéramos de apagar el fuego en los pastos.

Los Crowe se habían tomado la advertencia de los Reguladores más en serio que él, con sus paseos por todas las Bad Lands tratando de averiguar quiénes eran sus amigos.

—Yo pensé que sólo era un farol —confesó.

—Bueno, es que nosotros ya hemos pasado por esto en Texas, ¿sabes? —dijo Davey. Ben preguntó adónde se dirigían.

—A donde nos lleve su rastro —contestó Joe—. Soplaba una leve y fresca brisa, que rizaba los hierbajos secos del tejado de arcilla de la cabaña. El sol estaba bajo. Joe tiritó y cruzó fuertemente los brazos contra el pecho.

—Podéis quedaros a cenar con nosotros —dijo Davey—. Estoy haciendo estofado, y pan caliente también.

En el interior de la cabaña hacía calor, estaba oscuro y lleno de humo, con un grato y jugoso olor a carne guisándose. En el suelo de tierra había una rechoncha estufa negra, dos jergones de cascarilla con el petate enrollado, una silla y un taburete. A Andrew lo invitaron a sentarse en la silla y a Joe en el taburete, mientras Ben se sentaba en una cama y Davey se quedaba de pie frente a la estufa con las piernas separadas, removiendo el guiso con una larga cuchara. La cabaña apestaba a humo, a cocina y a cuerpos sin lavar.

—Cuando vinieron llevaban la cabeza cubierta con esos sacos de harina —dijo Davey por encima del hombro—. ¿Sabéis quiénes son?

—Tenemos alguna idea, nada seguro —contestó Joe.

—Son esbirros —afirmó Andrew.

Davey se volvió; los dos hermanos se le quedaron mirando, con el ceño fruncido.

—Esbirros —repitió Ben.

—Será mejor que se queden aquí, muchachos —dijo Davey.

—Mañana cabalgaremos un trecho con vosotros —dijo Ben—. Y dormiremos mejor aquí, todos juntos. No me sorprendería que tuviéramos otra visita no tardando mucho.

—Haremos turnos para dormir —sugirió Joe, sentado en el taburete con las rodillas juntas y los brazos bien cruzados en el pecho. Y luego añadió—: Bueno, mataron a Chally porque supongo que los provocó. Pero sigo preguntándome por qué lo arrastraron con el lazo. Me parece una crueldad innecesaria.

—De dónde venimos nosotros queman a la gente —le informó Ben—. Quienes ordenaban esas cosas eran tipos importantes y supongo que aquí será lo mismo. Si matamos a uno de esos, ¿esbirros los has llamado?, seguro que es un peón de alguien.

—No importa —repuso Davey—. Me habría encantado derribar de la silla a un empleado de quien fuera, con su puñetero saco de harina en la cabeza.

—Las cosas se pusieron bastante feas en nuestro territorio —explicó Ben con su voz plana, sin emoción, hablándoles de la guerra de los pastos en Texas, peces grandes comiéndose a los chicos.

—Hay algo que hemos aprendido en casa —continuó Davey—. Y es que a los peces chicos más les vale asociarse.

—Huimos una vez —dijo Ben en tono grave—. Pero no lo haremos más. Antes nos enfrentaremos al infierno con un cubo de agua.

Andrew no protestó cuando le asignaron la primera guardia. Y después no logró dormir, tratando de no hacer ruido con la cascarilla del jergón en su insomnio. Pensó que aquello se agregaba a sus motivos para dejar la política republicana después de la convención nacional, el grande contra el pequeño, el poderoso contra el débil, los veteranos contra los nuevos: la muerte de Chally Reuter se derivaba del nombramiento de James G. Blaine.

Parecía que los Reguladores habían sorprendido a Chally en vez de a él por pura casualidad. ¿Habría muerto él como Chally, o suplicando por su vida con una cuerda alrededor del cuello? Imágenes crueles desfilaron por su mente, los viejos horrores de la muerte de su padre y las pobrecitas y empapadas chicas tendidas en la hierba desdibujándose ahora, el rostro de Chally con su mueca desafiante en lugar más destacado, el familiar conjunto de pesadillas con el muchacho ahorcado y el grupo de hombres, semejante a la fotografía de una partida de caza con su presa, y el terrible ojo del caballo Blackie, entregándose a la muerte ante el terror de la agonía.

