A finales de abril, Andrew volvió a unas Bad Lands cubiertas de barro. Según dijo Chally:
—Un hombre con buenos pies puede arrastrar toda una parcela en las botas.
Muchos animales iban adornados con gruesas ajorcas de fango reseco y gris. El río, que la última vez que lo había visto no parecía más que una serie de charcos conectados por un perezoso hilillo de agua, se encontraba ahora en plena crecida. Le advirtieron que era más seguro atravesarlo a nado con el caballo, porque los vados ya no eran de fiar debido a la deriva de los bancos de arena. Ahora comprendía otro de los abusos de Machray, el de cortar uno de los mejores vados, porque el inferior se había hecho peligroso.
En torno a los manantiales alcalinos el terreno se había empapado convirtiéndose en un trémulo cenagal, y profundos charcos de lodo tenaz se habían formado en el fondo de los barrancos. El ganado, de muchas marcas diferentes, incluida la suya, abrevaba pesadamente entre los charcos y pronto quedaba irremediablemente empantanado, pereciendo a menos que lo sacaran a remolque con caballos. Aunque ya habían empezado a trabajar en la «Casa Grande», con Chally, Joe y Degan, el cocinero, cortando árboles y arrastrando los troncos pelados hasta el emplazamiento, la construcción debía interrumpirse mientras iban en ayuda de las reses en peligro.
Al tercer día de su llegada, Chally y él se encontraron con un cornilargo que forcejeaba débilmente entre una costra de barro seco cerca de un abrevadero. Andrew consiguió echar el lazo sobre los cuernos del animal y picó espuelas a Blackie para sacarlo de allí. El toro salió trastabillando, bramando, con un ruido acuoso y flatulento, e inmediatamente cargó contra el caballo de Chally.
No tuvo presencia de ánimo para soltar la cuerda, y la embestida del toro lanzó a Blackie por tierra. Se le quedó la pierna atrapada bajo la silla. Cuando forcejeaba para liberarla, el toro se lanzó hacia él, la pasmosa extensión de negros cuernos aún adornada con la cuerda. Antes de que se diera cuenta del peligro, el toro cargó.
Hubo un disparo y el animal cayó fulminado. Los cuernos apenas se quedaron a metro y medio de él. Detrás, vuelto en la silla, Chally aún tenía el revólver apoyado en la muñeca izquierda, el cañón humeante. Por encima, su cara estaba muy pálida.
Después de aquello no volvió a salir sin revólver.
Luego hubo caballos que domar, porque, en invierno, muchos de los ya ensillados se habían vuelto tan salvajes que parecía como si nunca los hubieran domado. Ésa era la especialidad de Joe Reuter, y un nuevo oficio que aprender. Finalmente probó a montar al alto caballo negro que llamaba Cicero por su morro en forma de nariz romana.
Con el animal gimiendo y arremetiendo en el corral, atado por una pata trasera a la cerca y por otra delantera al poste de sujeción central, Joe le arrojó la manta y con un rápido movimiento colocó la silla encima. Pasando la mano por el tenso vientre cogió la cincha y aseguró la silla en su sitio. Luego agarró de la oreja a Cicero, le hizo inclinar la larga cabeza hacia un lado, y, como por arte de magia, le amarró la cuerda principal, que Andrew había soltado, a guisa de barbada bajo la mandíbula.
—¡Prepárate, Andy!
Andrew se agachó para desatar la cuerda que aún sujetaba la pata trasera del animal.
Los largos y tensos músculos bajo la piel marrón temblaron a su contacto. Plantó la bota en el estribo y, tomando impulso, montó. Joe le puso la cuerda en la mano y retrocedió de un salto. Andrew alcanzó a ver su inquieta expresión y, más allá, a Degan, de pie junto a la cabaña con una palangana en las manos.
Cicero dio un brinco en el aire tan violento que le sacudió en la cara con el cuello arqueado. Ciego de dolor, se aferró a la cuerda con una mano y al pomo de la silla con la otra. Las patas delanteras del animal aporreaban como pértigas la tierra apelmazada. Un continuo gruñido en sus oídos bien podía salir de su garganta. Entonces se encontró flotando sobre la silla.
