Una semana después un vaquero le entregó una nota de Machray:
Mi querido Livingston:
Seguro que conoce la existencia de la Asociación de Ganaderos de Dakota Occidental, así como sus competencias y funciones específicas. Dicha organización no acepta nuevos socios fácilmente, y en realidad sus listas están cerradas, política debida a lo que consideran un congestionamiento de los pastos libres, situación que a mí no me afecta pero a usted sí.
Por complejos motivos, me empeñé en convencer a los directivos de la organización para que la reunión del presente mes se celebre en Widewings, y espero que asista usted como mi invitado particular. No encontrará muy acogedores a los demás socios. Sin embargo tengo plena confianza en que su encanto personal, su natural reserva y excelente educación le servirá de recomendación ante ellos. La reunión se celebrará mañana a media tarde, y espero verlo allí.
MACHRAY
Había posdata:
Me dicen que debo agradecerle su intervención de la otra noche. Muchas gracias, entonces.
* * *
Cuando Andrew dijo a Chally que al día siguiente asistiría a la reunión de la Asociación de Ganaderos, su socio le contestó:
—¡Bien! A lo mejor te enteras de con qué ojos nos miran en ese nido de víboras. Mejor ver por dónde van los tiros antes de que decidas traer un segundo rebaño.
—Machray dice que hay una política contraria a la admisión de nuevos socios.
—Bueno, el entendimiento que tienes con Hardy y con él podría servirnos de ayuda. Desde luego no estuvieron muy amables en el rodeo, y me parece que vamos a hartarnos de que nos traten como a granjeros, Andy.
* * *
Vaqueros del Ring-cross se sentaban en el travesaño de una cerca frente a los barracones, distribuidos en forma de L en una hondonada poco profunda justo detrás de Widewings, observando la llegada de los ganaderos de las Bad Lands, a caballo y en calesa, carruajes de cuatro ruedas y carrozas. Andrew, que había tomado una habitación en el hotel para pasar la noche, tendió las riendas de Blackie a uno de los vaqueros, y subió con paso decidido los escalones de madera junto a sus vecinos, ninguno de los cuales le prestó atención alguna.
En el espacioso salón se habían dispuesto filas de bancos en torno a la mesa, frente a una chimenea. Entre las hileras lanzaban destellos unas escupideras de latón. El aire ya estaba cargado de humo de cigarro, y Dickson se acercó a él para ofrecerle un habano de una caja de cedro. A su espalda, de pie contra la pared, estaba Jake Boutelle.
Se detuvo, mirando fijamente al pistolero, que le devolvió la mirada despreocupadamente, y luego apartó la vista, llevándose el puro a los labios. Llevaba el pelo negro cuidadosamente cepillado con una raya en el centro exacto de la cabeza. Al mirarlo, Andrew sintió que se le envenenaba la sangre en las venas.
—¡Me alegro de que haya venido, Livingston! —lo saludó Machray con voz retumbante, su cabeza sobresaliendo entre todos los asistentes. Se llevó una mano a la mandíbula, la movió de un lado a otro, y guiñó solemnemente un ojo—. ¡Ah, Pelke! —saludó a un hombre regordete, cogiéndolo del brazo para presentarle a Andrew.
Pelke tenía un vidrioso parche de cicatrices en un ojo, en el cual latía una vena.
—Encantado —le dijo, alejándose.
Machray le presentó a otros dos que no se mostraron más simpáticos, aunque uno de ellos le estrechó la mano. Vio a Hardy, que avanzaba de lado entre los bancos, y dejó a Machray para sentarse junto a su otro vecino, que, sin embargo, también se mostró distante.
Los bancos siguieron llenándose, y tuvo la sensación de que los miembros de la Asociación de Ganaderos de Dakota Occidental resultaban excesivos en cierto modo, grotescos, muchos de ellos: allí una nariz abultada rebosante de venillas, más allá otra rota y desviada por algún accidente, una papada grasienta que desfiguraba un cuello bronceado, una cabeza calva con una configuración puntiaguda, como la quilla de un barco, la cicatriz de Pelke. En su mayor parte fumaban los puros de Machray, pero algunos mascaban tabaco y lanzaban copiosos salivazos a las escupideras. Observó que uno señalaba a otro la bandera británica que, clavada en la pared bajo unos cuernos de alce, ofrecía un aspecto sucio y andrajoso, las diagonales de vivo color atravesadas por agujeros de bala. Boutelle seguía en pie de brazos cruzados, paseando la mirada entre los asistentes con aquel curioso ensimismamiento que Andrew había observado aquel día en Fire Creek.