Joe Reuter, susurrando, fue relevado en la guardia por Davey Crowe. Andrew debió de haberse quedado dormido, entonces, porque se despertó sobresaltado ante otro intercambio de murmullos, y de nuevo al oír un grito y un disparo. En la masa de compacta oscuridad buscó a tientas el rifle, que había tenido toda la noche a su lado, y fue trastabillando hacia el rectángulo gris que marcaba la puerta, chocando por el camino con otro cuerpo en movimiento. Fuera hubo una ráfaga de disparos, el largo silbido de un rebote, una voz que maldecía.

En la grisácea oscuridad Ben Crowe estaba agazapado tras un tronco. Accionaba la guarda del rifle y disparaba, maldiciendo en un tono casi satisfecho. A lo lejos parpadeaban unas llamas rojizas y amarillas de origen imposible de determinar.

—¡Ocultaos! —susurró Ben—. ¡Creerán que sólo somos dos!

Agachándose, se apresuró hacia Ben y se echó a su lado. Más allá de las llamas había siluetas a caballo. Se colocó el rifle entre la mejilla y el hombro, respiró hondo y apretó el gatillo. La culata le golpeó el hombro. Las siluetas montadas se esfumaron.

—¿Qué está ardiendo?

—Los hijos de puta han venido con intención de quemar la cabaña. Me he ventilado a uno, estoy seguro, le he oído chillar.

Se oyó un disparo a su espalda, de Joe o Davey, agazapados en el umbral. Otra figura se destacó de la cabaña y echó a correr hacia el corral de los caballos, con el rifle en la mano…, Davey, a juzgar por el brazo en cabestrillo. El objeto ardiente refulgió y se apagó. Una bala pasó silbando para alojarse en la pared de troncos a su espalda. Andrew había localizado el destello del cañón donde la penumbra gris era más densa, y disparó un instante después de Ben.

—¿Puedes distinguir dónde están? —musitó.

—Ése está en terreno alto, entre unos árboles. Supongo que dejarán allí a alguien disparando mientras los demás intentan acercarse otra vez.

—¿Podría situarme a su espalda dando un rodeo?

—¿Quieres intentarlo? —dijo Ben—. El arroyo pasa justo por detrás del corral. Si llegas allí antes de que amanezca del todo, te podría dar tiempo a subir por la ladera del arroyo. Sigue adelante durante medio kilómetro, luego retrocede hasta donde oigas los disparos. A lo mejor Joe también podría dar un rodeo por el otro lado.

—Sólo dime por dónde ir —dijo Joe a su espalda.

—Te diré lo que vamos a hacer, voy yo y tú te quedas aquí; sé por dónde ponerme a cubierto. Andy, dile a Davey lo que pensamos hacer.

Agachado, sudando al fresco aire del amanecer, se apresuró a dar la vuelta a la cabaña para dirigirse donde recordaba que estaba el corral.

¿Quién está ahí? —preguntó Davey.

—Andy.

Localizó al otro en la oscuridad; una mano lo agarró fuertemente del brazo. Le explicó el plan y Davey le dio indicaciones para llegar al arroyo. Otra bala se incrustó en la cabaña. Davey dijo que no había disparado todavía porque no había visto a ninguno.

Llegó al arroyo antes de lo que esperaba, y se deslizó por una pendiente hasta llegar a la ribera arenosa. Empapado de sudor, con el rifle amartillado, avanzó a lo largo de la orilla, que por aquella parte tenía una inclinación de alrededor de un metro. Ya estaba clareando. Jadeaba tanto que por fuerza se le debía oír, y se detuvo a recobrar el aliento, apoyándose contra el desnivel para limpiarse el sudor de la cara con el ancho pañuelo. Tenía un molesto guijarro dentro de una bota. Justo cuando iniciaba de nuevo la marcha oyó un rápido y apagado ruido de cascos. Volvió a inmovilizarse contra el talud.

