Andrew se había sentido poco dispuesto a ir de visita a Palisades hasta que un día Jeff le trajo una nota de la señora Hardy, invitándolo a cenar. Se presentó debidamente y se sentó en el porche con un más que amistoso Yule Hardy en una de las butacas de cuero sin curtir, viendo cómo el selecto ganado de su vecino pastaba en los prados que bordeaban el río, surcado de pájaros que volaban al ras de las parduzcas aguas. La señora Hardy se sentó con ellos, con una bolsa de tejido de alfombra llena de labor de punto, mientras Hardy, con los lentes apoyados en la punta de la nariz y las manos descansando sobre el vientre unidas por la punta de los dedos, disertaba:
—Aquellos que practican el arte de la ganadería nunca pueden estar satisfechos, ya ves, Andy. Sólo pueden tener éxito a través de un método de selección y rechazo. Un buen ganadero sólo se conformará con el mejor animal, basándose en su valor intrínseco. Debe proteger a sus hembras de los machos inferiores, con objeto de aparearlas con toros de igual o mayor calidad. —Se rió—. Resulta que hay que prestar mucha atención a la vida privada de las propias reses.
Las agujas de la señora Hardy centelleaban. Tenía los labios fijos en una sonrisa estereotipada. Andrew lanzó una mirada hacia la puerta abierta en busca de alguna señal de Mary Hardy.
Mientras Hardy seguía con la perorata sobre la cría de ganado, los pensamientos de Andrew se dispersaron y fueron a parar a sus dibujos. En el mejor de sus esbozos de Maizie el hombro de la muchacha convergía con la sólida forma blanca, casi orgánica, de la jarra que había a su espalda, y se le había ocurrido que los objetos de la habitación, y no la chica en sí misma, constituían el verdadero tema del cuadro que estaba proyectando. Desde que percibió ese aspecto, había sacado muchos de sus antiguos bocetos para volver a examinar sus diversos elementos, recordando cómo Jan Steen, van Ostade, Teniers y Ruysdaal habían utilizado el detalle en sus interiores holandeses y flamencos. Pero consideraba que el mejor de los suyos era el de Chally a caballo, la mano enfundada en el largo guante, el sombrero de ala ancha, la bota de tacón alto en el estribo y el revólver en la funda oscurecida por el sudor, cada parte cargada de sentido propio, pero conformando a la vez líneas de fuerza.
Pero la imagen que le obsesionaba, consciente de que jamás la plasmaría en papel, era la de un hombre de pie, otros dos en cuclillas, y un cuarto a medias erguido con la vista alzada hacia la silueta que completaba la forma piramidal, la triste, desmadejada cimbreante figura, semejante a un saco, del muchacho ahorcado.
—Dígame, señora Hardy —dijo de pronto—. ¿Puede ser feliz la mujer de un ranchero aquí, en las Bad Lands?
Ella esbozó una sonrisa más natural.
—Esto puede resultar muy solitario. ¡Ese viento que sopla a lo largo de centenares…, de miles de kilómetros!
—«No pesa a las monjas su angosto cuarto del convento»[26] —recitó Hardy.
—¡A las jóvenes puede pesarles el suyo, señor Hardy! —replicó bruscamente la señora Hardy—. Ellas no han hecho voto de silencio, se lo han impuesto. —Y prosiguió, dirigiéndose a Andrew—: Pues claro que echo de menos charlar con otras mujeres sobre los asuntos cotidianos. ¡Pero un día de éstos, si Lord Machray se sale con la suya y Pyramid Flat se convierte en una metrópolis, vamos a tener un teatro de la ópera, y una Sociedad Arnoldiana con reuniones los martes! ¡Y el Club Browning los jueves!
—¡Dios no lo quiera! —exclamó Hardy, mientras la señora Hardy reía.
Apareció Jeff Hardy, sacudiéndose el polvo de los zahones con el sombrero. Saludó a todos y se dejó caer en la silla, mirando a su padre con las facciones rígidas, enfurecidas.
—¡Han vuelto a hacerlo! —anunció.
—¿A hacer qué, hijo mío?
—Han linchado a otro.
Sintió una opresión en el pecho que casi le cortó el aliento. La señora Hardy mantuvo la labor apretada contra el busto. Hardy frunció el ceño por encima de los anteojos.
—Le han prendido la marca de los Reguladores —prosiguió Jeff.
—¿Quién era? —preguntó Hardy.
—Un tal Roswell. De Oreas.
—Me parece que era un reconocido ladrón de caballos —observó Hardy en tono suave.
—¡Bueno, eso no lo sé! —exclamó Jeff—. ¡Pero sí sé que Matty Gruby no era ningún cuatrero!
—Resulta difícil creer que al joven Matty Gruby le daba por robar, Andy —dijo Hardy—. Aunque era joven, impresionable e insensato como suelen ser los jóvenes.
Andrew vio cómo Jeff, desplomado en la butaca y apretando los puños en los bolsillos, fulminaba a su padre con la mirada.