Nadie parecía hacer caso a Machray, que, con falda escocesa y faltriquera, estrellas de capitán en las hombreras de la casaca, permanecía erguido con porte militar frente a la chimenea de ladrillo, las piernas separadas y las manos a la espalda.
—¿Qué posición ocupa Boutelle aquí? —preguntó Andrew a Hardy.
—Está contratado por la Asociación como inspector de pastos —repuso secamente Hardy.
Se preguntó si Hardy estaba simplemente celoso de que él hubiera acudido como invitado de Machray. En cualquier caso no se sentía inclinado a utilizar su encanto, natural reserva y buena educación.
—Me han informado de que Boutelle no me visitó con carácter oficial —añadió.
—¡En absoluto! —replicó Hardy, echándose a un lado para dejar paso a un joven que ocupó el sitio a la derecha de Andrew.
El recién llegado llevaba un traje marrón, que contrastaba con la palidez de la piel por donde acababan de cortarle el pelo.
—¡Vaya, pero si es el novato de Nueva York! —exclamó, sonriendo a Andrew, que le recordó como uno de los «reps» del rodeo de Machray del otoño anterior—. Fred Rademacher —se presentó mientras se estrechaban la mano. Hubo un silencio cuando Machray se acercó a la mesa.
Se disculpó por el estado de la casa; todos los carpinteros disponibles estaban trabajando en el matadero, que esperaba inaugurar a finales de mes.
—Creo que podemos empezar. El señor Hardy presidirá la reunión en lugar del señor Lamey, que está enfermo.
Con breves y apresurados pasos, Hardy se dirigió a la mesa, donde, sin mirar a Machray, golpeó ligeramente con los nudillos para establecer su condición de presidente.
—Caballeros: En la última reunión concluimos nuestras deliberaciones hablando sobre la cuestión de los robos, y considero que debemos proseguir con ese asunto. A menos que haya objeciones.
Entre un creciente murmullo de conversaciones sibilantes, Fred Rademacher dijo a Andrew:
—Me han dicho que te has traído unas cuantas cabezas del sur.
Él contestó que era cierto, y el otro volvió a tenderle la mano. Era el primer gesto amistoso que le hacían, aparte del guiño de Machray. Hardy golpeó la mesa llamando al orden.
—El método histórico de tratar tales problemas —dijo, mirando por encima de los lentes—, es progreso, sencillamente. Organización del condado, conseguir la categoría de estado: todo lo cual acabaremos teniendo sin duda en un futuro. Incluido ese fenómeno concomitante del progreso, los impuestos. —Esbozó una sonrisa glacial—. Me pregunto si no sufrimos mucho por eso.
Hubo una cascada de risas. Detrás de Andrew, uno de los asistentes dijo:
—Lo mismo da seguir pagando impuestos a los abigeos como hemos venido haciendo.
—¿Te han robado ganado ya? —le preguntó al oído Fred Rademacher, y cuando él contestó que no, le aseguró—: Lo harán. Te quedarás pasmado de lo mucho que podrás enfadarte.
—Se sabe que los ladrones de ganado cambian de actitud —prosiguió Yule Hardy—. ¡Los gobiernos, nunca! La cuestión sigue siendo: ¿Cómo convencer a cuatreros y abigeos de que cambien de proceder? ¿Hazel?
Se había levantado un hombre enjuto, con las manos tímidamente entrelazadas frente a él.
—Algunos de los que estábamos aquí antes de que todo el mundo empezara a llegar a manadas nos acordamos de la época en que las cosas se pusieron feas en la región de Bannack y Virginia City. ¡Bueno, pues Ash Tanner sí cambió la manera de pensar de esos tipos! Recuerdo la historia de aquella señora que se acercó a Ash y le dijo: «Así que es usted ese demonio de Regulador que ha linchado a treinta hombres, ¿eh?». Y Ash le contestó, rápidamente: «¡Sí, señora, y lo he hecho yo sólito!».
Hubo una sonora carcajada, y Andrew, que había sentido un escalofrío al oír las palabras «llegar a manadas», estiró el cuello para ver a quién miraban los que estaban a su alrededor: a un hombre robusto entrado en años, de hosca mandíbula, breve barba blanca y pelo muy corto semejante a musgo blanco.
—¡Ash debía imaginarse que pasaría esto! —le musitó Rademacher.
—Estoy seguro de que Ash nos hará el favor de asesorarnos —concluyó apresuradamente el tal Hazel, dejándose caer en el asiento. El calvo de cabeza huesuda se levantó.
