4

Una mañana de primeros de agosto descubrió personalmente la segunda invasión de Sloping Bottoms.

La alta y ancha carreta, de mohoso toldo blanco, se encontraba exactamente en el centro de los pastos que Johnny Goforth y sus vaqueros, con el ganado de Machray, habían desocupado al recibir la nota del escocés. Había animales pastando en las proximidades, una vaca, un caballo, una mula, bueyes. Entre la carreta y un árbol joven había una cuerda con ropa tendida al aire inmóvil, tres pares de monos de trabajo de distintas tallas, diversos cuadrados y rectángulos de colores. Oyó un largo grito, y un fuerte crujido. Una yunta de bueyes arrastraba un tronco de árbol, un hombre avanzando al lado con un látigo en la mano. Tras él trotaba un muchacho.

Sentado en la silla de Cicero, en el cerro desde donde Chally y él habían observado el rebaño de Machray, analizó sus emociones. Con motivo de la anterior invasión su ira se había visto atemperada por la rabia más violenta de Chally. Ahora se atenuó al comprender que era la misma que la vieja guardia de rancheros sentía hacia los recién llegados como él.

Mientras esperaba se dio cuenta de que el granjero debía haberlo visto.

Chasqueó la lengua, dio con los talones en los ijares de Cicero, y cabalgó despacio hacia Sloping Bottoms. El granjero y el niño se habían detenido para verlo venir, y apareció una mujer por detrás de la carreta, secándose las manos en el delantal. Un perro blanco correteó hacia él, ladrando furiosamente, y Cicero dio un respingo y se plantó.

¡Rags! —llamó la mujer, y los ladridos cesaron, al tiempo que el pequeño perro retrocedía.

Recordó a Machray montado mientras él, a pie, le hacía frente con resentimiento, así que desmontó y, llevando a Cicero de las riendas, fue al encuentro del granjero. El hombre era tremendamente flaco, con un maltrecho sombrero a la cabeza y una nuez tan prominente como su codo. El muchacho era una versión menuda de su padre, con una mata de pelo claro y un mono demasiado grande. Ambos ostentaban unas facciones igualmente inexpresivas. Los bueyes sacudían el rabo de un lado a otro en un movimiento sincronizado.

—Me llamo Livingston —se presentó.

—Feeney —contestó el otro, que, aceptando la mano de Andrew, la estrechó sin fuerza y la soltó. Se pasó por la frente un andrajoso pañuelo. Estaba atemorizado.

—¿Acaba de llegar a las Bad Lands?

Feeney asintió espasmódicamente con la cabeza.

—De Pensilvania. —Hizo un gesto para incluir a su familia—. Las cosas se pusieron mal por allí. —Entonces proyectó la mandíbula hacia fuera y anunció—: He registrado una parcela de sesenta y cinco hectáreas.

Andrew hizo un gesto de aprobación.

—Yo estoy instalado a unos veinte kilómetros río abajo. En el Rancho Fire Creek. Mi ganado lleva una marca que parece una N tumbada. La Lazy-N.

—Son las que hemos visto, papá —susurró el muchacho, y Feeney asintió con una especie de paródica dignidad.

—Al norte tiene usted a Lord Machray. Con la marca Ring-cross.

—Me han hablado de él en la ciudad —dijo Feeney. Volvió a enjugarse la frente y se cruzó de brazos, como si tuviera frío. La mujer y un niño más pequeño, con el perro blanco sentado a sus pies, permanecían enteramente inmóviles junto a la lanza de la carreta.

—Es muy exigente con su cerca —prosiguió Andrew—. Tiene hombres patrullándola. Las alambradas no son muy populares por aquí, ya me entiende. Pero usted se verá obligado a cercar las tierras que vaya a cultivar.

El hombre parecía mirar con ojos entornados a un punto por encima de su hombro derecho. Carraspeó.

—¿Y a qué se debe eso?

—De otro modo lo molestará el ganado que esté pastando.

—Supongo que podremos espantarlo, mis chicos y yo.

—Le aconsejo que ponga una cerca. Los colonos de por aquí están muy resentidos porque el ganado pisotea sus cosechas. Pero hay un resentimiento aún mayor por parte de los rancheros, que han visto cómo los colonos tiroteaban su ganado.

Feeney dejó escapar despacio el aliento.

—Bueno, yo no tendría inconveniente en poner una cerca si consiguiera crédito para comprar alambre.

—Yo puedo encargarme de que se lo den. Y también podríamos echarle una mano para ponerlo.

—¡Pues… gracias! —exclamó Feeney. Hizo un gesto torpe, volviéndose a medias—. Éste es mi hijo mayor, Buddy.

—¿Qué tal estás? —lo saludó Andrew.

—¡Hay mosquitos! —dijo Buddy, señalando. Tenía el rostro encendido de vergüenza—. ¡Cerca del río! ¡Son temibles!

—Antes eran peores. Pronto desaparecerán.

—¡Madre! —llamó Feeney—. Ven a conocer al señor Livingston. ¡Es nuestro vecino!

