Tal como Fred Rademacher había profetizado, cuando le robaron los caballos Andrew se quedó perplejo por la intensidad de su ira, que, sin embargo, se atenuó frente a la violenta cólera de Chally Reuter. Chasqueando los dedos de extraña manera, Chally iba al trote sin rumbo fijo por la pradera del lado sur, donde habían descubierto la pérdida de unos doce animales. Parecía que se le iba y se le venía el color, de modo que en un momento dado tenía el rostro pálido como un muerto, y ensombrecido de sangre al siguiente. Lograron seguir el rastro unos cuantos kilómetros en dirección suroeste, sólo para perderlo en terreno accidentado. Cuando volvieron, Chally fue a la ciudad para ver si se enteraba de algo.
—Bueno, hay un buen mercado —observó Degan, escupiendo tabaco—. Las empresas de tracción del Este pagan de quince a veinte dólares por cabeza sin domar. Esas noticias vuelan.
* * *
Al día siguiente estaba sentado a la sombra de la cabaña con la silla echada hacia atrás, leyendo, cuando vio que cuatro jinetes se aproximaban velozmente entre los álamos del río, levantando un rastro de polvo a su paso, dos delante y dos detrás, ocultos de cuando en cuando por los árboles y el cerco de matas, pero siempre visible alguna de las dos parejas. Luego atajaron por la pradera de la hondonada, serpenteando entre el ganado que pastaba. Alargando el brazo sacó el rifle de la cabaña y lo apoyó contra la pared, a su lado.
—Parece que vienen aquí —dijo Degan, apareciendo por la esquina de la cabaña con un cubo de ladrillos para el suelo.
Los cuatro jinetes avanzaban en línea recta hacia ellos, agrandándose sobre los bancales, cada vez más nítidos y próximos. En el cabecilla, de barba blanca, reconoció a Ash Tanner; detrás, saludando con la mano, iba Fred Rademacher. Al tercero recordó Andrew haberlo visto en la reunión de la Asociación; el cuarto era Boutelle. Adivinó a qué venía la expedición.
Se detuvieron, y Rademacher se adelantó. Andrew fue a recibirlo.
—Nueva York, necesitamos llevarnos unos caballos para seguir una pista —anunció Fred. Los otros tres hombres de rostro adusto lo miraban fijamente, sin moverse de las monturas.
Él dijo que acababan de robarle la mitad de los caballos.
—¿Dónde está Chally Reuter? —inquirió Boutelle.
—Ha ido a la ciudad.
—Alguno está haciendo un buen acopio —observó Fred, volviéndose hacia Tanner. El tercer hombre tenía una barba corta y negra, con una boca enorme.
—Os proporcionaré lo que pueda pero me gustaría acompañaros —dijo Andrew.
—A lo mejor podemos devolverte lo que te han robado —dijo Fred.
Los otros tres estaban conferenciando; Fred se volvió en la silla y lanzó una mirada a Tanner. Evidentemente intercambiaron alguna señal.
—Entonces, apúrate —dijo Fred.
Andrew llamó a Degan para que los condujera al corral y se llevaran lo que quisieran, y le ensillara luego a Ginger.
—Tráete la artillería —dijo Fred.
—Puede que vaya para largo —advirtió Tanner—. Nos llevan un día de ventaja.
Cuando preparó el petate, con un chaquetón y una muda de ropa, puso en medio unas cuantas latas de conserva y lo enrolló todo, rellenó la cartuchera y metió el Winchester en la funda engrasada. Salió apresuradamente con el petate y el rifle. Degan lo ayudó a amarrarlo a la silla de Ginger mientras los otros, cada uno con un caballo de refresco ya cogido de una cuerda, miraban impacientes.
—Sam Staples —dijo Fred—. Andy Livingston.
El hombre de la barba negra lo saludó con una seca inclinación de cabeza. Boutelle lo miraba fijamente apoyado con ambas manos en el pomo de la silla.