—Pard Yarborough —murmuró Rademacher.
Hardy esperó a que cesara el ruido y dijo:
—¿Pard?
—¡Yo digo que sigamos con la lista, Yule! —manifestó Yarborough con una voz airada, intimidante.
—Puede que sea ése el siguiente punto del orden del día, entonces —anunció Hardy—. ¿Comandante Cutter? Su comité.
Un hombre de corta estatura y barba negra con buche de palomo ocupó el puesto de Hardy junto a la mesa. Llevaba varios papeles en la mano.
—Capitán Machray —empezó—, señor Hardy. Amigos. Como ya sabéis, con ayuda de los inspectores de pastos, estamos confeccionado una lista de ladrones de ganado confirmados o sospechosos en las Bad Lands. En nuestra opinión no hay muchos que se dediquen a ello en exclusividad, salvo por ese tal Jack Berry, abatido a tiros el otoño pasado cerca de Clear Springs. Pero hay muchos que practican por afición, por así decir, el robo de reses y caballos, tal como sabemos todos. Antiguos cazadores de búfalos, pequeños terratenientes, granjeros, algunos vaqueros poco honrados. —Alzó las manos expresivamente.
—¿A quién tenéis en esa lista? —preguntó Yarborough, alzando la voz.
Boutelle continuaba en pie de brazos cruzados, paseando de rostro en rostro la mirada. El comandante Cutter se sacó los anteojos del bolsillo y se los colocó en el puente de la nariz. Empezó a leer:
—Tom Waggoner, Jack Long, Frank Roswell, Tim Smith…
—¡Eh, un momento! —gritó Ash Tanner—. ¡Será mejor que tengáis mucho cuidado con lo que hacéis! ¡Si os referís a Tim R. Smith, es una puñetera mentira! Tim Smith lleva quince años aquí. ¡Fue uno de los que combatió contra Crazy Horse en el sesenta y ocho! —En medio de un silencio, el comandante Cutter hizo una marca con lápiz en el papel que tenía en las manos, y Tanner concluyó—: ¡Eso es lo que pasa con estas cosas! ¡Hay que estar completamente seguro!
Cutter siguió leyendo, nombres que no decían nada a Andrew. Fred Rademacher se puso en pie de un salto.
—Eso es falso. Debe tratarse de ese otro Teasdale, de Hastings. ¡Martin Teasdale no es ningún ladrón de caballos!
—¡Siéntate, hijo, y escucha hasta el final! —bramó un hombre entrado en años.
Rademacher volvió a sentarse, rezongando:
—Es mi padre. Cree que aún estoy en pañales.
—Harvey Conroy —leyó Cutter—, Emmett Maugher, Challis Reuter…
Andrew se apercibió de pronto que se había puesto en pie.
—¡Challis Reuter es mi socio! —Permaneció allí erguido, con todas las miradas puestas en él, Machray frunciendo el ceño, Hardy con el rostro carente de expresión, el comandante Cutter quitándose los lentes para observarlo. Andrew miró directamente a Boutelle y afirmó—: ¡Es mentira!
—¡Eh, yo también respondo por Chally Reuter! —terció Fred Rademacher—. ¡Esa lista de usted deja mucho que desear, comandante!
—¡No está bien hecha! —convino Tanner, poniéndose en pie a su vez. Agitando hacia Cutter un dedo rechoncho, prosiguió—: ¡Es muy larga, en primer lugar! ¡Y no debe contener errores! —Se golpeó la palma de la mano con el puño—. Hazel Colé me ha pedido el favor de que contribuya con mi experiencia. ¡Bueno, pues si os sirve de algo, ahí la tenéis! ¡Hay que ir con la mayor cautela! ¡Extremando la prudencia!
Sin quitar los ojos de Boutelle, Andrew volvió a sentarse despacio. La cólera le daba náuseas.
—¿Qué sentido tiene todo esto, de todos modos? —preguntó uno de los asistentes.
—Es una lista de la muerte —explicó otro.
—¡Creo —dijo Machray— que tendremos que hacer presión donde corresponda para que el sheriff de Mandan cumpla sus ineludibles obligaciones!
El hombre de la papada grasienta y bronceada se puso en pie, las manos en las caderas.
—Os diré lo que me dijo el sheriff Cece Brown. ¡Dijo que si queréis impedir los robos de caballos que vienen produciéndose, tendríais que contratar a un hombre con un rifle, no con un lapicero!
Esas palabras levantaron un alboroto. Andrew vio que Machray fruncía el ceño. Su mirada encontró los ojos de obsidiana de Boutelle, que lo estaban estudiando.