La mujer se acercó presurosa hacia ellos, llevando de la mano al pequeño. Era casi tan alta como su marido, de anchas caderas y pecho caído, con el rostro quemado por el sol y el pelo descolorido. El perro blanco trotaba cerca de sus pies, casi haciéndola tropezar, hasta que ella dijo en un murmullo:

—¡Eh! ¡Rags!

—¿Cómo está usted, señora Feeney?

—Qué tal, señor.

Se apartó un mechón de pelo de la frente. Tenía las mangas remangadas sobre los blancos brazos y unas manos grandes, enrojecidas. Cuando vio que las miraba, las ocultó en los bolsillos del mandil. El pequeño de cara sucia estaba con el pulgar en la boca, mirando fijamente a Andrew con sus ojos redondos.

—Éste es un sitio agradable, ya verá, señora Feeney. Sloping Bottoms, así hemos llamado siempre a este valle abierto.

—Sloping Bottoms —repitió ella—. ¡Qué bonito!

Feeney le indicó dónde iba a levantar la cabaña, y ya había allí un montón de troncos pelados. La señora Feeney preguntó a Andrew si le interesaría comprar verduras cuando hubiera plantado el huerto.

—Lo que me gustaría —dijo, después de contestar que sí—, sería abastecerme de leche fresca. ¿Es una vaca lechera, la que veo por allí?

El niño se quitó el dedo de la boca y musitó algo sibilante e ininteligible.

—Dice que ésa es Bossie —explicó Buddy.

—Buddy puede llevarle leche cuando usted quiera —ofreció la mujer—. ¡Estaría bien vender la cosecha nada más llegar!

—Mañana, entonces —dijo él.

Cuando hubo cabalgado lo suficiente para que los Feeney no pudieran oírle, soltó una carcajada ante las ironías de la vida.

* * *

Tal como suponía, Chally se puso furioso cuando le dijo que unos granjeros se habían instalado en Sloping Bottoms. Joe y él estaban sentados a la mesa en la Casa Grande, bebiendo café.

—¡Tenías que haberlos echado inmediatamente! —dijo Chally—. ¡Son tus pastos!

—Han registrado la parcela.

—¡Hay otros valles con agua en los que no pasta nuestro ganado! —exclamó Chally, sacudiendo los largos guantes contra la mesa.

—¡Tranquilo, Chally; tranquilo! —dijo Joe, cogiendo su taza y retirándose a la sala, donde se acomodó en la butaca junto a la puerta, con una ceja enarcada y aire divertido.

—¿Por qué no se vuelven por donde han venido, eh? Aquí no los necesitamos. ¡Lo echan todo a perder!

—Ni que estuvieras en una reunión de la Asociación de Ganaderos de Dakota Occidental.

—¡Ja! —exclamó Joe.

Chally les lanzó a los dos una mirada desafiante.

—Bueno, me parece que te lo estás tomando con mucha tranquilidad —dijo a Andrew—. ¡Es en tus pastos en donde se han metido!

—Cuando uno se enfrenta con lo inevitable lo mejor es tomárselo con tranquilidad.

—¡Pues que me ahorquen si voy a quedarme de brazos cruzados! ¡A mí no me van a atropellar esos malditos granjeros!

—Chally, recuerdo lo que me contaste de los Reguladores, cuando asustaron a tu padre para que se fuera de unas tierras.

Observó el rostro de su encargado, sin saber si Chally acabaría comprendiendo, si sería o no capaz de aceptar los cambios que se avecinaban. Chally dio un sorbo al café y pareció que le amargaba.

—Chally siempre ha sido así —dijo Joe Reuter, arrastrando las palabras—. Le he visto atravesar la pared con la cabeza cuando no le gustaba dónde estaba la puerta.

Chally fulminó a su hermano con la mirada.

—¡Bueno, pero todavía no he rehuido una pelea!

—Eso es verdad, Chally, pero a veces te ganas algún buen dolor de cabeza.

—Esta vez no habrá pelea —aseguró Andrew—. Trataremos a esa gente como nos gustaría que nos hubieran tratado a nosotros aquí.

—¡Ya! —exclamó Chally, cogiendo sus guantes.

—Al menos tendremos leche fresca. Y huevos, quizá.

—La leche es para niños pequeños.

—Vaya, pues me parece que alguna vez te he visto aclarar el café, Chally —dijo Joe.

—¡Era con Eagle Brand,[27] no con tu papilla! —replicó Chally, arrojando los guantes a su hermano y saliendo con ruidosas zancadas.

—Supongo que, por su parte, Machray estará muy ocupado para encargarse de esos granjeros —aventuró Joe.

—¿Qué quieres decir?

—¿No te has enterado? —le dijo Joe, sonriendo—. Ha venido su mujer con el niño. El pelo más rojo que hayas visto en tu vida. Apuesto a que tiene mal genio. ¡Hablando de temperamentos…!

