Al término de aquel viaje espantoso, pasó un día entero en la cama, y durante una semana se condujo como un inválido. Al ataque de asma, ya pasado, sucedió otro moral. Si el castigo del ladrón de caballos era la horca, ¿cuál correspondería al delito aún mayor que sus compañeros y él habían cometido?
Agradeció que Chally no hiciera preguntas ni manifestara sorpresa ante la recuperación de los once caballos del Lazy-N, aunque estaba seguro de que, a no tardar mucho, tanto su socio como Degan se imaginarían lo que había pasado o se enterarían al correrse la voz.
Una mañana, confundiendo sueño y realidad, se despertó con el súbito alivio de que sólo había sido una pesadilla. Pero no lo había soñado.
Una semana después de su vuelta, cuando fue a la ciudad a recoger el correo, Bill Driggs lo saludó desde la puerta del hotel.
—Venga, invítame a un whisky. Me gustaría invitarte yo a ti pero estoy sin blanca.
Y lo parecía, mal afeitado su arrugado rostro, los ojos inyectados en sangre. El enfundado revólver le golpeaba contra el muslo mientras cruzaban la calle haciendo saltar el polvo con las botas.
—Me han dicho que fuiste tú quien impidió salir a Machray la otra noche —dijo Driggs en tono neutro.
—¡Sí, fui yo!
Driggs le lanzó una mirada de soslayo, en silencio. Torcieron y entraron en el salón. El camarero estaba sacando brillo al reluciente mostrador, y un grupo de ferroviarios estaba sentado a una de las mesas, con el cobrizo letrero de la gorra de un revisor reflejando esquirlas de luz. En otra había unos vaqueros. Driggs hizo señas de que les sirvieran whisky mientras iban a sentarse. No insistió con lo de Machray.
—¿Te has enterado del linchamiento?
Dijo que sí. Sintió que se le hinchaban los pulmones y por un momento pensó que iba a tener otro ataque de asma. El rostro del cazador se contrajo en amargos surcos.
—Malos tiempos —observó—. El joven Matty Gruby se juntó con malas compañías. No me lo hubiera imaginado.
El camarero les trajo una botella y dos vasos. Cuando se alejó, Driggs dijo:
—Me han dicho que estuviste en la reunión en casa del lord. Y que amenazó con salir a cargarse a todo el mundo con cualquier pretexto.
—Eso no es cierto —repuso él, derramando líquido al coger el vaso.
Driggs lo observó enarcando una ceja.
—¿No hubo amenazas?
—Las hubo, pero no las pronunció Machray.
Driggs se frotó la cara con una de sus manazas.
—Bueno, cuesta asimilarlo —observó—. A mí no me gusta la soga, pero como vivimos a ciento cincuenta kilómetros del agente de la ley, ¿qué puede hacerse cuando a alguien le da por robar? Pero me caía bien ese chico. Es increíble que ese muchacho se torciera. —Andrew vio cómo Driggs estiraba sus largas piernas—. Y también me cuesta trabajo creer que lo hiciera Ash Tanner. Había hecho una dura cabalgada, según me han dicho, y ya está viejo.
—¿Qué habrías hecho tú? —le preguntó Andrew.
—¿Qué habría hecho con quién? —repuso Driggs. Dio un trago de whisky, y suspiró—. Pues, para empezar, si me hubieran pillado como a Matty con la mercancía, nunca me habrían cogido vivo para ahorcarme. —Miró a Andrew con el ceño fruncido—. En cuanto a ti, no sabías lo que iba a pasar. Pero Matty seguro que sí.
—Me refiero a si te hubieran robado los caballos a ti.
—Yo simplemente nunca tendré ganado que robar, Andy Livingston.
—Ésa no es una respuesta.
Driggs se encogió de hombros y suspiró.
—Es difícil. He estado pensando en marcharme de las Bad Lands. Vivimos malos tiempos por aquí. Robando por un lado y linchando por otro. ¿Cómo se puede seguir siendo decente? Y es muy difícil ganarse la vida, además, a no ser trabajando para algún ranchero poderoso que lo primero que ordena es coger el rifle y cargarse a un pobre granjero por sacrificar reses ilegalmente. Malos tiempos.
—Aquí debemos organizarnos como un condado y tener nuestra administración de justicia —opinó Andrew—. No podemos seguir con los linchamientos. Una sociedad humana que no pone empeño en aplicar lo que sabe que está bien, es despreciable.
El rostro de Driggs se contrajo amargamente.
—¿Crees que ésa es la solución, eh? Te digo que aquí nos llevábamos perfectamente antes de que empezara a venir la gente. Y el ganado.
—Sólo indios con postes de tortura, y osos pardos.
—¡Al menos todo el mundo sabía cómo comportarse! —Driggs se inclinó hacia delante apoyándose en los codos—. Esto me resulta difícil, Andy, pero me he quedado sin crédito en todas partes. ¿Puedes prestarme cinco dólares para comprar munición?
En vista de la amenaza de muerte que el cazador lanzó a Machray por un agravio de colegial, le pareció que ya no necesitaba considerarlo moralmente superior.
—¿Para matar a Machray? —inquirió.
Las patas de la silla de Driggs chirriaron sobre el suelo. Por un momento pensó que el cazador iba a golpearlo. Pero finalmente Driggs dijo con voz queda:
—No, no es para eso, Andy. Tengo que cazar algunas piezas para los vagones del ferrocarril. He de marcharme bien provisto. Te lo devolveré —concluyó, pasándose el dorso de la mano por los labios.
—Me han dicho que has jurado matarlo.
Driggs se encogió de hombros con aire afirmativo.
—No tienes argumentos contra él.
—¿No?