En cuanto montó, Tanner dio media vuelta al caballo y, en un remolino de giros y piafar de monturas, la pequeña expedición se puso de nuevo en marcha, chapoteando al cruzar Fire Creek y tomando luego dirección sur bajo las diabólicas caras de los grisáceos riscos que bordeaban el río. Cabalgaban a un trote enérgico, Tanner en cabeza con Boutelle siguiéndolo muy de cerca, y Staples normalmente cubriendo la retaguardia. Lo que estaban persiguiendo era el rebaño de caballos de Staples, explicó Fred; pero probablemente también el de Andrew. Le sonrió bajo el ala del sombrero, doblada por el viento.
—Bueno, ¿te has enfurecido cuando te ha tocado?
Contestó que sí.
—¿Cómo sabe Tanner adónde va?
—Supone que se dirigirán a un vado del río que se llama Farragan. Eso es lo que creo que supone; no suelta nada de lo que piensa. Espero que los alcanzaremos allí, si es que damos con ellos.
—¿Quiénes son?
—Bueno, eso es lo que no sabemos.
Cerca del rancho Palisades, Tanner los condujo hacia el interior, ascendiendo pesadamente por un largo y sinuoso barranco, con rosales silvestres a ambos lados del sendero, los últimos capullos secos cabeceando en el viento a su paso. Un reguero de lentas aguas serpenteaba por un cenagoso lecho, y sobre cada orilla se cernían los riscos con sus torturadas formas, encarnados destellos arcillosos e irregulares estratos de negro lignito como mensajes en clave. Una liebre brincó frente a ellos a unos cien metros antes de desaparecer tras un viraje.
Cabalgaron en dirección sur atravesando crestas erosionadas, bosques de cedros, sotos con ciruelos silvestres, campos de hierba agostada y extensiones de tierra seca como cemento arcilloso. Al anochecer abrevaron en una charca rodeada de álamos que murmuraban y centelleaban a la última luz del día. Tanner se sentó solo, encorvado. Con un cuchillo untó mermelada en unos trozos de pan, que fue llevándose a la boca. Staples mascaba una tira de carne reseca mientras Fred y Andrew compartían una lata de sardinas. Fred abrió un bote de melocotones, pasándolo para que cogieran con los dedos las doradas tajadas.
Boutelle paseaba de un lado a otro. Al andar echaba las rodillas hacia fuera, las manos apoyadas en la canana, oscuramente atractivo, un rostro de lo más delicado apuntando hacia delante con los ojos moviéndose a derecha e izquierda. Recordó a Andrew a los gallitos que había conocido en el colegio. Boutelle se detuvo, inclinando la cabeza hacia Rademacher y Andrew.
—También se llevaron algunos de sus caballos, ¿no es eso, Livingston?
—Doce cabezas.
Miró a las negras esquirlas inexpresivas que eran sus ojos, sintiendo un desfallecimiento de odio. Pero concluyó que debía pasar por alto su anterior encuentro con el pistolero.
Boutelle siguió con la vista fija en él mientras Staples murmuraba:
—Se llevaron casi todos los míos. ¡Cerdos ladrones!
—¿Chally tiene alguna idea? —preguntó Boutelle con voz queda.
Tanner seguía sin inmutarse, llevándose comida a la boca. Fred se limpiaba la barbilla del lustroso jugo de melocotón con la manga de la camisa.
—Al principio pensó que podrían ser indios.
—En dirección contraria, para ser crees —observó Staples.
—Todos echan la culpa a los indios al principio —dijo Boutelle.
Al alejarse con su aire arrogante, Andrew se sintió avergonzado del miedo que, oprimiéndole los pulmones, casi le había impedido hablar. Se le ocurrió sin embargo que Boutelle había intentado demostrarle que no le tenía especial inquina: como la Muerte misma, que a nadie guarda rencor.
Prosiguieron la marcha a paso más lento bajo una luna pálida.
Andrew ya no sentía las nalgas, y el roce de la silla parecía haberle comprimido unos centímetros la espina dorsal. En cuanto la luna desapareció en el horizonte se detuvieron en un bosquecillo de cedros a dormir durante lo que sólo pareció unos minutos.
El paisaje del amanecer se abrió mágicamente ante sus doloridos ojos. Por el lado oriental, el globo incandescente arrojaba alargadas sombras entre los afilados riscos y las hojas de los álamos relucían al sol como monedas de plata. El azul oscuro del cielo se iluminó con un matiz que parecía surgido de la paleta de un maestro flamenco. Para desayunar asaron dos liebres que Boutelle había cazado y acompañaron la carne, tierna como la de un pollo, con café azucarado.
