Con la bolsa de gamuza en la mano, Andrew se apeó del tren del Oeste en el poblado de Waycross, alquiló un caballo con arreos en el establo, y se puso en marcha en dirección sur por la doble pista de pálida tierra que serpenteaba entre la hierba parduzca hacia la casa de Rademacher. El camino cruzaba una y otra vez el cauce seco de un arroyo. El terreno era duro como el cemento, y ráfagas de polvo se levantaban a lo lejos, donde pastaba ganado. La llanura se extendía ante sus ojos hacia unos cerros desgastados, cubiertos de hierba como bestias antediluvianas envueltas en fango. Un viento continuo erizaba la puntiaguda hierba.
Por una intersección del camino apareció un jinete, que finalmente se detuvo a esperarlo en medio de la pista. Era Fred Rademacher, el rostro bajo un sombrero abollado y grasiento, en mangas de camisa y el chaleco abierto, agitado por el viento.
—¡Vaya, pero si es Nueva York, que viene de visita!
Con su alazán negro cortó el paso al jamelgo de alquiler y le estrechó la mano.
—Qué sequía, ¿no? ¡Habrá incendios este año!
Andrew sacó del bolsillo el papel doblado y se lo tendió a Fred, que emitió un silbido.
—¿De dónde ha salido esto?
—Lo clavaron en la puerta de mi casa. He venido a saber si lo pusiste tú.
—¡Yo no! —protestó Fred, devolviéndole el aviso.
—Pensé que podrías haber participado en otras expediciones, después de aquélla.
—Aquella vez quedé más que harto. —Fred no dejaba de sacudir la cabeza. Sus ojos claros, enmarcados en el moreno rostro, miraban a Andrew sin pestañear—. Claro que si fuese un Regulador te juraría que no lo era. Pero no lo soy.
—¿Quiénes son, entonces? ¿Tanner?
Fred volvió a negar con la cabeza. Andrew respiró hondo. Durante los últimos dos días se encontraba de pronto sin aliento y con el corazón acelerado; era algo que aparecía y desaparecía como la fiebre y los escalofríos, el miedo y lo que fuera su contrario: la rabia.
El alazán negro de Fred echó hacia atrás la cabeza y se giró, y Fred le sacudió con el sombrero en el cuello, a izquierda y derecha.
—¡Qué miedoso es, el hijo de puta! —exclamó Fred, que dirigiéndose a Andrew, dijo—: No es un aviso por robar ganado, Nueva York. Es para que te vayas de los pastos.
—Es lo que he entendido.
—De modo que no es cosa de Ash Tanner.
—Pero ¿sí de la Asociación de Ganaderos?
—No lo sé con seguridad, Andy —contestó Fred, con una mueca de exasperación—. Sin duda hay miembros de la Asociación que creen que los pastos están congestionados, que hay más rancheros y granjeros de los que pueden asentarse, y que es preciso hacer algo antes de que sea demasiado tarde.
—Voy a hablar con Tanner.
—Supongo que estará un poco inquieto por lo que está pasando. Es un individuo que aprecia mucho su reputación.
Se quitó el sombrero y se pasó los dedos entre el apelmazado pelo. El viento susurraba entre la hierba seca y las nubes navegaban en lo alto como una flotilla de lanchas, arrastrando su sombra por el suelo.
—Me parece que detrás de esto hay cuatro o cinco intransigentes. Quizá más. Pero no la Asociación entera. Y han contratado a una banda de pistoleros para realizar el trabajo sucio. No es tarea para personas decentes, ir de acá para allá con sacos de harina en la cabeza con agujeros para los ojos, repartiendo amenazas.
—Han ahorcado a dos hombres —repuso Andrew. Tenía la boca muy reseca.
—Andy —dijo Fred, en tono paciente—, ése fue el otro grupo. ¡Ya te lo he dicho!
Él respiró hondo y preguntó:
—¿Crees que van en serio?
El alazán de Fred volvió a agitar la cabeza, mientras él maldecía y le sacudía en el cuello con el sombrero.
—¿Te refieres a lo que yo haría? Bueno, no creo que un pedazo de papel me asustara como para escapar al galope. Tendría que ver si hacen algo más.
