En un claro con espesa hierba junto a la orilla de un afluente del Fire Creek, con tupida maleza alrededor y cambiantes franjas de sol y sombra producidas por la oscilación del follaje de los álamos sobre sus cabezas, colocó a Mary Hardy para que posara. No había pensado dibujarla con el busto descubierto, pero así pareció ella interpretar su papel. Se había quitado la ropa de inmediato. Ahora estaba sentada en un taburete plegable vestida con la falda, la blusa camisera y las prendas íntimas pulcramente dobladas a sus pies, los rayos de sol entrecruzándose por su marmórea piel, el codo doblado enmarcando la oscura aureola del pecho y el rostro con su fija y luminosa sonrisa tan coloreada por la sangre como el pezón. Tenía las manos juntas, una recogida en la otra, como presentando alguna ofrenda. Mechones sueltos de sus cabellos se agitaban en la suave brisa que se filtraba entre los árboles. En el silencio musitaba el arroyo entre los juncos que bordeaban su curso. La cesta de mimbre descansaba a la sombra.
Él estaba ante el caballete bosquejando la forma característica de su rostro, muy ancho a la altura de los ojos, afilándose hacia la pequeña barbilla, que ostentaba un aire resuelto a la vez que avergonzado. Recordó cuando Machray dijo que su mujer tenía una voluntad inflexible, y él pensaba que Mary Hardy también podría poseer esa especie de determinación.
Dibujó el seno medio oculto, o revelado, por el recodo de su brazo; las manos, sesgadas en una espiral interrumpida; las puntas de los estrechos botines asomando remilgadamente bajo el dobladillo de la falda. Sudaba al sol mientras calibraba ángulos, mirando con los ojos entornados más allá del carboncillo, para luego ponerse a trabajar con trazos largos. Ahora, desde las primeras líneas de conjunto, siempre sabía si el dibujo iba a ser satisfactorio. Dando un paso atrás para contemplar lo que había hecho hasta el momento, pensó que saldría bien.
Cuando terminó los contornos de la figura, dijo a Mary que podía descansar. Recogió su almidonada blusa blanca y la mantuvo extendida hasta que volvió la espalda y él se la puso sobre los hombros. Cerrando la camisa con la mano buena, Mary echó a andar por la orilla del arroyo mientras él añadía detalles, alzando a veces los ojos para mirarla: una muchacha esbelta con una larga falda negra cuyo borde arrastraba por la hierba, su ondulado pelo castaño brillando al sol como si lo hubieran barnizado. Tenía una silueta casi de muchacho con el asombroso volumen de los pechos ocultos bajo la blusa. Pasó por detrás de él para mirar por encima de su hombro, y Andrew sintió cierta tensión ante su olor a flores.
Mary le preguntó en voz baja si la encontraba atractiva.
—Pues claro que sí. Aunque para el pintor sólo seas un tema interesante.
Se apartó de él, retirándose por donde había venido.
—¿Qué piensas de las sufragistas, Andrew? —le preguntó.
Él contestó que su causa le parecía justa pero que sus payasadas resultaban a veces embarazosas.
—Creo que si viviera en el Este sería una de ellas —observó Mary—. Iría a manifestaciones, me ataría con cadenas a las columnas y me zarandearía la policía; todo eso.
—¿Y qué pensaría tu padre, según tú?
—Oh, le sentaría muy mal —repuso ella, tranquilamente.
Le preguntó si estaba dispuesta a posar de nuevo, y Mary, volviendo a sentarse en el taburete, se quitó la blusa y la colocó sobre la hierba a sus pies. Adoptó la misma postura de antes. Esta vez su sonrisa parecía más natural. Andrew empezó a dibujar las manos plegadas.
—Así que estás decidida a dejar las Bad Lands. ¿Para irte al Este?
—O al Oeste. A cualquier parte. Las Bad Lands no ofrecen mucho a una joven, salvo soledad, decepción y… ver cómo pasan cosas horribles. Supongo que con el tiempo acabaría resignándome, como mi madre.
—Estás hablando de tu amigo —repuso él, inclinándose más sobre el dibujo.
—No, me he prometido a mí misma que hoy no hablaría de él. A lo mejor estoy hablando del incendio del matadero de Lord Machray. De los hombres que hacen esas cosas.
Andrew se enjugó el sudor de los ojos, entornándolos mientras observaba el sombreado que iba dando con el carboncillo.
Al cabo de un tiempo, Mary Hardy anunció:
—Ahora creo que no perteneceré a ningún hombre a menos que me lleve lejos de las Bad Lands.
Le borró la boca y empezó de nuevo.
—Mi padre me ve como de su propiedad, ya ves. Es raro que hable con tanto fervor en contra de la propiedad. Me parece que ya no le caes bien porque mi madre te considera el pretendiente ideal. —Se echó a reír—. ¡Es extraño que se haya librado una gran guerra para dar libertad a los negros y se considere ridículas a las sufragistas!
Cuando le preguntó si deseaba descansar otra vez, ella se puso a pasear de nuevo a lo largo del arroyo, la camisa sobre los hombros.
—¿Abrimos la cesta y vemos las tentaciones con que mi madre quiere abrumarte?
Sentada frente a él al otro lado del mantel a cuadros rojos y blancos, se puso a charlar de libros, conversaciones familiares y chismorreos de la localidad, mientras él le sostenía los platos para que sirviera la ensalada de col y los filetes de lengua. Le resultaba difícil mantener los ojos alejados del balanceo de sus pechos bajo la blusa, allí donde tenían un sentido tan diferente que los mismos senos desnudos ante su carboncillo.
—¿Podría servir de modelo vivo, crees tú? —le preguntó—. Sería un modo muy arduo de ganarse la vida. Teniendo en cuenta cómo son los artistas.
—¡Sin duda no querrás echarte encima esa condena!
Ella rió alegremente, arrugando la nariz; le recordó a las chicas que conoció en su juventud, cuando cantaban melodías que parecían cargadas de sentido, aunque él nunca llegaba a captar plenamente el mensaje.
Era como si la viese a través de una niebla, su rostro sonriente, la pálida mano en el regazo, la oscilación de sus pechos. Podía ver los siguientes movimientos como en un tablero de ajedrez.
Hubo un ruido de cascos en la dirección de los ocultos caballos, un largo relincho, la precipitación de una montura que se alejaba. Pensó que eran cuatreros, y se puso en pie de un salto. Corrió hacia los animales.
Cuando la muchacha llegó a su lado él estaba en cuclillas, observando la tercera serie de huellas; alguien había venido y se había marchado sin molestar a los caballos. Mary parecía menos afectada que él por el hecho de que los hubieran estado observando.