Chally y él, desnudos hasta la cintura y sudorosos, pugnaban por colocar en su sitio los troncos descortezados. Cuando se detuvieron a descansar, Chally sacó tabaco para liar del bolsillo de su camisa, que había dejado extendida sobre unas matas. Era delgado, de piernas y brazos largos, con una impaciencia que le rebosaba como el agua a punto de hervir mientras silba la tetera. Andrew había llegado a apreciarlo mucho.
—Así que no te tiraron exactamente al suelo al desenrollar la alfombra de bienvenida —dijo Chally, frunciendo el ceño mientras echaba hebras de tabaco en el papel.
—La alfombra de bienvenida no se vio por parte alguna.
Chally sacudió la cabeza. El día anterior se había mostrado indiferente ante el informe de Andrew sobre la reunión, pero parecía haberlo meditado.
—Creía que no tendríamos problemas, con Yule Hardy de nuestro lado.
—Me parece que le molestó que yo aceptara la invitación de Machray para asistir a la reunión.
—Es difícil imaginar que hombres hechos y derechos se comporten de esa manera —observó Chally—. Y hablando de Reguladores, además. ¿Estaba Ash Tanner?
—Aconsejó no hacerlo.
—Ah, ¿sí? —En la mandíbula de Chally se fruncieron unos músculos semejantes a pequeños y duros dedos—. Bueno, los ladrones se están volviendo muy atrevidos, de eso no hay duda. Algunos dicen que son los crees de la reserva, pero no sólo roban los indios.
No le había contado a Chally que lo habían acusado de robar ganado.
—Parece que Tanner es una autoridad —observó él—. Por lo visto, una vez dirigió una cuadrilla de Reguladores en Montana.
—Si lo sabré yo —repuso Chally, con un bufido. Pasó la lengua por el papel y pegó el cigarrillo. Degan, con su mono deshilachado, estaba arrancando malas hierbas en el huerto, que había florecido bajo sus cuidados. Chally añadió—: Una vez vi a los capuchones blancos.
—¿Capuchones blancos?
—Llevaban sobre el sombrero como una funda de almohada que les tapaba la cara, con agujeros para ver. Suficiente para dar un susto de muerte a los niños. Y a hombres como castillos también. —Con un tenso movimiento, como el de alambres cortando gavillas, Chally se recostó contra la pila de troncos. Se puso firmemente el cigarrillo en la comisura de la boca y concluyó—: A mi padre le pusieron una cuerda al cuello igual que a ti.
De pronto sintió que le faltaba el aliento. Los ardientes ojos de Chally evitaron su mirada.
—Mi padre había sido minero por la zona de Bannack, pero resultó herido en un derrumbamiento de piedras y entonces compró un pequeño salón con billares donde la gente solía reunirse. A lo mejor fueron unos tipos de alguna de aquellas bandas que iban por su local, pero papá siempre dijo que los encapuchados querían unas tierras que él trataba de registrar a su nombre. Le pusieron una soga al cuello. Justo delante de mi madre, de Joe y de mí. Yo tenía unos ocho años por entonces.
»Tardaron mucho en ajustarle la cuerda, según recuerdo. Bueno, sólo trataban de asustarnos, pero no lo sabíamos. Les dije que los mataría a todos cuando me hiciera mayor y se rieron de mí. Papá estaba muy asustado. Era muy natural. Dijo que se marcharía si no le hacían nada. Se puso a suplicar, lo que es comprensible, tratándose de un hombre que tenía una familia de que preocuparse. Pero fue horrible escucharlo. Lo pasé muy mal intentando justificarlo en mi cabeza.
Rascó una cerilla, aplicó la llama al cigarrillo y dio vigorosas caladas.
—De manera que nos largamos y vinimos aquí. Era bien sabido que se cargaban a la gente que no ponía los pies en polvorosa. Seguro que lo habrían hecho. Me gustaría desquitarme de esa pandilla más que nada en el mundo.
—¿Fue Tanner? ¿Aquella vez?
—No creo. Tanner y su cuadrilla no eran tan malos. Puede que hicieran lo que había que hacer. Pero había otra banda que se dedicaba a lo mismo, y aquéllos sí eran crueles.