—Hay dos hermanos llamados Crowe que acaban de venir de Texas con un rebaño. Ellos también han recibido el aviso.
—Bueno, eso no me extraña tanto. Nuevos rancheros que se presentan de pronto, cuando la gente está tan tensa. O granjeros. Pero sí me sorprende lo de Chally y tú. ¿Has hablado con Yule Hardy?
Dijo que no.
—Ven a casa y te daré algo de comer.
—Quiero ver a Tanner.
—Como te parezca, entonces —repuso Fred—. Pero no te apartarías mucho de tu camino. —Miró a Andrew con los ojos entornados, sin sonreír—. Mi padre no está en casa; ha ido a Miles City, a un asunto.
¿Le estaba diciendo Fred que su padre formaba parte del grupo que había organizado los Reguladores? Aceptó la invitación y cabalgaron por la pista de carretas, uno al lado del otro.
—¿Te has enterado de lo de la hija de Hardy? —preguntó Fred.
Contestó que sí.
—¡Menudo escándalo! —exclamó Fred—. Aunque muchos aseguran que se limita a cantar y tocar el órgano.
Él dijo que efectivamente así era. Fred sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua.
—Vaya, seguro que Yule Hardy está que se sube por las paredes.
—Fred, ¿podría Boutelle estar dirigiendo ahora los Reguladores? —preguntó Andrew.
—Pues claro que podría —contestó Fred.
* * *
La casa de Tanner era una construcción de tablones de madera sin pintar y erosionados por la intemperie, pegada a la ladera de una colina, donde parecía inclinarse a favor del viento. Más arriba había una ennegrecida chimenea de piedra sin nada alrededor y sostenida contra el cielo por cuatro postes, en un sitio donde seguramente se había incendiado otra casa. Tanner, renqueando y haciendo muecas de dolor por el reumatismo, lo condujo al lado de la vivienda protegido del viento, desde cuyo porche se divisaba una llanura de ilimitada extensión. Dio unas fuertes palmadas.
Una india joven y esbelta apareció como si hubiera estado esperando detrás de la puerta.
—Tráenos vino —ordenó Tanner con su áspera voz.
Moviendo una vez la cabeza en señal afirmativa, la india, de piel oscura y facciones finas, ojos de cierva y dos coletas de espeso pelo negro, se retiró. Indicándole una butaca, Tanner se sentó en otra, agarrándose una pierna para estirarla frente a él. La corta barba blanca le crecía espesa como un babero.
—Mi mujer —le informó—. Se llama Osa Bonita. Quería cambiárselo a Clara, pero ella se negó.
—Es muy bonita —observó Andrew.
—En la tribu snake hay muchas mujeres bonitas —repuso Tanner—. Está aprendiendo a escribir. Pone mucho interés, pero es muy corta.
Osa Bonita volvió a aparecer con dos copas y una botella. Lo dejó todo y permaneció inmóvil mirando a Tanner, las morenas manos entrelazadas en la cintura.
—Eso es todo —dijo él, y ella desapareció una vez más.
—Esto lo hace un tipo de Blairsville —explicó Tanner mientras servía un líquido tenuemente rosado en ambas copas—. Le sorprenderá.
El vino casi no tenía gusto, una especie de pálido dulzor, muy empalagoso. Andrew dio un sorbo, asintió hacia Tanner para expresar la sorpresa apropiada, dejó la copa y sacó del bolsillo el aviso plegado.
Tanner se inclinó sobre el papel. Andrew vio que una vena se le hinchaba en la sien como un cordón retorcido. No dijo nada mientras Andrew se lo explicaba, hasta que finalmente se enderezó y dejó el papel a un lado.
—Supongo que usted no será el autor de esto —dijo Andrew.
Los ojos de Tanner, de amarillenta esclerótica, se movieron de soslayo para fijarse en los suyos. El anciano sacudió la cabeza.
—He venido a preguntarle quién es el responsable.
Tanner siguió sin decir nada. Los oscuros y finos labios se fruncieron entre la algodonosa barba blanca.
—Yo no apruebo lo que hicimos aquel día —prosiguió Andrew—. Tampoco afirmo que en el fondo no supiera cuál iba a ser el desenlace de nuestra persecución. Pero esto es algo muy distinto. No tiene nada que ver con hacer justicia, ni asustar a delincuentes, ni recuperar propiedad robada. Esto es únicamente un ultraje arrogante, destinado a amedrentar.