—Fue algo trágico, despiadado —comentó la señora Hardy—. Nunca fue mal chico.
Hardy se quitó los lentes y los limpió con el pañuelo. Sin ellos las rosadas cuencas de sus ojos parecían desnudas.
—Hay que suponer que las víctimas de los ladrones han hecho causa común y tomado medidas.
—¡Canallas estranguladores! —exclamó Jeff. Parecía a punto de estallar en lágrimas—. ¡Pues se han equivocado! Matty nunca…
—Me parece que es hora de que te laves y te cambies —le indicó Hardy, y Jeff se excusó y se fue.
—¿Mary? —se le oyó que llamaba dentro.
—Las Bad Lands habrán de tener leyes y medios legítimos para hacer que se respeten —dijo Andrew a Hardy. Su voz sonó muy tensa.
—Las leyes son el principio del fin de la libertad —argüyó Hardy—. Y las leyes que hacen cumplir los agentes de policía significan su final. Reitero mi postura. Estas praderas sólo pueden existir en cooperación natural entre los hombres, entre hombre y animal, entre el hombre y la tierra. Si esa colaboración se interrumpe sistemáticamente… —Se interrumpió.
—Yo también reitero mi postura. Si mucha gente va a vivir a un sitio, deben elaborarse y respetarse las leyes que regulen sus relaciones mutuas. De otro modo sólo existirá la ley de la selva, que es la ley del más fuerte. No veo qué tiene de malo el cuerpo de policía. Ni los teatros de la ópera ni los Clubs Browning.
Hardy lo miró con los labios fruncidos, luego sonrió y dijo a su mujer:
—Creo que nos vendría bien una taza de té, señora Hardy.
Ella se puso en pie y desapareció, volviendo a los pocos minutos con una tetera. Tras ella venía Mary Hardy, con una bandeja que agarraba con la mano buena y sujetaba con la otra. En su rostro había una palidez casi transparente, e iba de negro, con una cinta negra en la garganta abrochada con un alfiler de oro en forma de cabeza de búho. Lo saludó, mientras él se levantaba, con un indicio de su rápida sonrisa. Él estaba deseando hablarle del envío de libros y revistas que había recibido de su hermana, pero Mary parecía distante y preocupada mientras pasaba las tazas que su madre había llenado. Jeff volvió a aparecer con una camisa azul limpia, el pelo reluciente de agua y bien peinado.
El tema de los linchamientos no estuvo mucho tiempo ausente de la conversación, con Jeff diciéndole a su hermana en un aparte que en la ciudad alguien le había asegurado la inocencia de Matty Gruby.
Hardy suspiró, inclinándose hacia delante para dejar la taza.
—Me temo que deberá aceptarse la posibilidad de que no se equivocaran de individuo.
—¿Posibilidad, padre? —repuso Mary Hardy, en voz alta y clara—. ¿Acaso perdonas el cruel asesinato de una persona basándote en una posibilidad?
—Cariño, según me han dicho lo pillaron en flagrante delito.
—¡No! —exclamó Mary—. ¡Los delincuentes eran los asesinos!
—No vamos a seguir con esta discusión delante de nuestro invitado, Mary —dijo su madre.
—La gente tiene que protegerse de las aves de rapiña, cariño —observó Hardy en tono suave—. Me parece que hay que ser un poco tolerante.
—¡Aves de rapiña! —gritó Mary—. Ese chico no era ningún ladrón, padre. ¡Aves de rapiña son los hombres que lo asesinaron! ¡Son asesinos en flagrante delito! ¡Sean quienes sean!
—Mary, si no puedes controlarte tendrás que marcharte —dijo la señora Hardy, con un tono incisivo en la voz.
—Muy bien, madre —repuso Mary. Dejó la taza con cuidado, se puso en pie y entró rápidamente en la casa, con la pálida mano recogida frente al pecho.
—Apreciaba mucho a ese muchacho, ya sabe —explicó la señora Hardy, volviéndose hacia Andrew.
Jeff estaba rígidamente recostado en la butaca, los puños en los bolsillos.
—¿Me podéis disculpar, padre?
—Tú te quedas ahí sentado para compensar la conducta de tu hermana. Señora Hardy, creo que nuestro invitado no rechazaría un poco más de té.
Parecía más fácil aceptar otra taza que rechazarla. Hardy le preguntó cómo se llevaba con su vecino del norte.
—Muy bien —contestó él—. Salvo por aquel pequeño desacuerdo que ya se ha olvidado.
Hardy asintió con la cabeza y sonrió.
—Si todavía no has tenido un roce con él, te auguro que, como vecino, pronto lo tendrás. Descubrirás que Lord Machray considera que en las Bad Lands no hay más derechos que los suyos.
—Me pregunto si no hay más temas de conversación en esta casa que Lord Machray y el pobre Matty Gruby —dijo la señora Hardy.