—Se caldearon los ánimos en la reunión sobre ése y otros asuntos. ¿Qué es una alianza de ranchos?
—Ranchos pequeños que se unen para realizar su propio rodeo. Lo que haremos nosotros, por lo visto.
—No les gustan esas alianzas. No les agrada que se formen ranchos nuevos, como el nuestro. Tampoco quieren granjeros. De todos los que conocí ninguno dejó de mencionar que los pastos estaban congestionados.
—Estúpidos cabrones —dijo Chally—. Sueltan su ganado por tierras públicas durante un tiempo y sólo por eso se convencen de que son suyas. Bueno, pues entonces sólo tenemos a Machray de nuestro lado. —Expulsó humo por las ventanas de la nariz y se enderezó—. Se nos está yendo el día.
* * *
Aquella tarde Mary Hardy fue a visitarlo sin la compañía de su hermano. Él le describió la disposición de las habitaciones en la Casa Grande, mientras Chally, tras unas tímidas palabras, desaparecía. Llevaba el bonete al cuello, colgando de la cinta, la mano lisiada oculta en el bolsillo del vestido, y gotas de transpiración le salpicaban el labio superior. Él recordó cuando su madre lo regañó, advirtiéndole de que los caballos sudaban, los hombres transpiraban y las mujeres «relucían». Con el rostro resplandeciente de color, Mary Hardy estaba en el rectángulo formado por las cuatro líneas de troncos que habían empezado a apilar, volviéndose con timidez y prorrumpiendo en exclamaciones de admiración cuando él señalaba dónde estaría la cocina, el estudio y la escalera hacia los dormitorios. Luego Andrew le ofreció té y la condujo por el batido sendero hasta la cabaña, donde Degan se esfumó al instante. Le dijo que se sentara a la mesa de pino, que lanzaba reflejos plateados de tanto fregarla, y ella le preguntó si tenía bocetos nuevos.
Le estaba enseñando sus acuarelas cuando lo llamaron para solucionar un problema de construcción, pues Chally había reclamado la ayuda del cocinero para levantar troncos y colocarlos en su sitio. Cuando volvió, Mary Hardy tenía abierta frente a ella la carpeta de bocetos, y sus mejillas estaban teñidas de un rosa encendido.
Alzó uno de los dibujos de Maizie y, con voz queda, dijo:
—Éstos son nuevos, ¿verdad?
Él contestó que sí. Ella continuó hojeándolos.
—Es bonita —observó ella.
—Supongo que sí.
Le hizo un croquis de la escena del grandioso Descendimiento de la Cruz, de Rubens, para mostrarle las líneas de fuerza que había intentado copiar en el dibujo de Maizie, la cómoda y la jofaina de loza. Ella parecía más interesada en los bosquejos de Maizie con los pechos desnudos, sobre todo aquel en que se inclinaba sobre la palangana, las enaguas enrolladas en la cintura y el rostro vuelto para mirar fuera del dibujo, como sorprendida en sus abluciones.
—Éste es muy bueno, creo yo. —Lo dejó y cerró la carpeta.
En el fogón la tetera empezó a silbar. Preparó el té, llevó la tetera y las tazas a la mesa, se sentó frente a ella y la invitó a que sirviera.
—Yo he estado allí —dijo ella de pronto.
—¿Cómo dice?
—He estado en ese sitio. —Se le encendió el rostro—. Mi padre tuvo un ataque allí. La señora Benbow me mandó a buscar. Mi padre no quería que mi madre se enterase, y Jeff era muy joven. Así que fui en el carro de muelles para traerlo a casa. Ahora ya está mejor, aunque sigue cojeando. Ya lo ha visto. Unas veces más que otras. —Sonrió alegremente—. Lo encontré muy interesante. No creo que muchas jóvenes de mi posición tengan ocasión de ver el interior de establecimientos como ése. ¡Ni saber siquiera que existen! Tienen un órgano pequeño de lo más precioso. ¡La señora Benbow me dijo que podía ir a tocarlo cuando quisiera! —Rió encantada, quizá con una pequeña nota histérica—. ¡Muchas veces pienso cómo se escandalizaría mi padre si supiera que me han invitado a tocar el órgano en un sitio como ése!