Tanner se bebió de un trago su media copa de vino y se pasó el dorso de la mano por los labios.
—No sé cuántos de éstos se habrán repartido —continuó Andrew—. Más de uno. El Comité de Regulación tuvo antaño mejor reputación que ahora.
—Cuando haya vivido tanto como yo sabrá que al final todo se corrompe y se vuelve mierda —sentenció Tanner.
—No creo que usted se haya resignado a eso.
—¡Crea lo que le parezca!
—Prefiero creer que es usted un hombre de honorables intenciones.
Los furiosos ojos lo miraron ardientes de indignación.
—¡Puede que no me guste lo que está diciendo!
—A mí tampoco me gusta.
Tanner se quedó absolutamente quieto, con la copa delante de la cara, la otra mano aferrada al brazo de la butaca. Su pie se iba deslizando más y más sobre el suelo.
—Al final las intenciones honorables no son también más que mierda y corrupción.
—Creo que ciertos miembros de la Asociación de Ganaderos han contratado a una pandilla de hombres sin escrúpulos, con Jake Boutelle a la cabeza.
—Bueno, usted todavía es joven —repuso Tanner, con el rostro contraído en una mueca—. Para creer que sabe algo seguro. —Con una sacudida de la mano tiró el poco líquido que le quedaba en la copa—. Esto le hace a uno vomitar, ¿verdad?
Tanner dio una palmada y Osa Bonita volvió a presentarse de inmediato.
—¡Whisky! —ordenó con voz tempestuosa.
—¡Señor Tanner! —musitó ella.
—¡He dicho whisky! —insistió, golpeando la copa contra la mesa.
Ella volvió con una botella de whisky.
—Ahora trae papel y algo para escribir…, enseña al señor Livingston cómo sabes hacer las letras.
La muchacha miró hacia Andrew y puso los ojos en blanco. Bajó la cabeza en señal de asentimiento y desapareció para volver con papel y un lapicero. Tanner juntó las puntas de los dedos.
—Hombre —dijo.
Ella dejó el papel sobre la mesa y, sujetando el lápiz entre el pulgar y el índice, trazó las letras. Tanner asintió.
—Mujer —dijo y, en vista de que titubeaba, gritó—: ¡Mujer! ¡Mu-jer!
Osa bonita lo escribió correctamente.
—Vaca —dijo él.
Esta vez la india no vaciló. Cuando lo hubo escrito, anunció:
—¡Escribo mi nombre!
Con gran trabajo trazó las letras, torcidamente, a lo largo de la página.
—Caballo —dictó Tanner.
Escribió CABALL.
—Te has olvidado la O —la reconvino Tanner, con voz cada vez más áspera, rayana con la histeria—. ¡Estúpida zorra india! C-A-B-A-LL-O! Vete a escribirlo hasta que lo hagas bien. ¡Largo de aquí!
Con la cabeza gacha, Osa Bonita cogió el papel y dio media vuelta. Andrew vio cómo se retiraba con la garganta henchida de ira.
—¡Vuelvo a preguntarle —dijo— qué piensa hacer usted sobre esto!
—Nada —contestó Tanner. Agitó una mano con la palma hacia abajo, cortando el aire—. ¡Na-da! Porque no soy como usted, no estoy seguro de nada de lo que vean mis ojos. ¡De nada!
—¡No sé a lo que se refiere!
—Lo que quiero decir es que si yo fuera joven creería saber lo que está mal y lo que está bien, y que es el individuo de la lengua morada quien ha metido los morros en el tarro de la mermelada. Pero no sé maldita sea la cosa, si Dios ha creado las deliciosas manzanas verdes ni si mi mujer es una asquerosa puta snake. ¡Ni nada!
Andrew se aclaró la reseca garganta.
—Seguramente…
—Cualquiera podría estar seguro de coger a Matty Gruby con aquellos caballos. Pero yo no. ¡Nunca estoy seguro! Cuando me asalta la duda se me queda en la cabeza como un buitre. Ése es el problema de los Reguladores. Intenciones honorables… —concluyó, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
Andrew observó cómo se servía whisky. Tiró el líquido rosáceo que había en su copa, y también la llenó. Las comisuras de su boca se estiraron ferozmente hacia abajo.