—¡Santo Dios, eso significa apostar a un hombre armado en un barranco! —gritó uno de los asistentes—. ¡Asesinato, pura y simplemente!
Cutter se guardó los lentes en el bolsillo y recogió sus papeles, apretando los labios. Machray dio un paso al frente con las manos alzadas reclamando silencio.
—A mí me gustaría mucho oír la opinión del señor Tanner sobre esta cuestión. ¿Podríamos escuchar su consejo, caballero?
Cutter volvió a su asiento, y hubo un clamor para que hablara Tanner, que finalmente se dirigió a la mesa arrastrando los pies.
—Le gustan las indias —musitó Fred—. Se casó con una snake realmente bonita. Desde luego la lleva muy corta de riendas. Tiene un rancho de buen tamaño en nuestra región.
—Bueno, pues hace quince años las cosas se pusieron bastante feas, como algunos sabéis, y otros no. Peor que ahora. Había bandas que rondaban los campamentos mineros y tenían atemorizado a todo el mundo. Así que nos juntamos unos cuantos para establecer un comité de vigilancia: un Comité de Regulación, según se denominó. Querían elegirme para dirigir las cosas, pero a mí no me gustaba el modo en que pretendían hacerlo. —Se apoyó en la mesa y, tras lanzar una mirada en torno a la reunión para que calaran sus palabras, prosiguió—: Les dije que tanto si lo aceptaba como si no, a mí no me elegían para eso. Se habían inventado una fachada legal que era una patraña. ¡Porque se trataba lisa y llanamente de asesinato, de principio a fin!
Hizo otra pausa y continuó:
—Las cosas deben de estar muy mal para que penséis en matar. Y a lo mejor no están tan mal. Os voy a dar el único consejo que puedo, que es lo que me ha pedido nuestro anfitrión. Si creéis que ha llegado el momento de establecer un Comité de Regulación, procurad que no se entere mucha gente. Que lo sepan sólo los jinetes y unos cuantos más. Un hombre competente al mando, y cuatro o cinco de su confianza. Y todos los caballos necesarios a su disposición, buenas monturas, además, no simples desechos de las caballerizas de alguien. Dos o tres incursiones, muy destructivas, y unas cuantas intimidatorias. ¡Y parar!
Paseó de nuevo la mirada por la concurrencia con la mandíbula extrañamente crispada hacia un lado. Andrew sintió cómo aquellos ojos viejos y peligrosos se detenían en los suyos.
—Si tenéis que hacerlo, adelante. Pero estad seguros. Porque desde entonces eso ha pesado en mí como una maldición. Yo estaba seguro, en aquella época; creía estarlo. Pero a partir de entonces no he estado seguro de nada. ¡Y parar! —repitió—. Yo lo hice. Y conservamos nuestra reputación. Pero algunos pensaron que aún quedaba trabajo por hacer. Así que tomaron el relevo. Y cometieron errores. Peor aún. Algunos se pusieron máscaras blancas y echaron del territorio a individuos con los que habían tenido algún litigio. Por derechos sobre las aguas. O por una chica. ¿Y adónde fue a parar entonces nuestro buen nombre? —Se apoyó en la mesa y Andrew observó sus manos, con los nudillos pálidos, aferrando el borde—. ¡Amigos! ¡Si destapáis la tapa de esa caja será muy difícil volver a cerrarla!
Hubo un silencio. Finalmente, el viejo Rademacher se puso en pie y dijo:
—¿No querrás ocuparte de esta tarea por nosotros, Ash? No creo que haya alguien capaz de ponerle la tapa a esa caja, aparte de ti.
Tanner sacudió la cabeza. De pronto, el que quince años atrás había sido el terror de las bandas de Bannack y Virginia City, parecía empequeñecido, viejo y cansado.
—Tendrías toda nuestra gratitud, Ash —confirmó Yarborough, pero el viejo Regulador se limitó a volver silencioso a su asiento. Hardy volvió a ocupar su puesto y golpeó con los nudillos en la mesa.
—Si llegamos a la conclusión de que no tenemos más remedio que hacerlo, seguro que volveremos a recabar el consejo de Ash. ¿Roy?
Se había levantado el de la papada grasienta.
—¡Propongo que contratemos a un hombre armado!
—¡Conmigo no contéis para eso! —exclamó uno de los asistentes.
—¡Yo nunca formaré parte de eso! —gritó otro, mientras algunos secundaban la moción.
—¡Dentro de poco ni siquiera formarás parte de estas praderas! ¡Los granjeros y los ladrones de ganado robándote hasta los calcetines, y los nuevos rancheros apartándote a empujones y apropiándose de nuestros pastos y nuestra agua!
