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A veces Cora permanecía despierta por la noche preguntándose por qué la habría llevado Machray a Chicago, a aquella casa con sus elegantes amigos. Sólo podía decir que ése era su modo de ser. Era un hombre que entraba por la puerta principal. Ciertos rancheros y ciudadanos respetables entraban en su casa por la puerta de atrás, al anochecer, dando la vuelta por el callejón para que no los vieran. Uno había tenido un ataque en la cama de Annie, farfullando de terror porque se le había paralizado un costado y se descubrirían sus habituales visitas al burdel, retorciendo la mano al doctor Micklejohn y repitiendo con voz ronca: «¡Que no se entere mi mujer!».

La mayoría de los hombres, en realidad, entraban por la puerta principal porque a nadie le importaba lo que hicieran o dejaran de hacer, pero Machray lo hacía simplemente porque no le interesaba lo que los demás pensaran de él. Una vez ella le preguntó si no le preocupaba que la gente viera su calesa tanto tiempo atada frente a la casa, o a los dos paseando en ella. Él contestó que los hombres de valía no hacían caso de las habladurías de tenderos ni mozos de cuadra.

Al ser de los que entraban por la puerta principal, era un hombre leal. Ella pensaba que su lealtad se debía a su pasada condición de oficial del Ejército de Su Majestad. Había dejado el servicio de las armas cuando estuvo a punto de morir de fiebre por la tremenda herida que había recibido en el hombro. Le había dicho que todas las guerras se libraban ahora en países cálidos, donde había fiebres. En dos ocasiones había estado al borde de la muerte por las calenturas y sabía que no habría sobrevivido a la tercera. Dickson había sido su asistente en África, y ella pensaba que Machray habría dado la vida por él, como Dickson por su oficial.

Cuando volvieron de Chicago aquel verano parecía que un maleficio hubiese caído sobre la construcción del matadero. Se produjeron pequeños incendios y peleas, y se despidieron unos operarios venidos de St. Paul para ocuparse de las calderas; todo parecía ir mal. Estaba segura de que Grogan, el desagradable y quisquilloso capataz irlandés del matadero, estaba a sueldo de Guffin y los industriales de la carne de Chicago. Intentó que Machray lo echara, pero él se negó. Pensaba en convencer a Wax para que acabara con él cuando Grogan recibió una puñalada de uno de sus propios carpinteros suecos, y aquél fue el fin de sus días.

Al volver de Chicago, además, tiradores emboscados empezaron a disparar contra Machray, desde algún barranco o detrás de los árboles, de modo que nunca podía averiguar quién lo hacía. En cierta ocasión les dispararon a los dos cuando habían ido a merendar al campo.

Con frecuencia aparecía con un caballo muy manso para ella, y cabalgaban hacia el norte de la ciudad bajo los acantilados a lo largo del río, con una cesta de la merienda y una manta. Esa vez lo estaba ayudando a extender la manta a la sombra de los álamos junto a la orilla de un arroyo, cuando sonó una detonación. Machray se precipitó al suelo, y ella creyó que lo habían matado. Sólo había tratado de esquivar el disparo. Aún agachado, la cogió del brazo y tiró de ella mientras se dirigía al cerro que se alzaba a su espalda. En la base había una cueva y, enfrente, un afilado fragmento de tierra que se había desprendido de más arriba. Ella se agazapó allí detrás, y al cabo de un momento Machray se reunió con ella, jadeando, con el rifle y la cesta de la merienda. Se le había caído el sombrero y parecía enloquecido, los ojos verdes brillando como faroles. Agachada, se dio la vuelta y entró en la cueva, poco profunda, en cuya entrada había un montículo de barro seco formando como un antepecho. Machray se arrodilló junto a la entrada con el rifle preparado. Bajo los álamos ella veía el sombrero y la manta azul y verde extendida, y los dos caballos pastando como si no pasara nada.

Hubo una rociada de polvo sobre su cabeza y Machray lanzó una maldición, se agachó y disparó a su vez.

—¡No le he dado, al cabrón! —murmuró. Volvió la cabeza, los rasgos brillantes de excitación, hacia ella, diciéndole que creía que eran dos. Empujó la cesta hacia un sitio en donde creía que ella podía cogerla—. Mire a ver si puede descorchar ese Medoc, ¿quiere, querida mía?

