5

Dickson apareció un día, acompañado por un vaquero del Ring-cross, para invitarlo a comer en Widewings y celebrar la llegada de Lady Machray. Parecía una convocatoria en vez de una invitación y, molesto y resentido, vaciló mientras el vaquero lo miraba con los ojos entornados desde su montura y Dickson permanecía en su postura erguida, golpeando los largos guantes contra los zahones.

Pero si Machray era capaz de olvidar diferencias pasadas, él también.

—Por supuesto que iré —anunció.

—Lo acompañaremos, si no le molesta, caballero. El Capitán dijo que estaba seguro de que no le importaría vestirse para la comida.

—Me temo que mi guardarropa es muy limitado en comparación con el de Lord Machray.

—En el campo, caballero, todos nos arreglamos como podemos —observó Dickson, y el vaquero soltó un bufido.

Mientras lo esperaban, metió la chaqueta de sarga azul marino en una bolsa de viaje y revolvió en la caja de hojalata donde guardaba sus pertenencias personales hasta encontrar gemelos, botón de cuello y alfiler de corbata. Frunció el ceño ante las arrugas de su camisa de gala. Sin duda su anfitrión, a quien había visto por última vez cómodamente instalado en un burdel, estaría ataviado con sus mejores galas militares. Cabalgando en dirección norte a lo largo del río con sus acompañantes, preguntó a Dickson cuánto tiempo llevaba con Lord Machray.

—Diecisiete años, caballero. Desde la bahía de Annesley.

—¿Dónde está eso, Dickson?

—En Abisinia, caballero. El Capitán…, bueno, entonces no era más que alférez, desde luego…, había venido de Bombay con los elefantes. Después de Magdala servimos en la Guerra Zulú y en Egipto. ¡Vaya si hemos estado en países calurosos y en batallas reñidas, el Capitán y yo! Él disfruta escuchando la gaita y yo conozco sus gustos. ¡Llevo ya muchos años atendiéndolo!

Dickson parecía nostálgico, y Andrew le preguntó si a Lady Machray le gustaban las Bad Lands.

—Ah, pues eso es difícil saberlo todavía, caballero. Sólo lleva aquí una semana. ¡Y qué sorpresa se llevó el Capitán, por cierto! Sólo le avisó de que estaba en camino cuando llegó a Chicago, desde donde le telegrafió, ¿comprende? No quería que el Capitán le enviara el Aurora y armara alboroto por su llegada. En mi opinión, las señoras ven las cosas de diferente forma que los caballeros.

El vaquero, que había estado escuchando, señaló ahora uno de los cerros y empezó a contar una confusa historia sobre la caza de un oso con Machray.

—¡Ahí mismo fue! —exclamó—. ¡Debimos de haber seguido el rastro de aquel enorme oso durante ocho kilómetros! ¡Cómo corría! Parecía una gran bola peluda rodando cuesta abajo por esos barrancos. Entonces desapareció como si se hubiera caído en un hoyo. Pero Jim Hawkins lo divisó cuando se estaba metiendo en una cueva. No se ve desde aquí.

»Pues, bueno, Lord Machray tenía que entrar en esa cueva persiguiendo a don Oso, nada se lo impediría. Lo que hizo fue ponerse un lazo en la bota, para que nosotros tirásemos de él al oír el disparo. —Soltó una carcajada—. ¿Han conocido alguna vez a alguien tan loco como para meterse en una cueva con un oso pardo? Pues él lo hizo, entró a gatas, disparó y todos tiramos del lazo a la vez, apartándonos como si se nos echara encima un tren expreso. Lord Machray salió de allí como un corcho de la botella, pero el gran oso pardo no apareció. —Lanzó otra ruidosa carcajada y concluyó—: ¡Porque había recibido un balazo en el morro y estaba más muerto que vivo!

Siguieron cabalgando en silencio y, al cabo, Dickson dijo:

—No sé si se habrá enterado, caballero, de que Bill Driggs se ha marchado de las Bad Lands.

Dickson le lanzó una mirada de connivencia, como si ambos fuesen aliados en la empresa de proteger a Machray de los peligros que lo acechaban. Añadió que Johnny Goforth y una cuadrilla habían ido a reconocer el terreno para trazar la ruta de la diligencia a Black Hills.

Llegaron a la vista de Widewings, encaramada sobre los acantilados. Cuando se aproximaron a la mansión, Machray bajó apresuradamente los escalones y se dirigió a su encuentro.