El segundo día estuvieron veinte horas en la silla, y el único consuelo de Andrew fue que Staples estaba claramente más agotado que él. Tanner, Boutelle y Fred Rademacher parecían incansables.
Al tercer día empezó a dar cabezadas en la silla, despertándose bruscamente con acongojados sobresaltos, para picar espuelas tras su adusto dirigente. Aquella mañana, en un valle cubierto de árboles y espesa hierba, con un arroyo cenagoso serpenteando a su través, encontraron el rastro de la manada de caballos.
Tanner desmontó y se agachó para dar un golpecito con el índice a unos excrementos de caballo. Siguieron la pista al trote. Al cabo de una hora avistaron una nube de polvo. Cuando se disipó, Tanner los hizo detenerse en una pequeña hondonada y se adelantó a explorar con Boutelle.
Andrew se despertó con un nuevo sobresalto y vio que Tanner volvía solo, encorvado y muy pegado a la silla, el rostro arrugado como una nuez tras los flecos de la barba blanca. Paseó la fría mirada de uno a otro.
—Están acampados al otro lado de esa colina. —Se frotó un ojo con un dedo doblado, como una criatura adormilada. Era el primer signo de flaqueza que Andrew observaba en él—. Jake ha dado un rodeo para adelantarse a ellos en caso de que prosigan la marcha. Fred, Andy y tú avanzaréis derechos cuando oigáis un grito, o un disparo, sólo uno. Sam, conmigo.
Se quedaron mirando a Tanner y Staples, que se alejaban al trote por la izquierda.
—Bueno —dijo Fred—, ¿te gusta esto de seguir la pista a los ladrones de caballos, Nueva York? Mucho mejor que esas partidas tuyas de caza, por puro placer, ¿verdad?
Intentó sonreír, aferrando el pomo de la silla con una mano y el Winchester con la otra. Ya había decidido que preferiría sacrificar gustosamente la mitad de su manada de caballos antes que seguir sometiéndose un momento más a aquella tortura. Se pasó la lengua por los agrietados labios con cuidado para no abrírselos más. Bajo él, Ginger permanecía con la cabeza inclinada, inmóvil. Esperaron. Debía de ser el momento más emocionante de su vida, pensó, aún más que el de la caza del búfalo, un instante supremo de cruda experiencia, porque su presa era muy capaz de utilizar las armas, y sin duda se trataba de hombres desesperados.
Sólo quería tumbarse a descansar en la blanda hierba. Recordó cuando su padre le contaba las campañas de Virginia. Había habido poca emoción, sólo miedo, y más que miedo el deseo de un baño caliente, y por encima de todo la necesidad de dormir.
Hubo un grito lejano, seguido de disparos.
Fred lanzó una maldición de sorpresa. Picaron espuelas, obligando a las agotadas monturas a iniciar un trote lento. Desde la cresta de la colina vieron dos cabañas tras una empalizada, no muy distintas de la de Fire Creek, justo al lado de un enorme corral donde los caballos cabeceaban y se arremolinaban.
Cuando empezaron a descender hacia el sitio, Sam Staples, rifle en mano, apareció por detrás de una de las cabañas. Aparentemente atado al cañón del rifle iba un vaquero con las manos tan altas que parecía coger algo del alero.
Entre ellos pasó un zumbido semejante al de un insecto feroz, y Fred blasfemó y se agachó. Los lentos reflejos de Andrew giraron en torno al hecho de que debía de ser un disparo. Se agachó a su vez, e instó a Ginger a acelerar el paso. Se reunieron con Staples y el vaquero, que se habían puesto a cubierto tras la cabaña. Allí también estaba Tanner, atando las manos a la espalda al joven ladrón. Boutelle sujetaba las riendas de los tres caballos.
El muchacho volvió un rostro pálido como el papel hacia Fred y Andrew. Tenía la mejilla manchada de polvo, un bigote de pelusilla rubia, y Andrew distinguió la forma de una armónica en el bolsillo de su camisa.
—¡Vaya, pero si es el señor Livingston! —exclamó con voz chillona.