Alzó la taza y le sonrió por encima del borde. Entonces volvió a reír. Esta vez Andrew rió con ella. Ya seria, dijo:
—Mi madre me ha reprendido porque no sé bastantes cosas sobre usted. Así que he venido a que me hable de su esposa.
Él se retrepó en la silla.
—Se llamaba Elizabeth. Elizabeth Darcy. Elizabeth Livingston.
Mary Hardy se pasó por los labios la rosada punta de la lengua.
—¿Estaba…, llevaba mucho tiempo enferma? Antes de que se…
—Murió en un accidente, en una embarcación. El bote volcó. Mi hija y ella se ahogaron en aguas bastante poco profundas. Nadie sabe cómo pudo pasar.
Ella se llevó la mano al pecho, el rostro fruncido en un pequeño nudo. Preguntó con voz queda:
—¿La quería mucho?
La taza de Andrew hizo ruido cuando la dejó en el platillo.
—Mucho.
—¿Era guapa?
Él asintió.
—Era muy delgada. Casi menuda. Cogida de mi brazo parecía que no pesaba nada. A veces parecía una criatura etérea. Me figuraba que a su muerte había vuelto al aire…
Se interrumpió, sintiendo una incomprensible satisfacción al ver lágrimas en las mejillas de su invitada. «Ve al tocador de mi dama y dile que, aunque se ponga una pulgada de afeite en el rostro, al fin cobrará este aspecto».[22]
Cogió la tetera y vio cómo rellenaba las tazas con mano firme. Unos rayos de sol trazaron un paralelograma en una esquina de la mesa. Oyó el zumbido de las moscas en el cristal de la ventana.
—Estaba llena de vida —prosiguió—. Tuvo un destino muy cruel. Y la niña pequeña. Se llamaba Alice. Durante mucho tiempo me sentí como víctima señalada por una perversa fortuna. Me avergüenzo de eso.
—¿No fue culpa de nadie?
—Sólo un accidente. Culpa de Dios. Así que decidí no creer en Él.
Sentía la cabeza caliente, el rostro encendido, mientras miraba fijamente las pocas hojas de té que giraban despacio en el líquido ambarino de su taza.
Con un seco crujido de enaguas, Mary Hardy se puso en pie, y pasó con fluidez por su lado para detenerse en el soleado rectángulo del umbral con su vestido gris oscuro de montar, la mano apretando el marco de la puerta, de espaldas a él.
—¿Y su hermana cuida de su hijo pequeño? —preguntó.
Él dijo que así era.
—¿Y va a traerlo aquí, a vivir en la casa nueva?
Él contestó que eso esperaba. Cuando ella lo miró por encima del hombro, él dijo:
—Señorita Hardy, una vez me preguntó si quería mucho a mi hijo. Lo quiero, como un padre debe querer a su hijo, pero los afectos humanos se han convertido en algo muy difícil para mí. Estoy seguro, por ejemplo, de que nunca volveré a casarme. No me puedo permitir entablar relaciones cuyo único destino es la destrucción.
Los azules ojos de Mary Hardy lo miraron fijamente mientras a él le ardía el rostro de su propia pomposidad. Ella le dijo, con su delicada voz:
—¿He de decir eso a mi madre, señor Livingston?
—Lo siento.
—No tiene por qué sentirlo.
—Lamento no ser… el joven Lochinvar.
Ella sacudió la cabeza, en silencio. Luego estalló:
—¡Estoy decidida a no pasar un invierno más en las Bad Lands! ¡No lo haré!
Él se puso en pie mientras ella no dejaba de sacudir la cabeza, los labios fruncidos en una apretada línea, el rostro con un feo tinte rojizo.
—Pero de todos modos usted no me habría llevado lejos de aquí, ¿verdad, señor Livingston?
—Pienso hacer mi vida aquí, señorita Hardy.
Ella dio media vuelta. A paso vivo se dirigió hacia la Casa Grande, donde estaba amarrado su caballo. Con la espalda gris muy derecha, el bonete brincando entre los hombros, tenía un aire resuelto y muy vulnerable. Estuvo a punto de llamarla, pero no se le ocurrió nada que pudiera servirle de ayuda o consuelo. Chally y Degan pusieron empeño en no mirarla mientras montaba y, con un leve gesto de adiós, se alejó cabalgando.