—¡Cuánto me alegro de que haya venido, Livingston! ¡Mi mujer ha llegado al fin! ¡Ha venido de puntillas, por decirlo así, cuando menos la esperaba!

Machray lo condujo por el porche. Más allá, la llanura salpicada con franjas de sol y sombra se extendía bajo un cielo pastoso por el calor. Machray se detuvo para señalar la chimenea amarilla al pie de los acantilados, de la que ascendía humo como una línea de tiza.

—¡Lástima, pensaba tener el sitio en condiciones para cuando llegara! Creo que hay una conspiración, Livingston. ¡Sabotaje! Pequeñas cosas por lo general, pero molestas. Y ahora hay otro funcionario en el Registro de la Propiedad Estatal de Mandan. ¡Parece que me acusan de cercamiento ilegal! Cuando le enseño las escrituras me murmura algo sobre derechos prioritarios, anteriores a los derechos de apropiación, o algo por el estilo. ¡Le han sobornado! Esto no es obra de mis vecinos. He atentado contra los intereses de Chicago. ¡Pero no es del todo desagradable saber que esos cabrones me tienen miedo!

Siguió andando. Toda tensión derivada de su último encuentro parecía olvidada.

—Tiene que ver al granujilla —prosiguió Machray—. ¡El orgullo y la alegría de su papá! Te coge el dedo como si quisiera arrancártelo. ¡Saca su pequeña mandíbula hacia fuera! ¡Ah, y cuando el joven Anthony se pone a llorar, hace temblar las vigas! —Se echó a reír, dando una palmada—. Han llegado algunos muebles y falta por venir una carreta cargada. Qué alboroto estos últimos días. Sólo de un perfecto caos surge el orden, como sin duda descubrió el buen Dios en su semana de trabajo.

Entraron en la casa, pasando frente a una doncella vestida de blanco y negro, que hizo una reverencia. En el comedor, una mujer menuda ataviada de azul, con cabellos como oro derretido, sacaba cubiertos de plata de un arcón de madera y los distribuía en montones. Tenía las mejillas de una muñeca china, y no parecía haber cumplido más de quince años, mientras fruncía los diminutos labios de coral al contar los utensilios. Sus brillantes ojos azules se alzaron cuando Machray le presentó a Andrew. Lady Machray le dirigió una sonrisa luminosa y le tendió la mano. Al cogerla, Andrew sintió el impulso de llevársela a los labios.

—Le pido disculpas por el olor del limpiaplata, señor Livingston —murmuró Lady Machray—. Me alegro mucho de conocerlo. George me ha hablado a menudo de usted.

—¿Dónde está mi Tony? —inquirió Machray.

—Vamos, George, no irás a molestarlo. —Miró de nuevo a Andrew con su radiante y abstracta sonrisa—. Mi marido insiste en acercarse al niño gritando como alma en pena, y luego se pregunta por qué berrea aterrorizado.

—Tremendamente consentido por un regimiento de mujeres —protestó Machray, conduciendo a Andrew a la planta alta para ver al niño, que estaba en una habitación amplia, con muchas ventanas. La criatura, de cara gruesa y pelo rubio, con cierta aprensión en el semblante, se incorporó laboriosamente y se apoyó en la esquina de la cuna como un boxeador contra las cuerdas. Llevaba un complicado camisón con cintas de seda.

—Tendría que ver la glotonería con que el cabroncete se lanza por la teta —dijo Machray—. Como si quisiera volverla del revés. ¡Igualito que su padre!

Soltó una carcajada de alegría, ante lo cual las mejillas de Anthony Ernest se tiñeron de rojo y se llenaron de arrugas; empezó a berrear. Una joven niñera entró apresuradamente y cogió al niño en brazos. Los dos miraron a Machray con aire de reproche.

—Ay, santo cielo, lo he vuelto a hacer —dijo el lord—. No se lo digas a Lady Milly, querida.

—Si no hablara tan fuerte, señor… —repuso la muchacha.

—Sí, sí… —contestó Machray con las manos en las caderas, contrito, volviéndose para mirar por la ventana mientras ella consolaba al niño.

Viendo cómo el pequeño Tony Balater dejaba de llorar y se chupaba el trémulo labio inferior, Andrew se acordó tanto de su propio hijo que le escocieron los ojos.

—No importa —dijo Machray, frente a la ventana—. ¡Es un buen sitio para criar a un chaval, éste, y las mujeres aún no lo han echado a perder con sus amaneramientos y fanatismos religiosos!

