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Chally Reuter vino galopando desde un meandro del norte del río, gritando:

—¡Será mejor que vengas, Andy! ¡Hay un rebaño y varios jinetes en Sloping Bottoms!

Se abrochó la canana con el revólver enfundado mientras Chally ensillaba a Ginger. Emprendieron la marcha hacia el norte a lo largo del río, atajando por un bosquecillo de enebros, y subieron a un cerro con el calor del mediodía. Desde la cima veían la amplia extensión de pastos que bajaba suavemente hacia la orilla del río justo al sur de la cerca. La pradera estaba llena de grupos de reses que pastaban, orondas, de lomos pardos, con alguna cabeza blanca aquí y allá. Tres vaqueros a caballo se movían entre el ganado.

—Parecen unas doscientas cabezas —calculó Chally.

Bajaron por el otro lado del cerro, serpenteando y deslizándose, e iniciaron un trote rápido al llegar al llano dirigiéndose a las reses más cercanas. Un novillo alzó la cabeza y se movió pesadamente. En su flanco rojizo Andrew distinguió una cruz dentro de un círculo: la marca de Machray.

—¡La O encogida, no podía ser otra! —exclamó Chally, pasándose por la boca la muñeca enfundada en el guante. Se les acercó uno de los vaqueros, un muchacho con bigote y el sombrero echado hacia atrás.

—¿Quién manda aquí? —inquirió Andrew. Chally estaba claramente a punto de estallar.

El vaquero se incorporó sobre los estribos y, ahuecando las manos en torno a la boca, emitió un alarido. Otro vaquero se reunió con ellos al trote. Andrew lo reconoció del rodeo; el capataz llamado Goforth. Le hizo un gesto de saludo, reconociéndolo.

—¿Están estos animales de paso, simplemente? —preguntó Andrew. Los ojos le escocían del sudor.

—Lord Machray tiene intención de ocupar estos pastos para el engorde de su ganado —informó Goforth—. Aquí levantaremos una cabaña y varios corrales.

—¡Por Dios que no lo haréis! —gritó Chally.

—¡Sacaréis este ganado de aquí antes de mañana! —exclamó Andrew.

Goforth paseó su fría mirada de uno a otro. Sacó del chaleco tabaco para liar y echó un poco en un papel.

—¡Si crees que no podemos sacaros de aquí estás muy equivocado, Johnny Goforth!

El caballo de Goforth describió medio giro mientras el capataz terminaba tranquilamente de liar el cigarrillo y lo encendía.

—Bueno, Chally, yo creo que podríamos encargarnos de ti —aseguró—. Llegado el caso.

—Lord Machray me dará una orden para que mováis ese ganado de aquí —anunció Andrew, extendiendo la mano para contener a su socio.

—¡Podemos tener veinte hombres aquí en medio día! —aseguró Chally—. ¡Que vendrán de buena gana y armados con Winchesters!

Goforth se limitó a mirarlo. Dio una calada al cigarrillo antes de contestar.

—Nosotros también.

—¿Está Lord Machray en la ciudad o en Widewings? —preguntó Andrew.

—Creo que lo encontrará en la ciudad —contestó Goforth, que advirtió a Chally—: Si quieres armar jaleo, nosotros te daremos más de lo que te imaginas. —Sus fríos ojos se volvieron a Andrew—. Quizás haya un modo de arreglarlo, pero no soltando amenazas como si fuera alpiste. Eso no inquieta a Lord Machray y desde luego tampoco a mí.

El otro vaquero hacía como si no estuviera oyendo. Goforth siguió imperturbable en el caballo, ligeramente encorvado, moviendo únicamente los ojos en su impasible rostro. Andrew dirigió a Ginger, a través del prado, entre el ganado. Chally se puso a su altura, pálido de ira.

—¿Estás seguro de que puedes reunir veinte hombres?

—Con prisas, seguro que diez.

—¿Te refieres a Driggs y Conroy?

—A ellos, a mi padre y a Joe. Y a Bob Cletus. Hay muchos a quienes les encantará venir cuando les diga la clase de jugada que Machray está haciendo por aquí.

—Eso sería la guerra.

—¡Bueno, no podemos dejar que ese acaparador de tierras nos avasalle!

—No —dijo él, recordando la profecía de Yule Hardy.

Cuando entraron a caballo en Pyramid Flat el tren del Este estaba en la estación, y una cortina gris pendía sobre la ciudad. Preguntaron por Machray en el edificio de sus oficinas, donde un empleado les dijo que sólo hacía media hora que se había marchado, no podía andar muy lejos. La lustrosa calesa roja estaba parada frente a la casa de la señora Benbow. Desmontaron y amarraron los caballos a la barandilla junto al hermoso bayo de Machray. Chally lo siguió por la acera entarimada.