Los cascos siguieron aproximándose. Pensó que aquel jinete probablemente sería fácil de derribar —incorporarse de pronto, con el rifle ya preparado, apuntar y apretar el gatillo— pero aún estaba muy oscuro para hacer puntería, y podría revelar su posición. El ruido de cascos fue disminuyendo hasta que dejó de oírse. Se apresuró. Ahora distinguía la espectral forma de los árboles en el altozano. Los fue dejando atrás hasta que volvieron a fundirse en la penumbra, luego se alejó de la orilla y subió la ladera para retroceder después. Su corazón dio un brinco cuando oyó un disparo muy cerca, delante de él.

Ahora lo rodeaba una bruma ligera, con los árboles sobresaliendo por encima; la misma niebla que envolvía Fire Creek a primera hora de la mañana. Los cedros de ramas bajas se elevaban ya a poca distancia. Se movió una forma oscura; hubo un resoplido, y una patada en el suelo. Un caballo. Una ráfaga de disparos; uno justo frente a él.

Empezaba a clarear. Vio una confusión de troncos y ramas, un caballo de cara blanca con la cabeza gacha. Se dirigía al árbol más cercano cuando a su derecha oyó un silbido prolongado, como la llamada de un pájaro. Se detuvo, medio agachado: hubo un crujido frente a él.

Apareció un hombre, apartando unas ramas. Llevaba un rifle.

—¿Jake? —dijo, deteniéndose.

Era Conroy, su rostro alargándose con una expresión de reconocimiento; alzó súbitamente el rifle. Andrew miró fijamente el rostro del hombre que ya había tenido una vez en el punto de mira. Sus manos parecían encontrar una sólida resistencia en el rifle. El estallido lo echó hacia atrás, sentándolo sobre los talones, y Conroy cayó de rodillas con un grito, soltando el arma y abrazándose el vientre.

Accionó la palanca, depositando otra bala en la recámara. Conroy lo miraba con fijeza.

¡No!

Volvió a hacer fuego. Con una espasmódica sacudida, Conroy cayó de cara mientras su sombrero salía rodando.

Inmediatamente hubo disparos por todas partes. Y entonces, con la misma rapidez, cesaron. Dos jinetes se acercaban hacia él a un trote rápido entre la pálida luz. Se apresuró a ocultarse entre la maleza, las ramas arañándole el rostro, para lanzarse detrás de un tronco caído, afirmando torpemente el cañón del rifle para apuntar en la dirección por donde había venido.

¡Conny! —llamó una voz—. Larguémonos de aquí; hay un montón de ellos allá abajo.

Disparó en cuanto se pusieron a su alcance. Con un grito pasaron frente a él picando espuelas. Volvió a disparar, demasiado rápido. Silencio. Un resplandor se extendía por el Este.

Volvió a donde yacía Conroy y lo puso boca arriba con el pie. A la vista de su cara retrocedió con una sacudida y se apoyó en un árbol, vomitando flojamente. Dando un rodeo frente al desfigurado rostro del cadáver se dirigió a donde el caballo de cabeza blanca pastaba indiferente. Cogiéndolo de las riendas lo condujo colina abajo hacia la cabaña. Junto a ella vio a Joe y Davey, y más cerca, a la derecha, a Ben Crowe. Ben lo saludó con un aullido, alzando una mano con el dedo extendido. Entonces le hizo señas para que se acercara.

Era otro Regulador muerto, Bob Cletus. Ben le ató los pies con el lazo de la silla de Conroy, y el caballo arrastró el cadáver hasta la cabaña donde esperaban los otros. Luego Joe volvió al bosquecillo para llevar a Conroy abajo. Dos por Chally. Y tenía razón sobre Boutelle. «¿Jake?», había dicho Conroy, confundiéndolo con el pistolero.

—Bueno, vamos a ver si se echan atrás —dijo Ben en tono grave mientras bebían café.