Cuando bajaron juntos la amplia escalinata le anunció que había otro invitado a cenar, un tal señor Beavey, «una especie de contable del viejo Minton», el padre de Lady Machray, «el viejo judío», o bien, tal como Andrew interpretó, el financiero que había organizado una compañía para apoyar a Machray en sus empresas.

—Un sinvergüenza, verdadero chupón, el viejo judío —le confió Machray en un murmullo bastante audible—. Quería un título de nobleza para su hija. ¡De todos modos, con una mirada de esos ojos azules me quedé para el arrastre! —Soltó una carcajada y se palmeó la pierna—. ¡Aunque creo que fue un empate, ni él ni yo sabíamos dónde íbamos a meternos!

* * *

El señor Beavey era un hombre de unos sesenta años, con patillas canosas, tez grisácea y unas cuantas hebras plateadas que peinaba a través del calvo cráneo, y un labio superior alargado que expresaba desaprobación. La mesa destellaba con manteles, plata, cristal y platos y bandejas con esmaltes de oro y el escudo de armas de Machray. Dickson sirvió los manjares y escanció el vino; mientras iba y venía, los atendía una muchacha de uniforme apostada detrás de un biombo. A lo largo de la cena, Machray y su esposa discutieron en términos que Andrew encontró próximos a la acritud, aunque el dueño de la casa siempre alejaba la disputa en el último momento con alguna broma o una carcajada, pidiendo una segunda o tercera botella de clarete, mientras el señor Beavey parecía encogerse poco a poco, la cabeza remetida en los hombros, los hombros en el cuerpo, el cuerpo en la silla.

Lady Machray llevaba un vestido azul que dejaba al descubierto su garganta, sus hombros blancos y delicados y un collar de relucientes alhajas.

—Desde luego es una experiencia nueva, señor Livingston —dijo ella—, descubrir que se es la mujer de un carnicero.

La convulsa carcajada de Machray hizo que los labios de ella se replegaran en una apretada línea.

—¡Querida mía —gritó él—, espera a saber que eres la mujer de un transportista!

—Muy poco de fiar, eso —anunció el señor Beavey—. Muy arriesgada, esa empresa de diligencias. No tengo fe en ella.

—Mi querido amigo —repuso Machray—. ¡Si hay algún modo de lograr grandes beneficios sin correr riesgos no lo conozco, y usted tampoco!

Lady Machray dirigió a Andrew su radiante sonrisa.

—Tal como dice mi padre, el Gran Oeste no es sino un grifo con la llave rota.

—Esos tipos de la casa de empeños hablan con espléndidas hipérboles —observó Machray.

Andrew estaba paralizado de bochorno. El señor Beavey se encogió aún más, y Lady Machray fulminó con la mirada a su marido, que apuraba de un trago otra copa de clarete.

Seguidamente empezó a golpear la copa con una cuchara, cantando con voz poco melodiosa:

—La señora de la casa se vestía para el baile… —Se interrumpió, sonriendo, se inclinó hacia delante con la barbilla apoyada en las manos y arrastrando las palabras, pero con una expresión inteligente y atractiva en sus ojos verdes, se dirigió a Andrew—: Usted estuvo casado, Livingston. ¿Fue feliz en su matrimonio, o se llevó una buena decepción?

—Un poco de las dos cosas.

—No recuerdo quién lo dijo —terció el señor Beavey, removiéndose en la silla—. ¡«Casarse de segundas es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia»!

Soltó una risita socarrona. Lady Machray lo miró con frialdad.

—¿Ya no está casado, señor Livingston? —le preguntó.

—Soy viudo.

Machray declamó:

El rey David, cuando se hizo viejo,

Y se le enrareció la sangre, y todo eso

Y vio que sus entrañas se iban enfriando

No podía abstenerse de todo eso.

De todo eso, y eso.

Para reanimarlo, y todo eso,

¡Las hijas de Jerusalén,

Lo calentaron bien, y todo eso![29]

Cerró los ojos y pareció quedarse dormido. Lady Machray tenía los labios pálidos. Dijo a Andrew:

—Ya ve, señor Livingston, a mi marido le encanta todo lo que pueda avergonzarme delante de los invitados.

No había logrado responderle cuando la doncella, convocada por medios misteriosos, apareció por detrás del biombo para quitar la mesa. Machray permanecía sentado con los brazos cruzados sobre el pecho, como la escultura en piedra de un caballero en el féretro.

Andrew preguntó a Lady Machray por sus impresiones sobre las Bad Lands.

—¡Me parece el lugar más deprimente que quepa imaginar, señor Livingston! Hace un calor sofocante, la vegetación está muerta o agonizando, y después de contemplar unas cuantas vistas espléndidas… —Hizo un gesto de rechazo.