En el salón había dos hombres y tres chicas, una de ellas Maizie. Antes de que pudiera levantarse Andrew anunció que debía ver a Machray para un asunto urgente, y la sirvienta jorobada se apresuró escaleras arriba. Mientras esperaban, Chally caminando de un lado a otro, se encontró mirando al pequeño órgano del que Mary Hardy le había hablado. Era achaparrado pero elegante, con un brillo de cera para los muebles, la tapa, cerrada sobre sus registros y teclas, decorada con volutas de oro. Volvió la sirvienta para conducirlos a una salita en la planta alta con cortinas rojas, donde encontraron a Machray en mangas de camisa, repantigado en una mecedora. La señora Benbow, en la ventana, asía con su pálida mano un pliegue de terciopelo rojo.

—¿Qué puedo hacer por usted, Livingston? —preguntó Machray. Tenía las piernas estiradas, los pies cruzados y calzados con botas, los brazos colgando a los lados de la butaca.

—Puede escribir una orden para que Goforth saque esas reses de mis pastos.

—¿Y si no lo hago, por considerar que esos pastos son míos?

Sombrero en mano, las piernas separadas, el rostro pálido, Chally dijo:

—¡Ahuyentaremos a su ganado con una estampida, señor Machray!

—Si a Goforth no se le ordena mover el ganado, lo moveremos nosotros.

—¡Y si es preciso también estamos dispuestos a usar las armas! —advirtió Chally.

—Peor para ustedes entonces —replicó Machray.

—¿Va a mover ese rebaño o no?

—¡No lo moveré, caballero!

Andrew giró sobre sus talones; estaba temblando de ira. Fuera, cuando Chally se izó sobre la silla, se quedó mirando las furiosas facciones de su socio.

—¿Adónde vas?

—A buscar a Bill Driggs y los demás, y luego a Joe y a mi padre. ¡Ya me dirás qué elección nos queda sino la guerra, Andy!

Chally escupió a la reluciente calesa, hizo girar bruscamente sobre la grupa a su caballo gris y se alejó galopando por la calle. Andrew desató sus riendas y montó; se sentía de plomo.

La sirvienta apareció en el umbral de la casa; se acercó por la acera, haciéndole señas para que entrara. Machray quería seguir hablando con él.

Los dos personajes del piso de arriba no parecían haberse movido. La señora Benbow frente a la ventana, Machray en la butaca. El escocés le lanzó una mirada resentida.

—Voy a hacerle una oferta, Livingston. Le pagaré mil dólares por utilizar esa parte del valle durante este verano. ¿Qué me dice?

Su primer impulso fue aceptar la oferta y zanjar la discusión, pero era demasiado dinero, un soborno manifiesto, una concesión demasiado evidente impuesta por la señora Benbow. Negó con la cabeza.

—Me gustaría ver que esas reses ya no están por la mañana.

Machray se encogió de hombros y se estiró.

—¿Sería tan amable de traerme papel y algo para escribir, señora Benbow?

La madam salió de la habitación con un crujido de tafetán. Machray lo miró entornando un ojo.

—Así que tiene usted un carácter belicoso, ¿eh, Livingston?

—No me gusta que me avasallen.

Machray lo estudió con detenimiento, aparentemente divertido, de modo que Andrew se sintió tratado con condescendencia.

—Tiene usted amistades influyentes, amigo mío —dijo Machray.

La señora Benbow volvió a aparecer con papel, pluma y tinta. Machray escribió, garabateó su firma, dobló el papel y se lo entregó a Andrew.

—Me alegro de que hayamos podido llegar a un acuerdo en este asunto, Machray.

El otro asintió con la cabeza como si ya no le interesara la cuestión. La pareja, el uno sentado, la otra de pie, lo observaron en silencio mientras se marchaba. Recordó lo que le había dicho Dickson: «Es porque echa mucho de menos a Lady Machray y al mocoso también». Se le ocurrió que Lady Machray y el mocoso deberían llegar pronto a las Bad Lands.

Encontró a Chally en el salón, con Conroy, Cletus y otros dos que no conocía, deteniéndose un instante en la puerta para observar las líneas de fuerza en el grupo, Chally con las rodillas flexionadas, el tronco medio girado y en ángulo, una mano extendida y la mandíbula proyectada hacia delante mientras hablaba, los otros escuchándolo en silencio a su alrededor. Chally volvió bruscamente el rostro hacia él mientras las puertas de lamas se mecían a su espalda.

Entregó la nota a Chally, diciendo:

—Está arreglado.

Chally apenas miró el papel. Su rostro se contrajo con desdén, o quizá fuera decepción.

—Se ha rajado, ¿verdad?

No contestó, se quedó mirando a Conroy con el arañazo de cinco centímetros en la frente. Cletus le devolvió la mirada, el rostro inexpresivo, las pupilas de sus ojos moviéndose rápidamente de un lado a otro.

—Tendríamos que ir para allá de todas maneras —sugirió uno de los otros, un individuo fornido con bigote caído—. Así, las cosas irán más deprisa.

—Todo está arreglado —repuso él, sacudiendo la cabeza.

Trató de entender la sensación de apagada pasión que imperaba en el bar. Lo interpretaba como un deseo de violencia. A aquellos hombres les habían dicho que iban a pelear, y les habían escamoteado la batalla. Estaban resentidos con él por eso. Pensó que últimamente la violencia siempre estaba acosando y presionando en las Bad Lands, como unos dedos que tiraban incesantemente de la manga.