Andrew apenas podía asimilar lo que estaba escuchando. El hecho de que acusaran a un hombre como Chally de robar ganado lo había conmocionado, aunque sospechaba que Boutelle era quien había puesto su nombre en la lista. Y le resultaba increíble oír hablar de linchamientos y asesinatos. Ya le habían avisado bastantes veces de que los rancheros pequeños desagradaban a los grandes, los recién llegados a los veteranos, y desde luego Machray le había informado de la política de la Asociación, contraria a la admisión de nuevos miembros, pero a pesar de todo había supuesto, con Chally, que su amistad con Machray y Hardy les garantizaría la entrada. Se le ocurrió que la hostilidad de Hardy se debía al bochorno que sentía ante los temas que se abordaban allí, y a la violencia de sus colegas.
Las deliberaciones se centraron ahora en otros problemas que le costaba trabajo entender, en la conveniencia de que en los rodeos se tuviera en cuenta oficialmente un «libro de marcas», la necesidad de «inspectores» y el peligro de rodeos organizados por una «alianza de pequeños rancheros». Luego abordaron la cuestión de las continuas incursiones de granjeros. Según parecía, hasta el último asistente a la reunión tenía una historia de expolios y enfrentamientos con granjeros, que cercaban sus parcelas, manifestando falta de honradez y pobreza de espíritu, junto a sus mujeres, hijos y perros. Hardy levantó la sesión sin que se llegara a decisión alguna, y Machray anunció que había whisky en la biblioteca.
Andrew salió de la estancia con Fred Rademacher. Dickson les sirvió unos whiskys y salieron al porche, desde donde había una asombrosa vista de la extensión oriental de las praderas. Pyramid Flat se acurrucaba medio envuelta en sombra bajo los acantilados, con los hilos de araña del ferrocarril cruzando el río. Un penacho de humo negro se elevaba de un tren parado en la estación. Preguntó a Rademacher si su rancho estaba cerca.
—Al otro lado de la vertiente occidental —contestó Rademacher con un gesto de la mano. Se bebió de un trago la mitad del whisky y se limpió el bigote—. Vaya, qué bien pasa el whisky de Machray, ¿eh? ¿Qué conclusión saca un hombre del Este de lo que se ha hablado ahí dentro?
—En mi opinión, todo el mundo está furioso y tiene miedo.
—Bueno, pues es la verdad —repuso Rademacher—. ¿Has captado la insinuación del viejo Ash?
No sabía a qué se refería Fred.
—Ha dicho que no permitiría que la Asociación lo eligiera para dirigir un grupo, pero no ha dicho que no lo haría. Me parece que sugería que podría hacer lo mismo que hizo en tiempos, por su cuenta y acompañado de algunos individuos de confianza.
Se acercó el padre de Rademacher, un hombre flaco con un puro en una mano y un vaso de whisky en la otra. Llevaba pantalones a rayas remetidos en las botas, una anticuada levita negra y una camisa abotonada hasta el cuello, sin corbata. Se puso el cigarro entre los dientes para estrecharle la mano.
—Jim Rademacher —se presentó—. El papá de este mequetrefe. Usted es el sujeto que se ha instalado entre Yule Hardy y Machray allá por Fire Creek, según tengo entendido; Chally Reuter le maneja el ganado. Los pastos se están llenando de gente por esa parte. Se lleva bien con Machray, ¿verdad?
Contestó que, por lo que él sabía, sí. Los dos se le quedaron mirando, el padre quince centímetros más alto que el hijo.
—Es el que tuvo aquel encuentro de boxeo con Machray en el rodeo del otoño pasado, papá. ¡Una verdadera fiera con los puños!
—Ah, ¿sí? —repuso Jim Rademacher, mirándolo con los ojos entornados, alejándose a continuación.
—Se diría que la gente de aquí no tiene otra cosa que hacer que cotillear de los forasteros —dijo Fred—. Tú eres un misterioso caballero de Nueva York, de lenguaje muy educado, y tan rico que puede extender un cheque por cualquier cantidad. No nos encontramos en el rodeo de primavera. Yo estaba de representante en Yellowstone. Así que eres amigo de Machray.
—No parece que nadie más de aquí lo sea.
—Bueno, pues así es —repuso Fred.
—¿Y por qué?