—Estamos teniendo un verano muy seco.

—Un perfecto Sahara, en realidad —apostilló Beavey.

Machray abrió un ojo para lanzarle una mirada de odio.

—Presentándose de pronto, cuando menos la esperaba —murmuró—. Trayendo espías y alguaciles. —Empezó a golpear la copa con la cuchara—: «La señora de la casa se vestía para el baile…»

—¡Si sigues así, atente a las consecuencias! —le advirtió Lady Machray.

Beavey se excusó, diciendo que había tenido un día agotador, y se retiró apresuradamente.

—¿Por qué diablos estará tan cansado el viejo señor Beavey? —murmuró Machray—. Repasando números todos el día; ¡agotador! ¡Dickson, más vino! —Cuando su ayudante le llenó la copa, se levantó tambaleante para hacer un brindis—: ¡Por las Bad Lands! Que limitan al Este con la industria cárnica de Chicago. Al Norte con la hipocresía y la envidia, al Sur con las sanguijuelas, y al Oeste con las pérdidas y ganancias. ¡Y a todo alrededor con hombres de mala voluntad! —Volviendo a sentarse con un brusco traspié inmediatamente se puso a cantar de nuevo—: «Colgando, oscilando como un badajo»…

—Sí, señor Livingston —dijo Lady Machray, alzando la voz—. Creo que esta región crispa los nervios y conduce a la embriaguez y al comportamiento zafio. ¡Desde luego no deseo que mi hijo crezca en un sitio así!

—¡No, ni que crezca nada más! —exclamó Machray, con una sonrisa feroz.

Ella proyectó hacia él su bonito rostro, contraído como una serpiente al atacar.

—¡Yo no seré propiedad de ningún hombre, borracho, sucio estafador!

Machray volvió a hacer resonar su copa:

La señora de la casa se vestía para el baile,

Cuando espió a un calderero escocés

Que meaba contra la pared…

Lady Machray se puso velozmente en pie y le arrojó su copa de vino a la cara. Sonriendo, el rostro chorreando clarete, Machray prosiguió con su canción:

Con su gran aparato reventador, pelotas como dos pares,

Y con medio metro de prepucio colgando de rodilla para abajo.

¡Colgando! ¡Oscilando como un badajo!

¡Y con medio metro de prepucio colgando de rodilla para abajo![30]

Machray se derrumbó hacia delante y Andrew se puso en pie.

—¡Oh, felix culpa! —exclamó el escocés, cayendo de cabeza sobre la mesa. Se puso a roncar.

—Le pido disculpas por mi marido —dijo Lady Machray—. Como ve, la vida en las Bad Lands es demasiado para él.

—Creo que la ha echado a usted mucho de menos.

La fría mirada de sus ojos azules se fijaron en los suyos.

—No, señor Livingston, sólo quería el hijo que acabo de darle.

Andrew percibió un destello intermitente en la ventana que había a su espalda. Se volvió hacia ella, apartando los visillos. Las llamas eran diminutas en la lejanía, doradas y anaranjadas, la chimenea irguiéndose entre ellas como un campanario ennegrecido.

—Lady Machray, hay un incendio en el matadero —anunció, dando media vuelta—. ¡Machray, el matadero está ardiendo!

Machray se incorporó con esfuerzo; sujetándolo por el brazo, Andrew lo ayudó a ponerse en pie y a llegar a la ventana, en donde el escocés, con la mandíbula desencajada y tambaleándose jadeó:

—¡Milly! Llama a Dickson… —Luego bramó—: ¡Malditos sean! ¡Maldita sea su casa, su cuadra y su establo, malditos sean ellos y sus amigos, su mujer y sus hijos…, que una negra maldición caiga sobre todos ellos!

Empezó a dar tumbos por el comedor, mientras Andrew trataba de sujetarlo. Lady Machray había desaparecido.

—¡Malditos sean! —gritó Machray, cayendo al suelo y arrastrando el mantel de la mesa con gran estrépito de cristales rotos.

* * *

Andrew y Dickson formaron un contingente con los vaqueros de los barracones y lo condujeron colina abajo, en donde se sumaron a la desorganizada cuadrilla de empleados y carpinteros que luchaban contra las llamas. Con el agua abundante del canal elevado al fin lograron apagar el fuego en el más pequeño de los dos edificios, pero el grande quedó prácticamente destruido, un ennegrecido caparazón lleno de ecos, con olor a quemado y chorreando agua.