—Bueno, hice lo que tenía que hacer —prosiguió Tanner—. Y estúpido fui al jurar que no lo volvería a hacer más. Pero es una maldición que tengo. No estar seguro de nada, nunca, de nada. Ni de si mi mujer se va al barracón y se abre de piernas con los vaqueros cuando yo no estoy. —Su voz se hizo más grave—. Ni de cuántos ha tenido antes de que yo la recogiera. —Dio otro tajo en el aire con la mano—. Ni de si nos equivocamos con aquel chico en Farragan, aunque sepa que no, ni de si Jake Boutelle dirige una pandilla de encapuchados por ahí, destruyendo hasta la última cosa decente que hice alguna vez. ¡Ésa es la diferencia entre nosotros, hijo, que usted cree saber algo y yo sé que no sé nada!
—Señor Tanner… —empezó a decir.
—Bébase el whisky y márchese —le ordenó Tanner. Estaba muy erguido en la butaca—. Porque tengo tal dolor de barriga que dentro de un momento voy a ponerme a gritar y berrear. Váyase. No hay nada que pueda hacer por usted.
* * *
Aquella noche iba en Pyramid Flat de un lado para otro por la polvorienta calle de la casa de la señora Benbow, oyendo el órgano y las voces que se elevaban en una canción sentimental. Intentaba decidir si marcharse o no de las Bad Lands en vista de la amenaza de los Reguladores.
Recordó cuando jugaba a la guerra de niño en el parque Van Buskirk. Era un juego que había empezado en tiempos inmemoriales como competición entre chicos del West Side y del East Side, pero en su época había sido entre los alumnos del Colegio Bakey de enseñanza primaria y todos los que quisieran apuntarse. Siempre que no tenían clase por la tarde en invierno y no helaba, el parque se convertía en escenario de una gran batalla de bolas de nieve.
Se iniciaba con un gran número de colegiales, pero sus filas iban disminuyendo poco a poco hasta que al caer la noche los jóvenes matones eran quienes dominaban el campo de juego. Mientras se empleaba la nieve como única arma no se hacían daño alguno, pero en cuanto sus contrincantes empezaban a meter piedras dentro, ellos hacían lo mismo.
Una tarde la pelea se hizo especialmente violenta. Recordó a Ben Bowes, alcanzado en el ojo por una pedrada, y evacuado del campo mientras sangraba de mala manera. Cuando las sombras empezaron a alargarse los colegiales se vieron obligados a replegarse poco a poco hasta que no pudieron retroceder más y se produjo la desbandada con el sauve qui peut. Para entonces sólo quedaba un pequeño grupo, capitaneado por los héroes del colegio, Bully Farrington y Charley Higgins. El enemigo aparecía como una sólida masa, preparándose para el asalto final, y corría el rumor de que habían reclutado a una multitud de matones de los barrios bajos más sucios y alejados, unidos por el juramento de acabar para siempre con los «niños ricos».
Cuando al fin atacaron él lanzó su última bola de nieve con núcleo de piedra acertando en plena cara a un canalla gigantesco. Hubo un momento en que se quedó paralizado mientras el chico maldecía y se llevaba las manos al rostro. Entonces el otro lo miró fijamente a los ojos, como para no olvidarlo nunca, y entre los labios sangrantes soltó un gruñido: «¡Ya me las pagarás!». Andrew huyó con todos los demás.
Había creído plenamente que aquel chico cumpliría su amenaza. Iba y venía corriendo al colegio. Cuando se encontraba ante una esquina de poca visibilidad, cruzaba la calle. Se despertaba gritando con pesadillas cuya causa no podía describir a sus padres. Con frecuencia soñaba que un tremendo peso le oprimía el pecho, como si su perseguidor lo tuviera inmovilizado contra el suelo preparándose para un acto de tremenda crueldad.