Cayó despatarrado al suelo, dándose un golpe tan fuerte que creyó haberse roto hasta el último hueso del cuerpo. Quedó tendido de espaldas, tratando de recobrar el aliento.
—¿Estás bien, Andy? —gritó Joe.
—Perfectamente —contestó. Se incorporó despacio, quitándose el polvo de los ojos. Cicero estaba con las patas separadas, la barbada amarrada al poste de sujeción. Joe lo ayudó a ponerse en pie.
—Tienes un pequeño tajo en la nariz —anunció Joe.
Se asombró de que todos sus miembros parecieran funcionar. Aplicándose la pañoleta a la sangrante nariz, se dirigió cojeando hacia el caballo.
—¿Adónde vas? —le preguntó Joe.
—He perdido un poco el equilibrio esta vez.
Joe volvió a retorcer la oreja a Cicero.
—No tienes que demostrar a nadie que tienes agallas —le dijo despreocupadamente.
—Ya lo sé —repuso él, subiendo a la silla.
Con un rápido movimiento, Joe le puso la cuerda en la mano.
La segunda vez duró más, aunque permaneció más tiempo tendido en el polvo.
—Es un bicho malo, se encabrita y se retuerce de un lado a otro —observó Joe.
En el poste de sujeción el caballo adoptó una actitud más tranquila, la cabeza inclinada hacia un lado para observarlos. Degan había desaparecido, sin duda un tanto abochornado. Chally estaba en los pastos.
—Creo que voy a descansar un poco —anunció Joe, sentándose en la baranda de la cerca para liar un cigarrillo. Andrew se sentó a su lado, frotándose el hombro.
—Lo intentaré de nuevo. Creo que esta vez podré sostenerme en la silla.
Joe asintió con la cabeza, pasando la lengua por el papel para pegarlo.
—Si te gusta esto, darías verdaderos gritos de alegría en un rodeo. Lástima que no puedas dedicarte a ello, aunque supongo que enredar con esos políticos de Chicago también es agradable.
—No necesariamente.
—¿Quién será tu candidato en la convención?
—El senador Edmunds, de Vermont.
—¿Qué posibilidades tiene?
Andrew rió y contestó que no lo sabía.
—Con los de la vieja guardia —añadió— hay que insistir una y otra vez hasta convencerlos de que están derrotados.
—Igual que domar caballos —repuso Joe—. Se parecen a algunos ganaderos de por aquí. Bueno, la gran fiesta de la Asociación de Ganaderos de Montana va a celebrarse muy pronto. ¡Eso no te lo debes perder!
* * *
Los Hardy lo abrumaron con su cálido recibimiento, aunque Mary Hardy estaba desmejorada y más delgada de lo que la recordaba, y su animada actitud parecía un tanto maquinal. Se comentó mucho el suicidio de una chica de servicio de un ranchero llamado Lamey, que desesperada se había volado la tapa de los sesos con una escopeta en mitad del largo invierno. Los Hardy, a su vez, estaban entusiasmados con la reunión de primavera de la Asociación de Ganaderos de Montana, que iba a celebrarse en Miles City. Había muchas asociaciones, más pequeñas, en la región, como la de Ganaderos de Dakota del Oeste, que al mes siguiente realizaría el rodeo en las Bad Lands, pero el ámbito de la Asociación de Montana cubría todo el territorio de ese estado y grandes áreas de otros estados y territorios adyacentes. La reunión era un acontecimiento social imprescindible, y todos los caminos llevarían a Miles City.
* * *
Miles City,
17 de mayo de 1884
Querida Cissie:
He venido a Miles City a bordo del Aurora con Machray, que me ha relatado con todo detalle las travesuras del «pequeño lord», a quien mi anfitrión considera la octava maravilla del mundo, y quien, junto con su madre, se establecerá en las Bad Lands en algún momento de este verano. En nuestra ruta hemos pasado kilómetros y kilómetros de pradera en plena floración, alfombras de flores silvestres de todos los matices imaginables. ¡Qué panorama tan maravilloso!