Tenía razón, no parecía haber otras cosas de que hablar en aquella tarde fatigosamente larga con los Hardy. Mary Hardy no cenó con ellos. Después de la cena tocó varias piezas al piano y luego oyó tocar a la señora Hardy. Se retiró temprano, anunciando que debía estar de vuelta en Fire Creek al amanecer. Tenía la impresión de haber mentido, aunque no sabía exactamente en qué, salvo por omisión, y de ser un cobarde por haber silenciado algo. Se sintió manchado por el pecado, él, que hasta entonces había considerado abstracta esa palabra, excesivamente utilizada en la iglesia. Y sintió una horrible compasión por Mary Hardy, que tan bravamente defendía la inocencia de Matty Gruby.
* * *
El sheriff Cecil M. Brown de Mandan, a 190 kilómetros de Pyramid Flat, sentado frente a su escritorio de tapa corrediza en su oficina de adobe junto a la cárcel, escuchaba cortesmente lo que Andrew tenía que decirle. Estaba echado hacia atrás, con la silla en equilibrio sobre las patas traseras, los gruesos dedos entrelazados sobre el vientre.
—Ya me he enterado de que se han producido algunos linchamientos —le dijo—. Bueno, mire, señor Livingston, espero que eso solucione los problemas que han surgido por allí.
—No me ha entendido bien. El problema son los linchamientos.
—Bueno, no me gusta llevar la contraria a un joven inteligente. Pero creo que esos linchamientos pondrán fin al problema. Así ha ocurrido siempre por esa zona, en cualquier caso.
—Se trata de asesinato —repuso él—. Eso es responsabilidad suya, sheriff.
—No, señor, no veo que sea de mi incumbencia. Eso está a casi doscientos kilómetros de aquí, y el caso es que esos tipos que crían ganado por esa parte no quieren tener trato conmigo, y así me lo han hecho saber. La cuestión es que está demasiado lejos, y el viaje de ida y vuelta en el ferrocarril costaría un montón de dinero a los contribuyentes. ¿Y para qué?
—Supongo que para mantener la ley y el orden —dijo él, con cansancio.
El sheriff sacudió su enorme cabeza, sonriendo. Las patas delanteras de su silla chirriaron cuando se inclinó hacia delante para coger un afilado palillo de una delicada taza de porcelana y ponérselo entre los dientes. Una carreta pasó por la calle y una polvareda fina entró por la puerta. El sheriff abrió las manos.
—Señor Livingston, podríamos establecer otra oficina allí, desde luego. Con ayudantes yendo y viniendo, denuncias, órdenes de detención, juicios y todo eso. Pero usted sabe, y yo también, que todo tendría inmediatamente el doble de tamaño que en un principio. El tasador de impuestos tendrá que ir para allá a echar un buen vistazo, ¿y cómo cree usted que sentaría eso a gente como Lord Machray, Yarborough, el comandante Cutter y el viejo Ash Tanner? ¡Y a Hardy! Ésa es la pandilla de intransigentes de por allí. ¡Ya se sabe! Estoy seguro de que usted acabará pensado lo mismo, bien pronto. La verdad es que esos tipos sólo quieren que los dejen en paz, arreglar las cosas a su manera.
El sheriff se removió en el asiento y se encogió de hombros.
—Y lo cierto es que estoy dispuesto a dejarlos tranquilos con tal de que las cosas no se vayan de las manos y sean difíciles de controlar. Si capturan a quienes les roban caballos y se ocupan de ellos en vez de traerlos aquí para que los juzguen, pues bueno, usted y yo podríamos decir que el castigo es un poco severo, pero el caso es que no se trata de un castigo exactamente. No es más que un aviso para que el siguiente se lo piense dos veces antes de ponerse a robar. ¿A usted le han robado ganado, señor Livingston?
Contestó que así era. Brown sonrió y asintió complacidamente. Cruzó las manos en la nuca.
—Me parece que durante un tiempo no le robarán más ganado.
—Entonces, ¿es que no va a intervenir en este asunto?
—Bueno, si ha venido a presentar denuncia contra cierta gente, desde luego que tomaré nota de lo ocurrido.
Andrew se puso en pie, se dirigió a la ventana y por el cristal cubierto de polvo se quedó mirando a un jinete que pasaba por la calle. No había pensado conseguir algo con aquel viaje a Mandan, salvo demostrarse a sí mismo lo que ya sabía, que no había nada que hacer.
—¿A quién debo ver, entonces, para que le informen de que debe cumplir con su obligación? ¿Qué clase de tribunal hay aquí, en Mandan?
—Pues mire, señor, tenemos un juez de paz. Está el gobernador, aunque creo que ahora mismo no se encuentra en el territorio.
Asintió con la cabeza, sin moverse de la ventana. Se sentía como bajo los efectos de un resfriado.
—Le aconsejaría que no se preocupara —dijo el sheriff—. Ya verá como este asunto ha quedado zanjado. Estas cosas pasan de pronto, como una tormenta que parece que va a arrasarlo todo, y enseguida se calma. Desaparecen, así.
Chasqueó los dedos.