—Nada más venir empieza a empujar a todo el mundo, armando mucho alboroto. Y la gente se pone a pensar que tiene que comprar tierras y cercarlas, lo mismo que él. Esos carcamales odian ver que se saque partido a los pastos; en cuanto a los viejos tiempos, no paran de repetir que todo era tan duro que sólo ellos lograron sobrevivir. Por eso mi padre no se desvive exactamente por darte la bienvenida.
—Lo comprendo.
—Y alguien anda diciendo mentiras sobre Chally Reuter.
—Te agradezco que hayas salido en su defensa. ¿No habrá sido ese tal Boutelle?
—Seguro, podría haber sido Jake.
Contó a Rademacher su experiencia con Jake Boutelle y Bob Cletus, y Fred silbó en silencio.
—Eso sí que me pone los pelos de punta. Pero no creo que fuera cosa de la Asociación. Jake mete las narices cuando quiere en todo lo que ocurre en las Bad Lands. Probablemente pensaría que esa cabaña debía ser suya en cuanto vio que la ocupabas tú. Quizá no habría pasado nada si le hubieras ofrecido dinero para que lo olvidara.
Apareció Machray apretando el hombro de Andrew con una de sus manazas.
—Desconocía los temas que iban a debatirse, Livingston —dijo en voz baja—. Me han dicho que he cometido un error; he recibido un buen montón de críticas. Debe disculparme si le he hecho pasar un mal rato.
Siguió deambulando por el porche.
—Un día voy a preguntarle cómo se las arregla para que no se le enfríen las partes pudendas con esa indumentaria —dijo Rademacher.
Andrew le preguntó lo que había que hacer para entrar en la Asociación. El otro pareció muy apurado.
—Bueno, hay comités para casi todo. Creo que yo esperaría hasta que me lo pidieran.
—¿Es que a mí no me lo van a pedir?
Fred se encogió aparatosamente de hombros.
Andrew se dijo que no estaba muy deseoso de unirse a una organización que, por mucho que controlara el rodeo general, cuando deliberaba sobre el recurso a la violencia sólo reconocía diferencias de grado, y la mención del «libro de marcas» y los «inspectores» había sido inquietante. Vamos a hartarnos de que nos traten como a granjeros, había dicho Chally.
Era evidente que Fred consideraba desagradable el asunto, de modo que no insistió, y los dos empezaron a pasear por el porche, siguiendo un olor a carne asada. En un espetón sobre un lecho de destellantes brasas de color cereza daba vueltas un novillo entero, destilando gotas de grasa que chisporroteaban insidiosamente en las ascuas. Un cocinero con un gorro blanco de jefe de cocina hacía girar la manivela mientras se enjugaba el rostro con un pañuelo de colores. En mesas de tablones destellaban cubiertos y copas al último sol de la tarde.
En unos fardos de heno amontonados habían dispuesto pequeñas dianas, y un grupo de ganaderos se apiñaba en torno a una de las mesas. Andrew y Fred se acercaron y encontraron a Machray organizando una competición a pistola. En un estuche de caoba yacía un juego de dos pistolas de duelo en unos huecos forrados de terciopelo azul. Cada concursante disparaba cinco tiros contra una de las dianas, que un vaquero sustituía cuando resultaban perforadas. Andrew se sintió humillado cuando en su turno sólo acertó una vez en la diana, con Boutelle mirándolo ligeramente apartado de los demás ganaderos. Otros, sin embargo, fueron igual de torpes. Muchos utilizaron sus propios revólveres, aunque Machray advirtió que las pistolas de duelo estaban calibradas a máquina, y no existían armas más precisas en parte alguna. Fred Rademacher lo hizo bien, como su padre y varios jóvenes, pero los finalistas fueron Machray y Boutelle.
Machray apuntó despacio, cuidadosamente, y atravesó el centro de la diana con cada bala, mientras que Boutelle disparó con mayor indiferencia, manteniendo su revólver más bajo. Su penúltimo tiro quedó un poco fuera del centro de la diana, con lo que Machray se declaró vencedor. Andrew percibió que nadie estaba contento con el artificioso asunto, dado que Machray se ufanaba de practicar todos los días.
—¡Un tipo a quien le han tendido ocho emboscadas no puede permitirse menos! —proclamó en voz alta.
Después del concurso Boutelle desapareció, y Andrew no lo vio en la cena. En la mesa se sentó con Hardy, los Rademacher, Hazel Colé y el primer hombre que había conocido allí, Ollie Pelke. No cesaban las quejas sobre la competición a pistola.
—En la vida he visto un juego de pistolas más afeminado —dijo Pelke—. El caso es que conozco a unos cuantos tiradores que se les daría igual de bien con un par de Colts.
—A Boutelle, no —observó Fred.