* * *

Al día siguiente Andrew fue a caballo al rancho Palisades y encontró a una cuadrilla tendiendo una alambrada junto a la orilla del río. Se detuvo a observar la operación. Ya habían plantado los postes y tres rollos de alambre de espino aguardaban en la cama de un carro. Los tres filamentos estaban clavados a un poste, y el alambre se desenrollaba a medida que las caballerías tiraban del carro. Al cabo de unos sesenta metros el carro se detuvo y lo levantaron poniendo el gato bajo una de las ruedas traseras. Entonces encajaron el alambre en el cubo de la rueda, que giró como un cabrestante para tensar los tres filamentos, uno a uno. A continuación fijaron el tirante hilo metálico en los postes intermedios.

El capataz que estaba al cargo, texano, se acercó a él y le explicó el procedimiento. Aunque en el mercado había una serie de aparatos para tensar el alambre, nada era tan eficaz como la rueda de un carro, afirmó. Parecía que Hardy había registrado esos pastos, y allí pensaba poner a su mejor ganado.

Aunque Andrew comprendió que estaba contemplando otro paso en la liquidación de los pastos libres, le hizo gracia comprobar cómo se sometía Hardy a los nuevos tiempos, y también le divirtió que el ranchero no hubiera mencionado el asunto. Le contó lo de los granjeros, a lo cual Hardy no dio otra respuesta que un gruñido y un movimiento de cabeza.

Desde el sitio del porche en que se encontraban, Hardy con los labios fruncidos en una mueca desagradable y los dedos juntos y estirados sobre el vientre, la operación de instalar el alambre quedaba oculta por el saliente de la casa.

—¿Conoces la opinión del señor Emerson de que la fotografía procura más placer estético que la pintura? —preguntó Hardy.

Contestó que el señor Emerson hacía bien en clasificar sus fuentes de placer según le viniera en gana.

—Las fotografías no mienten —sentenció Hardy, chocando la punta de los dedos.

—Por el contrario, mienten más que cualquier otra cosa, porque pretenden ser veraces, y no lo son. Por ejemplo, suprimen todo el color y la vida de las vistas de las Bad Lands.

Hardy aspiró aire entre los dientes y repuso:

—Ojalá pudieran mostrarse las fotografías más sosas de las Bad Lands en los lugares de donde vengan esos colonos. ¡Así que una pandilla de ellos se ha instalado en tus pastos!

—Sólo una familia. Se llama Feeney.

—¡Fenianos![28]

—Pensilvanianos.

—Te lo tomas a la ligera.

—No veo que importe mucho cómo me lo tomo. El hecho está ahí.

—Me interesará ver cómo cambias de actitud cuando haya pruebas de que tus nuevos amigos se dedican a matar reses por la noche.

—Había pensado que podríamos establecer un régimen de trueque. Leche y verduras frescas a cambio de carne. ¿Qué otra cosa podemos hacer sino aceptar los hechos, Yule?

¡No aceptarlos! —exclamó Hardy—. ¿Acaso debemos aceptar el mal sólo porque exista en la realidad?

Se quedó enfurruñado durante un tiempo, luego le preguntó si ya había decidido a quién votar, a Blaine o a Cleveland. Andrew contestó que encontraba tan difícil apoyar a un hombre de moralidad cuestionable en lo que se refería a las mujeres y el matrimonio, como a quien se consideraba un vulgar estafador.

Hardy sonrió y unió las manos por la punta de los dedos.

—¡Y sin embargo te he oído hablar a favor de Lord Machray, cuya moralidad en cuestión de mujeres y matrimonio es sin duda más discutible que la del señor Cleveland! —El pillarlo en tan clara contradicción pareció ponerle de mejor humor y, suspirando, añadió—: Como puedes imaginar, Andy, no estoy muy contento de que me haya visto obligado a cercar mis tierras. ¡Cómo mandan las circunstancias sobre los propios argumentos!

Cuando Hardy salió con paso despreocupado a consultar con su texano, Andrew entró en la casa buscando a Mary. La señora Hardy estaba en la cocina, inmaculada y luminosa, haciendo una masa sobre una tabla cubierta de harina. Mary había salido a montar a caballo, le dijo. Últimamente pasaba mucho tiempo cabalgando sola.

—A decir verdad, señor Livingston, me tiene muy preocupada. Está muy rara.

—He echado en falta tocar a Schubert con ella.

—¿De veras? —inquirió la señora Hardy, dejando su tarea para mirarlo fijamente a los ojos.

—¡Naturalmente! —respondió él, sintiendo que se le encendía la cara.

—Ella también lo echa de menos, pero creo que tiene la impresión de que usted ha perdido interés.

No sabía cómo discutir con la señora Hardy los matices del término «interés».

—Sé que está decepcionada por no posar para usted —prosiguió la señora Hardy—. Lo estaba deseando. Y a nosotros nos gustaría mucho tener un retrato de ella, ya sabe.

—Yo quiero que pose. En realidad, hemos hablado de ello varias veces.

—Si le interesara otra cosa que lamentar la muerte de ese pobre muchacho, sería un gran alivio para nosotros —concluyó la señora Hardy.