—¿Quién está contigo, Matty? —inquirió Tanner.
Staples clavó el cañón del rifle en las costillas del muchacho.
—¡Nadie! ¡Sólo estoy yo!
Hubo otro disparo que pasó silbando por la esquina de la cabaña; Andrew se agachó con los demás. El muchacho soltó una risa socarrona, luego jadeó cuando Staples lo aguijó de nuevo con el cañón del arma.
—¡No hay nadie más que yo, os lo aseguro!
Boutelle había amarrado rápidamente los caballos. En una hoja de papel apoyada contra la pared de troncos escribía cifras que Andrew no alcanzaba a distinguir.
—¿Quién dispara, entonces? —preguntó Staples.
—Debe de ser un amigo que ignoraba tener —contestó Matty.
—Reza tus oraciones o di quién es —lo conminó Tanner, cogiendo el papel a Boutelle.
—¿Qué es eso? —preguntó el chico, estirando el cuello mientras Tanner le prendía el papel en la camisa con un imperdible—. ¿Qué me está haciendo, señor Tanner?
—¡Maldita cosa! —exclamó Tanner, que se había pinchado el dedo.
—¿Qué me está poniendo ahí? —gritó Matty con voz estridente—. ¡Eh, espere un momento!
Andrew distinguió los números en el papel: 3-7-77.
—¿Qué significa eso? —preguntó a Fred.
—El clásico signo del Regulador. Dimensiones de la tumba, parece ser.
Ambos habían desmontado y Fred se apoyó en la pared de la cabaña mientras observaba a los otros.
—¡Un momento, eh! —gritó Matty Gruby, mientras Boutelle cogía el rollo de cuerda de su silla. Andrew sintió que se quedaba sin aliento, como si hubiera corrido un largo trecho.
—¿Quién está contigo, Matty? —dijo Fred.
—¡Habla de una vez, muchacho! —exclamó Tanner.
En la pared de la construcción hubo un estallido junto a Staples, que lanzó una maldición y se apartó de un salto, apretándose la mejilla. Matty soltó una risita histérica hasta que Boutelle le pasó una vuelta de cuerda por la cabeza. De pronto prorrumpió en sollozos.
—¿Quién está contigo? —insistió Tanner.
—¡No hay nadie conmigo! —gritó el muchacho—. Se lo he dicho una y otra vez…
Tanner le cruzó la cara con el extremo de la cuerda, y los gritos cesaron. Otro balazo hizo saltar astillas de la pared de troncos, junto a ellos. El tirador se había retirado a un grupo de árboles en la colina, no muy lejos del sitio por donde Fred y él habían venido. Todos retrocedieron entre las dos cabañas, donde de pronto cayó una sombra fría, mientras Boutelle arrastraba al chico tirando de la cuerda. Matty trastabilló y cayó al suelo, y Fred y Staples lo cogieron para levantarlo. Hubo otro disparo.
—Hay que quitárnoslo de encima antes de que hiera a alguien —observó Tanner.
—Tú eres cazador, Andy —dijo Fred—. Ve a ver lo que puedes hacer.
—Suba por ese barranco y dé la vuelta por detrás —le gritó Tanner, mientras él se montaba de un salto en la silla de Ginger. Picó espuelas por detrás de las cabañas, manteniéndose entre ellas y el bosquecillo en lo alto de la colina. Oyó que el chico gritaba:
—¡Cuidado, va uno…!
El resto no se oyó.
Hubo otro disparo mientras espoleaba a Ginger y, pegándose a su cuello, giró la cabeza y vio el pequeño penacho de humo entre los árboles. El sendero torcía por el barranco, ascendiendo por una vertiente de la colina. Durante un trecho el camino estaba despejado, luego se vio obligado a desmontar frente a una maraña de maleza y pequeñas coníferas. Intentó guiar a Ginger entre los arbustos, pero resultaba imposible, así que la amarró y continuó a pie, con el rifle en la mano. A su derecha y fuera del alcance de la vista el tiroteo proseguía a intervalos.