—Él te golpeó. Yo estaba en deuda contigo. Lo tumbé de un puñetazo. Considero satisfecha tu afrenta.
Driggs lo miró con el ceño fruncido.
—Pareces un abogado —le dijo. Él negó con la cabeza—. Te diré lo que intento hacer. Trato de meterme en la cabeza que ha sido él quien nos ha traído la ruina. —Lanzó una fingida risita—. Desde luego alguien lo ha hecho.
—La gente y el ganado, acabas de decirlo.
—O si pudiera, me convencería de que ha sido él quien mandó cargarse a Matty Gruby —continuó Driggs—. Porque hay más clases de ruina que la que traen las alambradas y el acaparamiento de tierras. —Y concluyó, clavando en Andrew sus ojos inyectados en sangre—: Si ha sido él quien mandó a esos encapuchados…
Andrew se llevó la mano a la garganta para tomarse el pulso.
—Te aseguro que no fue él. Driggs se encogió de hombros.
—Eso parecía más adecuado que matarlo a tiros por haberme tirado al suelo de un puñetazo, aunque con mucho whisky podría hacerlo por eso.
—Sus hombres te matarían después. O acabarías en la horca.
Driggs se quedó mirándolo, sin comprender. Terminaron el whisky en un lúgubre silencio. Andrew sacó un billete verde de la cartera y se lo tendió al cazador, que le dio las gracias con un gruñido.
Cuando se despidió y salió a la acera entarimada, guiñando los ojos contra el sol, vio una confusa silueta que desmontaba de un poni pinto; el hombre llevaba camisa de ante con flecos, un sombrero negro echado hacia atrás, y la costra de una herida en la frente.
Estaba mirando al amigo de Driggs, Conroy, cuyo rostro rasguñado había visto por última vez contraído de odio y terror en el bosquecillo que dominaba los corrales del vado de Farragan.
Conroy no dio muestras de reconocerlo. Se tocó el ala del sombrero con un dedo enguantado, dio los buenos días y entró en el salón por las puertas de lamas, mientras Andrew seguía paralizado. La carreta de un granjero, tirada por bueyes, torció por la esquina y, chirriando, avanzó lentamente hacia él.
El segundo cuatrero era Conroy. No se le ocurría absolutamente nada que hacer con aquella información.
* * *
Rancho Fire Creek
16 de julio de 1884
Querido diGarmo:
Gracias por tu carta. Sí, claro que deseo mantenerme informado de los acontecimientos. Me alegro de que lo de «mejorar las relaciones» entre los diversos bandos esté yendo a tu entera satisfacción, y de que Jeremiah Evans, en tiempos el más tenaz de los dragones, se haya convertido en una persona con quien a veces pueda llegarse a un compromiso. ¿Vientos de cambio?
Los vientos han estado soplando por aquí con mucha constancia durante las últimas dos semanas. Hay un chiste de un recién llegado que pregunta si el viento sopla siempre por ese lado, y el habitante del lugar responde: «¡No, señor, soplará por ese lado una semana o diez días, y luego cambiará y soplará como un demonio durante un tiempo!».
Algunas de las tensiones del «Lejano Oeste» te resultarán familiares, aunque las peleas no se produzcan entre «Incondicionales» y «Mestizos»[23] sobre el reparto de la clientela, o entre republicanos y demócratas por quién se hará con las prebendas. Por aquí la discusión es más elemental, entre una pequeña clase firmemente enraizada y otra, que está creciendo, con carencias. Nuestra vieja guardia tiene miedo de los recién llegados, de los ladrones de ganado y los granjeros. Como ambos sabemos, los hombres asustados son peligrosos.
Los primitivos colonos de una región como ésta, con sus enormes rebaños, se sienten considerablemente agraviados por los recién llegados, a quienes acusan de «congestionar» los pastos, y por los pequeños propietarios, sospechosos de robar sus terneros sin marcar. Con la afirmación de que en la pradera sólo puede mantenerse un número limitado de cabezas, hacen causa común y se niegan a colaborar con quien traiga un rebaño nuevo. En territorio ganadero se depende de los vecinos, sobre todo en época de rodeo, cuando las reses, que se han mezclado con las de otras marcas, deben identificarse y separarse.
Por otra parte, los condenados a esa especie de ostracismo pronto empiezan a organizarse, ¡y empieza la batalla! Los «independientes» tendemos a considerarnos como caballeros en corceles de batalla, defendiendo la causa de la justicia y la humanidad, pero los contrarios nos tienen por bárbaros que echarán abajo las viejas convenciones sociales y abrirán las puertas a la burda canalla.
Desde luego los granjeros avanzan a marchas forzadas. Carretas con toldos blancos entran pesadamente en la ciudad, cargadas de enseres domésticos, los hombres inclinados al lento paso de los bueyes, las mujeres cetrinas y alicaídas, siempre con un par de críos rubios. Me han dicho que muy pocos aguantan mucho tiempo. Estos prados septentrionales son demasiado secos, la tierra muy pobre, los inviernos muy crudos, y la parcela de sesenta y cinco hectáreas a la que tienen derecho demasiado pequeña para albergar esperanzas de cultivar algo con éxito.
Los estudios topográficos del comandante Powell, y las conclusiones que expone en su Informe sobre las tierras de la región árida, me parecen el único medio posible de tratar los problemas relativos al terreno cedido por el Estado a los colonos en esta parte del país. Deben concederse parcelas de superficie adecuada para el fin a que se les destina, y con razonable acceso al agua. No obstante, resulta desalentador pensar que si se aprueban tales leyes, estos enormes pastos y el estilo de vida que llevamos aquí desaparecerán rápidamente gracias a esos nuevos y prósperos colonos. Entretanto, los granjeros continúan viniendo a buen paso…