Miles City es una ciudad «vaquera» mucho más grande que Pyramid Flat, y me alegro de haberla visto con todo el ajetreo de la convención de ganaderos. A ella asisten verdaderos «reyes del ganado», muchos de ellos ingleses o europeos, como los hermanos Freling, James Osborne y Pierre Bidault, con su agraciada esposa inglesa. Son hombres de gran estilo personal, que pertenecen por norma al Cheyenne Club y traen consigo cultura y civilización al Gran Oeste. El Lord Machray de las Bad Lands se encuentra mucho más a gusto en esta compañía que en Pyramid Flat. Está verdaderamente desbordante de energía, entusiasmo y nuevos planes.
La ciudad está atestada de hombres y mujeres de los distritos circundantes. Sus aceras entarimadas están tan abarrotadas que con frecuencia no hay más remedio que pasear por en medio de la calle. Hombres de cincuenta profesiones diferentes avanzan a empujones o pasan el tiempo repantigados frente a las numerosas pensiones baratas que se extienden hasta los confines de la ciudad, que, como en todas partes, están delimitados por un enorme basurero de herrumbrosas latas de conservas y cajas de arenques. Hay cazadores con camisas de ante y gorros de piel, muleros y cocheros de diligencia con el rostro marcado por la inclemencia del tiempo y los rigores de su oficio, silenciosos pastores de ovejas, ferroviarios con su aire de jovial cosmopolitismo, jugadores con levita y corbata de cordón, indios de rasgos oscuros, chatos, bastante feos, ganaderos con las cicatrices y discapacidades de su profesión, acompañados de un séquito de vaqueros. Éstos son los que predominan. En grupos de dos y tres galopan por las calles en sus ponis, dando la impresión de ir de pie en los estribos, pues los llevan tan largos que apenas tienen que doblar las rodillas. Entran y salen bulliciosamente de bares y salones de juego, en ocasiones buscando pelea pero la mayoría de las veces simplemente diversión. Su aspecto es impresionante, con los revólveres a la cintura y pañoletas de colores vivos atadas al cuello, mirada penetrante, rostro bronceado bajo sombreros de ala ancha.
Tampoco debo olvidar al granjero festivo, que ha acudido en gran número a la ciudad para presenciar las atracciones. Vienen en sus carretas con sus mujeres, hijos y perros, por caminos que últimamente se observan cada vez más, unos surcos de ruedas paralelas que se alejan serpenteando en la distancia por un terreno ondulado, muchos de ellos siguiendo las anchas pistas trazadas por desaparecidas manadas de búfalos. Los granjeros constituyen el nivel más bajo de la estratificación social, y con frecuencia son objeto de burdas bromas por parte de los vaqueros, quienes, estoy seguro, no son conscientes de su despreocupada crueldad.
Además de las reuniones que la Asociación celebra sobre diversos temas, ha habido mucho jolgorio, carreras de caballos, competiciones de lazo, de derribar bueyes por los cuernos, juego en todas sus formas, ¡e incluso un Gran Baile! En ese acontecimiento, participé en el reel de Virginia,[16] experiencia de lo más estimulante. Bailé con la joven señorita Hardy, con su madre y con varias damas del Cheyenne Club, incluida la refinada y elegante Madame Bidault, así como con otras señoras no tan distinguidas ni atildadas. Tal como se oye a menudo, éste es un territorio duro con las mujeres. Un vecino de la ciudad llamado Jones, alias Duro Invierno recibió su apelativo porque, según cuentan, presenta a su esposa con la siguiente declaración: «Parece un invierno duro, pero es mi mujer».
La señorita Hardy, muy acompañada en todo momento por sus padres, junto a otras cuantas jóvenes de su posición, se deja ver mucho, sin duda con la esperanza de que se encapriche de ella alguien de situación superior a la de un simple vaquero. El mercado matrimonial, sin embargo, parece desalentador, pues consiste en viudas de mediana edad de rasgos severos, o en solteronas sin remisión, con pocos solteros jóvenes y cotizados. Esta muchacha no está bien provista para mezclarse con el círculo del Club Cheyenne, pues su vestido, aunque impecable, no es elegante, y, consciente de su situación y de su mano lisiada, su actitud combina lamentablemente lo esquivo con un aire dominante. ¡En qué lamentable situación se ven constreñidas nuestras jóvenes por la necesidad de atrapar a un esposo conveniente! Nunca olvidaré a aquellas muchachas tan bien educadas de Newport, con sus alegres y coquetos modales, sus miradas desesperadas…