Cuando llegó a la cumbre de la colina tenía la camisa empapada de sudor, y se sentía debilitado, como si se hubiese estado remojando en un líquido cálido y espeso. Echó a correr por un terreno limpio de arbustos, y, ya en el bosquecillo, se puso a gatas, jadeando con penosas bocanadas, la mejilla pegada a la suave hierba y el rifle inmovilizado bajo el cuerpo. Sus ojos se cerraron agradecidos. En algún lugar frente a él restalló el arma del cuatrero. Oyó una voz que maldecía en tono monocorde, como sollozando.
A gatas, arrastrando el rifle, avanzó lentamente. Pasó bajo un árbol caído que sobresalía a unos treinta centímetros del suelo, y luego por encima de otro, apartando cuidadosamente las ramas. En la enmarañada penumbra algo se movió frente a sus ojos. Un rayo de luz se deslizó por el cañón de un arma. Ahora distinguía la cabeza del hombre, sin sombrero, inclinada sobre el punto de mira, y la protuberancia del codo. El rifle restalló. El blasfemante sollozo se reanudó.
Apoyó el rifle en la curva de una rama. Centró la mira en la cabeza del hombre, la bajó al punto medio de su espina dorsal, volvió a alzarla. Era incapaz de dispararle por la espalda. Con el dedo curvado sobre el gatillo, se humedeció los labios para gritar. No salió sonido alguno. Permaneció de rodillas, en tensión, durante lo que le parecieron minutos, con el punto de mira temblando hasta que se estabilizó. Pero no podía. Alzó algo más el cañón y apretó el gatillo.
La culata lo golpeó en el hombro; la bala atravesó la maleza sobre la cabeza del hombre. Alcanzó a ver un rostro pálido con un rastro de sangre en la frente mientras, accionando la palanca, introducía otra bala en la recámara. El rostro desapareció al instante. Hubo un grito: «¡Malditos estranguladores!», y un estrépito entre la maleza. Tras un silencio se oyó ruido de cascos, que fueron disminuyendo.
Volvió sobre sus pasos, salió del bosquecillo y fue a donde había amarrado a Ginger. No se veía a nadie, sólo las dos cabañas, una medio oculta tras la otra, y los caballos en el corral, detrás. Había una especie de cargado silencio.
—Oh, no —dijo una voz en su cabeza.
Las palabras se repitieron cuando estuvo más cerca. Primero vio a Tanner y Staples en cuclillas a la sombra, los ojos fijos en él; luego a Fred, que desviaba la vista.
—Oh, no —decía la voz.
Habían atravesado un poste del corral sobre los tejados de las cabañas. De ahí colgaba el cuerpo, las manos atadas a la espalda, la cabeza a un lado, el papel prendido en la pechera de la camisa. «Oh, no», repetía la voz, como un papagayo.
Boutelle estaba de pie, las piernas separadas, viéndolo venir. Estiraba la cadena de un pequeño guardapelo de oro, soltándola luego en la mano, estirándola de nuevo. Había visto esa cadena y el guardapelo la noche en que Matty Gruby tocó la armónica en el campamento de caza.
Ginger aflojó el paso como resistiéndose a aproximarse, y, cuando la aguijó con las espuelas, pasó trotando nerviosamente, hacia sus congéneres en el corral. Él también desvió la vista de aquella muerte suspendida, inmóvil. Le estallaba la cabeza con el reproche de Bill Driggs, quien consideraba asunto suyo el hecho de que pusieran una cuerda al cuello de un hombre. ¿Habría intervenido también en el caso de un ladrón de caballos? ¿Y no era él mismo consciente de cuál era el castigo de un cuatrero, que robaba no sólo la propiedad de otro sino también su medio de locomoción, poniendo así en peligro su vida? ¿Acaso no lo sabía?
* * *
Aquella noche, en el silencioso campamento de camino al norte con la manada de caballos recuperada, tuvo su primer ataque de asma en casi un año. Primero la sensación de agotamiento total, que no le extrañó, porque todos estaban exhaustos. Luego le vino el ardor en el pecho que tan bien recordaba, seguido del callado jadeo no tanto por aspirar aire como para vaciar los pulmones, mientras se sentaba aparte empujándose las mejillas con los puños para mantener el torso erguido y los pulmones abiertos, tratando de ocultar a sus compañeros tanto su afección física como el terror de que esta vez la enfermedad acabara asfixiándolo.