Ahora tenía la misma sensación de que unos ojos hostiles vigilaban cada uno de sus movimientos calculando el momento del ataque, pero en su memoria el miedo de entonces era más intenso. Cuando lo evocaba aún era capaz de percibir sus efectos, la flojera en las piernas, el nudo en la garganta. Se sintió avergonzado al pensar en huir de las Bad Lands, apresurándose hacia la cima de los cerros más altos, como Degan, y luego pasó por la calle principal frente a unas cuantas luces que brillaban aquí y allá, hasta llegar a las que alumbraban la oficina de Machray. La puerta estaba abierta; en el oscuro pasillo llamó con los nudillos al despacho del escocés.
—¡Pase! —gritó Machray.
Estaba sentado a su escritorio, bajo la amarilla mirada del tigre, frente a un montón de papeles, un vaso y una botella de whisky.
—¡Livingston! —gritó, poniéndose en pie—. ¡Es muy tarde para andar fuera de casa, hombre!
¿Quién eres tú, que usurpas este tiempo a la noche,
Y esa presencia noble y guerrera
Con la que un día anduvo el Soberano Danés,
Que yace en el sepulcro?[31]
Contó a Machray que había recibido el aviso de los Reguladores.
Machray frunció el ceño, sacudió la cabeza y le sirvió un vaso de whisky.
—¡Basura! —sentenció—. Yo que usted no haría caso, Livingston. ¡Ah, qué cobardes son, esos cabrones! ¡Contrate hombres armados! Se lo aconsejo.
—Sí —dijo él, dando un sorbo de whisky.
—¿Tiene miedo, amigo mío?
—Sí —volvió a decir, sonriendo.
—«Eres humano, entonces» —recitó Machray. Estaba de pie, con las piernas separadas, bajo la cabeza del tigre. Alzó su vaso—. ¡Por todas las bestezuelas bífidas agazapadas entre los puñeteros matorrales!
Bebieron. Machray hizo un gesto con la mano sobre los papeles de su escritorio.
—Condenados y escurridizos recibos. Pagos trimestrales vencidos. Me alegro de que se haya pasado por aquí. Me aburre estar tanto tiempo sentado. ¡Me fastidia! Por Dios, que preferiría enfrentarme a un montón de pachás enfurecidos, aullando y blandiendo sus lanzas, que a Marston con un manojo de facturas pendientes de pago.
»Livingston, ese maldito incendio del que usted bien se acuerda no me hará interrumpir el ritmo. He contratado más carpinteros y hombres con rifles para asegurarme de que no vuelva a ocurrir. Una nimiedad. ¡Lo que me abruma es el azote de los recibos! Contratos y tablas de impuestos, abogados lloriqueando, juntas y asesores, porcentajes y cautelas hacen que me sienta un puñetero y asqueroso contable. ¡No lo conseguirán! Pero me acosan con sus malditos intereses y condenados beneficios. ¡Seguro que los planetas errarán su curso si ellos no reciben sus beneficios! ¡Livingston, qué ciudad podría construir yo aquí, qué estado, qué nación! ¡Sólo con que me dejaran en paz!
Machray le lanzó una mirada centelleante mientras contraía hacia abajo las comisuras de la boca, como un escualo.
—No soy cobarde por naturaleza, ya lo sabe —prosiguió, bajando un poco la voz—. ¡Pero en qué estado llegan a ponerme esos demonios! —Se dio una palmada sobre las cejas—. ¡La frente con sudores fríos, en la cabeza un torbellino!
—«Eres humano, entonces» —dijo Andrew, sonriendo. Se sentía bastante mejor, en compañía de Machray, con el whisky del escocés entre pecho y espalda—. He sido banquero, y conozco bien los síntomas. He visto a hombres fuertes desfallecer por culpa del dinero. Corazones que han dejado de latir a causa de los pagos trimestrales.
—¡La locura! —exclamó Machray, devolviéndole la sonrisa—. A cada cual sus demonios, ¿no es verdad? —Levantó el brazo, se balanceó sobre los talones y, en tono operístico, cantó con una voz que hizo vibrar las ventanas—: ¡Corrrraaaaagggggiiiiooo!
Se acercaron pasos apresurados; un empleado se asomó a la puerta con aire inquieto.
—No es nada, Deems —lo tranqulizó Machray, con el ceño fruncido—. Un poco de canto para ilustrar un argumento. ¿Más whisky, Livingston?