—Lo ha hecho un poco mejor que tú, Sonny —le recordó su padre—. De todos modos, Jake no tiene que demostrar nada sobre lo de disparar a alguien.
Todos rieron, y Andrew lanzó una mirada hacia la mesa central, que Machray presidía. Pasó Dickson con una botella de vino, sirviendo burdeos en las copas.
—Muy callado estás, Andy —dijo Hardy en un aparte, mirándolo directamente por primera vez.
Él contestó que estaba tratando de entender la hostilidad de que era objeto su anfitrión.
Hardy bajó los párpados con aire paciente, como si hubiera explicado muchas veces lo mismo, pero tuviera que esforzarse una vez más por aclararlo.
—Éstos son hombres sin educación, que han alcanzado su posición gracias a sus propios esfuerzos —le dijo—. Si su actitud no te parece cordial, es que por naturaleza no se fían de los forasteros. En el caso de Lord Machray, les molestan los privilegios. Representa aquello de lo que sus antepasados escaparon viniendo a este país. No han olvidado del todo las antiguas injusticias: el hecho de que sus ancestros se morían de hambre mientras los señores feudales de Inglaterra mantenían cercadas las tierras comunales.
—A mí me parece que eso es precisamente lo que ellos pretenden hacer aquí.
—¿Qué quieres decir exactamente? —inquirió Hardy, fulminándolo con la mirada.
—Machray ha cercado las tierras que ha comprado. Lo que pretende esta Asociación es cercar tierras que no ha comprado para su uso exclusivo. Lo que quieren es que no se acerque nadie que no sea de los suyos. Mediante el registro, el marcado, la inspección de ganado y el recurso a la violencia. ¿Qué diferencia hay?
Al mirar a Hardy a los ojos, exagerados por el cristal de sus lentes, pensó que se había asegurado el veto de la Asociación de Ganaderos de Dakota Occidental.
La gravedad del momento se rompió con un ruido de cristal golpeado por un objeto metálico.
Machray se había puesto en pie, destacando contra los rojizos destellos del fuego.
—Caballeros, confieso sentirme un tanto avergonzado de la exhibición que acaba de realizarse. Como he dicho, me han tiroteado en ocho ocasiones, en otras tantas emboscadas. Ha llegado a mi conocimiento, por vías indirectas, la identidad de quienes contrataron a los tiradores, a cambio de cierta recompensa, o en el marco de algún juego de vaqueros. —Fue paseando la mirada por los rostros de los presentes—. Veo que esta noche están aquí todos menos uno.
»Soy consciente, por supuesto —prosiguió—, de que su empeño no era el de quitarme la vida. Eso lo habrían conseguido. Lo que no lograrán será echarme de aquí. Eso seguramente ya lo sabrán. Sin embargo, pido disculpas por mi jueguecito de antes, con el cual, como sin duda habrán adivinado, he tratado de impresionar a aquellos de entre ustedes que acabo de mencionar, mostrándoles que soy capaz de manejar la pistola con mano firme.
»Pero caballeros, mi malicia no acaba ahí. Sin duda algunos de ustedes se preguntarán por qué he puesto tanto empeño en que esta reunión se celebrara aquí. Ha sido para que comieran mi carne y bebieran mi vino, para que aceptaran mi hospitalidad, en otras palabras. ¡Es bien sabido en todo el mundo civilizado que aquellos que aceptan la hospitalidad de un hombre no pueden conspirar para perjudicarlo bajo pena de caer en desgracia ante los dioses!
Se produjo un silencio absoluto. Andrew observó disimuladamente el rostro sin expresión de los que había a su alrededor. Machray siguió en pie frente a ellos, sonriendo con naturalidad.
—Por tanto —dijo al fin—, les propongo ahora un brindis al que todos podemos unirnos sin reservas. ¡Caballeros, por el vacuno americano!
Andrew alzó su copa. Vio que otros la levantaban a su alrededor, un par de ellos esbozando una sonrisa. Casi podía adivinar quiénes eran los hombres que Machray había mencionado, los que habían contratado a los tiradores emboscados, porque alzaban la copa de mala gana; pero la levantaron al final, todos menos Hardy.
—Dicen —prosiguió Machray— que en la época de las Cruzadas los soldados ingleses en Tierra Santa estaban desmoralizados porque los franceses y los austriacos tenían medios para conservar la carne y ellos no. Lo mismo volvió a ocurrir en Egipto, otro país cálido, como yo mismo puedo atestiguar. ¿Y a quién se dirigieron los británicos en su necesidad sino a Norteamérica, que había sido el primer país del mundo en perfeccionar los métodos para preparar carne en conserva? Voy a recitarles unos versos populares en la campaña de Egipto.