Volvió a disparar, y maldijo de nuevo, mientras ella sacaba el corcho y servía el vino rojo como la sangre en las dos copas que Daisy había colocado en la cesta. Machray alargó la mano hacia atrás para que le diera la suya, bebió un trago, y la dejó en el suelo para hacer puntería y disparar. Declaró que era de buena cosecha. En cuclillas a su espalda, dentro de la cueva, ella no podía dejar de reír tontamente.

Desdobló las servilletas donde estaba envuelta la carne de venado y le dio una tajada, que él se llevó a la boca, murmurando:

—¡Bien! ¡Bien!

Cora vio un diminuto penacho de humo entre los árboles junto a la orilla del río; de nuevo hubo una rociada de barro pulverizado. Machray soltó una maldición e introdujo el dedo en el vino para sacar unas motas de polvo.

Ella sirvió con una cuchara ensalada de patata en un plato junto a otra loncha de venado y se lo pasó. Machray comió la ensalada llevándosela a la boca con el dedo doblado, volviendo la mano para buscar la servilleta que ella se apresuró a darle, y, con la boca llena, le dijo:

—¡Ahora dedícate a llenarte la tripa, Cora, ya está bien de dar de comer a tu guerrero!

Extendió la mano en que sostenía la copa y la chocó con fuerza contra la suya; casi le pareció oír el entusiasmo que bullía en su interior. Él volvió a disparar tras apuntar con cuidado, y en las pausas daba un trago hasta que tuvo que llenarle de nuevo la copa. Ella dijo que no le vendría bien achisparse en un momento como aquél.

—¡En un momento como éste! —repitió él en tono burlón—. ¡Ah, Cora, a veces pareces una mujer en vez de lo que eres!

Luego se adentró a gatas en la cueva y se tumbó sonriente a su lado, dejando el rifle apoyado en el montículo de tierra.

—¡No es sólo comida y bebida lo que necesita un combatiente entusiasta!

Una mujer a la moda que salía de merienda campestre se veía agobiada por una considerable carga de faldas, enaguas y bragas, y Machray tuvo que escarbar mucho, como volviendo páginas de un libro en busca de algún párrafo perdido. Ella parecía incapaz de ayudarlo, debilitada por la risa que la ahogaba, y de cuando en cuando debía él interrumpir sus esfuerzos para atisbar hacia el río y ver si alguien se acercaba furtivamente. Siempre que Machray disparaba sentía ella el retroceso por todo el cuerpo, y entonces su risa tonta se henchía y derramaba, convirtiéndose en otra cosa. Cuando terminaron sintió que se le salía el alma y permanecía flotando como una nubécula hinchada en el acerado azul del cielo de las Bad Lands, para tener seguidamente la impresión de que sus miembros desencajados volvían poco a poco a su lugar. El sudoroso rostro de Machray colgaba sobre ella como un globo, y decía cosas con voz tan ronca como el croar de una rana:

—Ay, amor…, amor…, amor…; ¿no ha sido un momento delicioso, amor?

Ella contestó que de no haber sido por el suelo tan duro hubiera creído estar en el cielo.

Seguidamente Machray salió a gatas para ver lo que había mientras ella se arreglaba la ropa. No hubo más disparos. Al parecer se habían marchado, porque en el fondo, según dijo él, eran tipos corteses. Poniéndose en cuclillas junto a ella sirvió el vino que quedaba, calculando cuidadosamente la medida para cada vaso, y se echó sobre ella una vez más antes de que acabaran la merienda.

Aquella noche pidió a Fanny, Jessie y Carrie, chicas en quienes podía confiar y que tenían clientes fijos, que averiguasen quién estaba disparando a Machray. No creía que fuese Jake Boutelle ni Bill Driggs, que podrían odiar a Machray por diversos motivos, porque eran viejos cazadores que no dejarían de acertar en el blanco y no eran dados a participar en jueguecitos. Tampoco pensaba que fuera una conspiración de Guffin y los industriales de la carne, de momento. Podían ser vaqueros, pero estaba segura de que, con el tiempo, sus chicas descubrirían quién estaba detrás de todo aquello.