Se cruzó de brazos y, con voz potente, recitó:
El rosbif de la vieja Inglaterra
Es famoso en la canción y la historia.
¿Dónde estaría sin él la fuerza inglesa
Que conquistó para ella la gloria?
Pero en estos días de prueba para Inglaterra,
Alarmada por pavorosas notas de guerra,
¿Qué envía para salvar el Nilo?
¡Carne de Philip Armour en conserva!
Machray hizo una pausa para llevarse la copa de vino a los labios. Andrew vio cómo los comensales se inclinaban hacia delante para escuchar, igual que al principio se habían echado hacia atrás, y lanzó una mirada de soslayo a la mano de Hardy, que tenía los nudillos pálidos de tanto apretar la copa. Entonces continuó Machray:
Cuando Gladstone declaró la guerra,
La marcha por tierras de Egipto
No se retrasó por falta de munición,
El problema se llamaba nutrición.
Dijo el primer ministro: «Nuestro cañoneo
Debe ser breve y oportuno.
¡Haremos por tanto un bombardeo,
Con conserva inglesa de vacuno!»
Hubo estruendosas carcajadas, bocas abiertas que mostraban bocados a medio masticar, labios enrojecidos por el vino. Yarborough daba palmadas en la mesa, gritando: «¡Escuchen! ¡Escuchen eso!». Sonriendo, Machray hizo un gesto como si se subiera unos pantalones que se le cayeran para ilustrar la dificultad de evocar los recuerdos.
A cada kilómetro del camino
Los guerreros de Arabi
Pronto en las escaramuzas rendirán
El alma que les cabe en el cuerpo.
El pachá tenía un montón de kans,
Y algunos eran nobles y valientes,
Pero debían saber que no podían vencer,
¡Les faltaba la etiqueta de Armour!
Se elevaron de nuevo las carcajadas y los aplausos. Machray alzó la mano.
—En serio, amigos —anunció—, no creo que Pyramid Flat vaya alguna vez a competir con Chicago en la industria conservera. ¡Pero sí podremos dar de comer a ejércitos enteros, con permiso del señor Armour y el señor Swift!
Otra vez se unió Andrew a los aplausos. Los versos habían sido ingeniosos y acertados, y la evocación de Swift y Armour, mayores villanos para los asistentes a la reunión de lo que Machray jamás podría ser, inspirada. Andrew devolvió la sonrisa a Fred Rademacher. Se volvió hacia Hardy.
—Ha estado muy bien, en mi opinión.
Hardy se negaba a mirarlo.
—Nunca he dicho que no fuera una persona inteligente —repuso.
Ahora se alzó otro clamor. Unos vaqueros del Ring-cross se habían agrupado al otro extremo del fuego. Pedían a gritos que bailara Machray.
—¡Haga el del pañuelo, lord!
Insistieron hasta que, tras algunas objeciones, cedió y mandó a Dickson a buscar la gaita.
Machray se quitó la casaca, y, poniendo un pañuelo tirante entre las manos, se dirigió junto al fuego. Apareció Dickson. Sonaron las primeras notas, crudas y acidas, que pronto se hicieron música; mientras tocaba, Dickson paseaba de un lado a otro. Machray adoptó diversas posturas. Con el pañuelo estirado entre ambas manos, con aire ridículo al principio, alzó una pierna, apuntando al suelo con el pie. Dio un salto, osciló hacia un lado, atrás, al otro y atrás, giró, brincó, cambió de pierna. Con enorme gracia, agitó los brazos unidos por el pañuelo a derecha e izquierda, el tejido destellando como fósforo al resplandor del fuego. El gaitero tocaba y el bailarín danzaba, describiendo complejas repeticiones y variantes.
Los ganaderos lo contemplaban, unos boquiabiertos, otros simplemente perplejos, muchos sin expresión, unos cuantos abiertamente desdeñosos. Andrew vio que el viejo Jim Rademacher volvía la cabeza para escupir. Otros desviaban la vista. La evocadora música sonaba agudamente, Machray saltaba cambiando de postura. Le relucía el rostro de sudor; se le oía jadear. Andrew observó el rostro de los ganaderos que tenía enfrente. A pesar de su hospitalidad, o precisamente a causa de ella, pese a su inteligencia o su malicia, o por su franqueza, quizá porque era forastero, o simplemente diferente, siempre ofendería a aquellos hombres que tan dispuestos estaban a sentirse ofendidos por él.